(Lunes, 26 de septiembre de 1977)
Formados frente a una cruz y a ciertos retratos,/ entre bostezo y bostezo, gloriosos himnos pesados./ Despertamos en pupitres de dos en dos, / aún recuerdo el estrecho bigote de don Ramón…
(Días de escuela, Asfalto, 1978)

La Ley Moyano de 1856, que establecía una educación primaria hasta los diez años y un bachillerato muy selectivo fue sustituida en 1970 por Ministerio de Educación de la dictadura. El objetivo era conseguir más alumnos que terminasen la educación secundaria y llegasen a la universidad, pues a finales de los sesenta tan solo alcanzaban la educación superior el 3% de los estudiantes.
Surgieron así la Educación General Básica (EGB) hasta los trece años, el Bachillerato Unificado Polivalente (BUP) de los catorce a los dieciséis años y el Curso de Orientación Universitaria (COU) a los diecisiete años, que se mantuvieron en vigor durante veinte años, hasta la entrada en vigor de la LOGSE. Se produjo así un importante crecimiento de la población escolar.
En aquellos años, era muy difícil aprobar. Una gran parte de la población tripitía 6º de EGB y abandonaba el sistema educativo o iniciaba la FP (para la que no se exigía el graduado escolar). Aproximadamente un 25% de la población escolar iniciaba el BUP, que también presentaba grandes tasas de suspensos. Era común que en centros públicos, en 1º de BUP se llegase hasta la letra P y en 2º, debido a la tasa de suspensos, se quedasen seis clases tan solo, llegando por ejemplo a la F.
Félix no tenía ni un solo recuerdo de su padre. Sus tíos siempre le decían que su bato era un gitano de Granada muy guapo, que tenía a todas las gachís locas con sus ojos negros, su cuerpo de junco y sus cabellos rizados. Por ellos supo también que se ganaba la vida como bailaor. Mil veces le contaron lo bien que se arrancaba por rumbas en las zambras, cómo taconeaba en los mejores tablaos de Madrid o roneaba por bulerías en las bodas gitanas. También les había oído decir mil veces que su hermano Toño había salido a su padre en la cara y en todo lo demás, hasta tenía la misma marca, como una media luna blanca, sobre la cadera.
Pero los chaborrillos del barrio, a veces, cuando se enfadaban, escupían otras versiones. Que su padre era un choro, un ladrón, un buscavidas; que estaba siempre metido en jaris y tiraba de navaja sin pensárselo dos veces. Otros gitanos contaban que lo había matado la Policía y lo había hecho desaparecer y otros que se había escapado con una mujer, otra bailaora, al Japón y ahora vivía allí, como un millonario. El Tato nunca le preguntó a su madre por esas otras historias. Bastante tenía la pobre mujer con sacarles adelante limpiando escaleras y portales en los polígonos más pudientes de Moratalaz, por donde vivía su tío Claudio.
—No sabes lo que he sufrido por vosotros, hijo —le decía muchas veces a Félix mientras le acariciaba la cabeza con sus manos desgastadas por la lejía.
—Yo te quitaré de limpiar escaleras, mama.
Y la madre acariciaba entre lágrimas su rizada cabecita.
—Eso. Estudia mucho, hijo.
—¿Se gana mucho dinero estudiando?
—Solo se gana mucho dinero estudiando mucho o robando mucho.
El primer recuerdo que tenía Félix de su hermano era un puñetazo que le había dado no sabía cuándo. Sí se acordaba de las circunstancias. Félix se ve todavía muy pequeño, dos, tres años. Su hermano mayor ya le llama para entonces Tato. El pequeño está jugando con su coche de metal, sentado en el suelo de la casa. Antonio le arrebataba el juguete al Tato. El Tato llora para que lo oiga la mama. Y entonces Antonio le da un puñetazo al Tato en la cara, lo derriba y le arrebata el coche. El Tato llora y llora desconsoladamente hasta que llega la mama y lo toma en sus brazos.
De todas formas, su hermano Antonio era bueno con él. Constantemente le hacía bromas. Lo pasaban bien juntos y en la calle siempre le protegía de los otros niños. La mama le decía al Toño que siempre defendiera al Tato y éste cumplía esa orden con verdadero celo. En cuanto otro niño levantaba la mano a Félix, Antonio se acercaba y lo golpeaba sin misericordia, sin odio tampoco, como quien cumple con una tarea rutinaria, pero que le resulta grata.
Al llegar a la escuela, aumentaron las diferencias entre los dos hermanos. Cuando vivían abajo, en el barrio de las Latas, había una escuela, pero Antonio asistía a ella en contadas ocasiones; en cuanto podía se escapaba y se iba a dar tumbos por el arroyo Abroñigal con el Papilla, aquel chaval con lengua de trapo. Félix, por el contrario, era dócil y la única maestra de aquella casa baja que hacía las veces de colegio le tomó cariño. Mientras Antonio repetía el curso, el Tato aprobaba siempre todas las asignaturas. Antonio sentía pena por su hermano menor, al que consideraba débil y cobarde. Félix, sin embargo, reconocía la superioridad física del primogénito y le admiraba por su valentía, por defenderle siempre y por liderar un grupo de niños que le obedecían sin dudar.
Al realojarles el Ayuntamiento en la zona más alta de Moratalaz en aquellos pisos que le parecieron tan bonitos, Merche intentó salir de su depresión. ¿Por qué había tenido que ser tan guapo su Antonio? Su marido había desaparecido dejándola embarazada del Félix y hasta entonces nada había sido bueno, pero desde que se marchara, todo había sido peor. Salir de una chabola y entrar en un piso la reconcilió con sus sueños de adolescente, cuando abandonó el pueblo y se vino a Madrid a servir. Precisamente llegó a la capital para vivir en una casa propia con todas las comodidades, para olvidar el olor de los cerdos, los huertos, la casucha de sus padres en la que había crecido y que no tenía ni servicio. Y había acabado en una chabola a los pies de un arroyo… Pero ahora, al cabo de casi veinte años, sus sueños de adolescente parecían a su alcance, aunque fuera sin un apuesto marido al lado. Creyó que, a partir de entonces, a pesar de estar sola en el mundo, el sol la sonreiría y se preocupó de apuntar a sus hijos en el colegio público, de levantarse para hacerles el desayuno a su hora y de llevarles todas las mañanas hasta la puerta de la escuela. Les despedía con dos besos sonoros de los que Antonio se escurría como podía.
—Estudiar mucho y portaros bien —les decía esperanzada en que aquel consejo no cayera en saco roto y al cabo del tiempo ambos progresaran socialmente.
Don Federico, que era un andaluz con aires de general decimonónico, llevaba su clase del colegio nacional Pío Baroja con mano firme. Tras treinta años de experiencia y una guerra a sus espaldas no iba a consentir la menor indisciplina. Allá se las apañaran como pudieran los otros maestros, sus compañeros, esos pobres chavalines recién salidos de la escuela de Magisterio que se pasaban las reuniones diciendo sandeces sobre la igualdad, el diálogo y los nuevos métodos pedagógicos. Tonterías. La educación comenzaba con la disciplina. Si no había respeto ni silencio, ¿cómo iba a haber educación?
—La educación es la escalera del ascenso social. Eso es lo que hay que dejarles claro a los chicos —solía decir.
Al ver llegar a los quinquis del barrio de las Latas, los del realojo gratuito del Ayuntamiento, a don Federico le pareció que algo similar a las arcadas se le venía a la garganta. ¿Para eso se había ganado una guerra? ¿Para darles a los gitanos y a los quinquis casas gratis? ¿Y no tenían otro sitio donde ponerlos sino en su barrio, en su mismísimo colegio, para joderle sus últimos años antes de la jubilación? Cada mañana cuando llegaba al centro de estudio en su paseo matutino y veía aquel barrio de hormigón gris, sin árboles ni plazoletas de arena, con su asquerosa fuente de hojalata en el centro, sus aceras de cemento donde aún humeaban restos de hogueras y sus torres de catorce plantas en cuyos portales se podían entrever algunos burros amarrados a las puertas, sentía que un rescoldo de ira se le avivaba en el corazón. No podía, no podía soportarlo. Y luego, entrar en su colegio, que tendría que ser un templo del saber y ver a aquellas niñas agitanadas, con sus trece años y su desfachatez a cuestas, ostentando sus pechos de adolescentes, con minifaldas que casi dejaban a la vista su ropa interior, con esos tacones y aquellos ojos pintarrajeados como fulanas… Y a los niños, con sus crenchas grasientas, llenas de mierda, con esos cristos colgados al cuello y esos anillos gigantescos en sus dedos. No podía, no podía soportarlo. ¿Qué se ganaba metiendo a aquella escoria en una escuela, sino ensuciar a los desgraciados que tuvieran que soportarles a su lado? Le parecía que aquel despropósito, como tantos otros que comenzaban a darse en España, solo se podía explicar por la muerte del Generalísimo y la evidente debilidad con la que el nuevo rey dirigía la patria sin la mano firme de antaño.
De hecho, la llegada de aquellos quinquis transformó su colegio radicalmente. El patio, donde antes no había más que un par de peleas al cabo del mes, niñerías; requería ahora de una vigilancia constante por parte de los maestros. Se había acabado eso de aprovechar el recreo para tomar el café con los compañeros y departir con tranquilidad, acercar lazos entre unos y otros. Unos labios partidos y un ojo morado en la primera semana les habían convencido de lo contrario. Ahora había que montar guardia durante el recreo. En tensión, dando vueltas como un perro, patrullando por el patio como un policía para hacerse notar y servir como elemento disuasorio para los quinquis y como faro de tranquilidad para los demás niños. Ya no eran maestros, sino policías. Eran como esos agentes de las series americanas de televisión, esos Starsky y Hutch que tanto le gustaban. Las clases, que siempre habían sido como la silenciosa biblioteca de un convento, ahora eran jaulas de grillos donde el profesor malamente podía hacerse oír. Él mismo, a través de los tabiques, oía los desplantes y las faltas de educación que sufrían algunos compañeros en las clases adyacentes. Ese era ahora el ambiente cotidiano. El director, Ramiro, un progre de esos con barbas y gafas ahumadas, y el cura ese vasco, Jesús María, que había estado en misiones y ahora había caído allí para dar Religión, tenían también gran parte de la culpa de lo que ocurría con sus monsergas sobre la democracia, la integración social, la delincuencia como producto de una sociedad injusta y la lucha contra la marginación.
¿Acaso esos progres no pensaban en los niños normales, que tenían que sufrir las agresiones de aquellos salvajes en el patio y sus robos en los trayectos de ida y vuelta al colegio? ¿No se le habían quejado a él casi todos los niños de su tutoría de sexto de EGB porque el Heredia, el Kung-Fu o ese imbécil retrasado del Papilla les habían robado o agredido? ¿Es que esos niños buenos y trabajadores no tenían derecho a ir felices al colegio, sin temor de ser golpeados o intimidados? ¿Acaso la igualdad de oportunidades no consistía en facilitar a los niños que quisiesen estudiar el derecho a hacerlo para progresar socialmente y no en ponerles obstáculos en el camino?
Desde luego, en lo que a él tocara, aquellos quinquis no se iban a salir con la suya. Donde él estuviera habría disciplina y si era necesario, palo. ¡Para eso había ganado una guerra, qué coño! En su tutoría habían caído cinco o seis de esos elementos y pronto supo por su alumna predilecta, esa morenita que se llamaba Anabel, que en el patio aquellos salvajes estaban amedrentando a todos los demás. Les intimidaban, les motejaban de pelotas, les ponían el remoquete de empollones y pijos por hacer los ejercicios, les amenazaban con pegarles si levantaban la mano para contestar las preguntas del profesor: estaban intentando generar en la clase un ambiente que iba contra las reglas elementales de la educación y el respeto. Querían convertir el colegio en una cochiquera como su poblado de chabolas. Don Federico pensaba entonces en Anabel, en Azucena, en Sofía, en Álex, en Francisco, en Gerardo, ese que jugaba tan bien a la pelota, al que llamaban el Ratón. Niños normales y corrientes, de padres humildes y trabajadores, que iban al colegio público a estudiar y a prepararse para ser hombres y mujeres de provecho. Allá se las tuvieran el director y el cura. Que siguieran con su falsa igualdad de oportunidades. Él no iba a pasar por el aro, ni a consentir que aquella escoria acabase adueñándose del colegio, hubiera democracia o no.
Don Federico podría haber mirado hacia otro lado como hacían muchos compañeros: no le quedaban más que un par de años para jubilarse y su cruzada no podía traerle más que complicaciones. Al afeitarse por las mañanas, recortando cuidadosamente su fino bigote, se miraba en el espejo y veía su escasa estatura, sus bracitos blanquecinos, su barriguita de sesenta años trabajada en el bar a base de chatos y se decía que quizá aquella batalla ya le sobrepasaba. Pero luego, en cuanto veía a uno de esos quinquis, se acordaba de cuál era su deber y se aprestaba decidido a hacer frente a aquella lacra, costase lo que costase.
Antes de que empezaran las clases del curso 1976-77 se reunió uno por uno con todos los padres de su tutoría para informarles del abismo hacia el que se podía encaminar el grupo. La escuela había servido siempre para facilitar el progreso social y no debía convertirse ahora en un reformatorio, en un aparcamiento de marginados. La mayor parte de los padres se preocuparon ante sus palabras y algunos fueron a pedirle explicaciones al director.
—No le hagan mucho caso —les tranquilizó don Ramiro sonriendo cuando ya el clima de la reunión era más distendido—. Don Federico ya es algo mayor y está chapado a la antigua. Los niños del realojo son alumnos con los mismos derechos de los demás y lo que vamos a hacer es integrarlos. En una sociedad democrática no puede haber discriminaciones de ningún tipo. De todas formas, les insisto en que pueden estar ustedes tranquilos, porque no pensamos tolerar ninguna indisciplina.
Don Federico desde luego no toleraba la menor indisciplina y para ello tenía un método propio que el director desconocía. El viejo maestro acostumbraba a citar a todos los padres de sus alumnos durante los días previos al inicio del curso con una finalidad muy precisa: enterarse de qué padres permitían que se golpease a sus hijos. Con esa información, que marcaba con una cruz roja en la ficha del alumno, hacía una lista especial. Luego solo se trataba de esperar a que durante los primeros días de clase alguno de esos alumnos especiales cometiera una pequeña falta, una menudencia de las que se suelen castigar con una mera amonestación. Don Federico entonces llamaba al alumno hasta su mesa con tono alegre y cantarín, le hacía un par de comentarios irónicos despertando algunas risas burlonas entre los compañeros para finalizar propinándole dos bofetadas en la cara que resonasen con profundo eco en la clase. Los alumnos abrían los ojos temerosos y asombrados.
—Se me quedan todos acojonaditos —contaba riendo a sus amigos en el bar—, porque dicen: si a este que es buenecito, le ha dado dos hostias por casi nada, ¿qué hará si realmente hacemos algo grave? Y así ya no se me mueve ni uno en todo el año.
A las reuniones convocadas por don Federico aquel año no acudió ningún familiar de los alumnos conflictivos. A excepción de uno. Era un hombre de unos cincuenta años, pero que aparentaba más debido a su aire de derrotado y su mirada huidiza. Le coronaba la cabeza una enorme mata de pelo blanco que brotaba en todas direcciones y le confería un aspecto selvático y montaraz. Por sus ademanes tristes y su indumentaria pobre y desgastada se hacía ver que se trataba de un hombre humilde; por sus manos callosas, de un campesino; por sus ojos y su rostro enrojecido, de un bebedor. Al llegar se quitó la gorra con respeto y se presentó como Claudio Chércoles para guardarle a Dios a y a usted muchos años, prosiguió diciendo que era el tío del Félix y del Antonio Heredia Torres, que eran sobrinos de su mujer. El padre de los niños, un sinvergüenza, había abandonado a la hermana de su mujer hacía ya muchos años y él, a pesar de que no ser su tío carnal, era quien se encargaba más o menos de su educación. Claudio quería que aquellos niños fueran capaces de abandonar el ambiente en el que habían nacido, en medio de una familia de gitanos. Ya sabía que eran rebeldes y necesitaban mano dura.
—Si se portan mal, haga como yo: quítese el cinturón y les da con esto –le dijo señalándose la hebilla—. Es lo único que entienden, sobre todo el mayor.
Don Federico sonrio complacido. Ya tenía claro cuál era el objetivo de su primera semana de clase.
El día del inicio del curso, don Federico hizo formar en fila ante la puerta del colegio a todos sus alumnos. Allí estaba el Ratón, con su balón bajo el brazo, junto a su amigo Álex. Y también estaban en la fila Avendaño, Anocíbar o López Jurado, esos niños tan inteligentes de los que había oído contar maravillas a los maestros de la primera etapa de la EGB. Delante estaban Sofía y Azucena, dos niñas despiertas y voluntariosas, y sobre todo, aquella perla morena que se llamaba Anabel. Pero, con desagrado, comprobó que, al final de la fila, también había seis quinquis y una niña agitanada y pechugona cuyos ojos maquillados de forma exagerada le miraban con descaro, con incipiente lascivia. Entre los varones estaban los dos hermanos Heredia. Antonio, el mayor, con su pelo largo y rizado y su gesto desafiante, era un ya un adolescente y a sus trece años tenía una envergadura acorde con su edad. Probablemente iba a convertirse en un hombre espigado y, de hecho, ya era más alto que el propio don Federico. Lo primero que hizo el viejo maestro fue recordarles que él era la autoridad en la clase y les avisó de que los motes quedaban prohibidos. ¿Qué era eso del Tato, del León o del Papilla? Aquello era un colegio, no una cuadra. Al primero que llamara a un compañero con un mote, lo pondría de cara a la pared con los brazos en cruz y un libro en cada mano. Luego les pidió que sacaran una hoja y un lápiz y se puso a dictarles el “Prendimiento de Antoñito el Camborio” de García Lorca mientras se paseaba entre los pupitres. Pronto advirtió que el mayor de los Heredia apenas sabía escribir. Esa era la razón de que llevase dos cursos de retraso y estuviese en la misma clase de sexto de EGB que su hermano menor. Había oído a algunos alumnos que le llamaban el León por un cinturón que llevaba el muchacho con una hebilla que mostraba al rey de la selva, pero él impondría que en su clase todos le conocieran por su apellido, Heredia, que además remarcaba su origen gitano. En su clase los motes se habían acabado…
Pero Félix era distinto. Aunque tenía el mismo aire agitanado de su hermano mayor, un resto de dulzura infantil asomaba todavía en su mirada. Hasta sus facciones eran más dulces y armoniosas. Era un chiquillo torpe también, pero voluntarioso y seguía el dictado sin pestañear, apretando con fuerza su lápiz contra el papel. Para distinguirlo del hermano, decidió que lo llamaría por su nombre de pila, Félix. Al acabar el dictado, otro de los gitanillos le arrojó una pelota de papel a la cabeza, que el chiquillo le devolvió siguiendo la broma. Don Federico consintió que los dos se enzarzaran en una sorda guerra de pelotas de papel a la que se unieron otros. Era lo que estaba esperando. Por fin decidió intervenir.
—¡Ven aquí ahora mismo, Félix!
El chaval se acercó con una tímida sonrisa pintada en el rostro. Los chicos miraban expectantes.
—¿Tú te has creído que esto es un establo donde se pueden tirar papeles así por las buenas?
El niño inició una débil disculpa.
—Yo no he sido solo; los demás…
Pero el maestro no le dejó acabar la palabra. Armó su brazo y le dio dos bofetadas en la cara.
—Eso para que me contestes. ¡Y ahora siéntate!
La clase se quedó paralizada. Don Federico seguía encima de la tarima mirándolos con seriedad, atento a la menor muestra de indisciplina, como un domador en la jaula con los leones. El Tato volvió a su pupitre lentamente. Su hermano Antonio levantó la voz retador:
—¡A mi hermano no se le ocurra a usted de volver a pegarle!
El maestro abrio los ojos, sorprendido. Aquella batalla no iba a resultar tan fácil. Pero había que darla si quería ganarse el respeto definitivo de aquellos quinquis. Y con mucha parsimonia se quitó el cinturón y golpeó con la hebilla en la mesa con todas sus fuerzas, mientras sonreía.
—Escúchame bien, Heredia. Yo no gané una guerra para que un gitano se me suba a las barbas. Como levantes la voz otra vez, te doy con esto como me ha dicho que hace tu tío. Y además daré parte a la Policía Armada donde tengo buenos amigos para que te ajusten las cuentas mejor que yo.
Antonio Heredia apretó los puños sobre la mesa, miró al maestro con ira y luego, al elevar la mirada lentamente para exteriorizar su rabia de forma algo histrionica, se encontró con la foto del General Franco presidiendo la clase. Según había oído a sus mayores, los malos tratos, los golpes, los insultos y hasta las torturas eran comunes en las dependencias policiales y muy especialmente en un sitio que había en la Puerta del Sol. Treinta años de dictadura habían alimentado unas férreas cadenas de miedo y silencio. Antonio se calló entornando los ojos, aunque sus puños seguían apretados, clavándose las uñas en las palmas. Aquel silencio supuso el triunfo, aunque fuera momentáneo, de don Federico.
Muchos chicos agradecieron aquella decidida intervención. Y sobre todos ellos, Anabel, a la que Antonio le había subido la falda varias veces durante el curso anterior y le había palpado los incipientes pechos. A partir de ese día, en la clase del viejo maestro, esos alumnos sabían que ellos estaban seguros. Sería con otros profesores donde los arrabaleros podrían seguir con sus agresiones y sus insultos, pero no en la clase del maestro más bajito del colegio.
Don Federico no era insensible. Desde que abofeteara al pequeño Félix en público, el viejo sintió remordimientos. Había elegido a aquel chiquillo conscientemente, para dar un golpe de efecto ante los demás alumnos, sabiendo que su tío le había dado permiso para golpear a cualquiera de los dos hermanos y que al ser Félix el más débil de ambos, su agresión quedaría sin contestación. Así que ese difuso sentimiento de vergüenza le animó a dedicar al chavalín especial atención a partir de aquel momento. A los dos días, aprovechó un recreo para hablar con el niño y pedirle disculpas por las bofetadas. El niño le miraba con la misma sonrisa bondadosa de siempre e incluso se disculpó de nuevo por su comportamiento de aquel día. Don Federico tomó una hoja de papel en blanco y le dibujó en ella una escalera y le dijo que esa escalera era el colegio, el instituto, la universidad incluso, que todo el sistema educativo era una gran escalera con varios pisos. Esa escalera estaba allí para que él, Félix Heredia Torres, subiera por ella para llegar a ser un hombre de provecho. Podía subir peldaño a peldaño, con esfuerzo, como hacían los mejores alumnos de la clase. Así conseguiría escalar en la sociedad y ayudar a su madre. El viejo se le ofreció para darle clases particulares de forma gratuita. Mientras le hablaba, don Federico le apoyaba la mano en el hombro con cariño y al final hasta la acarició el pelo.
—Te quedas todas las tardes una hora más y yo te ayudo con los deberes y repasamos las lecciones de todas las asignaturas. Piénsalo, habla con tu madre y mañana me respondes.
Félix se fue a su casa y habló con Merche, que se puso muy contenta porque en aquel detalle del estricto maestro veía que el porvenir de su hijo se iba apuntalando. Al día siguiente, Félix le dijo al maestro que aceptaba su propuesta. No le importaba mucho aquel dibujo de la escalera, pero hasta ese momento nunca ningún hombre le había acariciado el pelo.
Al comenzar las clases particulares, el maestro se dio cuenta de que con Félix había mucho que reforzar, muchas lagunas que cubrir, muchos peldaños que subir. El chaval era voluntarioso, era cierto, sí; pero se distraía con demasiada facilidad y tenía muchas limitaciones en el cálculo matemático, el razonamiento lógico y la comprensión y expresión escrita. No destacaba en nada y era algo menos que mediocre en todo. Sería un hombre de provecho, sí, porque era bueno y dócil, pero tendría que conformarse con un trabajo manual en el que las potencias intelectuales no intervinieran mucho. Su recorrido en la escalera del saber sería arduo. Félix hacía los ejercicios dificultosamente, invirtiendo mucho tiempo. En algunas ocasiones, sobre todo al resolver problemas de matemáticas, sentía los datos en el interior de su cabeza como si fueran piedras que entrechocaran entre sí haciendo brotar chispas. Muchas veces tenía ganas de irse a su casa al oír el timbre, pero el sincero compromiso del maestro le impedía traicionarlo. Cuando volvía al barrio, su hermano, el Papilla y el Ruso se burlaban de él llamándole empollón desde cualquier banco de los soportales o desde la fuente de hojalata.
Don Federico decidió que lo más necesario de su labor durante aquel curso era apartar a Félix del grupo de quinquis que lideraba su hermano Antonio y hacerle ver que la integración social era posible. A ese objetivo se consagró el viejo maestro y hay que reconocer que hizo diana, porque Félix comenzó a relacionarse con los otros chicos de la clase con una cierta normalidad. Gracias a su apoyo, Félix hacía los deberes a diario como los demás y aunque tenía dificultades como muchos de ellos, ya no era un marginado que iba a la clase solo a dejar pasar el tiempo o a disturbar a sus compañeros con sus bromas, sino un alumno que participaba del desarrollo de las clases, seguía las explicaciones y atendía a la corrección de los ejercicios. Era uno más y comenzó a ser tratado como tal por sus compañeros. Pronto, don Federico pudo ver con gozo a Félix jugando al fútbol con el resto de los chicos de la clase y no escondiéndose en los servicios para fumar como hacían su hermano mayor y sus compinches. Incluso el ejemplo de Félix animó a algunos otros chicos de las Latas, como su primo Javi, a jugar con los demás aceptando las normas que implicaban los juegos. Eso convenció a Álex a incluirlos en su equipo del barrio, el Artilleros. El director del colegio aprovechó su progresión para ejemplificar en los claustros las bondades de la integración social, la comprensión y el diálogo. Don Federico callaba con mirada inexpresiva sin contestar lo que consideraba sandeces, pues estaba convencido de que aquella victoria era solamente suya.
Le dedicó al gitanillo una hora de cada tarde de los dos años siguientes apreciando día a día, que, si bien en los estudios sus avances intelectuales le resultaban muy dificultosos, las habilidades sociales del chaval mejoraban sin cesar. Félix comprendió la importancia de ir limpio y presentable en público, se habituó a llevar la camisa bien abrochada y metida dentro del pantalón o a mirar a las personas al rostro cuando mantenía una conversación y no a moverla de un lado a otro como un pájaro de los que echaba su madre en la paella. Aprendió a utilizar las fórmulas de saludo y despedida con naturalidad y a ejecutar las órdenes que se le dieran con celeridad y buena disposición. No iba a ser Einstein, pero sería un buen trabajador, querido por sus jefes. Al finalizar cada uno de esos cursos, gracias a un cierto trato de favor por parte del profesorado, Félix aprobó holgadamente, aunque no hubiera alcanzado el nivel académico exigido.