Capítulo 19. El terremoto

(Martes, 8 de julio de 1980)

With a few red lights and a few old beds, / We made a place to sweat. /No matter what we got out of this, /I know, I know we’ll never forget. /Smoke on the water, the fire in the sky. 

(Smoke on the waterDeep Purple. 1972)

La infancia de Gonzalo acabó de noche, sin premeditación. Era julio y desde su ventana se veía un Madrid estrellado y sereno. Allí, apoyando sus codos sobre el alféizar, Lito elevó el mentón hacia la luna azul y se dejó acariciar por el viento. Hasta le pareció sentir como la Tierra, nuestra casa, seguía dando vueltas alrededor del sol a ciento ocho mil kilómetros por hora. 

            Esa misma tarde, la mano de su amigo Vicente había aplastado de un golpe una verde botella de vino contra el suelo y la había hecho girar sobre sí misma. Todos los chicos sentados en corro a su alrededor oyeron ansiosos su oscuro tintineo, desplazando pequeñas piedrecitas y arena mientras levantaba un poco de polvo. Gonzalo cerró los ojos un momento. En unos instantes, el mundo se detendría.  A él le pareció que incluso la tierra temblaba.

 Madrid se acababa en aquel paisaje salpicado de escombreras y barrancas. Era el inicio del verano y las hierbas, altas y silvestres, ya estaban secas. Tres chicas y ocho chicos sentados formando un corro a la vera de la gran ciudad. Si guardaban silencio, podían escuchar el pifiar de los autobuses que terminaban su trayecto no lejos de allí. Su plazoleta estaba a tiro de piedra; algo más lejos, si salían de la grieta del barranco, podían contemplar las cruces grises del cementerio de la Almudena, las estribaciones del Retiro, el depósito de la plaza de Castilla y hasta la sierra de Guadarrama. Pero ellos ahora estaban en pleno campo, escondidos en una hendidura a varios metros de profundidad, ocultos a todos. 

            —Yo ya tenía ganas de echarme un pitillo. Es mentolado. ¿Queréis uno?

 Vicente tenía quince años y era el mayor de todos. El más alto, el más fuerte, el más hombre. Y desde que había pegado al Heredia tres semanas atrás en el último partido del campeonato se sentía un héroe para todos los otros chicos de la plazoleta. Ese mismo fin de semana había ido con Juanan al Rastro y ambos se habían comprado las zamarras militares de camuflaje que ahora llevaban a todas partes, como si fueran soldados destinados a la guerra cotidiana. Las niñas de la plazoleta, que conocían la hazaña, lo miraban con admiración: era el chico que por primera vez se había atrevido a enfrentarse a los gitanos. Los más jóvenes habían reconocido siempre en Vicente a su líder. El jefe de la pandilla había nacido en enero de 1964, dos años antes que Javi y Gonzalo, y eso le había situado en una posición de superioridad en el desarrollo corporal y sexual que les recordaba por turno mirándoles inquisitivamente a los ojos.

—¿Y qué? ¿Te sale ya lefa? —les solía preguntar para luego pormenorizar sus hazañas masturbatorias.

Lito se sentía en esos momentos más niño todavía, como un ratoncito entre las garras de un gato enorme y cruel. Muchos de sus amigos, Javi entre ellos, ya habían alardeado en público de su madurez sexual. Gonzalo achacaba su tardío despertar y su escaso vello corporal a su piel blanquísima que le confería un cierto aspecto nórdico, como el que tenía su propia madre y su hermano Bértold. Estuvo tentado de mentir en alguna ocasión, porque le daba algo de vergüenza ser todavía un niño, pero cuando le llegaba el turno, decía la verdad, porque ya había visto a Vicente arremeter contra otros y burlarse de ellos por sus mentiras. Al Quique, por ejemplo, lo había ridiculizado delante de todos, haciéndole preguntas como un fiscal hasta demostrar palpablemente que era falso que sus glándulas produjeran semen. Así que Gonzalo prefería enrojecer mientras contestaba la verdad.

            Todos encendieron sus cigarrillos. Los compraban mentolados porque su sabor les recordaba al de las golosinas que todavía consumían. Todos miraban sin disimulo cómo fumaban los demás, sin tragarse el humo, mientras se imaginaban su propio aspecto fumando. A Javi le pareció esta vez el tabaco más agradable que otras ocasiones. Sería cuestión de seguir insistiendo hasta que a uno le gustase. Gonzalo intercambió un par de miradas con Patricia y ella le sonrío con su cigarrillo colgado en la boca de forma un tanto ridícula. Lito soñaba con Patricia cada noche. Ella era la princesa que había esperado desde su infancia.

            Podía imaginarla con los ojos cerrados. Patricia era para Gonzalo la criatura más bella que habitaba la Tierra y consideraba imposible que pudiera existir una mujer que la superase ante sus ojos. Desde el momento en que la vio por vez primera, le atrajeron sus rubios cabellos recogidos en una graciosa coleta, sus ojos foscos y sus labios carnosos. Luego admiró su piel, que no era blanca como la suya, sino morena como la canela y siempre parecía tersa y húmeda como si acabara de salir del mar. Y después comprobó la perfección de su caminar elegante, con los pies y la espalda bien rectos; su mirada intensa y a la vez tímida; su sonrisa, tranquila y delicada. En fin, se mirase por donde se mirase, Patricia era la criatura más bella que había contemplado en toda su vida.

La niña no solía jugar con ellos. Ni siquiera bajaba a la calle. Los chicos solo la veían atravesar la plazoleta escoltada por su bellísima y distinguidísima madre, camino de su casa, cuando volvía de la parada del autobús que la traía desde su colegio privado del centro de Madrid. Ellos se limitaban a admirarla en silencio cuando pasaba como una ninfa, un ser inalcanzable y perfecto. 

Como cada julio, Madrid se vaciaba como un desagüe. El calor sofocante y seco de la meseta obligaba a una evacuación temporal de la ciudad. Quien podía se iba a la playa, quien podía algo menos se conformaba con la sierra y los demás se conformaban con volver al pueblo de donde un día emigraron. Todo era mejor que sentir el azote de aquel aire tórrido reptando entre asfalto, hormigón y ladrillos. Javi ya se había ido a la sierra y él mismo estaba a punto de marcharse al pueblo de sus padres en Cuenca. Tan solo los más pobres, como Pablo, Juanan o Vicente pasaban todo el verano en Madrid, como retenes de vigilancia de la ciudad desierta. En las avenidas del centro y en la M-30 desaparecían los atascos; la circulación era fluida y había sitio para aparcar en las calles más populosas del centro. En los barrios, las plazoletas se tornaban silenciosas, más tranquilas, como campos que ya hubiesen entregado su cosecha de diversión y se rindiesen al merecido descanso. Los que se quedaban, los que aguantaban el embate de aquel calor cruel se hermanaban y compartían juntos su triste destino en una ciudad solitaria. En la plazoleta, la ausencia de muchos chicos y chicas obligaba a los que se quedaban a unirse rompiendo la costumbre de jugar divididos por sexos. Al llegar septiembre, cada sexo volvía a sus juegos diferenciados, los niños al fútbol y las niñas a la comba y las muñecas; pero mientras duraba el verano, el alegre espíritu del estío les unía. 

Aquellos primeros días de julio, Patricia todavía no se había marchado a su apartamento de Gandía. Contrariamente a su costumbre, esos días estaba bajándose a la calle para jugar y había llegado incluso a intimar con las otras niñas, que siempre la habían considerado una estirada y una cursi. También los chicos estaban sorprendidos de su presencia en los bancos de la plazoleta. Lito oía, con rabia, los comentarios lascivos que Vicente y Juanan hacían sobre la forma y el tamaño de sus tetas y su culo. La niña, que para él era una delicada ninfa, una princesita a la que él estaba dispuesto a consagrar su vida como un caballero medieval, era despreciada por aquellos imbéciles que hablaban de ella como si fuera un vulgar animal del que se pudieran sopesar las ubres.  

            —¿Nos vamos a fumar al barranco? —había propuesto Vicente esa tarde—. Puede ser el último verano que podamos ir allí. 

            Todos sabían que el Ayuntamiento tenía planeado rellenar el barranco con toneladas y toneladas de arena hasta cubrirlo, para construir encima un nuevo parque. Al parecer era una vieja reivindicación de la asociación de vecinos. Pero a ellos no les agradaba el cambio. En aquel viejo barranco habían pasado tardes y tardes de diversión. ¡Cuántas veces se habían lanzado por sus desgastadas pendientes apoyando su trasero sobre cuadrados de sintasol que hacían las veces de trineo! En otras ocasiones, cuando  los camiones vomitaban en la grieta arena fresca procedente de algún movimiento de tierras cercano, los niños encontraban en sus laderas y en su fondo una densa capa de arenilla esponjosa y húmeda que formaba una colchoneta natural de varios metros de anchura. Entonces, durante los días que tardaba en secarse aquel arenal, los niños aprovechaban sin desmayo para lanzarse al abismo. Tomaban varios metros de carrerilla y al llegar al borde del barranco saltaban con todas sus fuerzas para clavarse sobre la lengua de arena tres o cuatro metros más abajo. También a la ribera de aquel barranco estaban los campos de fútbol legendarios en los que habían conquistado los campeonatos del barrio o los escondites donde habían pasado las horas después de cansarse de matar lagartijas con un tirachinas o coger grillos. Allí estaba su infancia… Y ahora, aquel paraíso natural iba a ser sepultado para hacer un miserable parque.

            Era buena idea ir hasta allá y disfrutar por última vez del aire agreste que se respiraba en el límite de la ciudad, fuera del control de los adultos. Y hasta la profunda grieta caminaron con un cierto espíritu de despedida de aquel territorio que había sido suyo y de nadie más, de aquel país donde no había más leyes que las suyas. 

            Tan solo el Ratón y Anabel se habían negado a integrar la expedición. El niño prefería irse a la plazoleta de su amigo Álex a jugar al fútbol. Cuando se trataba de ir con las chicas, le asaltaba un sentimiento de ofuscación, de inseguridad y hasta de fastidio. Nunca gustaría a ninguna chica. Era demasiado bajito y tenía cara de ratón, con esa sonrisa estúpida y permanente que le pintaban sus horrendos dientes en la cara. Ninguna chica querría salir con un chico más bajo que ella. ¿Para qué ir entonces al barranco con todos los demás?

            —Mi madre no quiere que deje el portal —había dicho la rubia Sofía con una sonrisa traviesa al oír la proposición de Vicente.

            —Y si se entera de que hemos cruzado la carretera y nos hemos ido al barranco… —remató Azucena sonriendo abiertamente pero excitada por la curiosidad. Nunca habían estado allí. 

            —¿Nos vamos con ellos? —le preguntó con cierta timidez a Patricia.

            —Nadie se va a enterar —las animó Juanan.

            Anabel guardaba silencio. Su madre le había dicho que no se moviese del portal y ella siempre la obedecía. Además, le daba miedo aquel barranco por donde caminaban vagabundos, locos y gitanos.

            —Yo no voy. Tengo que acompañar a mi madre a la compra —acabó pretextando.

            —Pero no te chives, ¿eh, Ana? —le pidió sonriendo Azucena cuando ya ellas se habían puesto en pie siguiendo a los chicos.

             Una vez en el barranco, sentados en su fondo junto a la vieja vía del tren, Juanan propuso jugar a la botella tal y cómo había planeado con Vicente. Acabaron de fijar las reglas. Los chicos se sentarían en corro y Vicente nombraría cada vez a una niña. Luego, con un golpe de muñeca, haría girar la botella sobre si misma apoyándola sobre el suelo. Y en casa ocasión, el chico a quien le apuntase la boca de la botella al detenerse, tendría derecho a besar a la chica nombrada en la forma que prefiriese. Sofía, algo más tímida, no se atrevía; pero Azucena la acabó convenciendo, restando importancia a un simple beso. Patricia miraba todo con una sonrisa ausente, como una reina orgullosa contemplaría los preparativos de su propia ejecución. Hubo un silencio de expectación y Vicente nombró a la pequeña Sofía e hizo el primer lanzamiento. Sofía era una niña rubia y bajita, con unos bonitos ojos verdes que miraban con alegría. La boca rechinó sobre el suelo al dar varias vueltas sobre sí misma antes de pararse apuntando a Juanan. Sofía se levantó de un salto con alegre decisión y le dio la mano ya antes de que él se hubiera incorporado. Ambos se apartaron unos cuantos pasos del grupo y se besaron brevemente en la boca. Luego volvieron al corro con una media sonrisa dibujada sobre su rostro enrojecido por el rubor mientras los otros aplaudían nerviosamente. 

            Vicente volvió entonces a lanzar la botella mientras nombraba a Azucena. La simpática morena sonreía sin rubor alguno mirando a todos los chicos del grupo alternativamente, preguntándose con sus ojos negros quién de aquellos acabaría besándola. La botella apuntó a Pablo, que enseguida comenzó a carraspear. Tuvo que ser ella quien lo tomara de la mano y lo besara ante todos de forma maquinal. La morena sonrio a todos tras el beso, con la simpatía de una presentadora de televisión, mientras que el chico enrojecía violentamente. Todos se rieron entonces. 

            Ahora se acercaba el momento culminante para Lito: el juicio de la botella daría derecho a besar en la boca a Patricia, la princesa de la plazoleta. El corazón del niño latía con fuerza, como un tambor anunciando una batalla. No se atrevió a mirarla para que ella no captase su turbación. Y entonces, Gonzalo comenzó a sentir temblar la tierra. Patricia sonreía en silencio mientras miraba majestuosamente al frente. Por fin, Vicente hizo girar la botella. Todo fue muy rápido. A Gonzalo le pareció que el casco había dado menos vueltas que en las otras dos ocasiones. El caso es que al cesar su movimiento la boca de la botella apuntaba al propio Vicente.

            Lito sospechó que había trampa, supo que debía decirlo, pensó que no podía consentir que sus anhelos de felicidad se le escapasen, robados por aquel sinvergüenza. Pero se calló… Y además, mientras él perdía el tiempo buscando una reacción adecuada, Vicente ya se levantaba con rapidez para tomar a Patricia de la mano, sonriendo y guiñando un ojo a Juanan. Volvió el silencio. Gonzalo sintió la mirada de Ferrera en su frente y levantó la vista del suelo. Ferrera también se había dado cuenta de la treta del líder de la pandilla. Lito supo que si decía algo, habría pelea. Y si había pelea, Vicente le pegaría un par de hostias delante de todos y de la propia Patricia. Gonzalo nunca se había sentido tan pequeño. Si tuviera un año más, si midiera veinte centímetros más… Iba a callarse, pero de repente, la rabia se le emboscó en la garganta y no se pudo contener. Él no estaba educado para callar ante la injusticia y la falsedad.

            —¡Has hecho trampa! —acabó por proclamar mientras se levantaba de un brinco sintiendo que hasta sus cabellos rubios y sus ojos claros centelleaban de rabia.

            Vicente se volvió hacia él con una sonrisa sarcástica.

            —No digas tonterías, Lito. Si estás rabioso porque te gusta Patricia, pues te jodes… 

            —Has hecho trampa —repitió con rabia Gonzalo.

            —No ha hecho trampa —aseveró Juanan poniéndose del lado del líder—. Hay que tener mejor perder.

            —Que lo diga Patricia si ha hecho trampa… —sugirió Azucena con una sonrisa pícara. Todos miraron entonces a Patricia, esperando su dictamen.

            —Yo creo que no ha hecho trampa —acabó por admitir la princesa rubia con cierto rubor.

            Entonces Gonzalo se sentó despechado. La princesa había hablado por él. Su mirada cayó sobre la arena y su flequillo le cubrio los ojos mientras sentía extenderse por el barranco un silencio expectante. Una brisa de aire fresco alivió su sudor. No entendía como Patricia, su dama, pudiese preferir que un animal, un ser vil e indigno como Vicente, vestido con aquella ridícula zamarra militar, la besase en la boca. Había en todo aquello algo incomprensible y zafio. 

            Sin levantar la vista, supo que la pareja se había levantado, separándose del grupo unos cuantos pasos. Muerto de celos, imaginó como Vicente se tumbaba sobre la hierba y atraía junto a sí a la niña para besarla largamente.  Oyó las risas y los gritos de los chicos celebrando el beso. Luego, la vida pareció entrar en una dimensión distinta, como si una nueva época estuviera a punto de comenzar. El aire parecía más pesado, las conversaciones más estúpidas y las risas más falsas. La tarde arrastraba en su caída la pureza de toda una época. Lito, ajeno al espacio de los demás, sentía simplemente el paso del tiempo, como un discurrir estúpido y tortuoso.

            Caía la noche. Había que volver a la plazoleta. Gonzalo se propuso ignorar a Patricia. De inmediato, la pandilla se puso en marcha subiendo la reseca vereda que les permitía salir del barranco. El grupo lo encabezaban Juanan y Vicente que hablaban entre ellos afectando un tono intrascendente y adulto en su conversación. Vicente, aunque sin prestarle atención, conducía a Patricia de la mano, que se dejaba llevar dócilmente, como un botín de guerra. A Gonzalo le pareció que el líder de la pandilla intentaba mostrar en ese gesto el orgullo y la indiferencia y sintió ganas de abofetearlo, de lanzarlo barranco abajo con su ridícula zamarra militar incluida.  Las otras dos chicas iban detrás cuchicheando y soltando alguna carcajada. El Peonza las seguía torpemente, procurando que su voluminoso cuerpo no resbalase barranco abajo. Lito iba el último y en silencio. Al llegar arriba, el Quique, uno de los más pequeños del grupo, se le acercó y le pasó el brazo por el hombro:

            —Yo ya sabía que estos iban a hacer trampas y que a nosotros nos traían de relleno —dijo aludiendo a los mayores.

            —Pero ella quería besarle a él. Se ha visto… —se lamentó Lito con rabia—. Si no, le hubiera partido la cara…

            —Ya —admitió el pequeño—. De todas formas, no te preocupes: un beso tampoco es nada.

            Gonzalo seguía en silencio, extrañado de la respuesta de su joven amigo. ¿Cómo que un beso no era nada? Quique era todavía muy pequeño: un beso lo era todo… la vida entera podía depender de ese beso. Cruzaron la carretera. Otra vez estaban rodeados de casas de ladrillo rojo. La terraza del bar Polonio se les apareció llena de gente que consumía otra noche madrileña de verano, cálida y maravillosa.  Por fin llegaron a la plazoleta. Algunas madres salían a los balcones llamando a sus hijos a gritos para que subieran a cenar. Éstos, arrodillados sobre la tierra polvorienta con sus chapas, sus soldaditos, sus gomas o su balón, escuchaban la llamada con fastidio y, a regañadientes, iban dejando vacía la arena. Patricia se subió también a su casa sin darle a Vicente otro beso. Todos se despidieron hasta la mañana siguiente y cada uno fue a su casa.

            Gonzalo cenó aquella noche calurosa en silencio, respondiendo con desgana a las cariñosas preguntas de su madre. Su padre permanecía como siempre en silencio, escuchando en camiseta de tirantes las noticias por la radio. Sin tomar postre, el hijo menor abandonó el comedor.

            —Este chico está enamorado —dijo Candelaria cariñosamente.

            —Ya está diciendo gilipolleces otra vez –pensó Bartolomé Muñoz de su esposa, pero no dijo nada. Hacía tiempo que ya no respondía a las afirmaciones de su mujer. Era mejor darle la razón y ahorrarse discusiones.

            Lito entró en su habitación. Allí estaba su pequeña mesa de estudio, impecable, con su bote para los lápices. En la pared, en las estanterías, descansaban maquetas de aviones y tanques de la Segunda Guerra Mundial: un panzer, un stuka, un BM—52. En otro estante, cuidadosamente ordenados, estaban sus colecciones de tebeos del Hombre Enmascarado, Hazañas bélicas y su joya, la colección del Príncipe Valiente. En un costado estaba su cama, que hacía su madre primorosamente cada mañana y que todavía guardaba una inocencia infantil, con su antiguo cabecero y su colcha de dibujos animados perfectamente alisada. 

Todavía encontró tirados por el suelo los soldaditos de plástico con los que había jugado a primera hora de la tarde. El niño los guardó cuidadosamente en sus cajitas. Los tenía colocados por nacionalidades. Los rusos, los franceses, los alemanes, los ingleses, los americanos y hasta los canadienses o los australianos regresaban a sus cuarteles de cartón lentamente. Despejado el campo de batalla, el niño se desnudó y quedó en calzoncillos. Hacía un calor sofocante y Gonzalo se incorporó para abrir la ventana y contemplar la noche por encima de las ventanas iluminadas de los bloques vecinos. La imagen de Patricia, sus labios y su cuerpo de miel se resistían a abandonar su mente. Por fin se tumbó sobre la cama boca abajo y cerró los ojos imaginando que estaba en el pinar de su pueblo, junto al río, y que bajo su vientre sentía la caricia de la hierba y sobre su espalda la tersura del viento. Sin saber muy bien qué hacía, abrazó entonces la almohada y con los ojos cerrados imaginó que era el cuerpo de Patricia. Veía sus cabellos rubios y sus ojos acanelados, sus pechos turgentes dibujados bajo la camiseta. Sintió entonces una poderosa y enigmática erección. Lentamente comenzó a empujar y a frotar su miembro contra la rugosidad de la colcha. Imaginaba a Patricia de forma cada vez más real y deseó que ella estuviese allí y viese con sus propios ojos aquel tributo a su belleza, aquella fuerza carnal y poderosa que crecía entre sus piernas. Notaba la punta de su pene húmeda y se dejaba mecer por un extraño letargo no conocido hasta entonces. Para sentirse más cerca de ella, Gonzalo la imaginó bajo su cuerpo, ya desnuda, imaginando su pubis de vello castaño. Y entonces él se quitó el calzoncillo también. Cada vez estaba más excitado. Se siguió frotando lentamente contra la colcha. Se sentía como una canoa fuera del mundo, deslizándose por el río de la vida. 

            Y fue entonces cuando Gonzalo comenzó a sentir el rumor de la tierra por segunda vez en el día. Cada vez notaba el rugido de la tierra más caliente bajo su cuerpo y por eso decidió seguir horadándola más y más, con su húmedo y duro miembro. Debajo de sus ojos cerrados, la cara de Patricia le sonreía, sus piernas se entreabrían para recibirle. Y fue entonces, cuando sintió, ahora sí, que la tierra temblaba toda, que de su interior surgía un tren a toda velocidad como si saliera de un túnel y que él estaba sobre sus raíles asombrado, y que una ráfaga de vagones comenzaba a estremecer sus ingles. Entrecerró los ojos y ante su propia sorpresa, una explosión húmeda y espasmódica le sacudió y le inundó de gozo. El paso del tiempo se ralentizó. Se sintió como si él mismo fuera un pozo de petróleo, un géiser de luz. Gonzalo se dejó agitar por esos extraños estertores durante unos instantes deliciosos. Después quedó tumbado y quieto unos minutos. Entre su vientre y la colcha había ahora un líquido que se iba enfriando.

Más tarde, Gonzalo se asomó a la ventana y el aire de aquella noche le pareció nuevo e irreal. La calle se mostraba ahora a sus ojos silenciosa y brillante. Y se olvidó de Patricia. Tenía ganas de gritarle al mundo que él, Gonzalo Muñoz Mora, ya no era un niño. Tenía ganas de contárselo a Javi o a Ferrera, decirles que ya era como ellos. Y, sobre todo, se alegró porque la próxima vez que Vicente le preguntase no titubearía en la respuesta. Él ya era un hombre.

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