(Miércoles, 30 de abril de 1980)
The wall on which the prophets wrote / is cracking at the seams. / Upon the instruments of death / the sunlight brightly gleams. / When every man is torn apart /with nightmares and with dreams, /will no one lay the laurel wreath / when silence drowns the screams. / Confusion will be my epitaph. /As I crawl a cracked and broken path. / If we make it, we can all sit back /And laugh. / But I fear tomorrow I’ll be crying, / yes, I fear tomorrow I’ll be crying.
(Confusion, King Crimson)
La Joven Guardia Roja de España (JGRE) era la sección juvenil del Partido del Trabajo de España, que era una escisión maoísta del Partido Comunista de España fundada en 1967. En 1977, no se pudieron presentar a las primeras elecciones, pues no fueron legalizados a tiempo. En 1979, el PTE se fusionó con la Organización Revolucionaria de los Trabajadores (también maoísta), dando lugar al Partido de los Trabajadores de España. Con estas siglas se presentaron a las elecciones de 1979. Pina López Gay fue la secretaria general de la JGRE, una dirigente muy famosa en la época entre los militantes de izquierda.

Si pinchas en este enlace aparecerás en la página web en la que el PTE y la JGRE homenajean a varias de sus militantes asesinados que son citados en este capítulo.
Si pinchas este enlace, verás el Mapa del Terror de COVITE (Colectivo de Víctimas del Terrorismo) en el que aparecen todos los asesinados por la ETA y el GRAPO.
Aquella tarde de finales de abril, cuando supo que la dirección quería disolver el Partido de los Trabajadores, a Bértold le pareció que la forma más simbólica de cerrar aquel círculo vital era volver al Retiro, exactamente al mismo sitio, donde seis años atrás había dado el paso de ingresar en la Joven Guardia Roja de España. Al joven dirigente siempre le había gustado moverse en autobús, así que, tomando un paraguas y una vieja gabardina gris, pues el cielo amenazaba tormenta, salió a la calle para ir a la parada del 20, que le llevaría hasta la avenida Menéndez Pelayo, por donde pensaba entrar al viejo parque del Retiro.
Ahora, sentado ya en el solitario vehículo, sin atender a la monótona cháchara de la radio que escuchaba el conductor, todo se mostraba ante sus ojos teñido por un halo de melancolía. Aquella lluvia intermitente que se posaba en las hojas de los árboles y las nubes plomizas, velaban con una pátina de derrota la tarde de primavera, tan distinta en todos los sentidos a aquella otra en la que, seis años atrás, había dado el paso más decisivo de su vida, el que conduciría a la clase obrera a la victoria.
En la cabeza de Bértold resonaron los ecos de la lucha. Una multitud de jóvenes caminaba por Moratalaz gritando con orgullo y alegría: “¡La Joven, la Roja, la Joven Guardia Roja!” Ya nadie volvería a gritar así por las calles. Todo había acabado ya. Las ilusiones se habían desvanecido poco a poco, como si ese viento blandengue que ahora empujaba morosamente las nubes, incapaz sin embargo de zarandear las copas de los árboles, fuera el mismo que arrastrase sus últimas esperanzas. Bértold tan solo tenía veintiséis años, pero aquella tarde creía que su juventud, o al menos su parte más soñadora, quizás ingenua, había muerto para siempre. Y al cruzar las calles del barrio, escuchando el ronquido del autobús y el zumbido que hacían los poderosos neumáticos al deslizarse sobre el asfalto encharcado, acunado por su propia soledad, Bértold intentaba ordenar sus sentimientos e ideas, dando una lógica a lo que había ocurrido en su vida durante esos seis últimos años, una explicación que lo convenciese de que no había estado perdiendo el tiempo como un necio, peleando por la revolución proletaria, empeñado en una guerra absurda y perdida de antemano. Ahora, al ver desde el autobús los ladrillos rojos de los bloques de viviendas del barrio, Bértold los sintió desolados, más tristes y pobres que en otras ocasiones, más rugosos y erosionados, pero también más inseparablemente unidos a su propia existencia, a su propia forma de entender la vida que nunca antes. Bértold pensó entonces que quizá, aunque él no se hubiera dado cuenta en toda su profundidad hasta ese momento, algo en Moratalaz había cambiado de forma irremisible.
Hasta entonces, todos los habitantes se sentían orgullosos de su barrio, proyectando en Moratalaz las mismas virtudes que ellos creían poseer y que les parecían las más importantes del mundo. Los vecinos más apacibles alababan la tranquilidad del barrio, su aire de campo, el hecho de que se pudiese dormir en verano con la ventana abierta de par en par sin escuchar el molesto ruido de los coches. Los más prácticos enaltecían su cercanía al centro de Madrid, la rápida conexión del transporte público con los lugares de comercio, cultura y entretenimiento de la capital. Los amantes de la naturaleza solían contar a sus amistades que Moratalaz era el barrio con más árboles y zonas verdes de la capital. Los más dinámicos se alegraban pensando que su barrio era el más moderno y el de mayor crecimiento de Madrid y los jóvenes se enorgullecían diciéndose los unos a los otros que su barrio era el más alegre y combativo de la capital de España. Hasta los niños estaban orgullosos de poder jugar en sus plazoletas al gua, a las chapas o al fútbol con la mayor tranquilidad, a salvo de coches. A todos les gustaba encontrarse a alguien de su barrio en el centro de Madrid y muchísimo más hacerlo en cualquier otro rincón de España. Automáticamente, brotaba una simpatía entre ellos que no comprendían totalmente, pero que los unía como una atmósfera común. Y de entre todos los habitantes de Moratalaz, ninguno más orgulloso de su barrio que Bértold, que en aquellos años gloriosos había llegado a ser el dueño de sus calles.
Los Muñoz habían arribado al barrio desde su antigua vivienda de Carabanchel en 1964, cuando Bértold solo tenía diez años, pero gracias a su buena memoria y a su carácter observador, se acordaba de todo perfectamente. Desde ese junio de 1964 en que a su padre, el conductor de la Guardia Civil, le entregaron las llaves del piso y unos compañeros le ayudaron a hacer la mudanza, Bértold había crecido en las plazoletas de aquel barrio, desarrollándose con él mes a mes, año a año. Conforme el niño daba sucesivos estirones convirtiéndose en un adolescente larguirucho y algo tímido, Moratalaz había colonizado los enormes descampados de aquella dehesa en pendiente con un imparable despliegue de bloques de ladrillos. Bértold recordó los problemas que la lluvia desataba en aquellos tiempos heroicos. Cuando él llegó a Moratalaz, el barrio era un lodazal con escasas aceras. Todavía no existía la M-30 ni el puente de la Estrella y una estrecha carretera oscura y mal asfaltada atravesaba con curvas sinuosas las huertas del viejo arroyo del Abroñigal hasta llegar al vecino barrio de la Estrella, donde parecía comenzar la verdadera civilización, con sus aceras de cemento iluminadas por las farolas. Cuando las lluvias arreciaban sobre Madrid, la lengüecita de asfalto se anegaba y el autobús tenía dificultades para vadear aquel charco grisáceo que los separaba del progreso.
Bértold lo había visto todo, lo sabía todo de su barrio. Cuando llegó a la adolescencia y comenzó a contestarse por sí mismo las preguntas sobre la vida y el mundo, una parte de sus reflexiones se dirigió, de forma inevitable, a comprender la esencia e idiosincrasia del barrio en el que vivía y de las gentes que allí iba conociendo. Sus ojos grises habían visto llegar a Moratalaz sucesivas oleadas de pobladores, y como un rastreador inteligente y observador, se creyó capaz de distinguir los matices entre los distintos polígonos de su barrio, clasificando a los habitantes de Moratalaz por su diferente, aunque parecida, condición.
A él también se le había quedado pequeña la plazoleta y había necesitado satisfacer su infantil espíritu de libertad explorando los mismos polígonos que ahora veía ensombrecidos y tristes desde el autobús. Bértold se recordó entonces como un nuevo Colón, pidiendo permiso a su madre para singlar nuevos horizontes: explorar la plazoleta de al lado y luego cruzar alguna carretera muy poco transitada para conquistar los otros polígonos o el agreste barranco que marcaba la frontera de la capital con el campo abierto. Cazar escarabajos y lagartijas, recorrer las antiguas vías del tren abandonadas, descubrir restos de hogueras, hallar condones usados sin saber lo que tenía ante sus ojos. Algunas madres, desconfiadas de lo que aquellas nuevas Indias pudieran traer a sus hijos, les denegaban el permiso para explorarlas. Pero la mayoría, más descuidadas, o como la de Bértold, más valientes o comprensivas, accedían, aun con ciertos temores. Y así Bértold, con diez años, fue conociendo junto a sus amigos el polígono G, el polígono H o el Z, aventurándose por unos territorios donde no había protección alguna. También hubo niños que no se atrevieron a seguirles y otros que, como piratas y rebeldes sin patente de corso, desobedecieron el mandato materno e iban con los demás a conocer nuevos horizontes sin que sus madres lo supieran. La libertad se conquista desde la propia infancia, pensó Bértold.
Los viejos bloques de los polígonos más cercanos a la Estrella, al antiguo cauce del arroyo Abroñigal, eran las viviendas más antiguas, más baratas y peor equipadas del barrio. Eran pequeños pisos sin calefacción y con suelos de terrazo, adquiridos por albañiles y obreros industriales que habían llegado en los años cincuenta hasta las afueras de la capital desde sus pueblos manchegos o extremeños con espíritu de pioneros, cuando allí no había más que barro. Bértold los distinguía a ellos y a sus hijos por su ropa, sus ademanes y hasta por su forma de hablar, porque muy a menudo, llamaban barrio, no a Moratalaz en su conjunto, sino al escaso conjunto de bloques que circundaba su casa, siguiendo así sus costumbres rurales. De aquellos tiempos heroicos de su última infancia guardaba Bértold un recuerdo agreste, de juegos violentos y montaraces, idénticos a los que se practicaban en el pueblo de sus padres, de peleas contra los chicos de otras plazoletas y otros polígonos, de dreas a canto limpio contra otros chicos de Vallecas que se atrevían a cruzar el puente y ya en la adolescencia, de reyertas en la discoteca Garden cuando alguno de otro barrio cortejaba a una chica de Moratalaz. Bértold respiraba en aquellos días un aire de conquista, un espíritu de explorador en las fronteras del Imperio, un halo de gloria en los acontecimientos cotidianos que Moratalaz ni siquiera ahora había perdido.
Más tarde, mediados los sesenta, una vez que el barrio obtuvo unos equipamientos mínimos y las promesas municipales de albergar muchos otros más, cuando la inmobiliaria Urbis desarrolló una poderosa campaña promocional por radio y prensa, los trabajadores de cuello blanco, los oficinistas y los escalafones más bajos del nuevo funcionariado, también se decidieron a poblar el barrio en una segunda oleada colonizadora. Fue entonces cuando Bértold había llegado con sus padres y sus hermanos a unos pisos pequeños, sí; pero con sus suelos de parqué, su calefacción central, su cocina, su tendedero, su baño con bidé y su aseo con lavabo y wáter. Esta población, más preparada culturalmente y procedente en su mayoría de otros barrios de Madrid, había elegido Moratalaz como sitio donde criar a sus hijos atraída por los precios de las viviendas y la tranquilidad del barrio. Bértold se identificaba plenamente con esos otros chavales de su generación, jóvenes con inquietudes culturales y espíritu combativo de los que había terminado siendo líder indiscutible. Pero la adolescencia de Bértold también coincidió con una incontenible epidemia de nacimientos en aquel barrio de las afueras, en el que todavía era posible salir al campo abierto con solo cruzar una carretera. Cada pareja que llegaba a Moratalaz engendraba sin respiro tres o cuatro hijos, por lo que llegó un momento en que a él y a sus amigos les fue imposible bajarse a la plazoleta y sentarse en un banco sin que un enjambre de niños les molestase con sus partidos de fútbol, sus gritos y sus carreras. Entonces, quizás por inercia o por mimetismo con los vecinos, sus padres nacieron a Gonzalo, a Lito, su hermano menor, que a los pocos años se unió de forma entusiasta a aquel coro de voces infantiles. Y también fue entonces cuando él y sus amigos, los adolescentes del barrio, comenzaron a reunirse en la parroquia del padre Echevestre para dar cauce a sus inquietudes culturales. Bértold, ayudado por el sacerdote, fundó un club juvenil que se dedicaba sobre todo a organizar cine-forums sobre películas españolas y extranjeras que siempre escondían un mensaje social. Las sesiones se celebraban en el recién inaugurado Centro Cultural y pronto fueron masivas. Nunca hubo adolescentes más felices iniciándose a la conciencia y a la vida que los de aquella generación que tenía tantas cosas en contra, sin apenas medios materiales y en mitad de una dictadura militar.
Y para acabar, cuando Bértold comenzó su carrera de Filología Hispánica, ya en los setenta, una nueva oleada de gentes desembarcó en el barrio, ocupando los últimos descampados y arrebatando a la vieja dehesa unas cuantas hectáreas más, arrastrando los límites de la ciudad un paso más lejos. Unas cuantas torres imponentes de ladrillos amarillos o marrones se levantaron entonces al cielo de Madrid, atrayendo a una población formada por profesionales que, por razones de diferente índole, entre las que destacaba el hecho de que por un precio realmente competitivo podían disfrutar de una amplia vivienda con plaza de garaje y portero físico, habían elegido Moratalaz como lugar donde dormir. Pero, salvo excepciones, estas gentes no participaban del latido cotidiano del barrio. Su vida se desarrollaba en el centro de la capital. Bértold había comprobado que la mayoría de esos nuevos jóvenes no ingresaba en la Joven Guardia Roja ni se sentía hermanado en el mismo espíritu con el resto del barrio. A Bértold, aquella gente que ocupaba los pisos más caros y grandes de su barrio le resultaba ajena. No eran de Moratalaz, aunque allí vivieran.
Ahora, cuando el autobús lo arrastraba fuera de su barrio, Bértold se preguntaba qué había sido durante esos seis años vertiginosos de esos tres grupos de jóvenes a los que se refería aplicando la terminología marxista que había aprendido: los proletarios, los trabajadores de cuello blanco y los pequeño-burgueses. Pero el cruce del autobús por el puente de la Estrella sobre la M-30 le sacó de aquella reflexión y le introdujo en otra distinta. Ya estaban en la Estrella, el barrio vecino y coqueto en el que vivían algunos flamantes dirigentes políticos y entre ellos Felipe González, el guapo paladín que se había quedado con el pastel de la izquierda. Bértold se sonrio con melancolía. Recordó que él no tenía familia en Madrid, salía muy pocas veces de Moratalaz y por ello, tan solo al llegar a la universidad fue capaz de hacerse el mapa real de su ciudad, identificando cada uno de los barrios con la capa social que en él era mayoritaria. En la Ciudad Universitaria, tomó conciencia plena de que en Madrid había barrios marginales y barrios bien; barrios obreros, barrios de clase media, de ricos y hasta de más ricos todavía; barrios de jóvenes y de viejos, barrios del Aleti y barrios del Madrid, barrios de madrileños de toda la vida, barrios de pobres emigrantes del sur o barrios de opulentos emigrantes del norte de España. Y así, comprendió que Vallecas, Carabanchel, Lavapiés, el barrio de Salamanca o Chamberí eran barrios cada uno con su identidad propia, bien definida y conocida por los madrileños de toda la vida. Bértold comprendió que tal era la idiosincrasia de la gran ciudad y desde entonces no le cupo duda de que nadie podía afirmar que conoce una gran urbe si no es capaz de situar en sus coordenadas sociales a los habitantes de cada uno de sus barrios.
Fue también entonces cuando, al ver las diferencias entre él y otros chicos de su facultad, comenzó a reflexionar sobre ellas. Todavía no se había cruzado el marxismo en su vida, con lo que sus pensamientos no se elevaban hacia la comprensión de la naturaleza de clase de la sociedad y los fundamentos de la economía política, sino a lo más cercano y aprehensible. Y lo que le resultaba evidente es que él era diferente a la inmensa mayoría de sus compañeros de facultad, casi todos de una clase social más alta. Sus nuevos compañeros eran más ricos, más cultos, más guapos, vestían ropas más caras y mostraban unos modales más exquisitos. Bértold sintió a veces sus miradas de inteligencia e ironía cuando en el comedor de la universidad le veían pelar una naranja con las manos o sufrio en silencio con una estoica sonrisa las afectadas narraciones de sus compañeros cuando contaban sus últimas vacaciones con sus padres, en lugares de costa o incluso en el extranjero, mientras él pensaba que todos sus veraneos habían transcurrido hasta entonces en el escondido pueblo de sus padres. E incluso, la estupidez que más le dolía: Bértold creía entrever algunas miradas de lástima cada vez que un profesor o alguien le nombraba por su nombre completo: Bartolomé. Bartolomé. Bartolomé. Bértold había maldecido desde pequeño a su padre por imponerle su nombre, pero nunca hasta ahora lo había sentido como un estigma que gritaba a los cuatro vientos su procedencia rural. Quizá por todo ello, Bértold se aferró a su clase con un orgullo fiero, afirmando siempre ante sus compañeros su condición humilde, convirtiendo su origen proletario y su barrio en el escudo y la espada con que enfrentarse abiertamente a los demás. Sí, él podía estar orgulloso de ser un chico de barrio que tenía que luchar contra el orden social en oposición a los otros, que eran niños de papá a los que se lo habían dado todo hecho. Bértold se concentró en sus estudios, hizo pocos amigos en la facultad y su universo social siguió vinculado al barrio, donde capitaneaba el club juvenil y diferentes iniciativas culturales.
A Bértold le parecía que él era superior a todos ellos, pues se había criado solo en la calle, sin ayuda de nadie, en un medio más agreste y hostil. Mientras sus compañeros de facultad estaban estudiando en casita o practicando deportes bajo el ojo vigilante de sus padres u otros adultos, él había ido conociendo su barrio como todos sus amigos y, a la vez, había ido adquiriendo habilidades y maneras de relacionarse y actuar que constituían la esencia de un espíritu que le marcaría durante toda la vida.
Bértold recordaba con orgullo su feliz infancia de pionero, como un antiguo conquistador, yendo en pandilla con sus amigos, descubriendo nuevas plazoletas y nuevos límites, los terrenos baldíos que rodeaban los barrios: las afueras de la ciudad. Campos vallados, campos sin vallar, secos pastos que recorrían rebaños de ovejas escuálidas, ruinas de alguna antigua construcción, montículos de escombros aquí y allá, barrancos y pequeñas charcas constituían el territorio que se disponían a conquistar con su mirada y sus palabras. El Barranco, el Canal, o las Charcas eran los nombres que aquellos descubridores iban dando a sus nuevas posesiones. Y en esos viajes se cruzaban con otros chicos con los que organizaban partidos de fútbol, cambiaban, vendían y se jugaban los cromos y hasta se organizaban pequeños mercadillos de tebeos. Los chavales iban generando su propia sociedad, su propia red de puertos comerciales y sus juegos a una escala cada vez mayor. Todos habían aprendido que en el mar, el barrio, cada uno se tenía que buscar su propio porvenir, que la astucia allanaba los caminos, la violencia era una razón incontestable y la velocidad el último parapeto para ponerse a salvo. Sí; mamá ya no existía y había que valorar muy bien cada situación: los nubarrones de una discusión que pudiera acabar en tormenta, las andanadas de una nave desconocida o rival que pudieran acabar en guerra abierta, los tratos comerciales o políticos en que uno entrase en cada nuevo puerto. La fuerza física contra la debilidad, la velocidad contra la lentitud, la valentía contra la cobardía, la astucia contra la ingenuidad, establecían las únicas leyes visibles, comprensibles e inevitables. Y al albur de aquellos poderosos vientos, cada capitán, conociendo sus habilidades y características, tenía que maniobrar para defender el buen nombre de su pabellón y, en ocasiones, la integridad misma de la nave. Se podía ser estúpido a costa de inspirar temor. Los brazos y el arrojo eran el único ejército disponible. La inteligencia también podía sustituir a la fuerza bruta. El ingenio era la brújula; la mejor manera de llegar a buen puerto. Estaba prohibida la debilidad.
Y, sin embargo, sus compañeros de facultad ¿qué eran y qué habían vivido? El autobús ya remataba la cuesta y enfilaba la avenida de Menéndez Pelayo paralelo a la verja del parque. Allí estaban la imponente Torre del Retiro, el hospital del Niño Jesús y aquellos otros augustos edificios de pisos amplios y con magníficas vistas. Así debían de ser las casas en las que vivían sus compañeros de facultad y también las de algunos dirigentes del PTE. Esos podrían ahora volver tranquilamente a su antigua posición social, a sus carreras, al calor de sus familias que les recibirían con los brazos abiertos tras la aventura comunista: mientras que para los parias de la tierra, para él y muchos otros jóvenes obreros, aquellos años de lucha serían un tiempo perdido, un lastre que quizá les impidiese reincorporarse a la sociedad en condiciones de igualdad con sus compañeros. Algunos se habían balanceado en el trapecio del circo sabiendo que la red estaba debajo de la pista central y que, tras la caída, ellos rebotarían en las mallas para acabar en sus despachos, con sus nuevos trajes y sus corbatas, comiendo en restaurantes caros, viviendo como burgueses; mientras que otros militantes obreros como él, tras su triple salto mortal sin red se iban a estampar contra el frío suelo de una pista lateral. Era irónico. Bértold había sido un líder famoso y carismático de la universidad en Madrid. Todos los estudiantes se le dirigían con admiración verdadera. Pero ahora, tras aquel período, era simplemente un chico con veintiséis años al que aún le quedaban dos años de carrera. Ya se había encontrado con varios compañeros de su facultad que habían obtenido su plaza de funcionarios como profesores de instituto y la lucían flamantes, invitándole a comer o a cenar, gastando graciosamente un dinero que Bértold no había tenido jamás y tratándole con aires de superioridad, como si los años pasados no merecieran un respeto. Y él, el viejo líder estudiantil, volcado en la lucha común, pendiente de la revolución por el bien de todos, se sentía ahora como un pobre desgraciado que había desperdiciado seis años de su vida estúpidamente por los demás.
Bértold miró con odio aquellas casas que ahora le parecieron tan hostiles y herméticas. No, en un barrio tan perfecto como el del Retiro no podían surgir chicos de barrio como él. Allí no había conductores de la Guardia Civil como su padre, desertores del arado sin más formación que la rancia propaganda franquista. Allí había padres con estudios y una posición, personas formadas que sabían cuáles eran las reglas para que sus hijos escalaran socialmente y les impedían desviarse del camino marcado. Mientras bajaba del autobús junto a la esquina con la calle Menorca y contemplaba las amplias terrazas de aquellos pisos, Bértold se dijo que en ese barrio había demasiadas farolas, demasiado orden, demasiadas posibilidades como para que a nadie se le ocurriese la pésima idea de ser un pandillero. Los arrabaleros brotaban de los descampados, de los espacios recónditos, donde no había un ojo vigilante y acusador. Los arrabaleros crecían en las afueras, en los terruños sin iluminar donde la ciudad acaba y comienza el campo, fuera del brazo de la ley y las rondas de la policía. Los arrabaleros se reproducían allí donde no hubiera más ley que la que dictasen los propietarios de la calle: los propios chicos de barrio.
Bértold entonces se sonrió al comprobar que sus ideas habían discurrido en breves instantes desde el complejo de inferioridad hasta el orgullo desmedido, como si fueran las dos caras de la misma moneda. ¿Cuáles eran en realidad sus pensamientos? ¿Qué es lo que sentía? ¿Dónde estaba la verdad? La evolución del Partido en los últimos tiempos había destruido los cimientos sobre los que él había soñado construir su existencia. Le pareció que al final, y seguramente siempre, los chicos de barrio como él estaban condenados a la derrota, mientras que los otros, los niños de papá, siempre obtenían la victoria. Con un gesto de decepción en los labios, como si fuera a llorar, Bértold comprobó que, al menos, había dejado de llover y dando unos pasos se animó a comprarse unas patatas fritas y una lata de cerveza en la Pequeñita, la tienda de frutos secos que regentaba el viejo Blas, justo enfrente del Retiro. Luego caminaría hasta el estanque. Le pareció una buena idea sentarse junto a sus aguas oscuras, al lado de la escalinata, entre las dos opulentas estatuas de mujer que vigilaban el rumoroso discurrir de las barcas. Cruzó la avenida Menéndez Pelayo y entró en el parque por el paseo de Colombia. La tierra estaba húmeda y casi no había gente, salvo algún buen señor que paseaba a su perro. Bértold pensó que al día siguiente era el Primero de Mayo y que, con ese tiempo lluvioso, la afluencia de manifestantes sería menor. Él, por primera vez desde que la marcha era legal, no pensaba asistir. Se sentía harto de todo. Por fin llegó a la escalinata de granito que bajaba hasta besar el agua del estanque y apoyando sus manos en el barandal de hierro y dando la espalda a la estatua de Alfonso XII, el joven se dispuso a disfrutar de la cerveza mientras procuraba reflexionar, sacar conclusiones de lo vivido en aquellos últimos seis años de su vida. Dio un largo sorbo a la lata hasta sentir el amargo picor de las burbujas en la garganta y fijó su mirada en las evoluciones de un piragüista. Mientras tanto, su mente se deslizaba por sus recuerdos. De lo que estaba seguro, a pesar de todo, es que había vivido los últimos seis años con una intensidad incomparable. Pocos hombres habrían participado con tanta pasión, casi sin respiro, involucrándose hasta el final, en eso que llamamos vida.
A Bértold lo había captado en la facultad Ángel Triana, un notable estudiante de Filosofía, quien, sin embargo, llevaba varios años estancado en el último curso sin aprobar las tres o cuatro asignaturas que le quedaban para obtener la licenciatura. Ángel había conocido a Bértold en las reuniones de delegados de clase y nada más escucharle supo que, aunque ese chaval barbilampiño no tenía convicciones políticas claras, estaba ante un líder nato. Desde el principio surgió entre ellos una corriente de simpatía. Al poco, Ángel le propuso un día quedar en la puerta del Retiro frente al bulevar de la calle Ibiza para charlar de política con más detenimiento. Era el 30 de abril de 1974, pocos días después de la Revolución de los Claveles en Portugal y el viejo parque lucía ya la dulce belleza de la primavera. Tras cruzar la negra verja de hierro, caminaron sobre el empedrado del paseo de Panamá, introduciéndose en un túnel de vegetación que les protegía del sol. Flanqueados por la hierba y los altos setos que crecían a ambos lados del paseo, los dos jóvenes caminaban lentamente, disfrutando de la agradable temperatura y de los juegos de luz y sombras que de forma caprichosa establecía el sol al filtrarse entre las ramas de los frondosos árboles. Ya iba anocheciendo y en esa zona del Retiro solo se veía a algunos niños jugando a las bolas o con sus madres en los columpios. Viendo que era un sitio discreto y agradable, Ángel estuvo tentado de sentarse en uno de los bancos que había frente al Florida Park para charlar, pero deseoso de tomar una cerveza, continuó andando seguido por Bértold, que no conocía el parque tan bien como su compañero, pues solo había estado allí un par de veces en su vida. Tras cruzar el paseo de Coches, Ángel condujo a Bértold a la plaza de Guatemala, donde contemplaron distraídamente la estatua ecuestre de un general por cuya placa ni siquiera se interesaron y siguieron caminando, ahora ya por un sendero de tierra hacia la gran columnata que daba al estanque. Bértold al introducirse en la profundidad del parque, iba tomando conciencia de su belleza y le pareció idóneo para pasear con una chica el día que tuviese novia. Allí había escenarios en los que se podían vivir interesantes situaciones con una mujer. Al ver la espalda de la estatua de Alfonso XII, caminaron hacia la izquierda siguiendo el sendero que discurría por detrás de la columnata semicircular. Por fin salieron a una de las esquinas del estanque en la que había una pequeña terracita, que ahora recibía los oblicuos rayos del sol crepuscular. A Ángel le pareció que el lugar, discreto, precioso en su sencillez, cobijado bajo los árboles y junto a las tranquilas aguas, era idóneo para proponerle a Bértold su nuevo destino. Cuando el camarero les sirvió las consumiciones y se retiró dentro del quiosco, Bértold bebió un trago de la propia botella de cerveza y contempló en silencio el anaranjado sol que se iba ocultando tras los edificios de la calle de Alcalá y luego sonrio levemente a Ángel, esperando que éste iniciara la conversación. Ángel Triana era un hombre de estatura escasa, pero muy fornido. De ojos vivarachos y alegres, lucía entonces una media melena y se había dejado barba para imitar a su héroe, Ernesto Che Guevara. Incluso miraba con la misma intensidad y su apodo en la clandestinidad era Ernesto, pero su perpetua sonrisa y su acento andaluz dulcificaban en gran medida las palabras tajantes, incluso violentas, que se complacía en emplear. A Bértold le gustaba verle sonreír porque cerraba los ojos, entusiasmado como un niño y le brillaban como estrellas. Esa mezcla entre su mirada limpia y su contundencia expositiva expresada con leve acento andaluz había atraído a Bértold desde el principio, pues consideraba esas virtudes tesoros difíciles de encontrar entre los seres humanos y mucho menos en la universidad. Ángel le parecía la síntesis perfecta entre el hombre del pueblo y el intelectual, justo lo que él deseaba ser.
El camarada Ernesto tomó su bolígrafo y abrió el cuaderno que llevaba y le adentró entonces en un mundo nuevo, el de la revolución socialista. Sus palabras fluían nítidas y los diagramas que dibujaba en el cuaderno contribuían a clarificar sus explicaciones. Bértold, en atento silencio, le escuchó hablar de la naturaleza criminal e injusta del franquismo y de la bancarrota del sistema capitalista, que obligaría irremediablemente a la clase obrera a tomar conciencia de su situación, de la necesidad de una vanguardia política que dirigiese al proletariado hasta la toma del poder; es decir, de la necesidad del partido revolucionario. Ahí Ángel hizo un inciso para desvelarle que él, como tantos otros, había sido militante del Partido Comunista de España desde 1964. Pero en 1968, junto con un grupo de compañeros, tras convencerse de que el PCE era un partido revisionista que no pretendía hacer la revolución, sino conformarse con un sistema democrático burgués (lo que suponía una traición a la clase obrera), se escindieron para formar el Partido Comunista de España Internacional. Desde entonces, el movimiento obrero había ido creciendo en España de forma incesante. Huelgas, manifestaciones, encierros… La lucha de la clase obrera era ya imparable y algo, bastante, se atrevió a decir con cierto orgullo, se debía a los camaradas del Partido Comunista de España Internacional.
Bértold notó que una chispa de entusiasmo prendía en su interior al escuchar aquellas palabras. Ángel sonrió al proclamar que habían obligado al franquismo a decretar el estado de excepción en 1969, tras el asalto al rectorado de la Universidad de Barcelona protagonizado por camaradas del PCE Internacional. Esto le desvió algo de su propósito, pues aprovechó para avisar a su joven amigo de la naturaleza represiva del franquismo. Le habló de las detenciones, de la cárcel, de los interrogatorios, de las torturas, del miedo y de Enrique Ruano, el estudiante asesinado en 1969 por la policía. Le explicó que también en el Partido sufrían en ocasiones la detención de un militante que hacía caer todo un grupo de camaradas. Cualquier precaución era poca: estaban las delaciones, los topos que la policía infiltraba en sus células e incluso en la dirección. Le habló de que en esta lucha todos ellos se jugaban la vida y le recordó las muertes en 1970 de los camaradas del Partido Genaro Sánchez, electrocutado mientras colgaba una bandera roja, y de Roberto Pérez, asesinado por la policía en una manifestación.
Pero Ángel no se detuvo en los fantasmas de la represión. Le habló de ilusiones, de optimismo, de un futuro de triunfo. Le contó que acababa de volver de Portugal, donde había participado de primera mano en la revolución. Le describió el entusiasmo de la población, los abrazos de alegría entre obreros y militares, las ilusiones de todo un pueblo en lucha. Y ese era también el futuro para España. La llamarada revolucionaria que se estaba extendiendo esos mismos días a solo quinientos kilómetros de distancia era solo un pequeño anticipo de la impresionante hoguera que pronto prendería en España, país mucho más proletarizado y con una historia mucho más combativa que la de Portugal. En el horizonte ya se adivinaba la muerte del dictador e inmediatamente después, con toda probabilidad, se abriría un período revolucionario, seguramente violento, en el que la clase obrera podría tomar el poder a condición de que una vanguardia revolucionaria marxista, decidida y preparada, fuera capaz de hacerse con la dirección de las masas radicalizadas. Habría que rechazar la democracia burguesa y sus ideólogos allá donde intentaran desviar a la clase obrera de su recto camino hacia el socialismo. Ellos, los miembros del Partido Comunista de España Internacional y de su sección juvenil, la Joven Guardia Roja de España, eran la vanguardia del proletariado, tenían un programa claro y nada les iba a detener. Tomarían el poder al precio que fuera. Incluso Ángel le confesó que él había formado parte del comité militar encargado de la insurrección popular. Dirigir a la clase obrera hacia la toma del poder e instaurar la nueva sociedad socialista era una tarea dura y sacrificada. Y para esa lucha necesitaban a los mejores. Bértold le escuchaba en silencio, entusiasmado, imaginando las calles de Madrid repletas de banderas rojas, sin captar, como luego sabría sobradamente, que, dentro de la organización, aquellas largas disquisiciones de perspectivas revolucionarias siempre acababan en alguna petición irrechazable. Las palabras de Ángel Triana sonaban solemnes, pero a la vez cercanas, amistosas. Un horizonte de vértigo, de indefinibles riesgos y apasionantes vivencias, se adivinaba sobre las aguas del estanque. Por fin, el dirigente andaluz, que había dibujado una hoz y un martillo preciosos en su cuaderno, clavó sus ojos en Bértold y lanzó su última frase.
—Y es a este proceso revolucionario al que te pido que te unas ingresando en nuestro Partido, camarada.
Y Bértold no se lo había pensado. La perspectiva de lucha y compromiso que Ángel le había ofrecido le parecía un paso lógico en su trayectoria vital. Siempre había estado organizando a los jóvenes. Ahora, ya adulto, no podía esquivar su responsabilidad como un cobarde, sabiendo cómo sabía que vivía bajo una dictadura militar. ¿Acaso podría en el futuro mirar a sus hijos a la cara si ante una situación política tan injusta lo único que había hecho él era desviar la mirada hacia otro lado y agachar la cabeza? Bértold contestó con firmeza que aceptaba. Entonces el camarada Ernesto, ceremoniosamente, le dio primero la mano y luego, levantándose ambos, se abrazaron con fuerza. Después le explicó las normas que empleaban en la clandestinidad: las citas de seguridad, los santos y seña para reconocerse y los nombres de guerra.
—A ti te llamaremos camarada Bértold, como Bértold Brecht, porque tienes pinta de guiri— le dijo con un tono más distendido, relajando más la pronunciación de las consonantes finales al estilo andaluz y con un cierto aire bromista —. ¿Además no estás en el grupo de teatro de la facultad montando una obra de Brecht? Mira qué bien queda escrito.
El camarada Ernesto le enseñó entonces su nuevo nombre en la clandestinidad escrito en su cuaderno. Bértold.
—Hay un fallo. No es Bértold con d, sino Bertolt, con t —le corrigió sonriendo Bértold al verlo.
—Déjate de gilipolleces que estamos en España, coño —le siguió la broma el camarada Ernesto dándole un amistoso puñetazo en el hombro—. ¿Quién pronuncia esa t aquí? Bastante es que no he puesto Bértol y ya está. Anda, anda. Vamos, dices eso en una reunión entre obreros y te echan del Partido nada más entrar…
Y para celebrar su ingreso en la organización clandestina, salieron del Retiro y se fueron a tomar cañas por los bares de Menéndez Pelayo, junto al domicilio de Ángel.
—No te creas que aquí son todos ricos —le dijo señalando su portal de la calle Ibiza—. Muchas de estas casas son muy antiguas y hay diez viviendas en cada planta. Los pisos exteriores son muy grandes, pero los interiores como el mío, son una guarida de ladrones. Así que en muchos portales se mezclan trabajadores y burgueses.
—Ya —contestó Bértold sin verdadera atención, pensando en el paso que acababa de dar.
—Y ahora llega la prueba definitiva. Tienes que comerte estas hojas con las anotaciones que acabo de hacer para que no las pille la policía. Es un rito que hacemos con todos los nuevos militantes para ver su carácter. —Bértold se quedó en silencio, valorando astutamente sus palabras y entonces Ángel le insistió con mirada firme—. ¡Venga!
Pero Bértold se echó a reír por toda contestación. Entonces Ángel secundó sus risas.
—Tú te has criado en la calle, como yo.
—¿Hay gente que ha picado?
—Pues claro, pero no les dejo comerse las hojas.
— ¿Nunca le has dejado a nadie?
—Bueno, a alguno sí —dijo entre risas el dirigente.
Acabaron en un bar frente al Retiro, que se llamaba la Joyita. Ya había caído la tarde, pero el bar estaba casi vacío, pues la clientela habitual no había salido todavía de sus trabajos.
—¿Y por qué te has estancado en tercero de la carrera? —le preguntó intrigado Bértold una vez el camarero se retiró tras servirles—. Porque tú tienes más de veinticinco años…
El camarada Ernesto se sonrio con jovialidad, entrecerrando sus ojos como hacía siempre y luego, tras comprobar que el camarero no le podía escuchar, le contestó en voz baja.
—Tengo veintinueve… La razón en sencilla. Si no estuviese matriculado me quedaría sin plataforma de trabajo. Yo soy un liberado; es decir, un revolucionario profesional al estilo leninista. Trabajo a sueldo de la organización y es el Partido quien me pidió que no aprobase para seguir haciendo mi labor política en la universidad. Hay otros compañeros a los que metemos en las fábricas para influir en la clase obrera directamente —y luego prosiguió riendo—. Aunque ahora que estás tú, si me sustituyes, lo mismo me animo y acabo este año, ¡que ya estoy harto, carajo!
Desde ese momento la relación entre el camarada Ernesto y Bértold se fue estrechando. Durante todo el año 1974, el veterano luchador se encargó personalmente de la formación política del neófito. Le prestaba libros y luego discutían su contenido en la recogida terraza junto al estanque del Retiro. El Estado y la revolución de Lenin se convirtió en su libro de cabecera. Pero después de la charla política siempre había tiempo para la amistad y las cervezas en las tascas del barrio del Retiro. Iban a la Bolera, a la Joyita, al Martín o incluso al Descanso. Ellos eran capaces de separar claramente sus dos ámbitos de relación y en cuanto flanqueaban las puertas del parque, la conversación giraba, sobre todo, en torno a las mujeres. Ernesto, al parecer, les resultaba atractivo y Bértold sabía que algunas chicas de la organización juvenil habían caído en sus brazos.
—Yo lo que les digo es que una revolucionaria no puede ser una estrecha —decía riendo con sus ojillos brillantes—. Si se comienza el alfabeto por la letra A, hay que llegar hasta la Z. El amor debe ser totalmente libre, también de las ataduras burguesas. ¿O no?
Unos meses más tarde, ya entrado 1974, Ernesto le comunicó una gran noticia. El camarada Ramón Lobato, el máximo dirigente del Partido, lo había incluido en el Comité Ejecutivo, el máximo órgano de dirección, por lo que abandonaría la facultad para ocuparse de otras actividades y Bértold debería sustituirlo como responsable de la universidad. En los últimos meses de 1974, Bértold se convertiría en la pieza fundamental de la Joven Guardia Roja en la universidad madrileña. Abandonó su grupo de compañeros de la clase con los que nunca se había identificado y entre los que era simplemente Bartolo, un estudiante más, para renacer ante todos como Bértold, el líder estudiantil de toda la universidad. Orientado por Ernesto, su labor fue incansable, repartiendo propaganda, convocando asambleas, organizando el movimiento estudiantil en toda la Complutense, captando nuevos militantes para la Joven Guardia Roja. A los pocos meses Bértold fue detenido y su prestigio en la organización se hizo sólido como el acero, convirtiéndose en uno de los líderes juveniles más importantes de España.
Bértold no olvidó la detención nunca. ¿Cómo olvidar el trayecto en el furgón policial hasta la DGS, con las esposas bien apretadas contra las muñecas, lacerando su pálida piel? ¿Cómo olvidar el miedo esperando lo que podría ocurrir conociendo las muertes de Enrique Ruano y otros compañeros en aquel edificio maldito? ¿Cómo olvidar a los torturadores que le habían dado unas cuantas bofetadas nada más entrar en aquella sala oscura de interrogatorios? ¿Cómo olvidar la llegada de aquel policía sonriente que primero le puso un cigarrillo en la boca y le ofreció fuego, y al instante, en cuanto él inclinó confiadamente su cabeza hacia la llama del mechero, le dio un fuerte puñetazo en el estómago, un golpe seco que le dejó sin respiración y lo dobló hacia delante como un saco de grano y entonces, aprovechando su caída, le dio una patada en los testículos que lo dejó casi inconsciente en el suelo? Bértold no olvidaría jamás la impotencia, el frío y la suciedad de aquellas baldosas húmedas, el miedo que se siente en un calabozo, indefenso, oyendo gritos de dolor, sin saber lo que les ocurre a los demás más allá de la puerta, ni lo que le ocurrirá a uno mismo después.
El resto del Partido tampoco olvidó. Todas las células clandestinas de la Joven Guardia Roja en Madrid supieron ese mismo mes de octubre de 1975 que Bértold, el Alemán, como también le decían por sus ojos grises y su piel blanquecina, había sido detenido por la policía. En el siguiente comité provincial, ya muerto Franco, y delante de todos los camaradas, Bruno, uno de los líderes clandestinos más respetados del Partido, afirmó que el camarada Bértold había sido torturado brutalmente en las dependencias policiales por defender las ideas revolucionarias. Desde su humilde silla en primera fila, el joven alto y espigado, le escuchaba con sus ojos brillantes de emoción, mientras sentía que las miradas de sus camaradas le brindaban un homenaje de respeto y simpatía. Ese mismo día Bruno le planteó entrar en la lista del nuevo Comité Central del Partido y Bertold aceptó.
El crecimiento de la Joven Guardia Roja en sus ámbitos de influencia, la universidad y su barrio de Moratalaz, era imparable y los dirigentes del Comité Ejecutivo, el camarada Lobato y su núcleo más próximo, incluso le consultaron su opinión para cambiar el nombre al Partido.
—¿Qué te parece que nos denominemos a partir de ahora Partido del Trabajo de España? Es que eso de añadir siempre la coletilLa Internacional hace que nuestro nombre sea muy largo y además alguna gente nos confunde con los reaccionarios del PCE.
—Me parece fenomenal —contestó Bértold, convencido de lo acertado del cambio.
Al poco tiempo de la conferencia de febrero de 1975 que rebautizó a la organización como Partido del Trabajo de España, el camarada Ernesto le citó de nuevo en el parque del Retiro, en la terraza del estanque a la que acudían siempre:
—Ha caído toda la dirección de Andalucía. Seguramente teníamos a alguien infiltrado. Hemos discutido dentro del Comité Ejecutivo la nueva situación y hemos decidido que sea yo quien vaya a reorganizar el Partido. Pero antes de irme, debemos hablar.
Bértold se dispuso a escuchar en respetuoso silencio, con un cierto revoloteo en el estómago, pues sabía ya, por propia experiencia, que cada vez que algún miembro de la dirección le hablaba, a la charla sobre la situación política le sucedía inevitablemente un nuevo reto que se le exigía y para el que no sabía si estaba preparado. Ángel le repitió las perspectivas para los siguientes meses, quizá semanas. El dictador se moría. Luego habría, sin duda, una situación prerrevolucionaria, el telón de la toma del poder se levantaría por fin ante ellos mostrando un escenario brillante y épico. Auguraban una victoria resonante para la Revolución española, siempre que el factor subjetivo, la dirección revolucionaria, estuviera a la altura de la abnegada clase obrera.
—Hoy, Bértold, vivimos una situación en la que las condiciones objetivas para la revolución están madurando rápidamente y, por ello, la clase obrera va a necesitar una dirección decidida. Miles, millones de jóvenes y trabajadores van a girar la cabeza hacia nosotros demandando nuestra intervención. Y en este sentido, el Comité Ejecutivo quiere que asumas un nuevo reto vital y te conviertas en revolucionario profesional; es decir, en liberado y responsable de la Joven Guardia Roja de toda la universidad española, porque estamos convencidos de que reúnes las condiciones necesarias para conducir a la clase obrera española a la victoria final —le había planteado mirándole fijamente.
Y sin saber qué es lo que eso supondría en su vida exactamente, Bértold había dado un paso adelante. Desde ese momento todo su ser se había puesto al servicio de la revolución a cambio de un exiguo salario que a duras penas le permitió emanciparse. Bartolomé Muñoz Mora fue engullido por Bértold. Citas, reuniones, charlas de formación, elaboración de propaganda, más reuniones, organización de manifestaciones, de excursiones, de fiestas, publicación de la Voz de la Joven Guardia Roja... Los días de diario, reparto de panfletos y pintadas por las paredes de la universidad hechas con premura y temor. Los fines de semana, reuniones clandestinas de los comités provinciales y los comités centrales, algunos viajes a Barcelona, Sevilla, Zaragoza y Santander, donde estaban las células universitarias más potentes de la Joven. Y ahí se habían quedado colgados sus estudios de Filología Hispánica como un paréntesis incierto. No iba a clase nunca. Tan solo se presentaba de vez en vez a algún examen, siempre mal preparado.
Bértold contempló el cielo plomizo a la luz crepuscular. Los encargados del estanque llamaban con un silbato a los escasos remeros para que volvieran al embarcadero. Sí, era hora de volver, pensó Bértold, como si aquellos pitidos también le incumbiesen a él. ¿Y a dónde iba a dirigirse él ahora? Había dedicado al Partido y a la Joven Guardia Roja los seis años más intensos y trepidantes de su vida. A pesar de la amargura de los últimos tiempos, no se arrepentía de nada. Había vivido en la Joven, gracias a su papel dirigente, unas experiencias que estaba seguro de que le servirían en su vida. Había participado en la organización de decenas, centenares de eventos políticos y lúdicos, sobre todo del magnífico Festival de los Pueblos Ibéricos, un concierto que el 9 de mayo de 1976 convocó a decenas de miles de jóvenes en las praderas de la Universidad Autónoma de Madrid. Allí, gracias a sus dotes organizativas, pudieron actuar José Antonio Labordeta, Víctor Manuel, Raimón, Luis Pastor, Pablo Guerrero, Elisa Serna, Fernando Unsaín y un largo etcétera. Había conocido a muchas personas valiosas y había aprendido a tratarlas y a dirigirlas con firmeza y cariño, si es que ese término se podía aplicar a la dirección de una organización bolchevique. Había tenido ocasión de emanciparse con veintitrés años a un pequeño piso de alquiler con otros camaradas. ¿Y acaso su vida sexual no había tenido nada que ver con su faceta como liberado, sus viajes por España o con el hecho de disponer de un piso? En esos años no todo habían sido reuniones y largas deliberaciones: su puesto dirigente en la Joven Guardia Roja también había ejercido una cierta fascinación sobre unas cuantas compañeras de toda España. Bértold sonrio y sus ojos grises adquirieron un matiz más cálido al hacer la lista mental de las camaradas que habían pasado por su cama. Sí, a casi todas las había traído a pasear por aquel parque, a mostrarles su centenaria belleza.
Los empleados del Retiro volvieron a hacer sonar sus silbatos. Bértold había terminado su cerveza y su bolsa de patatas fritas y decidió regresar dando un largo paseo por esos lugares en los que había compartido ratos de pasión con varias mujeres, sobre todo con las compañeras de provincias que visitaban Madrid y a las que él se ofrecía como cicerone. Bértold echó a andar por la glorieta de la Sardana hasta toparse con el Palacio de Velázquez y luego descendió por el sendero de tierra hasta el Palacio de Cristal, al que siempre le había gustado acudir con sus eventuales parejas, pues el escenario, con su gruta y su pequeño estanque rodeado de sauces, le parecía bucólico y pastoril, muy adecuado a sus intenciones amorosas. ¿Por qué ninguna mujer se había quedado a su lado? Por él, pensó el antiguo dirigente: su vida era entonces tan vertiginosa que no tenía tiempo de mirar hacia atrás ni hacia delante. Todo era presente. Pero a causa de ellas también, pues habían ido desapareciendo del Partido poco a poco, de puntillas, casi sin que él se diera cuenta
El camarada Ernesto no volvió más a Madrid, aunque los viejos amigos siguieron manteniendo su relación por carta y se veían con frecuencia en los congresos y otras reuniones del partido que se celebraban en Madrid o Sevilla. La organización en Andalucía estaba experimentando, al parecer, un impresionante crecimiento y Ángel Triana venía siempre encabezando delegaciones cada vez más numerosas. Bértold aprovechaba esas visitas para acompañarlos en sus salidas nocturnas por los bares del centro de Madrid y notaba que la vieja corriente de cariño seguía existiendo entre ellos.
Tras la muerte de Franco, a Bértold le pareció que un viento de concordia unía a toda la sociedad y el joven estudiante se sumergió en aquella vorágine con ilusión y confianza en la inmediatez de la revolución. Todo era posible. Las palabras más firmes, los discursos absolutos, las ideas socialistas se abrían paso en las mentes de los jóvenes arrinconando prejuicios y viejas ideas reaccionarias. Los aplausos, los vítores, las canciones, las aclamaciones de inmensos auditorios, todo un ambiente de arrebatado entusiasmo pasó a ser cotidiano. Y Bértold, a favor de aquella corriente de discursos, se multiplicó en asambleas y reuniones, fascinado por el tremendo efecto que sus palabras, su voz y sus gestos tenían en los jóvenes que lo escuchaban con respeto y admiración, rompiéndose las manos para aplaudir, interrumpiéndole para lanzar sus puños al cielo y gritar consignas revolucionarias. Y tras las palabras venían los actos. El arrojo, la valentía, la firmeza al resistir las cargas policiales, las detenciones, las torturas y hasta los asesinatos; todo era la muestra inequívoca de la fuerza inquebrantable de la clase obrera y la juventud. Y de ella, la porción más valiente, la verdadera vanguardia, era su Joven Guardia Roja, que no había dudado en pagar su tributo de sangre al holocausto de la revolución. Ni siquiera los vascos de la ETA habían sufrido tantos muertos como ellos a manos de la Policía Armada o los pistoleros fascistas.
Poco más tarde, en enero de 1976, mientras se dirigía a los estudiantes en una asamblea de la facultad de Filosofía y Letras por la amnistía, había reconocido entre el público de la primera fila a Manolo, cuya cara le sonaba por ser también de Moratalaz. Al concluir la reunión, Bértold le propuso tomar una cerveza y volver juntos al barrio con la intención de captarle. Manolo le pareció entonces lo que era: un chico callado, pero decidido, inteligente y con gran capacidad para el análisis político. Yo es que soy tímido y nunca hablaré en público, le había dicho cuando volvían juntos en el metro hasta la estación de Sol donde tomarían el autobús número 20 hasta Moratalaz. Pero estoy de acuerdo con todo lo que has planteado en la asamblea. La revolución proletaria, la toma del poder por medio de la insurrección armada, la instauración de la dictadura del proletariado… Ninguna concesión al reformismo socialdemócrata y a los partidos franquistas moderados. Ninguna concesión a la monarquía asesina. Sí, el programa comunista, una vez caída la dictadura franquista, estaba claro.
Y Manolo, con su aspecto bonachón, su cuerpo rechoncho, su mirada dulce y su bigote rubio, se había afiliado esa misma tarde a la recién bautizada Joven Guardia Roja, sin saber lo que eso supondría en su vida. Pobre Manolo…, Bértold se arrepentía en ocasiones de haberle captado. Manolo era un buen estudiante y de no haber sido por su militancia, ya habría terminado su carrera y estaría trabajando de profesor y ayudando a su madre viuda. Y, sin embargo, aún estaba viviendo de su pobre pensión con más apreturas que luces. Sí, Manolo era el símbolo perfecto de lo que había sido la historia del Partido del Trabajo de España, cuya dirección había conducido a la militancia de derrota en derrota hasta la derrota final.
Desde el principio se hicieron tan inseparables como lo habían sido Ernesto y él, mimetizando también su esquema de relación, solo que ahora era Bértold quien instruía a su nuevo amigo en las ideas teóricas y las citas no se hacían en el Retiro, sino en los bares cercanos al Centro Cultural del Moratalaz, muy cerca de donde el propio Manolo vivía. Su amistad se fue fortaleciendo mes a mes por los acontecimientos que vivieron juntos. Ambos fueron detenidos juntos y sufrieron las humillaciones y los malos tratos de la Policía Armada. Ambos habían pasado las horas en vela leyendo manuales marxistas, asistiendo a interminables reuniones que ocupaban las tardes de los días laborables y los fines de semana completos. Ambos habían cantado canciones revolucionarias: La Internacional, la Joven Guardia, Santa Bárbara bendita, El pueblo unido jamás será vencido y otras tantas. Ambos se habían jugado su futuro y hasta su vida fabricándose una vietnamita casera y luego redactando, imprimiendo y distribuyendo centenares de panfletos por toda Moratalaz y por la Ciudad Universitaria. Bértold aún recordaba a Manolo conduciendo su moto destartalada por el barrio con la mirada atenta a cualquier indicio de presencia policial mientras él lanzaba los panfletos que se desperdigaban en el aire hasta posarse en las aceras. Todos los días había algo que hacer para extender las ideas. Bértold organizaba a decenas de jóvenes que iban entrando en la Joven Guardia, encuadrándolos según su capacidad y disposición para la lucha y enviándolos con misiones claras hasta que todo el barrio fue un bastión de su organización. Recoger firmas para la campaña por la amnistía, vender el periodico La voz de la Joven Guardia Roja en la Lonja, en el Centro Cultural o en otras zonas concurridas de Moratalaz o hacer pintadas por las noches llenando el barrio de bonitos murales pidiendo la legalización del PTE. Eran decenas de militantes, pero parecían centenares por su capacidad de sacrificio y su disciplinada militancia. No se movía nada en Moratalaz sin el permiso de Bértold. Y Manolo siempre había estado a su lado en aquellos días del amanecer democrático. Eran días de gloria e incertidumbre. Todavía le recordaba en los buenos tiempos, recién muerto Franco, con una sonrisa abierta en el nuevo y flamante local en Moratalaz del Partido del Trabajo, en su despacho de la Joven Guardia Roja, recibiendo la llegada diaria de uno, dos, tres militantes. Una marea incontenible.
Se creían con el poder al alcance de la mano. ¿Acaso no habían visto el ascenso imparable del Partido y de su organización juvenil desde que habían ingresado? ¿Con cuántos camaradas contaban en Moratalaz a finales de 1975?, ¿seis, ocho militantes de verdad y otros tres que aparecían de tarde en tarde? ¿Y cuántos eran ahora?, ¿ochenta?, ¿ciento y pico contando a los simpatizantes que compraban su periodico? ¿Cuántas voces tronaban gritando por las calles del barrio “la Joven, la Roja, la Joven Guardia Roja?” ¿Cuántos serían el mes siguiente? ¿Doscientos? ¿Y en un año, mil, dos mil, cinco mil como los bolcheviques en 1917? Sí, las perspectivas se estaban cumpliendo como una profecía apocalíptica. Miles de jóvenes y obreros estaban abrazando con fuerza las ideas comunistas y cómo decía Marx, una idea se convierte en una fuerza material cuando se apodera de la mente de las masas. Bértold se imaginaba entonces a la juventud obrera como un gigantesco puño que se iba fortaleciendo día a día, y que, llegado el momento, aplastaría de un golpe la monarquía fascista y el sistema capitalista entero. En cuestión de meses, dos o tres años a lo sumo, ellos, la vanguardia revolucionaria, tendrían el privilegio y el honor de llevar al proletariado a la toma del poder para construir una sociedad más justa. Ellos, la juventud del partido, eran la semilla de la nueva sociedad, la chispa de la revolución proletaria. Y por ello debían ser sacrificados, leales, generosos. Aunque eran días agotadores de activismo sin pausa, Bértold y Manolo encontraban tiempo para tomarse sus cervezas en el local del partido y a veces, alentados por el alcohol, se repartían los cargos del futuro Consejo de Comisarios del Pueblo.
—Yo te veo como futuro comisario de Cultura de la nueva Federación de Repúblicas Ibéricas —le decía bromeando Bértold a su amigo Manolo, que sonreía tímido y complacido.
—¿Y tú? —le contestaba sonriendo bajo su rubio bigote.
—¿Yo? Yo seré uno de los organizadores de la insurrección armada —contestaba Bértold con orgullo.
Desde que alcanzó su posición de liderazgo en la Joven Guardia Roja, tras su detención a finales de 1975, Bértold se había planteado su papel de dirigente comunista de forma militar, como su adorado Príncipe Valiente de los tebeos. Él se sentía como un capitán en un campo de batalla. Debía procurar por todos los medios que sus militantes, sus soldados, obtuvieran el éxito sin sufrir bajas. Cada caída de un compañero ponía en riesgo la red y debía ser evitada a toda costa. Cada detención, cada interrogatorio, cada bofetada, cada paliza o cada asesinato eran vividos por Bértold como una responsabilidad suya, como un hecho que podría haber sido evitado.
Pero el joven de ojos grises también era un jefe que exprimía las fuerzas de sus militantes al máximo, sacando de ellos el mayor tiempo posible, comprometiéndolos en incesantes tareas activistas. En esa exigencia empleaba la misma firmeza que había sido aplicada hacia él por parte del camarada Ernesto o los otros miembros del Comité Ejecutivo. Una negativa a asistir a una reunión de la célula, a vender la prensa del partido en una fábrica o a participar en una pintada mural debía ser justificada convenientemente. Y era él, el camarada Bértold, quien absolvía o condenaba al compañero titubeante. También a Manolo. ¿Cuántas veces le obligo a aplazar los estudios, a olvidarse de los exámenes? Entonces no llamaba a su amigo por su nombre, sino que tensaba su voz y le miraba con firmeza, intentando poner sobre sus hombros el porvenir de toda la clase obrera española, haciendo depender el triunfo en la lucha final de la acción concreta que Bértold le había encomendado.
—Es necesario intervenir, camarada. La revolución es una suma de pequeñas acciones y te necesita hoy.
Sí, él había sido un jefe duro, se recordó con frustración y orgullo a partes iguales. ¿Para qué había servido todo aquello? Ya había anochecido cuando Bértold salió del Retiro por el paseo del Uruguay. Su idea era tomar el autobús frente a la impresionante Torre del Retiro. ¿Viviría él alguna vez en aquel imponente edificio como a veces había soñado? ¿Traería el socialismo viviendas así de lujosas para toda la población? En Rusia no las había… ¿Viviendas como aquella eran en verdad necesarias para el ser humano o eran un lujo burgués superfluo? Bértold se confesó que no lo sabía. Comenzó a llover y el viejo militante se refugió bajo la marquesina, deseando que el autobús viniera cuanto antes, pues ahora el viento parecía arreciar y soplaba con fuerza las gotas de lluvia contra su rostro. No, ya no habría socialismo: el Partido se había desintegrado como los terrones de arena bajo la lluvia. Sus militantes se habían dispersado como las hojas del Retiro que arrastraba esa agua triste por los márgenes de la calzada hacia las alcantarillas.
Manolo le había dicho que no hablaría en público nunca, ni siquiera en las reuniones de partido. Cuando lo había intentado en alguna ocasión, presionado por Bértold, que sabía que era de los camaradas con mayor nivel teórico, Manolo no había sido capaz de concluir su intervención. Parecía alguien perdido en unas arenas movedizas, embarrancado sin esperanza, con la mirada huidiza, el rostro congestionado y una tos carrasposa que le confería un aspecto entre dramático y grotesco.
Pero ya en 1976, cuando dentro del Partido del Trabajo surgieron voces que cuestionaban la táctica de la dirección, ambos habían entrado en la batalla interna apoyando a Ángel Triana y a los sectores que hablaban de rechazar la democracia burguesa, enfrentados al sector mayoritario que seguía las ideas de los eurocomunistas del PCE y de otras fuerzas revisionistas y burguesas para aceptar una fase democrática previa a la revolución, apoyando de hecho al Gobierno burgués del presidente Suárez. Manolo comenzó entonces a criticar a la dirección, al principio de forma velada, luego más abiertamente; pero siempre de forma íntima, tan solo confesando sus ideas al propio Bértold ante un par de cervezas.
—El partido en realidad no funciona democráticamente —le decía en privado—. Durante la dictadura tendría una excusa: la clandestinidad, pero ahora no. Somos simples ejecutores de lo que dice la dirección, que por otra parte son en realidad solo tres o cuatro personas…
—Es el centralismo democrático, camarada —le había dicho muchas veces Bértold recordándole la teoría leninista—. Y, además, seguimos ilegalizados.
—Chorradas. Esto solo funciona en una dirección: de arriba abajo y nunca al revés. Aquí deciden el camarada Ramón Lobato y sus amigos del Comité Ejecutivo. Y los demás, a obedecer.
Ahora, cuando el autobús bajaba entre la lluvia la cuesta de la avenida de Nazaret camino de Moratalaz, Bértold se repitió en voz alta una idea que había pensado muchas veces. ¿Por qué no se había ido entonces Manolo de la Joven? Y Bértold, como otras veces, se respondió que lo que había evitado su marcha fue su grupo musical. Si se tiene pasión por la música, es posible alcanzar la felicidad en un ensayo, fundiéndose con los demás. Quienes han compartido escenario y han sentido durante una actuación la dicha de mirarse por encima del potente sonido comprobando su unidad; quienes han tocado el cielo interpretando al unísono una música que se siente tan propia como del grupo, no pierden ese sentimiento de hermandad nunca.
Cuando se conocieron en la facultad, Manolo tocaba la guitarra aceptablemente y Bértold, siempre arrastrando sus sueños artísticos, le propuso formar un grupo con Pepe y Rafa, otros dos camaradas que se habían afiliado poco después. Buscaron una formación similar a la que entonces utilizaban muchos grupos de rock progresivo. Mientras que Manolo sería el guitarra solista, Bértold tocaría la guitarra rítmica y cantaría, Pepe la batería y Rafa el bajo eléctrico y el órgano. Fue Manolo quien bautizó al grupo La Larga Marcha en honor a Mao y su lucha. La banda había funcionado desde el principio siguiendo unos métodos democráticos. No se incluían nuevas canciones en el repertorio, ni se tomaba ninguna decisión sin un debate formal y una votación en la que participaban los cuatro. Al principio hacían versiones de los grupos ingleses y americanos de finales de los sesenta y principios de los setenta: Jmmy Hendrix, Janis Joplin, Frank Zappa o Led Zeppelin. También les gustaban grupos españoles como el rock progresivo andaluz de Triana o el rock urbano de Bloque. Pero pronto comenzaron a evolucionar hacia la música más sinfónica o psicodélica: Pink Floyd, Yes o King Crimson. Bértold prefería estos grupos porque su música le parecía más narrativa y dramática y serviría sin duda para las obras que ya tenía planeadas. Su proyecto más ambicioso era el montaje de una ópera rock a partir de la obra de Brecht, El alma buena de Sechuán, que quería llevar a escena lo antes posible con un grupo de jóvenes camaradas interesados en el teatro.
Manolo se encargaba de componer la música, dejando a Bértold la parte literaria. ¿Quién no recordaba en la Joven Guardia su figura humilde y rechoncha siempre con su guitarra a cuestas? El joven rubio progresó como guitarrista de forma espectacular, quizá porque su timidez, pensaba Bértold, le permitía pasarse horas y horas practicando incansablemente poderosos riffs y vertiginosos punteos. En cuanto tuvo dinero para comprarse algunos pedales, Manolo comenzó a probar con diferentes efectos. Esto permitió que el grupo evolucionara hacia un sonido más potente, un rock progresivo de contornos más duros y enérgicos. Sus canciones sonaban ahora como una reivindicación eléctrica intransigente y radical surgida de los barrios obreros, del ladrillo, del asfalto, del hormigón. El bajo, que marcaba con nitidez sus notas, y una potente batería realzaban las letras de Bértold. Éste consiguió que el grupo realizase espectáculos totales con escenografía y diálogos teatrales. Su primer montaje se llamó precisamente La Larga Marcha y narraba simbólicamente el camino del proletariado hasta la toma del poder. Para aquella obra había compuesto canciones como Hoy es un día feliz para la clase obrera, que cerraba el espectáculo y era un tema muy alegre que cantaba al día en que la revolución triunfase por fin. Nunca fueron más felices que entonces.
Al llegar a la plaza de Pablo Garnica, la más importante de Moratalaz, Bértold bajó del autobús número 20 y abrió su paraguas. A pesar de la lluvia, aquella tarde quería pasear también por los lugares decisivos de su lucha militante en el barrio. En aquella plaza enorme, alrededor de su rotonda ajardinada y sus estatuas, se habían desarrollado los episodios más intensos de la vida política de Moratalaz. La tenue lluvia difuminaba una delicada cortina entre la que ahora no vislumbraba más que los faros encendidos de los vehículos y las pisadas huidizas de algunos viandantes. Bajo las marquesinas de Sarma, el centro comercial que presidía la plaza, aprovechando la afluencia de visitantes, Bértold había desplegado muchas veces mesas para pedir firmas, ventas del periodico y repartos de propaganda. Eran días de sonrisas y saludos amistosos, de ilusiones y esperanzas, cuando todos los jóvenes creían que la justicia y la igualdad serían realidad un día cercano. Todos estaban convencidos de que si el pueblo se unía como un solo puño, sería imposible detenerlo. En aquella plaza se había instalado el entarimado para dirigirse a la gloriosa manifestación del 14 de septiembre de 1976, cuando él mismo había conducido allí a cien mil personas que creyeron aquella tarde que su unión lo podría todo. Era la primera manifestación masiva y autorizada tras la muerte de Franco. Todo Madrid estaba aquella tarde en Moratalaz para manifestarse contra la subida del pan. Aún podía escuchar sus gritos, sus consignas, sus puños apretados al cielo, sus cánticos en el silencio cálido y rumoroso de la tarde.

Bértold cruzó la calle Hacienda de Pavones para dirigirse al Centro Cultural. En los viejos tiempos, él, que se entretenía a charlar con todo el mundo, podía tardar en recorrer ese pequeño trayecto más de media hora. En los soportales seguía el viejo bar que le había cobijado ante las cargas policiales en mitad de una manifestación por la amnistía, al poco de morir Franco. Bértold se sonrio, más sorprendido que orgulloso, de lo que en aquellos tiempos era normal. Ante la lluvia de pelotas de goma, botes de humo y la carga de la policía, los manifestantes se habían dispersado buscando refugio donde pudieran. Él, con otros de la Joven se había colado en el bar antes de que el dueño lograse bajar el cierre. Al instante, un policía había irrumpido en el establecimiento, montado a caballo y golpeando con su porra a los que allí se abarrotaban, sin distinguir entre clientes y manifestantes, ni mostrar cuidado por el mobiliario o la propiedad privada. Cayeron vasos y platos al suelo con estrépito y la gente se arrebujó contra las paredes. Pero el policía, metido en su faena represiva, tampoco había reparado en que aquel bar podía convertirse para él en una ratonera. Pepe comenzó a forcejear con el agente y otros jóvenes se le unieron y lo zarandearon hasta tirarlo del caballo. El animal lanzó dos coces al aire y salió despavorido del bar, dejando a su jinete en el suelo. Entonces la multitud rodeó al uniformado dándole patadas, puñetazos y golpeándolo con las botellas y vasos que encontraban a mano sin dejarle levantarse. El policía ya no paraba los golpes; solo intentaba sacar su arma reglamentaria para dispararles, pero alguien consiguió arrebatarle la pistola y salió corriendo con su botín. Penosamente, sangrando por la boca, casi inconsciente, el policía se fue arrastrando hasta la puerta de salida mientras los manifestantes lo pateaban. Bértold recordó la tensión, la violencia y, sobre todo, las dos fuertes patadas que hundió en las costillas del policía. Aquel esbirro de la dictadura pudo alegrarse de salir vivo de aquel bar.
En aquellos soportales bajo los que cerraba ahora el paraguas, junto al Centro Cultural, se había desarrollado gran parte de su actividad política. Entonces le resultaba un placer pasear por allí y comprobar cómo decenas de jóvenes le saludaban con respeto. Sí, todos sabían que él era el líder de la Joven Guardia. Y cuando sus militantes pegaban carteles, repartían panfletos o gritaban por las calles con entusiasmo desafiante: “¡La Joven!, ¡la Roja!, ¡la Joven Guardia Roja!”, todos los jóvenes del barrio sabían que aquellos actos eran una proyección de la personalidad y el poder de Bértold.
Además, su liderazgo había trascendido lo político. La actuación de La Larga Marcha en el Centro Cultural de Moratalaz a mediados de 1976, ante centenares de personas, les convirtió en los jóvenes más famosos del barrio y multiplicó las afiliaciones a la Joven Guardia Roja, pues Bértold aprovechó el concierto para engarzar un mitin entre canción y canción. Desde ese día, alrededor de Bértold solo había sonrisas de admiración. Pronto La Larga Marcha comenzó a tocar por la red de locales del Partido del Trabajo por toda España en fiestas y eventos políticos. Sus miembros compatibilizaban su militancia con los ensayos casi diarios en el propio local de la organización. Sonaban de forma tan contundente que no tenían nada que envidiar a otros grupos profesionales. Todos sus integrantes dejaron colgados los estudios. Pepe abandonó el BUP y comenzó a trabajar en una imprenta. Gracias al dinero de sus salarios compraron su equipo de música y una furgoneta. Pepe era tan generoso y estaba tan ilusionado con el grupo que hasta le regaló a Manolo una Fender Stratocaster de segunda mano, para que tuviese una guitarra propia de una estrella del rock and roll.
—Es un préstamo, coño —le aprestó ante el rechazo inicial de Manolo—. Cuando nos hagamos millonarios, me lo devuelves.
Ahora, al pasar por el Centro Cultural, Bértold no se animó a entrar. La luz de la biblioteca estaba encendida y algunos jóvenes salían con libros en la mano. La lluvia caía levemente como si pretendiera acariciar Moratalaz con un paño de lágrimas. Bértold miraba a todos bajo su paraguas, esperando de algún joven un saludo, pero ninguno le elevaba las cejas o le mostraba sonriente su mano como había ocurrido tantísimas veces. Quizá fuera la lluvia, o quizá fuera que ya nadie le reconocía. Para aquellas nuevas generaciones, pensó Bértold, él era simplemente un estudiante que iba retrasado en sus estudios: un inadaptado que no había sido capaz todavía de encontrar su butaca para ver el gran teatro del mundo. A través de la verja exterior, contempló desde fuera el auditorio al aire libre del Centro Cultural. El pequeño anfiteatro estaba vacío, inutilizado, consintiendo que las malas hierbas se extendieran entre las filas de asientos o por el propio escenario. Desde hacía ya muchos meses ni el Ayuntamiento, ni ningún grupo de jóvenes tomaba la iniciativa de representar obras o dar conciertos allí. No, la juventud parecía agotada, sin ideas ni ilusiones, como una vela fundida que ya no puede dar más luz. La inmensa hoguera de los últimos años había consumido todos los árboles del bosque. No había más madera que llevar ni más cera que la que había ardido.
A dos pasos, a la espalda del Centro Cultural estaba el antiguo local de la Joven Guardia y el PTE. Bértold convenció a la dirección de alquilar allí aquellos bajos comerciales por su cercanía con la plaza, los billares, la biblioteca y el Centro Cultural, lo que les permitiría estar cerca de los lugares de concentración de los jóvenes a un precio asequible. Todavía no se había convertido la Lonja en el punto de reunión del barrio y además allí los locales eran más caros. Bértold sonrio. En ese momento se dio cuenta de que la juventud de Moratalaz (y seguramente la de toda España) había marchado en esos cinco años desde los anhelos culturales hacia la diversión vacía y por ello su sitio de reunión había dejado de ser el Centro Cultural para ser sustituido por la Lonja, con su colección de garitos. Sí, ese era el signo de los tiempos democráticos, la pérdida de la conciencia política. ¡Qué paradoja! Ahora que había libertad, la gente no quería saber nada de compromiso político. Bértold caminó hasta el viejo local, que seguía cerrado y se cobijó de la lluvia bajo su cornisa, cerrando el paraguas. Era evidente que, desde que la Joven Guardia lo había abandonado por no poder sufragar el alquiler, su dueño había sido incapaz de arrendarlo. La crisis tendría la culpa. Bértold se acercó a las ventanas enrejadas y en la penumbra, creyó reconocer todavía los murales revolucionarios y los retratos que habían pintado de Marx, Lenin, Stalin y Mao. La verdad es que la mayor parte de sus camaradas juveniles no habían leído sus obras, pero sus rostros les resultaban tan conocidos y entrañables como los de cualquier familiar. La Joven se había destacado más por su activismo febril que por su nivel teórico. Quizás por eso, por contar con una base más entusiasta que reflexiva, pensaba ahora Bértold, se había llegado a aquella situación en la que algunos compañeros estaban hipotecados para pagar las deudas de las campañas electorales del partido. Alguien tenía que pagar la factura de la madera de aquella gigantesca hoguera a la que habían echado todo lo que llevaban dentro. Porque hasta aquel local se habían acercado centenares de jóvenes para incorporarse a la lucha por el socialismo, hasta allí habían acudido para recibir órdenes entre risas, recoger propaganda mientras ligaban con alguna compañera que les había gustado, elaborar pancartas con otros amigos mientras tomaban cervezas, organizar excursiones o participar en fiestas y en conciertos.
Incluso le pareció que el local seguía oliendo a tabaco. ¿Cuántos miles de cigarrillos se habían fumado allí dentro? El tabaco, siempre omnipresente en aquellas reuniones en las que las palabras más encendidas eran saludadas con fervorosos gritos y estruendosas ovaciones bajo la espesa humareda. Era más revolucionario proponer dos días de huelga que uno y todavía mejor defender la huelga indefinida. Era más revolucionario proponer tres pintadas que dos. Era más revolucionario plantear el uso de cócteles molotov y la violencia generalizada contra la policía que la negociación y el pacto. Pepe era el militante más aguerrido, el partidario más acérrimo de la algarada y la violencia. Bértold tuvo que pararle más de una vez los pies, como cuando había propuesto atacar todas las comisarías de Madrid de forma simultánea con cócteles molotov en represalia, que no protesta (ya que en opinión de Pepe la clase obrera no protestaba, porque eso era un signo de debilidad), por la brutal intervención policial en algunas manifestaciones que habían acabado con estudiantes asesinados. Algunas veces, cuando volvía a casa y respiraba el aire limpio de Moratalaz, al propio Bértold le parecía como si saliese de una burbuja y entonces captaba perfectamente el olor a tabaco y sudor que se le había pegado a la camisa.
Hubo manifestaciones, detenciones, torturas, decenas de asesinatos de la policía, asesinatos de pistoleros fascistas, pero ningún acontecimiento de aquellos turbulentos años conmovió tanto a los militantes de la Joven Guardia Roja como los sucesos de Vitoria durante la huelga del 3 de marzo de 1976. La policía había obligado a salir con gases lacrimógenos a una multitud encerrada en la iglesia de San Francisco para luego disparar contra ella dos mil balas. ¡Dos mil balas! “¡Aquí ha habido una masacre!”, reconocían los policías en las comunicaciones por radio que luego se hicieron públicas. Cinco muertos, decenas de heridos de bala, muchos de ellos graves. La monarquía fascista de Juan Carlos I el Breve ya tenía sus primeros muertos. Así lo manifestó Bértold en la reunión provincial de la Joven Guardia. Las perspectivas del Partido del Trabajo de España se cumplían de manera taxativa, como un terrible oráculo. La monarquía que Franco nos imponía en su testamento había mostrado bien pronto su verdadera cara: el asesinato indiscriminado de la clase obrera, el terrorismo de Estado, la matanza de inocentes. Esta huelga y su represión feroz eran la demostración de que la revolución estaba ya en marcha y los militantes debían ofrecer todos los esfuerzos, toda la generosidad al Partido para que se hiciera con la dirección del movimiento obrero español y condujera a la clase obrera a la victoria. Había que impulsar la Huelga General Política con todas las fuerzas, había concluido entre aplausos.
Manolo se compró entonces el disco Campanades a morts de Lluis Llach y lo escuchó de forma constante, casi obsesiva, como una liturgia, hasta aprenderse todas sus canciones, hasta paladear en las palabras catalanas el dolor y la rabia, hasta sentir en la voz de Lluis Llach las ansias de venganza y los anhelos de libertad para el pueblo. Assesins! Assesins de raons! , assesins de vides!, que mai, que mai tingueu repos en cap dels vostres dies i que en la mort us persegueixen las nostres memories! Memories! Lluis Llach se convirtió desde entonces, aunque alejado del rock, en una de sus referencias artísticas y morales. Podríamos nosotros hacer una versión rock de este tema, había propuesto Manolo a sus amigos y camaradas de La Larga Marcha. El resto del grupo había votado en contra porque la canción era muy larga y la música de orquesta sinfónica compuesta por Llach se adaptaría difícilmente al sonido que La Larga Marcha buscaba. Manolo agachó la cabeza, contrariado, pero aceptó la decisión democrática.
Fue a los pocos días, quizá como forma de protesta o de destacar, porque Manolo para estas cosas era así, cuando apareció en el local con un enorme lienzo de tela roja en la que aparecían cosidas en amarillo una gran estrella de cinco puntas, una hoz y un martillo y la leyenda “Joven Guardia Roja de España, Moratalaz”. Manolo lo colgó con la ayuda de Pepe en la pared principal del local.
—Es como los estandartes de las Trade Unions inglesas —dijo el guitarrista con alegre orgullo—. A partir de ahora lo llevaremos a todas las manifestaciones.
Sí, aquel era un estandarte imponente. Debajo de las grandes letras, en otras más pequeñas aparecía el rótulo “Mártires del pueblo por la libertad”. Y bajo este título, bordados en hilo dorado con exquisita caligrafía aparecía una lista con todos los caídos por la libertad desde 1969, año de fundación del Partido del Trabajo de España, indicando su nombre y su edad. Debajo de los nombres, dejando un gran espacio, justo en el borde inferior de lienzo, otra vez en grandes letras, la madre de Manolo había bordado: “El pueblo os vengará. Revolución o muerte.”
Todos habían oído hablar de los muertos cuyos nombres aparecían allí. La primera línea era para el estudiante de veinte años Enrique Ruano, que murio defenestrado por la policía el 20 de enero de 1969. La segunda la ocupaba Genaro Sánchez, camarada del PCE (I), que había muerto electrocutado en Sestao (Vizcaya) el 27 de abril de 1970, cuando colocaba una bandera roja con la hoz y el martillo en un poste de alta tensión. La tercera línea era también para otro camarada, Roberto Pérez Jáuregui, obrero metalúrgico, militante del viejo PCE(I) que había caído herido mortalmente, por disparos de la policía, en Eibar (Guipúzcoa) el 4 de diciembre de 1970, en el curso de una manifestación de protesta contra el Juicio de Burgos (consejo de guerra contra dieciséis militantes de la ETA, para los que se solicitaba pena de muerte). La cuarta línea era para Cipriano Martos, militante del FRAP, que murio asesinado por la policía durante una sesión de torturas el 17 de septiembre de 1973. El quinto era Víctor Manuel Pérez Elespe, otro camarada del Partido del Trabajo de España, que había muerto en Portugalete (Vizcaya) a las 6,30 de la mañana del día 20 de enero de 1975, cuando repartía octavillas de apoyo a la huelga general en Navarra. Al parecer recibió cinco disparos a quemarropa y por la espalda, atravesándole uno de ellos el corazón. Tenía veinticuatro años. A su lado aparecía Mikel Gardoki Azpiroz, etarra muerto en un enfrentamiento con la policía. La sexta línea la ocupaban Manuel Montenegro Simón (trabajador de Fenosa asesinado por disparos de la policía en la manifestación del Primero de Mayo de 1975 en Vigo), Blanca Sallegui Allende y su marido Iñaki Garay Lejarreta (muertos en su propia casa en Guernica a manos de la guardia civil), Jesús Mari Marquiegui (etarra muerto en la misma casa de ese matrimonio), Koldo Arriola (disparado a quemarropa en Ondarroa por un guardia civil) y Maria Alexandra Lecket (turista alemana muerta en un control policial en San Sebastián). La séptima línea estaba formada por Alfredo San Sebastián Zaldívar (muerto por un policía al mediar en una discusión callejera), Josu Múgica Ayestarán (etarra muerto por la policía mientras huía de su detención), Ramón Reboiras (miembro de Union do Povo Galego asesinado por la policía en El Ferrol) y Jesús María García Ripalda (tiroteado cuando iba a una manifestación en San Sebastián). La octava línea estaba ocupada por los etarras José Ramón Martínez Antía y Antonio Campillo Alcorta, etarras muertos en enfrentamiento con la policía. La novena línea era para los ejecutados en la última condena a muerte firmada por el general Franco: José Luis Sánchez— Bravo Solla, Xose Humberto Baena Alonso y Ramón García Sanz, del FRAP y Juan Paredes Manot «Txiqui» y Ángel Otaegui Echeverría miembros de ETA, que habían sido fusilados el 27 de septiembre de 1975. La décima línea era para otros dos etarras: Iñaki Etxabe Orobengoa, asesinado el 6 de octubre de 1975 por el autodenominado Batallón Vasco Español y Germán Aguirre, asesinado por el mismo grupo el 12 de octubre de 1975 en Arrasate. La undécima línea era para Antonio González Ramos (militante comunista canario asesinado por la policía) y Kepa Josu Echandi. La duodécima la ocupaban Ángel Esparza Basterra (disparado por la guardia civil al no escuchar la voz de alto), Koldo Lopez de Guereñu y Kepa Tolosa Goicoechea (muerto por disparos de la guardia civil en Luzaide). Finalmente, la décimo tercera línea era para los obreros de Vitoria. Pedro María Martínez Ocio, trabajador de Forjas Alavesas, de 27 años; Francisco Aznar Clemente, operario de panaderías y estudiante, de 17 años; Romualdo Barroso Chaparro, de Agrator, de 19 años; José Castillo, de Basa, una sociedad del Grupo Arregui, de 32 años y Bienvenido Pereda, trabajador de Grupos Diferenciales, de 30 años. Todos ellos habían caído asesinados el 3 de marzo de 1976 a manos de la policía tras la asamblea de la iglesia de san Francisco de Vitoria. En total aparecían treintaicinco nombres. Treintaicinco héroes caídos por la libertad y el socialismo.
Los jóvenes camaradas asistieron a la escena en silencio, expresando así su homenaje sincero a los muertos, como si en el acto de colgar aquellas letras en la pared se estuvieran repitiendo las escenas de los entierros a los que no pudieron asistir. Luego admiraron el exquisito trabajo de bordado de la madre de Manolo.
—Aquí está la memoria de los trabajadores. Ni perdón, ni olvido —dijo Pepe.
—¡Patria libre, venceremos! —gritó otro joven camarada remedando una frase que le parecía haber leído en un póster del Che Guevara.
Estuvieron un buen rato ante el mural como hipnotizados. Nunca habían visto una pancarta más bonita. ¿Quién no iba a fijarse en ellos en las manifestaciones cuando las pancartas españolas solían ser toscas, pintadas deprisa y corriendo, a veces a brochazos turbios, sin haber medido bien el espacio entre las letras e incluso con faltas de ortografía?
—Es precioso —dijo emocionada Lourdes, una nueva camarada captada por Bértold en la Facultad de Psicología.
—Es que mi madre era bordadora —pareció disculparse el joven rubio mientras escondía su azoramiento concentrando su mirada en la obra de su madre con gesto envarado y los brazos bien pegados al cuerpo.
Pero el camarada Bruno, otro de los miembros del Comité Ejecutivo, había torcido el gesto al leer la lista de nombres y luego citó a Bértold a su despacho.
—Ese mural tiene dos defectos, Bértold. El primero y más importante: puede bajar la moral y asustar a los nuevos camaradas —le dijo mientras el joven subordinado escuchaba con atención—. En estos meses es más que probable que sigan muriendo luchadores y ver una lista que se amplía no beneficiará nuestra tarea. Lo más importante de un ejército es la moral. El reconocimiento a los caídos hay que dejarlo, sobre todo, para después de la victoria final. La vanguardia no puede detenerse ni para tomar aire. Y mucho menos para complacernos en la muerte de los nuestros. El segundo defecto es que en él aparecen terroristas del FRAP y de la ETA y nuestra organización, como sabes muy bien, camarada, está en contra del terrorismo individual. Otra cosa sería el terror organizado por el Estado proletario contra la burguesía, como en la Rusia soviética o en la China de Mao. Pero la ETA no es eso. Debo pedirte, por tanto, que discutas estas cuestiones con los camaradas para que ese mural sea retirado del local.
Bértold intentó convencer a Bruno de que eso iba a resultar complicado porque el mural había entusiasmado a sus jóvenes camaradas de Moratalaz, pero Bruno fue inflexible. Bértold se veía en el penoso deber de transmitir la orden en la siguiente reunión de la célula. Pero en aquella ocasión los jóvenes no aceptaron la consigna.
—¡Me parece de puta madre —exclamó Pepe con ironía— que la dirección se ocupe de estos temas!
—Todos sabemos que hay muertos y es nuestro deber recordarlos —dijo Lourdes mirando a Manolo, que callaba su indignación—. Que estén en este mural no baja la moral de nadie. Al contrario.
—Yo, desde luego —zanjó Pepe con su acento madrileño y su voz carrasposa—, si me matasen, preferiría que mi nombre se mostrase con orgullo a que se ocultase.
Todos asintieron con gestos expresivos. Bértold se dio cuenta de que mantener la retirada del estandarte no iba a traerle más que complicaciones. Por otro lado, a él mismo le parecía una tontería descolgar el mural.
—Está bien, camaradas, me habéis convencido. Pero lo que sí que creo es que deberíamos quitar los nombres de los militantes de la ETA y del FRAP.
—¿Por qué? —dijo Pepe ya con cierta acritud—. También son luchadores del pueblo contra el franquismo y el capital.
—Pero objetivamente el terrorismo individual es un obstáculo para la toma de conciencia de la clase obrera y favorece la contrarrevolución. Recordad las ideas de Lenin contra el terrorismo individual, camaradas.
Este argumento de autoridad pareció calar en los más jóvenes, pero no en Pepe y en otros camaradas que insistieron en que aquellos, equivocados o no, habían dado su vida por la revolución.
—Sí, pero quitar ahora esos nombres con el trabajo que habrá costado bordarlos… —añadió Lourdes mirando con cariño a Manolo.
Bértold también cedió. Al final, acordaron mantener los nombres ya escritos, pero no añadir los nombres de ningún terrorista más. Bértold volvió a los dos días al local del centro con el temor de que Bruno le recriminase su incapacidad para imponerse sobre los jóvenes camaradas. Pero se equivocaba: el líder del Comité Ejecutivo estaba tan atareado con sus nuevos planes de movilización que no le prestó gran atención y le despidió diciéndole con cierta indiferencia que le parecía aceptable el acuerdo y que a partir de ahora se cerciorase de que ningún terrorista más entrara en el estandarte. Bértold se fue de allí algo contento y algo confuso también por lo contradictorio del comportamiento de su superior.
Bértold recordaba el gesto serio, concentrado, con que Manolo, ayudado por algún camarada, descolgaba el lienzo con todo cuidado para llevárselo a su casa cada vez que caía un nuevo luchador asesinado. Porque pronto la madre de Manolo tuvo que bordar más nombres. Unos pocos meses más tarde, Bértold asistió en Almería a un multitudinario festival homenaje a Francisco Javier Verdejo, estudiante universitario de 19 años y camarada de la Joven Guardia Roja de España, que había muerto en la madrugada del 13 al 14 de agosto de 1.976, en las proximidades de la playa de San Miguel, cuando había sido sorprendido por la guardia civil mientras realizaba una pintada. “Pan, trabajo y libertad ” era una de las consignas básicas que Bértold había recibido del Comité Ejecutivo nada más entrar en la organización y que se transmitía a cada nuevo militante de base. A Francisco, que era hijo del antiguo alcalde franquista de Almería, solo le había dado tiempo a escribir en la pared “Pan, tr”. Al ser sorprendido por la guardia civil, interrumpió la pintada y echó a correr hasta refugiarse en una vieja casamata de la playa, hasta donde fue perseguido y disparado en la cabeza por los agentes del orden público. En el homenaje, celebrado unos días después junto al mar en una cálida noche, los dirigentes del Partido del Trabajo de España habían exaltado la figura de Javier y le habían prometido memoria eterna. Una foto del joven asesinado con mirada reflexiva y concentrada y una pancarta con el lema “Justicia para Javier Verdejo” presidían el acto. Miles de camaradas de toda España se acercaron a rendirle homenaje y algunos de ellos, sus más cercanos amigos, lloraban mientras los oradores glosaban su figura inolvidable. Cuando Bértold volvió a Madrid, la madre de Manolo ya había bordado el nuevo nombre a la gloriosa lista. No fue el último.
Por fin, el viejo líder se dio media vuelta y abrió su paraguas con un cierto sentimiento de congoja. Se prometió que aquella era la última vez que volvería por el local. Todo había terminado y no quedaba ya sino acabar la carrera y mirar para adelante. Echó a andar en dirección hacia su casa y se topó con el portal del propio Manolo, que vivía en el cuarto y último piso de unos humildes bloques sin calefacción cercanos al Centro Cultural. Giró la cabeza hacia arriba, buscando la bombilla encendida tras su ventana. Ya había dejado de llover. Efectivamente, Manolo estaba en casa, seguramente leyendo, estudiando o quizá tocando la guitarra. Bértold estuvo tentado de llamarlo, pero al final desechó la idea y siguió caminando hacia su casa, con cuidado de no pisar ningún charco.
Cerca de las navidades de 1976, Manolo realizó su primera intervención política en público. Bértold le había estado presionando constantemente para que lo hiciera. Algo corto, cinco minutos, lo prepararemos juntos, le animaba. La dirección quería a Bértold como responsable exclusivo de toda la Joven Guardia Roja en Madrid y por tanto era mejor dejar a otro militante, capaz y activo, al frente de la universidad. Por fin, Manolo cedió y en una reunión de la fracción universitaria, ante más de un centenar de compañeros, defendió la posición de la Joven Guardia Roja ante el referéndum del 15 de diciembre de 1976 sobre la reforma política. La consigna que propugnaba la JGRE era la abstención: no se podía legitimar, dar carta de naturaleza democrática, a los manejos de los herederos de Franco, el Rey y Suárez, para perpetuarse en el poder y mantener las estructuras franquistas. Manolo se levantó ante todos los compañeros y tomó entre sus temblorosas manos el guión de su intervención. Allí se le veía peleando contra su timidez con la voz crispada, entrecortándose en ocasiones, el rostro congestionado por los nervios y los brazos envarados. Le faltaba el aire y sentía la garganta reseca cuando al terminar su parlamento se dejó caer sobre la silla.
—¡Muy bien, Manolo! —le animó Bértold abrazándole mientras su amigo buscaba con su mirada a Lourdes, que le sonreía cariñosamente.
Sí, Manolo estaba enamorado de ella. Aún se acordaba Bértold de su rostro. Una morena agraciada, con labios carnosos y una mirada magnética que atraía a todos los compañeros. Es casi guapa, le había dicho Bértold en broma. Y yo creo que le gustas. Pero en la fiesta de Nochevieja de la Joven Guardia Roja, el camarada Bruno fue más cáustico.
—Está demasiado buena para ti, Manolo —le había dicho riendo mientras la veía bailar alegremente en el centro de la pista.
Manolo lo miró con odio, pero Bértold entrevió que en esa mirada había un compromiso inviolable con la derrota. Sí, Manolo también estaba convencido de que con su figura algo obesa, sus ademanes toscos y su rostro vulgar no enamoraría jamás a una mujer verdaderamente atractiva y Lourdes casi lo era. Pero no contestó a Bruno. Se limitó a hacerle un leve gesto de desdén y a darle otro trago nervioso a su cubalibre.
¡Todo había pasado tan rápido! A las tres o cuatro semanas de aquella fiesta llegó la semana decisiva de la Revolución española, como el propio Manolo la definiría luego. ¿Cómo no recordar la última semana de finales de enero de 1977 cuando creyeron que podía iniciarse la revolución? Días de actividad incesante, yendo de facultad en facultad y fábrica en fábrica para intervenir en largas asambleas, días de llamadas telefónicas y comunicados a la prensa, de reuniones con los camaradas para acordar la estrategia a seguir y entregarse la propaganda que luego se repartiría a las masas al día siguiente. Noches para pintar las paredes de Madrid y alfombrar de panfletos los polígonos industriales, las fábricas más importantes, las estaciones de metro. Y sin casi dormir, a base de bocadillos de calamares o de panceta y raciones de patatas bravas y cervezas y mucho café y mucho tabaco, a aguantar otra jornada igual. El cuerpo y el cerebro actuando bajo presión, sintiendo cada mañana el peso del cansancio y la tensión. Y el miedo. Bértold recibió aquellos meses varias amenazas de muerte en su buzón. Su madre las recogía y se las enseñaba con lágrimas en los ojos, mientras su padre, el esbirro franquista, torcía el gesto contrariado. Los Guerrilleros de Cristo Rey, los de Primera Línea de Fuerza Nueva, los de la Triple A, los de Falange… Cualquiera puede ser un fascista emboscado, ese que está apoyado en la boca del metro o aquel que está frente a mi portal con el periodico abierto, o ese otro que camina detrás de mí, que puede sacar una pistola y matarme como a un pajarillo, como al pobre Enrique.
Sí. Bértold se había jugado la vida por la revolución. Habían pasado solo tres años desde entonces y, sin embargo, parecía un siglo. Bértold pensó que, si en ese mismo momento tuviese que jugarse la vida de nuevo por la revolución, su respuesta actual sería seguramente la deserción, el abandono… Pero entonces, seis años atrás, las cosas eran bien distintas y en mitad de aquella frenética actividad, casi no había tiempo para pensar en las amenazas de muerte ni en otros peligros, que sonaban como accidentes casi imposibles.
Fue entonces, durante aquella inolvidable semana de enero de 1977, pensaba Bértold, cuando se decidió la Revolución española. Sí; ahí, tras la muerte de Arturo, Mari Luz Nájera y los abogados, se gestó la derrota. La cobarde reacción del todopoderoso PCE, claudicando de su papel revolucionario y pactando con Suárez y el Gobierno franquista, condenó al fracaso al movimiento obrero.
Al llegar ese Primero de Mayo de 1977, el primero que se celebraba en libertad, Bértold y los suyos llevaron a la manifestación el estandarte que no habían podido mostrar en la manifestación de enero. Para Manolo era un orgullo lucir por fin una pancarta que todos los jóvenes y trabajadores aplaudían al ver. Tan entusiasmado estaba que, aunque la mayor parte de los camaradas se turnaban para soportar el estandarte durante el cortejo, Manolo se hizo la manifestación entera sujetando su palo sin pedir relevo. Pepe había acudido con una mochila llena de botellas de gasolina por si acaso la policía o los fascistas intentaban romperles la manifestación, pero no tuvo ocasión de utilizarlas porque el cortejo discurrio pacíficamente.
Mientras tanto, desde la muerte de Franco hasta finales de 1977, la ETA asesinaba a casi sesenta personas, la mayor parte militares, policías o guardias civiles. Tres personas eran asesinadas cada mes por los terroristas. Los militantes de izquierdas y la población en general respondían a esos crímenes con la indiferencia o incluso con el desdén. Bértold sabía bien de aquellos muertos, porque su padre los iba contabilizando y se los recordaba a la primera oportunidad. Pero esos muertos a Bértold no le importaban. Eran enemigos de la clase obrera. ¿Cuántas veces en las manifestaciones había gritado, escupido mejor, la consigna “¡Policía, asesina!”? ¿No eran aquellos uniformados, su padre incluido, los enemigos de clase? Allá se muriesen solos como perros. A esta sangría pronto se respondió desde organizaciones subterráneas del Estado con oscuros atentados contra los militantes etarras. La madre de Manolo ya no bordó sus nombres en el estandarte de la Joven Guardia Roja de Moratalaz. Paralelamente a esta guerra subterránea, los atentados de bandas fascistas siguieron: bombas en librerías, incendios en locales obreros. Hasta un colegio del barrio, el Siglo XXI, conocido por su ideario izquierdista y por el carácter reivindicativo de sus docentes, fue incendiado. Los fascistas atentaron contra revistas como El Papus o periodicos como El País, lo que costó la vida a varios trabajadores de estas publicaciones. En ese clima violento se movía la cotidianidad. Se oía que habían atacado una sede o una revista; se destruían librerías o se quemaban colegios, se asesinaba a personas casi semanalmente,
Y así llegó la legalización del PSOE y del PCE, mientras que a las organizaciones verdaderamente revolucionarias les daban largas para que no pudieran presentarse a las primeras elecciones de junio de 1977. La dirección del Partido del Trabajo de España decidió formar una coalición con otras fuerzas ultraizquierdistas para burlar la ilegalización. No era lo mejor, pero sí lo único posible para no quedarse aislado de las masas.
—Estoy empezando a estar hasta los cojones de todo —le dijo Manolo.— Yo creía que estábamos por la revolución y ahora resulta que nos vamos a presentar a las elecciones burguesas. ¿Dónde está aquella consigna de Mao que decía que era mejor quedarse solos con el pueblo que unidos a los revisionistas? ¿Ya nadie se acuerda por ahí arriba?
—Hay que asegurar la democracia, hay que estar con las masas. La gente va a reventar las urnas con sus votos. Hay que participar, Manolo, sea como sea —razonaba Bértold.
—¿Aunque no estemos legalizados? ¿Aunque todo sea una farsa?
—El boicot a las elecciones no lo entendería nadie, Manolo. Además, los bolcheviques también se presentaron a las elecciones de la Duma.
—¿Y cuánto duro la Duma? ¿Pero no te das cuenta de que todo esto es un pacto clarísimo entre los revisionistas del PCE y el aparato del franquismo y que nosotros somos los chivos expiatorios de todo? ¿Encima vamos a seguirles la corriente?
—No nos podemos aislar de las masas —insistía Bértold una y otra vez.
Los resultados electorales de junio de 1977 marcaron el principio del fin. Bértold todavía recordaba aquella tarde amarga.
—No pasa nada. Seguiremos peleando. La prensa capitalista nos ha esquivado en la campaña. Pero venceremos, camaradas —les dijo Bruno con una sonrisa firme.— Somos la vanguardia. ¿Cuántos camaradas tenía Mao antes de La Larga Marcha?
Y Bértold se calló una vez más. Se habían dejado el alma en la campaña: pegando carteles, organizando mítines, vendiendo su periodico. Y no habían sacado ni el 1% de los votos. Unos escasos 122.000 votos en toda España y eso, a pesar de que habían concurrido en coalición con otras fuerzas de extrema izquierda. ¿Dónde estaba el voto de todos los revolucionarios? Entre los revisionistas del PSOE y los centristas de Suárez juntaban casi doce millones de votos. Los revolucionarios eran una gota en el océano; él mismo era tan solo un pequeño grano de arena en el desierto. Bértold puso entonces la mano sobre la muñeca de Cristina, su novia de entonces, y ella lo besó tiernamente en la mejilla para iniciar la huida.
—¿Nos vamos un rato al parque? —le dijo él.
—No tengo ganas de estar en la calle a estas horas. Me voy a casa –le contestó ella resuelta mientras se levantaba de la silla y se estiraba la falda—. Necesito dormir un poco.
Ahora, tres años después, caminando entre la fina lluvia, Bértold se sorprendía de no haber comprendido en aquellas semanas lo que era evidente. ¿Cómo no había sido capaz de darse cuenta de que el partido y la Joven Guardia habían empezado aquel día a desangrarse? ¿Acaso no desaparecieron ya entonces algunos jóvenes de la célula pretextando torpes excusas? ¿Acaso él no notaba cómo a partir de ese momento arrastrar a los camaradas a repartir panfletos o a vender el periodico le resultaba mucho más difícil? Sí, ahora lo veía claro. El impulso que desde 1974 hasta 1977 los había llevado deslizándose cuesta abajo como una bola de nieve en un crecimiento de militantes y entusiasmo revolucionario cada vez más vertiginoso, se convirtió a partir de ese momento, en una pendiente que, ascendiendo poco a poco, acabó primero con el movimiento y luego, con la propia organización. Fue un abandono inexorable, pero lento y por eso mismo, más difícil de detectar.
Pero entonces, las explicaciones de la dirección sonaron coherentes y las capas más cercanas, los cuadros intermedios, el propio Bértold, las creyeron a pie juntillas. Todavía no eran legales. Esa era la razón de que no hubiesen obtenido unos buenos resultados electorales. En cuanto los legalizasen y pudiesen hacer propaganda en igualdad de oportunidades con el PSOE y el PCE, se convertirían en una fuerza decisiva. Bértold y otros compañeros, como Pepe, renovaron su entusiasmo. Incluso, entre las defecciones de militantes, que no se contabilizaban porque en la Joven no se puso nunca el acento en el rigor administrativo, entró algún nuevo activista más joven con muchas ganas de luchar, como Alicia, que pronto se ennovió con Pepe.
Pero lo fundamental es que Bértold, enfrascado en el vértigo militante, aislado desde hacía meses de otros mensajes que no fueran los que le lanzaba el Comité Ejecutivo, encerrado en conversaciones en las que él hablaba y los demás escuchaban, perdido en un mundo cerrado que pasaba inadvertido a la mayor parte de la población, todavía no se había dado cuenta del enorme cambio producido. La política había abandonado las calles para instalarse en el parlamento. A los partidos mayoritarios ya no les interesaba el impulso de las masas y dejaron de convocar manifestaciones, hacer pintadas o vender prensa por las calles. La política había abandonado las camisas de cuadros y los pantalones de campana para vestirse con traje y corbata. Las mismas masas que ingenuamente habían poblado las calles creyendo que su impulso cambiaría radicalmente la sociedad, volvían ahora a casa, exhaustas, silenciosas, como tras una pesada noche de fiesta, dejando a los últimos, a los recalcitrantes, el peso de limpiar los desperdicios de la juerga. Bértold seguía siendo el dueño de las calles de Moratalaz, sí, pero esas calles se habían quedado vacías y llenas de basura.
Al local de Moratalaz acudía menos gente y en ocasiones Bértold y Pepe podían ver a los viejos militantes de la Joven Guardia por el barrio, fumando porros y bebiendo alcohol. A pesar de que el Partido defendía su legalización, a Bértold no le gustaban las drogas, Veía en ellas una fuerza que amenazaba su poder en las calles del barrio. Los jóvenes que fumaban porros se evadían de sus problemas, perdían sus energías buscando unas carcajadas vacías. Fue entonces cuando surgió el término “pasota”, que a Bértold le repugnaba, para designar a los jóvenes que se desentendían de la política y no afrontaban sus propios problemas, arreglándolo todo con un nuevo giro lingüístico que pronto se hizo popular también: “yo paso”. Los jóvenes pasaban de política, de currar, de estudiar. Los jóvenes ahora pasaban de todo.
Bértold ya caminaba entonces por el barrio como por el paisaje final tras una batalla. De las brumas surgían caras conocidas, chicos sanos que habían pegado carteles, repartido panfletos o se habían enfrentado a la policía valerosamente y que ahora se le aparecían como fantasmas, como siluetas desdibujadas que emergían entre las brumas de un naufragio. Todos le recordaban y le saludaban afectuosamente, pero ya no había ilusión y fuego en sus ojos, sino la mirada contemplativa y enigmática de la droga.
—Míralos, ahí tirados, fumando porros. Han perdido la moral revolucionaria —se lamentaba Bértold tras saludarles cordialmente mientras ellos le contestaban el saludo con un gesto desvaído—. La culpa de todo la tiene el puto sistema que les está bombardeando la droga.
—Fumar porros no es tan malo, Bértold. Todo el mundo los fuma —contestaba Pepe—. Y el Partido está a favor de la legalización. Los tienes que probar.
Y los fue a probar en un festival que se celebró en la plaza de toros de Vista Alegre y que se llamó Rocktiembre, por celebrarse el 22 de septiembre de 1978. El organizador era un conocido pinchadiscos radiofónico, el Mariscal Romero, que en aquellos tiempos intentaba sacar adelante un nuevo sello discográfico: Chapa Discos. Todos los integrantes de La Larga Marcha asistieron al festival porque querían ver a Leño, Topo y Coz, los representantes del rock madrileño. El concierto fue un éxito de público. Hubo mucha gente que se intentó colar y la policía acabó cargando contra los que esperaban para entrar en la plaza de toros. Una vez dentro, la organización fue pésima y el festival acabó con una masa enfervorecida y drogada que se encaramó al escenario mientras tocaba Leño. Una parte de los espontáneos que se subían a las tablas parecían bajo los efectos del LSD, bailaban espasmódicamente e incluso arrebataron el micrófono al cantante. Bértold estaba escandalizado, recordando la perfección con la que él había organizado el Festival de los Pueblos Ibéricos en unas condiciones mucho más difíciles.
—No se puede organizar nada peor —Pepe y Manolo se reían viendo el caos de alcohol y drogas en que se desarrollaba todo, pero Bértold mostraba su enfado con gestos y comentarios y no llegó a fumarse el porro con ellos—. ¿Habéis visto para qué sirve el chocolate?
—No seas tan carca, Bértold, coño —le decía Pepe riendo, tan afectado por las drogas como los demás, mientras lo abrazaba—. Y lo que nos estamos riendo, ¿qué?
Al llegar el referéndum constitucional de 1978, el Comité Central del PTE se planteó qué postura adoptar. En un principio, el camarada Lobato y los máximos dirigentes revolucionarios mantuvieron una posición contraria a la Constitución, pues los partidos reformistas consagraban en la ley fundamental del Estado el sistema capitalista, la bandera franquista y la monarquía. Franco conseguía su última victoria ya muerto, como el Cid. Pero luego, la dirección acabó adoptando lo que llamó una táctica posibilista y planteó a las bases hacer campaña por el voto afirmativo. Estaban convencidos de que la población votaría abrumadoramente a favor de la nueva Constitución y ellos, como vanguardia del proletariado, no podían quedarse aislados de las masas.
—Votar sí a la Constitución es una traición a la clase obrera —dijo Manolo atropelladamente, nervioso, con los ojos brillantes de rabia, el día que esa decisión de la dirección se discutió en la célula del barrio— y una traición a todos los años que hemos militado aquí y a todos los muertos que esta puta democracia se ha llevado por delante y que son decenas. Ahora dirán que esos muertos han sido por traer este sistema, pero todos nosotros sabemos que eso es mentira. Cada uno de esos muertos luchaba por la revolución socialista y no por la monarquía juancarlista.
En cuanto dijo estas palabras, no esperó respuesta. Se levantó y descolgó furioso su estandarte. Tan imperiosos eran sus ademanes que nadie le impidió doblar nerviosamente la tela, ni le dijo unas palabras de calma mientras se la ponía bajo el brazo con un gesto eléctrico. Ningún camarada le detuvo conciliador antes de que saliera del local para no volver más. Bértold, sentado en la mesa y presidiendo la reunión de la vieja célula, se limitó a dejar caer su mirada sobre su hoja de notas y fruncir los labios en un rictus de dolor.
— No se merecen tener esto aquí —fueron las últimas palabras de su amigo antes de salir dando un portazo.
Y tras la Constitución, casi sin tiempo para respirar, el 1 de marzo de 1979, hubo nuevas elecciones generales. Los camaradas del Comité Ejecutivo se presentaron a la campaña con la esperanza de obtener un diputado. Para entonces ya eran inocultables los problemas internos: la pérdida de militancia e influencia, las dificultades económicas. En la dirección del Partido del Trabajo de España estaban absolutamente convencidos de que la única manera de salvar el partido, de contener la hemorragia constante de militantes que abandonaban la organización para volver a centrarse en sus antiguos quehaceres, era obtener un diputado en el parlamento. Ese parlamentario era la única forma de mantenerse vivos entre la clase obrera, de que sus ideas adquiriesen la suficiente respetabilidad y fuerza como para ser tomadas en consideración por la población y, también, de obtener el dinero necesario para sufragar los gastos de campañas pasadas, presentes y futuras. El precioso diputado acabó convirtiéndose en el fetiche, el talismán que acabaría con todos los problemas del Partido, ya que la ley española fijaba que las organizaciones políticas recibieran dinero del Estado según el número de diputados elegidos y no según el número de votos cosechados, con lo que si uno no obtenía diputados no conseguía una sola peseta. La política era una inversión capitalista más: había que pedir dinero a la banca para poderse presentar y luego devolverlo gracias a la subvención pública obtenida. EL PSOE había conseguido 450 millones de pesetas en subvenciones tras las primeras elecciones; el PCE, 44 millones. ¿Podían competir ellos en cuñas radiofónicas, vallas y anuncios en prensa, camisetas, mecheros o gorras contra esos gigantes, solo con las aportaciones miserables de los propios compañeros? Y para obtener ese diputado consideraron imprescindible la fusión con la Organización Revolucionaria de los Trabajadores, otra fuerza de la izquierda extraparlamentaria con la que compartían el ideario teórico maoísta, pero contra la que se habían enfrentado de forma sistemática en las asambleas de facultad o en las reuniones sindicales. Pero ahora los revolucionarios estaban obligados a actuar con pragmatismo. Solo uniéndose podían hacer frente al vendaval reaccionario que les había obligado a aceptar una constitución burguesa. La suma de ambos partidos debía sobrar para obtener el ansiado diputado, el mesías revolucionario que les volviera a encarrilar en el camino de las masas y les trajera el dinero de las arcas del Estado. Así que antes de las elecciones acordaron repartirse las provincias para concentrar el voto maoísta en una sola lista; después se fusionarían, aunque mantendrían durante un tiempo la dualidad en todos los órganos desde la dirección hasta las células de base. El PTE y la ORT redactaron de forma conjunta un programa reformista que no planteaba ninguna reivindicación revolucionaria. El camarada Ramón Lobato, máximo e indiscutido líder del Partido, se puso incluso en manos de estilistas para mejorar su imagen personal y el Comité Ejecutivo eligió un slogan que ejemplificase ese viraje al reformismo posibilista. Lo encontraron en una frase ambigua y despolitizada: “Aire nuevo al parlamento”.
Y un día de febrero de 1979, Pepe y Alicia se marcharon del Partido.
—¿Aire nuevo al parlamento? ¿Pero es que somos un anuncio de ambientador? ¡Esto es una puta mierda! —bramó Pepe—. Yo no sé qué piensas hacer tú, pero va a hacer campaña para esta gente su puta madre. ¡Su puta madre! ¡Yo me piro!
—Si lo dejas ahora, es como si hubieras tirado cinco años de tu vida —le dijo Bértold en un último esfuerzo por impedir su deserción.
—Hay que aceptar la derrota, camarada —le contestó Pepe encogiéndose de hombros con una triste sonrisa—. Tengo ya veintiséis años y quiero dejar la imprenta. Tengo que acabar el Bachillerato. Y, además, siempre nos quedará el grupo.
Alicia se despidió de Bértold con un cariñoso beso en la mejilla.
—Han sido los dos mejores años de mi vida. Y una gran parte te la debo a ti. Nos veremos en las barricadas. Siempre.
Bértold estuvo a punto de echarse a llorar, pero solo fue capaz de asentir con la cabeza. Él tampoco comprendía aquella nueva pirueta táctica de la dirección. Esa misma noche decidió abandonar el Comité Central y su puesto como liberado en cuanto acabase la campaña electoral. Esa decisión sería inamovible, se dijo. Aun así, dedicó a la campaña sus últimas energías y se entregó a la incansable agitación partidista, la pegada de carteles o el reparto de panfletos. Pero ahora ya no había la ilusión de años atrás y Bértold se daba cuenta de que el cuerpo de la organización parecía el de un atleta que tras un gran esfuerzo debía intentar una nueva carrera con agujetas. Para esta campaña decisiva los últimos militantes consagraron también su dinero, sus pagas extras, sus donaciones y mucho más, pues el esfuerzo propagandístico se pudo sufragar tan solo gracias a los avales que de sus viviendas hicieron los camaradas más desprendidos. La banca no tenía ningún interés en potenciar un partido que hiciera sombra a los que ya habían demostrado su responsabilidad y compromiso con la nueva sociedad democrática, tan parecida a la anterior.
Bértold asistía a los mítines con una sensación de hastío y tristeza. Ya nada era igual. No había ilusión, ni cánticos, ni gritos. La democracia burguesa había igualado al militante, al activista capaz de jugarse la vida, con el trabajador silencioso y pasivo que después de trabajar como un esclavo para el sistema capitalista volvía a su casa y encendía un rato la tele para adormecerse un poco más con sus mensajes reaccionarios. La democracia era el régimen de los pasivos, de los anuentes, de los gilipollas sin conciencia de clase. Esos, al final de todo, eran los que decidían quienes gobernaban. Sí, los revolucionarios habían dominado las calles durante el tiempo en que el miedo atenazaba a la mayoría, habían tenido el protagonismo cuando el ámbito en el que se arrancaban los derechos eran las aceras y el asfalto, habían vivido la ilusión de su fuerza mientras los otros estuvieron en casa y a resguardo. Pero cuando ellos, los revolucionarios, habían alcanzado esos derechos mínimos para todos, cuando las calles se habían quedado vacías y el ámbito de lucha había pasado a ser de la televisión y la prensa, cuando una pintada ya no era un gesto de libertad y valentía, sino una molestia que ensuciaba los muros de la ciudad; cuando habían podido expresarse por fin todos los eunucos que hubieran aguantado otras dos o tres décadas más de dictadura sin hacer nada; cuando todos esos castrados habían podido hablar de política, de la mierda que ellos entendían como política, los eunucos habían borrado a los revolucionarios del mapa con un soplido para ocupar su lugar. Les habían demostrado que los revolucionarios eran una gota en un océano y que su única alternativa era, o bien aceptar las bases de su nueva sociedad, tan parecida a la anterior; o bien desaparecer de la escena de la historia. Y la dirección del partido maoísta, había aceptado su veredicto.
A pesar de sus tácticas posibilistas y de la prudencia de sus planteamientos, los resultados electorales del 1 de marzo de 1979 fueron un nuevo fracaso para el Partido del Trabajo de España. A pesar de que el PTE obtuvo 192.000 votos en las provincias en las que se presentó y la ORT sumó otros 120.000, lo cierto es que tampoco así obtuvieron ni un solo diputado. La oleada revolucionaria se había roto definitivamente contra el acantilado de la burguesía. No habría dinero para más gastos. Estaban hipotecados hasta las cejas. La fiesta había terminado.
Por eso, aunque dos meses más tarde, llegaron las elecciones municipales y el PTE obtuvo casi cuatrocientos concejales y veinte alcaldes, la mayoría andaluces, no hubo ninguna fiesta. En la organización se oía la tempestad final batiendo contra las ventanas y cada cual estaba buscando su salida individual. Bértold quería esperar a que la situación se aclarase un poco para comunicar su decisión al Comité Ejecutivo. Quería dejar de ser liberado. La única alegría la recibió esos días por la llamada del camarada Ernesto, que había salido elegido alcalde de su pueblo.
—Estoy muy ilusionado, Bértold, de verdad. Ahora por fin puedo hacer cosas reales por la gente del pueblo. Es apasionante. La verdad es que no sé ni por dónde empezar —le dijo en una conversación vibrante, alegre y algo inconexa en la que Bértold notó que los tres años fuera de Madrid no habían pasado en balde, pues el acento de Ángel Triana era ahora marcadamente andaluz y con un claro ceceo que Bértold nunca le había oído. Pero su entusiasmo era el de siempre y el joven se lo podía imaginar, sonriendo con sus ojillos entrecerrados de alegría—. ¡Si vienes a verme, te hago una recepción oficial en la casa consistorial, coño!
Tras la intensidad de esas dos últimas noches electorales, llegó un desierto resacoso y triste. Bértold se sintió como la última hoja de un árbol soportando una terrible tormenta, comprendiendo que en cualquier momento una ráfaga de aire acabaría con todo. Y así fue. Las cuotas de los militantes ya no producían el dinero suficiente para mantener abierto el local de Moratalaz. Había que cerrar sus puertas. Unos días más tarde, el camarada Bruno le comunicó que ya no era liberado del Partido porque no había dinero para pagar su salario, esa pequeña aportación de la que había malvivido los últimos cinco años. Tras tantos sufrimientos, después de tantísimas horas de ilusión y coraje, ya no había sitio para él. Y no había tampoco dinero para hacer frente a los créditos contraídos para sufragar la campaña electoral, por lo que muchos otros camaradas, gente humilde, obreros, trabajadores de oficina que habían avalado la aventura con sus pisos y otras propiedades, se tuvieron que enfrentar en solitario a la banca para renegociar sus condiciones de pago. Bértold se sintió entonces como si hubiese realizado un camino circular que le llevaba al mismo sitio en que estaba al inicio. Pepe tenía razón: lo único que iba a quedar de aquello era el grupo, La Larga Marcha, una de las mejores bandas de rock de Madrid.
Pero Alicia también tenía razón. Algo más poderoso que ellos mismos les seguía llevando, a pesar de todo, una y otra vez, a las barricadas. Eran luchadores y morirían así, con las botas puestas. Había algo en ellos que les mantenía unidos a las calles. Habían perdido el terreno institucional, el parlamento, la televisión, todos los ámbitos en los que el dinero era el salvoconducto imprescindible para ejercer la acción política. En poco tiempo el nombre de los grandes políticos, de Felipe González y el PSOE, les había eclipsado para siempre y la Transición, ese proceso de traición descomunal, ya era visto por los españoles como una serie de pactos modélicos, un rosario de reuniones y conciliábulos de alta política que tenía asombrado al mundo. Pero las calles seguían siendo suyas. Y en ellas, aunque atomizados, desmoralizados, dispersos, los últimos jóvenes seguían en la lucha. Iban a las manifestaciones con un aire maldito de resaca, con un sentimiento de vacío y soledad, comprendiendo que la historia ya había repartido los papeles y a ellos les había correspondido el de perdedores. Reaccionaban sobre todo ante los asesinatos fascistas, organizando manifestaciones de repulsa que acababan muchas veces en enfrentamientos con los policías, que seguían pegando con la misma contundencia, pero ahora con legitimidad democrática. Andrés García Fernández, joven de 16 años que estudiaba tercero de BUP, fue asesinado por un criminal fascista cuando paseaba por la calle Goya de Madrid la tarde del 29 de abril de 1979. El 3 de junio de 1979 Gladys del Estal, de 23 años, moría en una protesta en Tudela. Un policía le había disparado a corta distancia en la cabeza. Entonces Pepe gritaba en las manifestaciones como un poseído: “¡Policía, asesina!” y “¡ETA, mátalos!”. Incluso en ocasiones, desbocado su temperamento, amenazaba con unirse al grupo terrorista. Bértold se enzarzaba con él en discusiones teóricas sobre la visión marxista clásica contra el terrorismo individual.
—¡Eh, ese Bértold! –escuchó entonces el viejo líder una voz familiar. Efectivamente, se trataba de una voz conocida, pero a Bértold le sonó extraña, como si se arrastrase penosamente para recorrer el camino desde las cuerdas vocales hasta sus oídos. Seguramente, quien le hablaba, había bebido o peor aún, estaba drogado.
Al darse media vuelta y enfocar el callejón, Bértold entrevió en la húmeda oscuridad un grupo de jóvenes de su edad con algunos adolescentes, rodeados de botellas de litro de cerveza y fumando.
—¡Que somos nosotros, Bértold! —una nueva voz, ahora femenina sonó alegremente. Bértold reconoció la voz de Alicia que ya se acercaba a él con los brazos abiertos y su sonrisa de naranja en la cara.
Bértold se acercó ahora con pasos decididos hacia el grupo. En la penumbra, débilmente iluminados por la luz que provenía de los billares cercanos, Pepe estaba con otros chavales cuyos rostros le sonaban, pero cuyos nombres desconocía a excepción del Chele, que había sido militante de la Joven y había participado pegando carteles y yendo a las excursiones durante unos meses… Pepe y Alicia estaban sentados con él sobre los zócalos de los bajos comerciales; otros jóvenes estaban de pie. El acre olor del jachís se esparcía por el callejón. El Chele se incorporó un momento y saludó efusivamente a Bértold.
—¿Qué pasa, Bértold, coño? ¡Cuánto tiempo sin verte! —le dijo con un filtro de porro en la boca, mientras le golpeaba cariñosamente en el hombro con su puño y luego le lanzaba un abrazo. La sonrisa de Chele era sincera, pero en sus ojos Bértold adivinó que estaba bajo los efectos de la droga.
Pepe se incorporó y le dio un abrazo.
—¿Qué haces por aquí, camarada? —le dijo.
Bértold esbozó una trabajosa sonrisa. Le desagradaba profundamente encontrárselos en ese estado. Mientras tanto, Chele se había apartado unos metros. Costo, costo, decía, ofreciendo su mercancía. Una pandilla de adolescentes se acercó a por droga. Otros estudiantes que pasaban cargando libros, le saludaron cordialmente y el camello respondió igualmente levantando su brazo.
—Estaba dando una vuelta —contestó simplemente Bértold, mirando de soslayo la transacción.
—Me he enterado de que van a disolver el partido ¿Lo sabes? —le dijo Pepe.
—Sí, claro, cómo no lo voy a saber. Del local vengo precisamente.
—¡Menuda mierda! —Bértold enarcó las cejas mientras asentía a su amigo. Pepe se levantó y le sujetó de los hombros con sus fuertes manos—. Menos mal que nos quedan las calles. Nos seguiremos viendo en las barricadas, camarada.
—Sí —respondió Bértold lacónicamente.
—¡Y el grupo! —añadió Pepe cariñosamente, dándose cuenta de que su viejo líder no parecía muy feliz aquella tarde—. La Larga Marcha será eterna.
—Sí —repitió el viejo líder ahora con una sonrisa más abierta—. Eso no nos lo quitarán nunca.
—Menudo conciertazo disteis en el Centro Cultural hace un par de años, troncos. El mejor que he visto en mi vida —volvió Chele a la conversación con entusiasmo tras su venta. Hablaba con gran convicción, aunque no había visto ningún otro concierto jamás—. ¿Nos hacemos un porrito?
Bértold no contestó, pero Chele tampoco le hacía caso, porque nada más hablar se había puesto una china en la mano, quemándola para hacerse un canuto. Bértold tenía ganas de irse. Las drogas nunca le habían gustado. Eran el actual opio del pueblo.
—Bueno, el mejor fue el que organizó el Mariscal Romero en la plaza de toros de Carabanchel —dijo bromeando Pepe, guiándole el ojo a Bértold.
—Yo a ese no pude ir —dijo riendo Chele—. Estaba interno en el instituto.
Todos rieron la broma, pues sabían que en esa fecha el rubio estaba en la cárcel.
—Pues no veas qué colocón llevaba toda la banda. La gente que iba de tripi se subió al escenario y le quitó el micrófono al Rosendo —dijo riendo otro de la pandilla.
—Ahora vamos a grabar un disco con Chapa y nos presentaremos al Villa de Madrid —dijo Pepe con orgullo, pero a Bértold le pareció que aquellos porreros que le escuchaban no sabían de qué estaba hablando el baterista y solo se preocupaban de que los porros circulasen de mano en mano con rapidez.
La conversación se enredó de inmediato en una suerte de comentarios deslavazados en torno a la calidad de la droga y risas gregarias que desagradaron a Bértold profundamente. Estuvo con ellos unos minutos, con la mirada ausente, concentrado en sus propios pensamientos, sin apenas atender a lo que le parecían estupideces propias de niños pequeños. Se despidió a los pocos minutos con mucha formalidad y se fue a paso ligero. Volvía a llover. Abrió su paraguas y enfiló hacia su casa. Atravesó el polígono G sin salirse de las aceras y luego cruzó el Camino de los Vinateros. La lluvia arreciaba por momentos. Bien pronto, a lo lejos, distinguió las farolas de su plazoleta. Apretó el paso; ya tenía ganas de sentir el calor de su hogar.
Por fin había completado simbólicamente el recorrido inverso que se había planteado aquella tarde. Ya volvía a ser el mismo estudiante de Filología que se disponía a ingresar con solo veinte años en una organización revolucionaria clandestina. Ya estaba en el punto de partida. ¿Y cuáles eran las conclusiones de su viaje al pasado? Ninguna firme. El tiempo pondría cada cosa en su sitio seguramente. Habría que convivir con la confusión durante un tiempo. Por ahora, lo único cierto es que él tenía que acabar la carrera y grabar un disco con el grupo. A Bértold se le vino entonces a la memoria el famoso soneto de Cervantes al túmulo de Felipe II en Sevilla, ese que finalizaba con el estrambote. “Y luego incontinente, / caló el chapeo, requirio la espada, / miró al soslayo y no hubo nada…” Sí. Ya nadie iría gritando alegremente por Moratalaz: “¡La joven, la roja, la Joven Guardia Roja!” Ya nadie le saludaría con entusiasmo y respeto. Las calles ya no eran jóvenes, ni rojas, ni volverían a ser suyas. Ya no eran de nadie. Se habían quedado vacías, esperando que alguien las conquistase de nuevo. Había que pasar el testigo. Una época estaba desapareciendo para dar inicio a otra. Ya no habría jóvenes militantes. Los chicos de barrio se habían quedado solos en las calles, huérfanos. Pero antes de entrar en su portal, Bértold afinó el oído. Le había parecido escuchar a lo lejos el sonido de un trueno, pero al instante, sus aguzados oídos solo percibieron la dulce canción de la lluvia. Todo estaba a oscuras y parecía triste. Entonces las copas de los árboles de la plazoleta comenzaron a agitarse levemente. Bértold sonrio. El viento barría las calles con su rumor eterno: el espíritu de la frontera.