(Living easy, livin’ free. /Season ticket, on a one — way ride. / Asking nothing, leave me be. /Taking everything in my stride. / Don’t need reason, don’t need rhyme: /Ain’t nothing I would rather do. / Going down, party time. /My friends are gonna be there too. / I’m on the highway to hell, / On the Highway to hell. / Highway to hell. / I’m on the highway to hell.)
(Highway to hell, ACDC)








Doce carriles de asfalto separaban Moratalaz del barrio de la Estrella. Los amigos estaban tumbados en una de las praderas del parque de Roma, asomados a la M-30. A sus pies, cien metros más abajo, al fondo de aquella ladera verde, la vía rápida que anillaba el centro de Madrid refulgía al sol del crepúsculo. Miles de coches volaban sobre el asfalto hacia puntos diferentes y desconocidos de la gran ciudad. En aquel punto de la madeja de asfalto, el anillo constaba de cuatro carreteras: dos de las cuales, las más cercanas a ellos, discurrían en dirección Sur y otras dos, las más alejadas, en dirección Norte. Cada una de ellas se separaba de las otras por unos quitamiedos y un pequeño badén de hormigón en el que había alcantarillas enrejadas para evacuar el agua en caso de lluvia. Cada una de aquellas modernas calzadas constaba de tres carriles. A ambos flancos del anillo de circunvalación, unas verjas metálicas de casi dos metros de altura impedían que los peatones accedieran al peligroso caudal de coches. Pero a aquella distancia, los automóviles parecían muy pequeños, inofensivos, manejables como las miniaturas con las que habían jugado de pequeños. Incluso el bramido de sus motores les llegaba amortiguado, como un grato zumbido. Tan solo doce carriles, ocho quitamiedos y dos verjas separaban Moratalaz de la Estrella.
Los cuatro amigos habían tomado como costumbre desde que llegara la primavera, acercarse en las últimas horas de clase del viernes a aquella pradera inclinada hacia la M-30 para tomarse unas cervecitas y fumar tranquilamente. Era un lugar recogido en los límites del parque donde solían estar solos y la vista era magnífica. No era cuestión de desperdiciar la juventud entre libros cuando los pájaros, las flores y el sol les estaban recordando dónde estaba la vida y de qué lado de la barricada debían ponerse en esa guerra entre el estudio y el placer. ¿Si no disfrutaban durante su juventud de la vida, cuándo iban a hacerlo? El parque de Roma, diseñado sobre una magnífica loma como una planicie de fresca hierba crecida sobre un cerro milenario, dejaba caer la falda de su ladera este unos cien metros en pronunciada pendiente hasta besar el borde de la autopista. Justo en su pliegue final, el Ayuntamiento había levantado la valla de metal que separaba el verde césped del asfalto negruzco. Ellos acarreaban hasta aquella magnífica loma unas cuantas cervezas de litro y se tumbaban sobre la inclinada ladera de césped, mientras fumaban y bebían.
—Menudo pedazo de parque —dijo Javi la primera vez que Torres los llevó allí, admirando las altas coníferas que flanqueaban los caminos y la impresionante ladera de verde hierba de varias hectáreas de superficie.
—Igualito que el que están haciendo en Martala —contestó burlón Gonzalo, evidenciando las enormes diferencias en dimensiones, arbolado, servicios y zonas verdes entre ambos.
—Es lo que tiene vivir en un barrio rico —se rio Riqui—. ¿No decíais que era mejor nuestro barrio?
Javi contemplaba el cielo recostado sobre la inclinada ladera de hierba, mientras fumaba un cigarrillo. La cúpula se desplegaba desde el espacio en tonalidades claras, aguamarinas, como una enorme pecera de aire que lo envolvía todo. No había ni una sola nube y la tersura aterciopelada del cielo parecía extenderse hasta el infinito.
—¡Qué cielo más bonito hay en Madrid! —exclamó Javi.
—Como en todas partes, ¡no te jode! —dijo Torres.
—Como en todas partes, no, chaval —intervino Riqui con orgullo madrileño—. Ya lo dice el refrán: De Madrid al cielo.
Todos replicaron a Torres. El cielo no era igual en todas partes. Lito les habló de la pureza del cielo de su pueblo. Javi y Riqui insistieron en la belleza del cielo de Madrid, que, inexplicablemente, parecía más amplio y con un azul más limpio que en otros sitios.
—¡Que os den por culo! ¡Pero si está siempre contaminado! —zanjó Torres el debate riendo.
Javi se había incorporado para intervenir en la discusión y una vez se hizo el silencio, dirigió su mirada hacia la M-30, que se extendía allí abajo, a sus pies. A esa hora de la tarde, el tráfico de norte a sur era denso. Los coches discurrían en ordenadas filas, despacio, a escasa velocidad. Y a esa distancia y desde la altura de su posición, le parecían inofensivos vehículos espaciales, que se apretujaban brillantes, como escarabajos plateados al sol crepuscular.
—Mira los pobres que se vuelven al Más Allá —observó despreciativo Riqui.
Los demás no le contestaron, sino que asintieron a su observación. Sí. Todos sabían que por esa carretera llegaban por las mañanas desde las zonas trabajadoras del sur, desde las ciudades dormitorios como Móstoles, Getafe o Alcorcón, los empleados que soportaban el esfuerzo físico de aquella ciudad. Al caer la tarde, esos mismos operarios colapsaban los carriles de vuelta a sus hogares. Por los carriles más alejados, los que conducían al norte opulento de la ciudad, el tráfico era fluido. Los escasos coches se deslizaban a gran velocidad, haciendo vibrar sus neumáticos de caucho sobre el asfalto. Los ricos sufrían menos atascos. Para ellos conducir era un disfrute.
Desde aquella altura, los cuatro amigos podían contemplar la antigua dehesa de Moratalaz, ahora como una superficie ascendente sobre la que se amontonaban bloques y bloques de pisos, como una urticaria que le hubiera salido a la tierra. El viejo arroyo Abroñigal había sido sustituido por la M-30 y los viejos pastos y campos de labranza por bloques de pisos, pero la tierra se seguía elevando igual, de forma uniforme, como si aquella inmensa llanura que ascendía lentamente, pero sin detenerse nunca hasta llegar al Pico de los Artilleros, lo hiciera siguiendo el propósito oculto de levantarse contra el Madrid que tenía enfrente. A un lado de la carretera de circunvalación estaban los opulentos bloques de ladrillo noble y duradero, con sus tonalidades marrones y sus filos impecables, los pisos amplios, con grandes ventanales y portero, el parque con praderas de fresca hierba y hasta un templete para que una orquesta ofreciese conciertos. Y al otro lado estaban los humildes bloques de ladrillo rojo y contornos erosionados, los portales fríos y oscuros de terrazo y buzones grises, los barrancos y los descampados que a duras penas dejaban de serlo. Allí, en muchos resquicios, todavía era posible descubrir el campo anterior a la llegada del hormigón.
El puente de Vinateros que colgaba sobre la M-30 era el único nexo entre ambos barrios, la frontera que separaba aquellos dos mundos parecidos, pero diferentes. Ahora mismo los autobuses que entraban en Moratalaz iban repletos de gente, mientras que los que salían del barrio hacia la Estrella circulaban casi vacíos. Se repetía el mismo ritual que en la M-30. De los barrios del centro volvían hacia la periferia los trabajadores y los estudiantes, después de haberse dejado allí su esfuerzo en las oficinas o su dinero en los establecimiento comerciales. Y volvían al caer la tarde, solos con su cansancio. En el sentido inverso, solo algunos ociosos, algunas parejas de enamorados que iban a perderse por Madrid, cruzaban ilusionadas ahora mismo la frontera que les separaba del centro de la ciudad.
Javi dijo entonces que los habitantes de Moratalaz, aunque más pobres, eran más sabios que los de la Estrella y del centro, porque conocían su barrio y el centro de la ciudad; mientras que los chicos del centro de la ciudad nunca conocerían, ni se imaginarían siquiera los barrios. Los otros callaron. Riqui se rio.
—¿Y para qué quieren conocerlos? Si su barrio es mejor, ¿para qué quieren ir a otro peor? Eso es como la gente que se va de vacaciones al tercer mundo… ¡Menuda gilipollez!
Lito apoyó a Javi. Era mejor ser de barrio obrero que ser un pijo asqueroso.
—Eso lo decís porque vosotros no podéis ser pijos. Yo, desde luego, preferiría ser pijo. ¿Sabéis por qué? —dijo riendo Riqui—. Porque las pijas están mucho más buenas que las de nuestro barrio.
Allí comenzó una anárquica discusión sobre esa tesis de Riqui. Torres negaba la mayor poniendo ejemplos de chicas que él conocía que no eran pijas y sin embargo, estaban buenísimas. La Yoli, la Mamen y otras chicas fueron descritas con pelos y señales como argumento que avalara su tesis. Pero nadie conocía a aquellas chicas tan esplendorosas y por eso no se le dio la razón. Gonzalo también se posicionó en contra de lo que decía Riqui.
—Eso son gilipolleces —replicó Riqui —. Las pijas están más buenas porque las mujeres siempre quieren hombres que tengan dinero desde antes de los romanos. Y entonces claro, los tíos ricos eligen casarse con una guapa, por lo que las hijas de los ricos acaban siendo más guapas que las de los pobres. Y como eso está pasando desde hace siglos, pues las pijas están más buenas. Es de cajón.
—¡Tú qué sabrás cuáles están buenas! —repuso riendo Torres mientras sacaba una revista pornográfica de su carpeta de clase y la abría por el poster central. Los otros chicos se echaron a reír y se acercaron a ver a la preciosa modelo morena que posaba mostrando su vulva y sus pechos apoyada sobre rodillas y antebrazos y mirando a la cámara como si fuera una pantera—. Estas sí que están buenas y nunca te dicen que no. Esto es una piba. ¡Mira que pitonazos! ¡Y mira qué pedazo de coño! ¡Menuda pelambrera!
Y mientras decía estas y otras barbaridades, Torres pegaba tobitas en los pezones de la fotografía con su dedo corazón. Todos reían.
Javi no decía nada, pero le dio a Riqui la razón interiormente, como otras veces. El hijo del concejal le sorprendía y le admiraba porque, a pesar de que ya había tenido tiempo de comprobar que no era un gran estudiante, pues tenía dificultades para realizar ejercicios de Matemáticas o Lengua que a él le resultaban muy sencillos; sin embargo, le había demostrado una fina capacidad de análisis que aplicaba de forma certera a las facetas prácticas de la vida. Era como si tuviera un sexto sentido, una inteligencia especial propia de un depredador que le hacía olfatear y situarse apropiadamente ante las circunstancias que la vida le deparaba. Y en esos análisis sorprendía a Javi porque él mismo tenía las mismas ideas. Era como si ambos conocieran una canción inaudible que, sin embargo, movía el mundo. Eran como marineros que, en el fragor del mar, siempre apostasen por el mismo rumbo. Con la diferencia de que Riqui mostraba una asertividad para conseguir sus objetivos de la que Javi carecía.
—¡Por eso necesito yo una puta moto! —dijo Riqui volviendo a su planteamiento previo—. A ver si no como me ligo a Malena. Aunque claro — siguió con ironía—, como es una pijita a lo mejor no os gusta. ¡Preferís a la Juani del barrio, no te jode!
Malena era la chica más atractiva de la clase. Una pijita del barrio de la Estrella, siempre vestida con ropa de marca de los pies a la cabeza y cuya carpeta estaba totalmente empapelada con pegatinas de Levi`s, Lacoste, Chevignon, Nike y otras marcas similares sin dejar espacio libre para nada más. Hasta Gonzalo tenía que admitir que era una belleza, una princesita casi tan delicada como Patricia, aunque fuera una idiota remilgada que siempre le miraba por encima del hombro.
—Pues pídele el dinero a tu padre. Si es concejal, tendrá una pasta. La robará de los impuestos —dijo Torres riendo.
—Mi padre es un tacaño que se estira menos que un portero del futbolín —replicó Riqui riendo.
—Pues entonces, cógeselo de la cartera —repuso Torres —. Yo los sábados reparto algunos recados de la carnicería y además de las propinas, cuando vuelvo, en algún descuido, le echo mano al cajón.
Javi no dijo nada, pero recordó otra vez cómo él también tomaba de vez en cuando dinero de la cartera de su padre, pequeñas cantidades con las que intentaba satisfacer sus nuevas necesidades. Cigarrillos sueltos, los primeros paquetes de tabaco, las cervezas de litro, las revistas porno, la ropa, los primeros discos, el cine con los amigos. La madurez tenía un precio y Javi no tenía con qué pagarlo. No era mucho dinero y aunque luego él siempre sentía unos ciertos remordimientos, lo seguía haciendo.
—Yo no sé para qué queréis tanto dinero. Cuando yo tenía tu edad me pasaba todo el día trabajando y no tenía ni una peseta —repetía el padre de Javi.
Javi había tenido una asignación periódica hasta que su padre quedó en paro a mediados de los años setenta, al poco de morir Franco. En esos meses de angustia, la familia no podía gastar dinero en cosas superfluas y el padre suspendió la asignación a sus hijos. Pero luego, a pesar de que su padre volvió a trabajar menos de un año después, la asignación ya no volvió. El trabajo seguía muy inestable y sus padres no veían el futuro económico con tranquilidad. Javi intentaba comprender a sus padres. Pertenecían a una generación que no consideraba entre sus obligaciones dar dinero a sus hijos para sus gastos personales. Ellos pensaban que ya cumplían permitiendo a sus hijos que no trabajasen y costeándoles los estudios. Eso era mucho más de lo que ellos habían recibido de sus padres. Nacidos poco antes de la guerra, destetados entre cañonazos, mal alimentados durante la posguerra, aquella generación triste y miserable de la clase obrera no había conocido la adolescencia: a los doce años ya estaban trabajando y entregando el salario íntegro a sus padres. No podían ni querían comprender las necesidades de sus hijos. Así que solo les daban algo de dinero cuando ellos se lo pedían con una finalidad concreta que les pareciera adecuada. Esos mismos padres, sin embargo, consideraban los estudios algo sagrado y sí estaban dispuestos a hacer sacrificios por ayudar a su hijo a completar la formación universitaria de la que ellos mismos carecían, como si el título tuviera un poder mágico para dominar el mundo.
—Si me diera una paga —se justificaba Javi interiormente—. No le tendría que robar.
Javi se consolaba pensando que no era el único con problemas económicos. Pertenecer a la clase trabajadora era un orgullo, aunque conllevase esas dificultades económicas. Esas apreturas forjarían en él un carácter más duro y le prepararían para enfrentarse a la vida. Él no era, desde luego, un pijo mimado por sus padres, que conseguía todo lo que necesitaba con solo levantar la mano. No, él era un proletario, que sabía muy bien lo dura que era la existencia.
—Yo sé otra manera de sacar dinero —dijo entonces Torres—. Mis primos me han dicho un rollo para trucar el bonobús.
—¿Y eso de que nos sirve? —replicó Riqui.
—Muy fácil. Si trucáis el bonobús, os podéis quedar todo el dinero que os dan vuestros padres para pagar el transporte.
—Una idea cojonuda —aprobó Javi, interesado como nadie en aquello.
—¡Y con el mogollón que se monta todos los días en el autobús, es superdifícil que nos pillen! —aseguró Riqui recordando alguno de los últimos episodios vividos en el trayecto.
Iban al instituto en la línea de autobús número 30, que cubría el recorrido desde Moratalaz hasta El Corte Inglés de Goya. A las cinco de la tarde y a las diez de la noche, decenas de estudiantes del Montserrat se encaramaban a los autobuses atestando los vehículos. Su griterío, sus empujones, sus burlas y sus faltas de respeto solían acabar con la paciencia del conductor o de algún viajero.
—¡Como hay Dios que me llamo Pepe Barroso! ¡O te disculpas con mi esposa, o salimos en los periodicos! —se había oído gritar a un pasajero la semana anterior.
Pero a las bravuconadas de aquel viajero no se podía contestar más que con risas y más burlas. Es más, toda la chavalería se aprestaba a divertirse a costa de un pobre infeliz.
—¿Cómo dice que se llama? —preguntaba alguien desde un extremo del autobús a voces.
—¡Pepe Barroso!
—¿Que ha matado a un oso? —contestaba con sorna la misma lejana y anónima voz.
—¡No, imbécil! ¡Se queja de que han tirado un ladrillo encima del pie de su mujer! —respondía muy serio una voz cercana al viajero colérico.
—¿Un ladrillo?
—¡Sí, es que Pedro llevaba un ladrillo en la mochila y se le ha caído! —gritaba divertido otro alumno escondido entre la masa.
Pedro era un chaval muy tranquilo, que tenía fama de bobalicón y al que alguien le había metido un trozo de ladrillo en la mochila de los libros para que le pesara más. Pedro se había dado cuenta al subir en el autobús, donde se le había acabado por caer el ladrillo cerca del pie de la sufrida esposa de aquel hombre que se autoproclamaba Pepe Barroso.
—¡Como me llamo Pepe Barroso que llamo a la policía! —gritaba desafiante.
—¿Cómo ha dicho que se llama? —repetía algún estudiante haciéndose el gracioso desde el fondo del autobús.
—¡Pepe Barroso!
—¿Mierda en el ojo? —gritaba burlón Riqui.
Y así había sido todo el viaje, hasta que la pareja se bajó del autobús, al cruzar el puente de Vinateros, a la altura de las casas obreras del polígono A.
Los amigos siguieron recordando episodios de sus viajes en autobús entre carcajadas. Los conductores bastante hacían con no perder los nervios mientras conducían en mitad de aquel bullicio. Así que, como decía Torres, era casi imposible que se pusieran a revisar los bonobuses.
—¿Y cómo se truca? —cortó Riqui la narración de aventuras.
Como el bonobús era de cartulina, al acabarse este, los primos de Torres le pegaban una pequeña pieza más también de cartón, con lo que al introducirlo en la máquina del autobús, ésta cortaba nuevamente otro pedacito correspondiente a un nuevo viaje. Pero este nuevo pedacito era el injerto pegado cuidadosamente por los chicos. Si se repetía aquella operación, el bonobús no se acababa nunca. Todos se decidieron a probarlo. Aquella tarde se fueron del parque de Roma a sus casas pensando que aquella sería la última vez que pagarían en el autobús. Así ingresarían trescientas sesenta pesetas a la semana.
Aquel truco de Torres fue pronto conocido por toda la clase y luego por todo el instituto. El injerto funcionaba perfectamente, así que se desató entre muchos alumnos una pasión por trucar los bonobuses. Esa fiebre del oro daba una idea de cuál era la economía real de muchos de ellos. Aunque también otros, como Riqui, lo hacían por el puro placer de sentir la adrenalina bullendo por el cuerpo al vulnerar las normas o acompañar a los amigos en aquellas aventuras. Pero todos comprendieron desde el primer día que tenía un riesgo: si venía el revisor y pedía el bonobús para comprobarlo, la treta saltaba a la vista porque la tinta que dejaba la máquina para dejar constancia de cada uno de los viajes estaba impresa sobre la anterior.
—Yo lo que hago es que pinto con típex la tinta de los viajes anteriores y así se nota menos —decía Riqui.
—Es mejor la parafina. Yo lo hago con parafina —afirmaba Torres.
—Pues yo lo que hago es que recorto el bonobús entero haciendo la misma figura de manera que me da para doce viajes en vez de diez. Y así, si me pillan, digo simplemente que se los ha tragado la máquina —decía Luis, un chico muy cauto.
—Si metes el bonobús en la máquina levemente y lo sacas de golpe, en vez de cortarte un viaje, te corta algo menos y así en vez de diez tienes once o doce viajes. Y lo bueno que tiene es que si te pilla el revisor no te puede acusar de nada.
A Javi no le convencía ninguna de aquellas fórmulas. Al fin y al cabo, si venía el revisor, la multa iba a caer igual, porque se iba a dar cuenta del truco.
—Yo paso de hacer ya más gilipolleces. Me cuelo directamente y ya está. Con todos los que entramos a la vez, es casi imposible que el conductor se dé cuenta.
Y era verdad. Al subir veinte o treinta a la vez, uno podía escurrirse hasta el fondo del autobús sin ser visto por el conductor. Javi y otros lo hicieron muchas, muchas veces. Se pasaba un rato un poco angustiado por si venía el revisor, pero eso nunca había ocurrido. Una de las noches, el conductor venía más alterado que de costumbre y decidió no hacer la vista gorda como acostumbraba:
—A ver ese, el Malospelos, que te has colado —gritó mirando a Javi por el retrovisor.
Todos los alumnos se reían porque le habían llamado Malospelos a Javi, que por entonces ya había dejado crecer su melena rizada generosamente.
—Que yo no me he colado, jefe —Javi dijo lo de jefe por costumbre: era la manera que tenían de calmar a cualquier empleadillo ascendiéndole de grado.
—Espera un momento, que paro el autobús y ahora verás.
Ese conductor, al que habían bautizado como Brutus por su parecido con el enemigo de Popeye en los dibujos animados, era un tipo gordo y desaseado que ocultaba su fealdad tras una enmarañada barba. Brutus no les aguantaba y aunque con otros alumnos más corpulentos prefería callarse, con Javi vio la oportunidad de dar un castigo ejemplar, así que dio un volantazo hacia una cuneta, paró el autobús de un fuerte frenazo ante la estupefacción de todos los viajeros (y la alegría de los estudiantes), y soltando el volante salió de la cabina de conducción y se lanzó por el pasillo, apartando como podía a los arracimados viajeros. Javi ya tenía un plan pensado desde hacía mucho tiempo por temor a los revisores. Siempre se ponía cercano a una ventana amplia al fondo del autobús. Así que cuando vio al barbudo conductor acercarse a él abriéndose paso hacia él apartando viajeros, Javi tuvo tiempo para bajar la ventanilla y lanzarse fuera con gran agilidad. Brutus se asomó a la ventanilla burlado e insultó al chaval que le sonreía desde el asfalto.
Una gran parte de los viajeros comenzó a reír y todos los alumnos abucheaban riendo al conductor. El grueso chófer sintió como una oleada de calor y vergüenza le coloreaba hasta las barbas y dirigió sus pesados pasos otra vez hasta el volante. Se iba cagando en todos los muertos de aquel niñato que le había puesto en ridículo. Como lo cogiera, le iba a arrancar la cabeza. Al sentarse al volante, su rabia aumentó hasta un límite que ya le hizo estallar. Allí estaba Javi delante del vehículo. El niñato ese, aprovechando que el semáforo estaba en rojo, desde la calle le hacía cortes de manga. Todos los pasajeros y los peatones redoblaron las risas al ver la escena. El gordo conductor no aguantó más. Soltó el volante, se lanzó a la calle y echó a correr hacia Javi, echando espumarajos por la boca que le salpicaban la barba. Pero éste, mucho más joven, ágil y ligero que aquel cuarentón gordo y barrigudo, no tuvo ningún problema en marcar entre él y su perseguidor diez metros de distancia para volver a hacerle una mueca y otro corte de mangas.
—¡Eres un maricón, niñato! ¡Ven si eres hombre!
Javi le mostró su sonrisa y su dedo índice mirando al cielo por toda respuesta. El conductor volvió a arrancar tras él, pero el chaval se dio la vuelta y se fue corriendo muchos metros más, ya sin volverse. El conductor se quedó allí solo, en mitad de la calzada, con su papada agitándose contra su orondo pecho. Algunos coches pitaban, lo que tomó como pretexto para volver a su trabajo. Cerró su cabina de un fuerte golpe y como forma de mostrar a los pasajeros su malhumor y demostrar quién mandaba allí, no cerró las puertas en lo que restaba de trayecto a pesar de que estaban en mitad del crudo invierno. Javi tuvo que volver aquella noche a pie hasta su casa, pero su aventura fue muy celebrada en todo el instituto.
—Pero ahora ya no puedo ir más en autobús, porque como ese bestia me pille, me descuartiza —decía Javi pensando que nunca sabría al acercarse un autobús si su enemigo estaba al volante—. Brutus puede ser implacable…
Lito asentía, pero Torres y Riqui le criticaban riendo.
—¡Eres un acojonado, Javi, coño!
—¿Pero si viene Brutus esperaréis conmigo a que venga otro autobús?
Las explicaciones y promesas de sus amigos no le convencieron y Javi, que ya se había acostumbrado a disfrutar del dinero del autobús, comenzó a idear otro plan para ir al instituto sin pagar. Ésta era más sacrificada, pero era absolutamente legal y además hacía imposible que se pudiera encontrar de nuevo con aquel autobusero. La idea era recorrer el trayecto desde el barrio hasta el instituto andando. Al fin y al cabo, solo eran cuatro kilómetros.
—Tú estás colgado, Javi —le dijo Lito riendo.
—Hay cuatro kilómetros solo —le contestó Javi—. Eso no es nada.
—Sí, pero eso es en línea recta. Al tener que cruzar el puente de la M-30 hay que desviarse un montón y eso lo aumenta a casi seis kilómetros.
—Pues muy fácil —insistió Javi tras una breve pausa—. No cruzamos por el puente y ya está.
—¿Y por dónde cruzamos?
—Pues entre los coches —replicó sonriendo triunfalmente.
—¡Tú estás colgado, Javi! —le dijo Lito riendo—. Vamos, jugarse la vida por cinco pesetas… ¡No me jodas!
Pero el lunes siguiente los tres amigos pusieron la idea en práctica. Recorrían los cuatro kilómetros en una media hora, a buen paso. Buscaban el instituto en línea recta para tardar menos y por eso, no bajaban por el Camino de Vinateros, sino que iban por fuera de los límites de la propia ciudad, por donde no había ni aceras, manchándose los zapatos del barro invernal, esquivando charcos y siguiendo, en paralelo, a unos quinientos metros, las tapias del cementerio de la Almudena. Bajaban sin saberlo por el viejo camino de Vicálvaro.
Al final de la travesía llegaba la prueba estelar: cruzar la M-30. Allí estaba aquel Amazonas, el foso que defendía el castillo del Madrid rico de los habitantes de los barrios humildes. Allí estaban la valla, las cuatro vías con tres carriles cada una por las que los coches volaban rondando los cien kilómetros por hora. Alli corrían centenares de coches zumbando como avispas, arañando segundos al cronómetro para llegar antes al trabajo. Frente a ellos, tras la autopista, se alzaba la verde ladera del parque de Roma y más allá, la muralla rojiza formada por los edificios del barrio del Retiro.
Cuando iban a saltar la valla, Riqui sacó sonriendo unos alicates y se dispuso a cortar un trozo del alambre.
—Joder, si que vienes preparado —dijo Javi sonriendo con tensión, pues ya sentía el vértigo y el rumor del caucho de los coches disparados por el asfalto.
—Esto es como las películas. Y ahora lo dejamos como estaba, para que no se dé cuenta mi padre… —replicó Riqui riendo, alzando la voz sobre el rumor del intenso tráfico.
Se abrieron paso por el hueco que había abierto Riqui en la alambrada y saltaron también el primer quitamiedos. Ya tenían a un solo metro de su cuerpo vehículos circulando a toda velocidad. Podían sentir perfectamente cómo las corrientes de aire producidas por los coches les arrastraban hacia la calzada. El rebufo traicionero era mucho más fuerte cuando el que pasaba era un pesado camión. Javi estudió la situación con el corazón latiéndole a un ritmo más rápido y fuerte del normal. Él era un buen corredor, tenía unas piernas robustas y se lanzaba a la carrera desde niño con agilidad y decisión. Al fin y al cabo, solo había que correr a toda velocidad unos doce o quince metros. Eso no era nada. Y luego repetir otras tres veces ese sprint salvaje con tres descansos para tomar el resuello. El salto se haría de tres en tres carriles, de mediana a mediana de la autovía. Apostados sobre el quitamiedos, esperaron el momento adecuado mientras sentían los rebufos, el olor a aceite y a gasolina quemada y escuchaban el zumbido de aquellos poderosos insectos. Esperaron entre el estruendo de los motores y el humo. Veían acercarse los coches y los camiones, calculando sus distancias y velocidades. En un momento determinado, Riqui echó a correr, sin previo aviso, cuando uno de los coches estaba cerca, pero llegó al otro lado sin contratiempo. Los otros dos fueron más cautos. Javi dio un grito y salió corriendo nada más pasar un coche por el carril más cercano, calculando que los coches que venían por los otros dos carriles estaban lo suficientemente lejos como para cruzar con cierta comodidad. Entonces, tras el grito, se lanzó a un poderoso esprint hasta alcanzar el quitamiedos de la mediana de enfrente. Al llegar allí, los amigos dieron otro alarido de alegría y se sonrieron exultantes.
Las otras tres vías fueron atravesadas con mayor tranquilidad y confianza. En la última incluso se pudieron permitir el lujo de cruzar andando y saludando burlones a los coches que se acercaban a lo lejos. Bajaron la corta pendiente que separaba la calzada del parque de Roma y Riqui volvió a hacer una puerta en la alambrada con sus alicates. Lo que más les costó fue subir la ladera de hierba en cuya cima solían sentarse a contemplar la M-30. Al llegar arriba, los cuatro se dieron la vuelta para contemplar la autopista y tomar una dimensión más cierta de su hazaña.
—No veas si pasan coches —dijo Javi admirativamente.
Al llegar al insti, los tres amigos contaron lo que habían hecho y lo bien que se lo habían pasado.
—Es de puta madre y no tiene casi riesgo.
A la semana siguiente, ya había un grupo de más de diez alumnos de Moratalaz que cruzaba la frontera de su barrio a través de la autopista. Quedaban ante la verja para cruzar la M-30 juntos. Chicos que no necesitaban el dinero porque tenían una buena paga de los padres se apuntaban también al grupo de los saltadores de vallas. Era una experiencia emocionante y que, en realidad, casi no entrañaba riesgo. Al cabo de un mes, eran varias decenas de alumnos los que cruzaban la carretera quedando en diferentes grupos. La moda se extendió también a los alumnos del diurno. Incluso algunos chavales lo hacían en solitario. Todos, los que lo necesitaban y los que no, tenían algo más de dinero a la semana para sus gastos.
Los tres amigos repitieron esa operación durante muchos días en el viaje de ida hacia el instituto. A la vuelta, ya de noche, todavía no se atrevían a desafiar los faros de los coches en la oscuridad. Pero a las cinco de la tarde, no había problema alguno en repetir diariamente aquellos cuatro esprines hasta cruzar toda la autopista. Simplemente había que estar atento, calcular bien las distancias y tener decisión. No era un peligro mortal, aunque una distracción, un tropiezo, un resbalón o un mal cálculo supusieran una muerte por atropello casi segura. Poco a poco fueron mejorando su técnica y cruzando con más serenidad. Al atravesar la verja por su agujero, el zumbido de los motores siempre ahogaba las conversaciones, pero ellos ya se iban acostumbrando a sentir la fuerza de los camiones que circulaban por los carriles más cercanos y les arrastraban con su poderosa fuerza de atracción. Ya no les impresionaban tanto los claxons, el rumor de las ruedas contra el asfalto y el rugir de los motores, pero no hablaban más que para dar el grito de salida. ¡Ya! Había que mirar un instante, calcular rápido, saltar con toda decisión y explotar en una carrera de veinte metros hasta la otra mediana. Era tan divertido que acabó siendo un vicio.
Llegó otra tarde luminosa de viernes. Los amigos acababan de cruzar la M-30, cuando al llegar al instituto se encontraron con que los demás los miraban con cierta aprensión. Circulaba un macabro rumor por el instituto. Por lo visto, un chaval de diurno, nadie lo conocía, había resbalado con su pesada maleta a la espalda, cuando cruzaba el primer anillo de la M-30. Un coche lo había arrollado lanzándolo contra las vallas protectoras de acero de un solo impacto. El chaval se había destrozado en mil pedazos.
Al poco rato, el director se pasó clase por clase comunicando oficialmente la noticia, pidiendo a los alumnos que no siguieran arriesgando estúpidamente su vida y rogándoles que asistieran a la mañana siguiente, que era sábado, al entierro. Todos los alumnos le escuchaban en respetuoso silencio.
A la hora del recreo, los cuatro amigos, como siempre, dieron por concluidas las clases y se dirigieron a hacer pellas con sus cervezas de litro hacia el parque de Roma. Ahora contaban con algo más de dinero y podían permitirse el lujo de volver en más de una ocasión al quiosco a comprar más. Así que podían beberse cada uno más de un litro de cerveza. Riqui como siempre, no bebía alcohol ni fumaba, y se compraba una botella de cocacola y una bolsa de pipas. Como cada viernes, se sentaron en la inclinada ladera contemplando el tráfico. Se mantuvieron un rato en silencio, paladeando el amargo sabor de la cerveza, que ya les resultaba grato. Seguramente, todos pensaban en la muerte de aquel chico desconocido. ¿Por dónde habría pasado? ¿Cómo habría resbalado? ¿Cómo habría sido su muerte? Terrible, sin duda, destrozándose contra los quitamiedos de la mediana.
—Me mola el Renault 5 Copa —dijo Riqui embobado siguiendo a uno rojo que se perdía a toda velocidad, pero nadie le contestó.
—¿Vamos al entierro mañana? —preguntó Lito entonces para romper el silencio. Torres eructó en ese mismo instante.
—Ni de coña —le contestó Javi riendo—. A ver si nos van a acusar de ser nosotros los culpables.
Esa misma noche, cuando Riqui lo propuso, no tuvieron dudas al bajar hacia la M-30 para cruzarla por primera vez de noche. Ellos eran más despiertos y estaban completamente seguros de que no les pasaría nada. Al fin y al cabo, casi no había riesgo.