Capítulo 38. El primer ensayo

(Sábado, 14 de Marzo de 1981)

Para ti, que solo tienes quince años cumplidos; / para ti, que naciste en tiempos asesinos; / para ti, que te llevas a las nenas de calle; /para ti, en cuyo placer aún hay ambigüedades. / Para ti, que vas a caballo del fin del mundo; / para ti, que les das cortes como un cine mudo; /para ti, que comprobarás lo que otros han dicho, / para ti, queremos otear el paraíso. / Para ti, que solo tienes quince años cumplidos, / para ti, que solo tienes quince años cumplidos; / para ti, para ti, para ti…

(Para tiParaíso)

God save the Queen, Sex Pistols
Nosferatu, Murnau (1922)
Las aventuras de Gwendoline (John Willie., 1946) Editado en España en 1980
Resumen de Behind the green door (1973)

Miguel se había hecho inseparable de Héctor. Se sentaban juntos en la clase y en el recreo y pasaban la tarde también juntos en el amplio ático familiar. Desde hacía unas semanas, Arriola se llevaba allí los deberes casi todas las tardes y luego se volvía a Moratalaz en el autobús, ya caída la noche. En algunas ocasiones incluso se quedaba a comer con Héctor, su hermano Rodrigo, Anne Mary, Ziggy y quienes estuvieran por allí. Todo se improvisaba. Cuando les apretaba el hambre, tomaban una rápida decisión y bajaban a comprar algo al mercado o bien Rodrigo les invitaba a un menú en algún restaurante de la zona, preferentemente chino. 

            La personalidad de Héctor le parecía fascinante. Su nuevo amigo era la persona más brillante que había conocido en su vida. Tenía un talento natural para todo lo que tuviera relación con la creación artística y la generación de ideas. Era un tipo prolífico y polifacético. De su mente brotaban constantemente y con asombrosa facilidad letras de canciones, diseños de vestuario o incluso ideas para hacer tebeos. En la conversación era brillante y acerado, su lengua era una espada que tan pronto cortaba de forma precisa los conceptos como se clavaba hasta el fondo en la crítica. En su comportamiento, el menor de los Villanueva le parecía a Miguel un ser extraordinario. Mientras Arriola veía a todo el mundo, a sus compañeros de clase, a sí mismo, como individuos timoratos y acomplejados, Héctor le parecía un joven decidido y fuerte. Al menor de los Villanueva no le importaba llamar la atención por su estética, ni sentía ningún tipo de complejo por su nariz ganchuda o sus orejas de soplillo. No tenía miedo a nadie ni a nada y concentraba todas sus energías en sus objetivos sin desviarse ni un milímetro de ellos. Miguel nunca había conocido a nadie igual. Se pasaban las horas haciendo planes. Héctor estaba convencido de que iban a ser estrellas mundiales del rock. Y Miguel estaba convencido de que Héctor conseguiría cualquier cosa que se propusiera. Hasta la forma en que Héctor miraba, caminaba, dibujaba o escribía le resultaban atractivas, plenas de magnetismo y Miguel comenzó a imitarlas, casi sin darse cuenta. 

            La familia y los amigos de Héctor acogieron a Arriola como si fuera uno más de la tribu; de hecho le invitaron desde el primer día a quedarse a dormir cuando quisiera. Desde el ático se podía ir al instituto andando. Además le había parecido que en algunas comidas, Patty lo miraba con cierto interés. Arriola soñó despierto. Tras haberla oído gemir aquel día, Miguel había fantaseado con ella en alguna ocasión mientras se masturbaba. Y aunque donde él esperaba toparse con una bella pantera de labios carnosos, simplemente se había encontrado con una mujer de facciones duras, algo masculinas, y con la misma nariz de su hermano; lo cierto es que su cuerpo era apetecible y tenía unos profundos ojos negros. Además, Arriola la imaginaba como una heroína del rock and roll, un tipo estilo Siouxsie, Nina Hagen o Patty Smith: fea, atractiva y viciosa. ¿No le había dicho Héctor que a su ardiente hermana le gustaban los chicos más jóvenes que ella? ¿Qué ocurriría si él se quedase allí a dormir? Quizá ella o incluso la misma Anne Mary lo despertarían en mitad de la noche metiéndose desnudas en su cama… Tampoco era imposible. ¿Acaso no había oído a Rodrigo y a sus amigos, sobre todo a ese afeminado tan extraño al que llamaban Ziggy, hablar con total naturalidad de sus tendencias homosexuales o bisexuales? ¿No se pasaban la vida hablando de David Bowie como un modelo a seguir? ¿No admiraban por encima de todos a la estirpe de artistas malditos, desde Leonardo da Vinci hasta Rimbaud, que había vivido de espaldas a la moral tradicional? ¿No era la libertad absoluta y la búsqueda de nuevas experiencias el fin último de la propia vida? Arriola se sentía como un terrícola recién desembarcado en Marte. ¡Y es que aquello era tan distinto a todo lo que había conocido hasta ese momento…! 

            En aquel ático uno se convertía en un ciudadano del mundo, se respiraba arte, se bebía originalidad y se mascaba el talento. ¿O acaso no era la casa de Héctor un verdadero paraíso donde entraban y salían músicos, dibujantes, fotógrafos, diseñadores…? Las conversaciones eran brillantes, divertidas. La droga afilaba los ingenios. Se criticaba todo, incluso a los amigos; pero con fina ironía, demostrando una inteligencia brillante y rápida como un rayo. Y siempre se lanzaban ideas, se proponían planes, proyectos, historias, movidas que renovasen la escena artística española, discutiendo lo que en ese momento se estuviese creando en cualquier parte del mundo. Todo se comentaba en el mismo tono intrascendente, divertido, con naturalidad, como si fuera una broma, desmitificando todo lo que hasta entonces se había considerado el arte.

            Y, por otro lado, ¿no era la familia de Héctor extraordinaria, diferente a todas las que había conocido hasta ahora, fuera de toda convención hipócrita? Unos padres que dejaban a sus hijos desarrollar su vida libremente, sin coartar sus decisiones, facilitándoles el apoyo necesario, el sustento material para que pudiesen hacer realidad sus sueños. Una familia donde la libertad era tan palpable que cada uno dormía según su conveniencia en un domicilio u otro, se vestía y peinaba a su antojo y dirigía su vida según sus propias convicciones. Una familia donde las relaciones sexuales no eran un tabú, donde cada uno simplemente se preocupaba de paladear los placeres de la vida sin tener en cuenta la moral tradicional. 

            ¿Y no era fascinante disfrutar de una posición social como la de Héctor? Bastaba alargar la mano para obtener lo deseado; la frontera entre deseo y realidad duraba solo minutos, horas, días, semanas a lo sumo. Dinero para la batería, para beibis, para ropa, para discos, para un equipo de música, para comprar la comida que a uno le apeteciera en el supermercado de El Corte Inglés, para salir a tomar copas, para ir a restaurantes… Dinero para lo que fuera. Dinero, dinero, dinero. Arriola pensó que Héctor y los suyos nunca pensaban en el dinero porque les sobraba.

            Y luego estaban las relaciones sociales, esa red de transmisión de deseos. Bastaba con tener una idea  y comunicársela a su padre para que éste hiciera unas llamadas a sus amigos. El proyecto volaba de un teléfono a otro, de un despacho a otro, hasta convertirse en algo físico, tangible, real. ¿Cómo no iba a estar Miguel fascinado? 

            Comparaba aquel ambiente con el suyo y acababa concluyendo que todos los años vividos hasta conocer a Héctor simplemente habían sido en realidad tiempo perdido, años en los que se había estado ahogando en la mediocridad. Cuando Miguel volvía a su barrio y contemplaba a la gente, se daba cuenta de que sus vecinos estaban tan alejados de aquel otro Madrid que simplemente no podían ni imaginarlo. Y sentía por ellos pena, pero no compasión; sentía por ellos una conmiseración agresiva, despreciativa. Porque él había sufrido sus burlas durante años. Una tarde, al darse cuenta de que por primera vez una persona que no fuera él mismo le había dado pena, se sonrio. Había superado una nueva fase en su vida: ya no era una simple víctima de los demás. Era una lástima que todos aquellos becerros de su barrio no le pudieran ver ahora, aunque fuera por un agujerito, subido en su carro triunfal. 

            Lo cierto es que todo en su vida había mejorado desde que Héctor se sentara a su lado aquella mañana de invierno. Los compañeros de la clase ya no se metían con él. Al principio, las chicas miraban a Héctor con curiosidad casi morbosa. Durante los recreos, el nuevo alumno era asaltado por las compañeras más lanzadas de la clase con preguntas indiscretas sobre su vida. 

            —La ropa me la compro en Londres. Voy cada dos o tres meses un fin de semana. Tengo allí familia —les dijo un día.

            Lo que en las primeras semanas fue criticado por los compañeros de clase como una excentricidad y una cierta tendencia al exhibicionismo, acabó siendo tomado como un modelo a imitar. Las fotos de las revistas musicales y las actuaciones de Aplauso, el programa de música del único canal de televisión, les acabaron convenciendo de que, efectivamente, la imagen, el look, que era como entonces se empezó a denominar a la apariencia, la estética de Héctor era la dominante entre la vanguardia juvenil de los países occidentales. Los grupos más importantes del panorama internacional y los nuevos que a su estela surgían en España se vestían y se peinaban de forma similar a su compañero de clase. Sorprendentemente, Héctor no era un excéntrico, sino un avanzado que estaba a la vanguardia y les traía a clase la última moda de Londres. No había en todo el instituto nadie más moderno que él. Héctor mantuvo con celo un cierto aire de maldito. Sonreía poco y se escabullía detrás de unos silencios y desplantes de marginado romántico que incluso le hacían más atractivo para las féminas. Y Miguel, por metonimia, se vio indirectamente beneficiado en el trato con algunas chicas, pues éstas se dirigían a él para conocer más datos sobre la personalidad, los gustos musicales y la propia identidad de Héctor. Arriola, sin embargo, siempre cordial, en su papel de amigo de la estrella, se complacía en satisfacer todas sus curiosidades

            —Pues tiene un ático enorme en la calle Ortega y Gasset. A veces se queda allí a dormir y en otras ocasiones se va al piso de los padres que está en la calle Princesa. Su padre es Joe Villanueva, un arquitecto muy famoso y que tiene mucha pasta. Y la madre creo que es la dueña de varios Mac Donalds por todo Madrid y también de un Vip.

            Las chicas no se enamoraron de Arriola, pero al menos dejaron de llamarle Soso.

            —Miguel es muy buen chaval —era ahora la consigna que levantaba sonrisas irónicas entre sus otros compañeros de la clase, algo picados por el encumbramiento de Arriola.

            También la profesora cambió su comportamiento hacia Miguel. Ya nunca le preguntaba la lección ni le hacía salir intempestivamente a la pizarra. Para Arriola aquello sí que entró dentro de lo misterioso. Y solo le dio una explicación: al ver que él se llevaba bien con Héctor, aquella cobarde no se quería enemistar con el que suponía hijo de todo un embajador de España en Londres.

            A la madre de Miguel le pareció excelente la nueva amistad de su hijo. Era la demostración definitiva de que el cambio de colegio había sido un acierto. José Antonio Villanueva había salido varias veces en los periodicos. El padre de Arriola también sabía que Villanueva era un prestigioso arquitecto, educado en Berkeley y muy bien relacionado con ayuntamientos de diferente signo político. Era uno de los representantes de la nueva arquitectura española en el extranjero y le llovían los proyectos por todos lados: los viejos ayuntamientos, las nuevas comunidades autónomas, las viviendas de lujo en Estados Unidos… Era una estrella incuestionable en el firmamento arquitectónico internacional, pero a la vez era un tipo sencillo y liberal y, por lo visto, en su casa sus hijos no lo llamaban papá, sino Joe, como en sus tiempos de jipi en San Francisco. Miguel y Paqui lo habían leído en El País Semanal, en la sección de Estilo. 

            —Hoy llegaré como ayer, sobre las diez. Me iré a casa de Héctor a estudiar con él —repetía Miguel día sí y día también ante la sonrisa cómplice de su madre.

            Paqui esparció la buena nueva a los cuatro vientos. Su hijo ya no era aquel chico apocado que no acababa de encontrar su sitio entre los salvajes del barrio. Y ella se lo contó a toda la familia, sobre todo a sus cuñadas y a su suegra. Se lo contó a su madre y a sus hermanas, a las vecinas con las que tenía confianza en el propio portal o en las escaleras. Se lo contó al portero y a las mujeres con quienes compartía la peluquería. Se le salía de la boca el orgullo por su hijo. Miguel iba fenomenal en los estudios, progresaba en el conservatorio como un joven talento y además se había hecho un grupo de amistades de lo más selecto entre las que se encontraba el hijo de Joe Villanueva, el famoso arquitecto. ¿No sabes quién es?, repetía antes de aclarar su identidad y pormenorizar sus éxitos. 

            Unas semanas más tarde, mientras Héctor y Miguel proyectaban la portada de su primer disco y el título de algunas canciones, llamó por teléfono Terry, la cantante del grupo. Había encontrado un batería: un tal Nico. Héctor dio un grito de alegría y convocó a Terry el sábado a las siete. Estaba exultante y hasta dio un abrazo y un beso a Miguel. Silbando el Anarchy in the UK de los Sex Pistols, se hizo un porro inmediatamente para celebrarlo. Su cerebro estuvo una hora bullendo planes. Al fin se podía decir que tenían grupo, porque sin batería era imposible hacer nada. Ahora sí que iban a temblar las paredes. Trabajarían incansablemente con la contundencia y la agresividad que aportaba ese imprescindible instrumento.  Su primer ensayo tenía que ser especial. Fiesta de inauguración del grupo. Estaría bien para crear buen rollo desde el principio. Quedarían el sábado a mitad de tarde y lo alargarían hasta la noche. Podían dejar de tocar a las diez o así  y luego hacer una fiesta abajo. Comprarían bebidas, comida y pillarían algo de droga. Una movida en toda regla. Dispondrían del salón del ático para ellos solos porque su hermano Rodrigo se iba a Londres el fin de semana. Arriola se podría quedar a dormir si quería.

            La semana transcurrio con lentitud. Arriola quería aprovechar el nuevo viaje de Rodrigo a Londres para encargarle ropa y unos zapatos. Se lo dijo a su madre y Paqui contribuyó con una generosa cantidad para que su hijo pudiera vestirse a la altura de sus amigos. Le pareció que era normal que Miguel no quisiera desentonar y que merecía la pena invertir en aquella relación social. También le concedió permiso para quedarse a dormir en casa de Héctor la noche del sábado. Todo iba saliendo perfecto. Iban a formar un gran grupo. ¿Cuál sería el límite de la felicidad? ¿Y si Patty también se quedaba? Se pasó toda la semana recordándose que el sábado iba a ser un gran día, se sentía identificado con una canción de un rockero argentino, Morís, y se la pasó cantándola toda la semana sin que le oyera Héctor al que seguramente aquella canción le parecería una basura de rockers. 

            Finalmente, llegó el esperado día. La madre de Arriola le preparó una bolsa de viaje  pero el chico la rechazó. ¿Es que pretendía que hiciera el ridículo delante de sus amigos como si fuera un niño llevando su  pijamita y su bolsita de aseo? La madre calló y concedió. A partir de las seis de la tarde los integrantes del grupo fueron desfilando por el portal de la calle Ortega y Gasset vestidos y arreglados como si fueran a actuar en público. El portero del edificio iba sonriendo con amabilidad a aquellos adolescentes de gustos tan raros, que eran las palabras que el hombre utilizaba para referirse  a lo que veía de esotérico o macabro en aquellas vestimentas siniestras, en las que predominaba el negro. Eran muy buenos chicos, pero muy raros. Miguel, dominado por la impaciencia, llegó el primero. Héctor le fue presentando a los otros miembros del grupo según iban llegando. La cantante se llamaba Terry y era una chica alegre, mayor que él, de pechos enormes. Su pelo tenía tonos pelirrojos y ella lo peinaba de forma muy graciosa al estilo de los años cincuenta ayudándose de una diadema rosa. A Arriola le pareció que tenía una cara un poco rara, como de perrita. Se le pareció un poco a la Dama de Walt Disney. Terry no era guapa, pero sus grandes ojos ambarinos, sus labios carnosos y ese aire animal le produjeron a Arriola una eléctrica y morbosa excitación. Llevaba unas botas de tacón muy alto e iba vestida con una falda tableada escocesa y una camiseta negra muy ajustada. Miguel enseguida se dio cuenta de que Terry iba sin sujetador y de que, aún así, sus pechos se mantenían erguidos. Luego llegó el de los teclados: se llamaba Mani y era un chaval rubio, de ojos marrones. No sonreía nunca y todo parecía resbalar por su luminosa piel bronceada en la nieve. Mani vino acompañado del batería, el tal Nico. El batería era un buen fichaje: su padre acababa de abrir en el centro de Madrid una sala con escenario para dar conciertos. No sería muy difícil que acabaran tocando algún día allí. ¿Por qué no? Ya eran un grupo nuevo en la mejor ciudad del mundo. No tendrían más límite que el Universo.

            Cada uno empezó a sacar notas de su instrumento para entrar en calor. De todos ellos, el único que tenía formación musical era Miguel, pero nadie lo notaba, excepto él mismo. Héctor tenía algunas dificultades para afinar el bajo, Mani recorría sus escalas en el órgano con algunos tropiezos y Nico parecía pelearse con la batería sin llegar a conseguir un ritmo simple de bombo-caja que sonara con la suficiente seguridad. Terry simplemente esperaba sonriente a que los chicos acabaran fumándose un cigarrillo rubio. Cuando dio por afinado su instrumento, Héctor, adoptando el papel de líder del grupo, propuso que empezasen por fumarse unos porros y luego, cuando ya les hubiera hecho efecto el jachís atacasen el God save the Queen de los Sex Pistols, canción para la que tenía una nueva letra, dedicada a los Borbones. Se llamaría Dios salve al Rey. Los otros asintieron: les gustaba la canción y mucho más si atacaba al Rey, sobre todo ahora que después del golpe de Estado se había elevado a ese gualtrapas a la condición de santo salvador de la democracia. 

            El humo ocre del chocolate pronto copó sus pulmones y se esparció por la habitación. A Arriola, ya acostumbrado, pronto le hizo efecto y se sumó a la cálida algarabía de risas desmayadas. Héctor aprovechó para leerles la letra:

            —Dios salve al rey, de la ejecución, del garrote vil, del paredón. Dios salve al rey del pelotón de fusilamiento, de la guillotina y el emparedamiento. En esta tierra de sangre y muerte, llegó a reinar con muy buena suerte, vino a llenarse bien los bolsillos y a reírse de los pardillos. No duerme, no duerme, no duerme sin roncar. 

            Mani se reía y le dio un abrazo.

            —Eres un genio, tronco. ¡Un genio! ¡Qué pedazo de letra! —Nico recordó las noticias de las últimas semanas—. Menudo rollo éste del golpe. Ni que el Rey fuera Dios.

            —Dicen que ha salvado la democracia —dijo Terry guiñando los ojos, conocedora de las ideas políticas de Mani.

            —¡Menuda gilipollez…! —saltó Mani con brusquedad, y ante la perplejidad de los demás, añadió riendo para demostrar que todavía no estaba tan cabreado como otras veces— … la democracia quiero decir.

            Héctor zanjó el tema. En el grupo estaba prohibido hablar de política y de fútbol. Eso solo traería problemas.

            —Pero vamos a ver —le cortó Mani riendo mientras se extendía en sus razones—, ¿no has sido tú quién ha cambiado la letra de los Pistols para meterte con el Rey y has hecho ese pedazo de himno?

            —Sí, pero eso es una cuestión musical, no política. Hay que provocar, joder al sistema. 

            —Pues eso. ¿Y el sistema no es esta puta democracia borbónica?

            —Déjate de tus rollos falangistas, Mani —le contestó riendo Héctor—, y pasa el porro que te lo estás fumando tú solo y mira qué ideas se te ocurren luego.

            Todos rieron y se aprestaron a acabar el canuto. También tenían algo de whisky para subirlo. Nada más atacar la canción, Arriola confirmó sus sospechas: sus compañeros no sabían tocar los instrumentos que disfrutaban. Es más: eran un absoluto desastre como músicos. Miguel nunca había tocado con gente tan mala. Acostumbrado a los ensayos y actuaciones con sus compañeros de orquesta del conservatorio, aquello era un auténtico caos. Miguel se reía abiertamente, a carcajada limpia, mientras los amplificadores esparcían aquella hoguera de notas mal dadas, disonancias, acoples y ruidos. La droga ya le había hecho efecto y no podía evitar reírse del contraste entre la seriedad de sus compañeros, que parecían creerse músicos consumados, y la basura que expelían sus instrumentos. Todo era cómico, hasta le pareció que las orejas de soplillo de Héctor se le ponían rojas cuando se afanaba en sacar notas más rápidas al bajo. Cuando insistieron durante un cuarto de hora con la canción y prácticamente no hubo progreso, Arriola se convenció simplemente de que exceptuando a la cantante, que era pasable por su voz profunda y su capacidad para entonar las melodías acertadamente, los demás no tenían sentido del ritmo ni de la armonía. No había nada malo en ello. Simplemente, no eran músicos ni nunca lo serían: carecían de las condiciones mínimas para hacer algo parecido a lo que a él le habían enseñado desde niño en el conservatorio que era la música. El grupo se salvaba solamente porque él sostenía las melodías con su guitarra y eso que no sabía tocarla bien. En torno a su base de guitarra, todo eran golpes sin sentido, entradas a destiempo y disonancias. Hicieron una primera parada al cuarto de hora. Héctor miraba a Miguel sonriendo con ironía.

            —¿Qué tal sonamos?

            —Fatal, no tenéis ni puta idea de tocar —le contestó riendo Miguel, que ya se notaba con un globo muy serio en la cabeza.

            —Entonces vamos directos al estrellato. ¿Acaso sabían tocar los Sex Pistols? —le interrumpió riendo Héctor.

            —Ahora…, es el mejor concierto que he dado en mi vida —prosiguió Miguel—. No me había divertido tocando nunca tanto como hoy.

            —¿Ves? ¡Esa es la idea! Y hemos sonado peor porque ya nos han empanado los porros. Vamos a esnifarnos unas dexis, que nos aclaren las ideas y ya verás como mejoramos cantidad —le dijo lleno de optimismo Héctor—. ¿Has traído la movida, Mani? 

            —Pues claro, yo no salgo de casa nunca sin ellas. Si supieran mis compañeros de curro de dónde viene mi éxito, se iban a quedar flipaos.

            Todos rieron la broma y se la explicaron a Miguel. Mani trabajaba en la IBM. Era el programador más joven de la compañía, con tan solo diecisiete años. No había acabado todavía el Bachillerato, pero la programación le volvía loco. Gracias a un amigo de su padre había entrado en la IBM. Y ya tenía un cierto estatus en la empresa merced a su talento innato y a que, además, su capacidad de trabajo era imbatible. Con un par de dexidrinas en el cuerpo, Mani se sentía Superman y era capaz de sacar adelante el mismo trabajo que otros tres compañeros juntos. Mientras Héctor machacaba el contenido blanco y naranja de las cápsulas para hacerse unas rayas, los otros se las tomaron con un poco de whisky con cocacola. Miguel no lo tenía claro, pero acabó decidiéndose a probarlas esnifadas como Héctor, animado por Terry.

            —Ya verás, mola mogollón.

            Cuando la droga irrumpió en su flujo sanguíneo, empezaron a hablar y a hacer proyectos animadamente. Se sentían unidos, hermanados y estaban seguros de que cualquier proyecto que encarasen les iba a salir bien. Se pasaron un largo rato charlando sobre el grupo. 

            —A mí me gustaría tocar con la fuerza del bajista de los Joy Division —dijo Héctor.

            —Ojalá sonásemos como los Joy —interrumpió Mani—. Son los mejores. Y además no se cortan en temas políticos…

            —Pues como no te apliques un poco, lo llevas claro. Tienes que atacar las cuerdas con más fuerza y ser mucho más preciso —rio Arriola centrándose en los aspectos puramente musicales.

Miguel sintió ganas de sincerarse y les largó una charla profusa y en ocasiones muy técnica sobre sus errores musicales y la forma de subsanarlos.

            —Gilipolleces. Para hacer música que aburra a los muertos ya están Beethoven y los Pink Floyd. Lo que hay que hacer es algo directo, salvaje, que conecte con lo que sentimos. ¿No dices que te lo has pasado mejor que nunca? Pues ese es el objetivo. La música está para sentirla, para que te salga de dentro directa, fresca —le dijo Héctor abriendo los ojos desmesuradamente—. Tocar mejor o peor no es lo fundamental. Para eso ya está la basura de los jipis y los gualtrapas de los jevis. 

            —¿Por qué tienes que hablar de esa basura? Me entran ganas de vomitar —bromeó Mani.

            —Lo que hay que hacer es tocar canciones de cuatro minutos… —dijo Héctor.

            —En dos minutos y medio —remató la frase Terry riendo.

            —Pues como esas canciones tengan más de dos o tres notas lo lleváis claro —remató convencido Miguel riendo.

            Lo que importaba era sonar fuerte, con energía y tener una estética moderna, nueva, que rompiera con lo antiguo. El arte era rupturista o no era nada. Una imagen agresiva valía cincuenta veces más que un aburrido solo de guitarra. Las canciones debían ser cortas, frescas e intrascendentes. Con ese espíritu alcanzarían fama internacional.

            —Hay que recuperar el espíritu transgresor de la vanguardia, de los años veinte y treinta —Héctor repetía la frase que le había oído decir tantas veces a su hermano mayor—. Hay que provocar al sistema de forma directa y donde más le duela.

            —Tenemos que decidir cómo nos vamos a llamar y cómo vamos a ir vestidos —dijo Terry.

            —Y podríamos editar un fanzine y venderlo en el Rastro, como hace tu hermano Rodrigo —propuso Mani mirando a Héctor.

            Estuvieron discutiendo nombres para el grupo un buen rato. Las dexidrinas les hacían sentirse muy inspirados. Lo fundamental es que los nombres fueran divertidos y provocadores, que mostrasen su rechazo al conservadurismo de la sociedad. Terry los iba anotando en una lista alegremente. Les gustaban los formados por un sustantivo y un adjetivo. Era importante que el nombre diera la pista de la estética con la que aparecerían en público, pues todos tenían claro que en un grupo musical, la imagen era al menos tan importante como la música. Héctor apostaba por nombres con reminiscencias psiquiátricas o sexuales como Esquizoides Maquiavélicos, Castigo Ejemplar o Masturbadores Compulsivos. Mani intentaba darle al grupo un sesgo político y provocador con nombres como Basura Monárquica, Legión Cóndor o Los Pilotos de Guernica. A Nico se le ocurrio Imperdibles Asesinos y Catalépticos Filantrópicos, mientras Terry proponía una línea abiertamente escatológica con nombres como Vómito, La Desembocadura del Rio Amarillo y algunos más. Cada uno justificaba sus propuestas desde el punto de vista estético. Luego, los nombres eran debatidos y criticados por los demás. No acababan de llegar a un acuerdo, así que lo mejor era que al menos cada uno fuera pensando en su propio nombre artístico. Esa era una idea magnífica. Cada uno debía también convertirse en un personaje para darse a conocer entre la gente. Héctor anunció que él se llamaría Doctor Death y saldría al escenario vestido con una gabardina negra y las manos y la cara ensangrentada como si volviese de cometer un crimen. Mani pensaba vestirse de oficial de las SS con su uniforme negro y su brazalete con la esvástica en el antebrazo derecho. Terry soñaba con aparecer con unos tacones elevadísimos y vestida de vampiresa al estilo de Carmilla o con su peinado de estilo años cincuenta, como una castigadora sadomasoquista de Las aventuras de Gwendoline

            —¿Quién es esa? —dijo Arriola en su ignorancia.

            Los otros se rieron y lo miraron con un cierto aire de superioridad. Fue Héctor quien le contestó:

            —Luego te dejaré un tebeo para que te lo aprendas de memoria… Pero que no se te peguen las páginas, ¿eh? –le advirtió mientras los demás reían.

            Siguieron proponiendo personalidades durante un buen rato y luego se enfrascaron en la confección de un fanzine que irían a vender al Rastro, cerca de La Bobia. De tanto en tanto, volvían a fumarse un porro y lo levantaban con whisky y cocacola. Cada vez estaban más afectados por el alcohol y las drogas. Cuando ya eran casi las nueve, Miguel les recordó sonriendo:

            —¿Seguimos el ensayo?

            —Esto es el ensayo. Todo esto es el ensayo —le corrigió con fingida seriedad y levantando el dedo índice, su amigo Héctor—. Nosotros somos artistas totales y nuestro arte abarca la música, la estética, las letras y la imagen. Todo nuestro tiempo, toda nuestra vida es un ensayo gigante, una actuación total.

            Aún así, tomaron los instrumentos de nuevo. Miguel intentó que las notas que debía tocar cada uno se simplificaran de forma que sonasen mejor. Le hicieron caso y durante los quince minutos siguientes siguieron peleándose con el God save the Queen, pero luego Miguel les propuso utilizar la letra contra la monarquía con otra música que él mismo improvisó. Se trataba de una melodía de ritmo muy rápido, pero sencilla y machacona, por lo que fue mucho más fácil de seguir por el grupo. Algo había cambiado. Las dexidrinas parecían embarcar a todos en una misma onda, como en una especie de telepatía que obraba el milagro musical. Ahora, a pesar de algunos desacoplamientos y fallos en las entradas de cada frase, las canciones le parecían a Miguel algo que se podía llamar música. Mientras tocaban, se miraban unos a otros sonrientes y la voz de Terry se imponía cavernosa sobre un conjunto que sonaba tétrico y obsesivo. Continuaron tocando la misma canción contra el Rey durante mucho rato. Se sentían unidos en ese ritmo que parecía infinito. Fueron capaces de tocar la canción en tres minutos. Al cabo de un rato, Héctor levantó su brazo sonriente:

            —Bueno, chicos,  ya son las diez. Ya tenemos la primera canción de nuestro repertorio. En cinco semanas tendremos cinco canciones y podremos dar un concierto de media hora. 

            —¿Media hora? —preguntó Nico con asombro.

            —Sí, ten en cuenta que hablaremos cantidad entre canción y canción. Yo les soltaré el rollo que haga falta… —repuso riendo el líder—. Y ahora vamos abajo a comer las movidas que hemos preparado. Nos lo hemos ganado.

              Y allá se bajaron todos. Las anfetas y el chocolate les habían dado mucha hambre y abrieron la nevera con ansia de lobos. Héctor había comprado fiambre de buena calidad en el supermercado de El Corte Inglés, algunas salchichas y otras viandas preparadas. También había patatas fritas, cortezas y pistachos. Nada que tuvieran que cocinar. Además, Manoli, la mujer que les limpiaba el piso, les había dejado hecha una tortilla de patatas.  Cada uno tomó su pan de molde y se hizo sus sándwiches como quiso. Bebieron unos botellines de cerveza mientras veían la tele y seguían charlando animadamente del futuro del grupo. Acordaron ensayar dos veces por semana: miércoles y sábado desde las cinco hasta las diez. Habría un plan intensivo hasta completar su repertorio de cinco canciones. Lo ideal sería debutar ante el público al llegar el verano. 

            —Podríamos tocar en la fiesta de algún instituto los cinco temas —propuso Nico.

            —Nosotros no tocamos temas —le corrigió Mani—. Eso es una pretenciosidad. Nosotros tocamos canciones y vamos que chutamos.

            —Yo hablaré con la dirección de mi colegio —anunció Héctor.

            Luego, yéndoles bien las cosas, habría que plantearse patearse las salas para intentar tocar, por ejemplo en la sala del padre de Nico. Y después quizá tocarían también en el Escalón o en el Teatro Martín como Radio Futura o Alaska y los Pegamoides. Miguel oía de nuevo esos nombres que ya sonaban en su mente envueltos en un halo de misterio iniciático. Se imaginaba sitios oscuros, antros cerrados llenos de humo y gente con el aspecto de sus amigos drogándose por todas partes. ¿Serían ciertas las fantasías de Héctor y en poco tiempo serían ricos y famosos?.

            —Os voy a poner unos vídeos que vais a flipar —les anunció Héctor. 

            Su padre les había traído un juguete nuevo de su último viaje a los Estados Unidos.  Héctor abrió un armario que había bajo la televisión y allí estaba el reluciente aparato con sus diodos y lucecitas. Era un video. Arriola no había visto nunca ninguno. Se sonrio con tristeza pensando que todavía había gente en la familia de su madre que ni siquiera tenía televisión en color. 

            Fue casi mágico cuando vio a Héctor meter una cinta en el vídeo y comenzar en la pantalla de la televisión una película muda, de vampiros. 

            —Es Nosferatu de Murnau, basada en el Drácula de Bram Stoker. Es una peli muda de 1922. De aquí podemos sacar muchas ideas para la estética de nuestro grupo en los conciertos. 

            —¿Y si nos llamamos Nosferatu? El nombre mola cantidad –sugirio Terry mientras se quitaba las botas para repantingarse en el sofá.

            Murmuraron el nombre, lo paladearon, lo imaginaron escrito en carteles de conciertos, en los periodicos, lo escucharon en sueños proclamado por locutores de radio. Sí. No estaba mal. Era muy cosmopolita y siniestro. Fue aceptada la propuesta. Se llamarían Nosferatu.

            Se hicieron unos nuevos porros y se comieron otra pastilla. Héctor apagó la luz y los cinco se arrebujaron en los sofás. La conversación seguía animada en torno al contenido de la película. Bromeaban sobre las caras y los gestos algo sincopados de los personajes y sobre la fealdad extrema de Nosferatu. Les parecía buena idea hacer una música obsesiva que sirviera como banda sonora de aquella magnética película. Miguel se acercó al servicio y entonces comprobó con su paso tambaleante lo afectado que estaba por las drogas. Incluso le dio la sensación de que su pene había menguado, quizá como efecto de aquellas cápsulas de anfetaminas que se había metido en el cuerpo.

            Al rato de estar viendo la película, Nico y Mani anunciaron que se iban. Ya estaban hartos de tanta peli, se estaban amuermando allí apalancados y querían acercarse a Malasaña a darle marcha a las anfetas. Le preguntaron a Miguel si se iba con ellos. 

            —No. Yo me voy a quedar a dormir aquí.

            Terry cambió una mirada y una sonrisa cansada con Mani y se estiró en el sofá con la languidez de una gata. Ella tampoco se iba por ahora. Quizá luego se dejaría caer por el Penta, más tarde. A Miguel la autonomía de aquellos jóvenes, que con menos de dieciocho años se paseaban por Madrid como por el salón de su casa ya no le sorprendía. A él mismo le parecía que había entrado a formar parte de ese mundo. Habían cambiado muchas cosas en muy poco tiempo. Miguel se sentía, quizá por efecto de las drogas, como un ser cambiado, diferente al que era tan solo hacía unas cuantas semanas, cuando el mundo parecía conjurado para acosarle. Ahora ya era casi un hombre, no un niño. Hoy no iría a Malasaña, pero dentro de bien poco, también él se pasearía de garito en garito tomando copas o incluso tocando con el grupo, con billetes para gastar y una pléyade de niñas persiguiéndole. Se despidieron hasta el ensayo del miércoles. Nada más cerrar la puerta, Héctor les sonrio de forma enigmática.

            —Y ahora que ya estamos los mejores, os voy a sacar una delicatesen que tenía reservada para este momento. Es una mariguana afrodisíaca que me han traído de Ámsterdam.

            Y el alargado joven sacó un bote relleno de hierba. Al abrir el frasco, el olor de la planta se extendió por el salón. Hizo un porro muy cargado, le dio unas caladas y se lo pasó a Terry. Héctor estaba entusiasmado y siguió hablando. Le parecía que la compenetración entre su talento para las letras y las dotes para la música de Miguel podía ser perfecta. Apagó las luces y puso una nueva película en el video.  Héctor se sentó junto a sus amigos en el amplio sofá.  

            La nueva película, que se llamaba Behind the green door, estaba en inglés. Héctor la iba traduciendo, por lo que tanto Terry como Miguel prestaban atención a su voz en la penumbra, solo quebrada por la luz de Madrid que entraba por la enorme cristalera del salón. Unos forasteros visitaban un pueblo. La película parecía anodina, pero de forma imprevista, una mujer era raptada y llevada a un misterioso cabaret, despojada de sus ropas y obligada a follar con unos desconocidos en un ritual sexual algo estrafalario ante un público que ocultaba sus rostros con antifaces. Miguel sintió como se iba excitando. Su pene estaba ahora bien duro viendo cómo aquella atractiva mujer era penetrada por sucesivos hombres mientras otros la sujetaban para que no se pudiera mover. Nunca había visto una película pornográfica y su mirada parecía hipnotizada por la pantalla, pero pudo también darse cuenta de que sus amigos se estaban besando. Terry le miró un momento, pero Miguel desvió la mirada como si no les hubiera visto, concentrando su vista en la pantalla, mientras ella seguía ofreciendo sus labios carnosos a Héctor. De pronto, Héctor se arrodilló sobre el suelo ante las piernas de Terry y le bajó las bragas hasta los tobillos. Miguel miraba de reojo. Eran inmaculadas, de color blanco. Ella abrió las piernas lánguidamente y Héctor escabulló su cabeza entre ellas. Terry miró a Miguel de nuevo, detenidamente, esperando hasta que el joven le devolviera la mirada y, como Arriola no se moviera, ella acabó por alargar su mano lentamente, atrayéndolo con su brazo y besándolo. Arriola se limitó a abrir su boca a aquella cálida serpiente de deseo que se le enroscó dentro. Nunca nadie le había besado hasta entonces y no sabía muy bien qué hacer. Los labios de Terry estaban ardiendo y Arriola los sentía acariciando los suyos, dilatados, excitantes. Sintió la lengua de ella dentro de su boca, poderosa, sublime, acariciando sus labios y su propia lengua,. Miguel se dejaba hacer sintiendo que su excitación iba a más. Ella se sacó un pecho por encima de la camiseta y se lo ofreció. Cuando él fue a tocarlo, ella le golpeó en la mano con suavidad y le dijo riendo con su voz cavernosa.

            —No, no, con la boca.

            Y Miguel se metió su grande y claro pezón en la boca y lo lamió con fruición. No sabría precisar cuánto tiempo estuvo allí, a sus pechos. Eran tan dulces e imperiosos los dibujos que hacía Terry con los dedos en sus cabellos y la relajación que sentía en su espíritu entre sus brazos que, simplemente, dejaba pasar el tiempo saltando con sus labios abiertos de un pezón a otro mientras la oía gemir. 

            Pero en un momento, todo cambió de nuevo. Alguien le estaba desabrochando la bragueta. Era la propia Terry y Miguel sintió como le sacaba del calzoncillo el pene brillante y húmedo. Empezó a masturbarlo, sujetando su miembro con fuerza. Miguel se arrodilló sobre el sofá para facilitarle la tarea y volvió a lamerle los pezones entrecerrando los ojos. Se sentía como mecido por la brisa en mitad de una playa desierta. Terry comenzó a gemir en voz alta y Miguel siguió aplicado a su tarea, feliz de contribuir al placer de aquella mujer, olvidado de todo lo demás. Ella pareció calmarse por unos instantes y él comenzó a besarla en la boca. Entonces, Arriola sintió un sobresalto. Alguien se había metido su pene en la boca. Miguel miró hacia abajo y vio la cabeza de Héctor volcada sobre su regazo, engullendo su miembro. Intentó instintivamente separar sus caderas, pero él se lo impidió sujetándole las muñecas.

            —No te hagas el estrecho —le dijo Terry riendo— Héctor lo hace muy bien. Ya verás.

            Terry lo besó y le acarició los pezones. Mientras,  Miguel se dejaba hacer. Su debate interior se decidió en segundos, en fracciones de segundo. Lo que ocurría le daba placer. No podía ser malo sentirlo. Era y debía ocurrir así. Simplemente, lo único que le había asustado un instante, lo que le tenía sorprendido, es que nunca había pensado que la primera vez que eyaculase dentro de otra persona lo haría en la boca de Héctor.        

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