Capítulo 4. Una semana de enero

(Domingo, 23 de enero de 1977)

Disset anys només / i tu tan vell; / gelós de la llum dels seus ulls, / has volgut tancar ses parpelles, / però no podràs, que tots guardem aquesta llum / i els nostres ulls seran llampecs per als teus vespres.

(Campanades a morts, Lluis Llach)

La Transición es el nombre que se ha dado al proceso político que condujo a la sociedad española desde el franquismo a la monarquía parlamentaria. Este proceso, resultado del pacto entre las élites del franquismo y el Partido Comunista de España liderado por Santiago Carrillo finalizó de manera exitosa en un régimen democrático parlamentario y burgués y contó con una amnistía que perseguía olvidar el terrible enfrentamiento de la Guerra Civil y cerrar sus heridas para siempre.

Pero no toda la sociedad y todos los grupos políticos españoles estuvieron de acuerdo con esta solución pactista, ni el proceso se desarrolló de manera absolutamente pacífica como en ocasiones se manifiesta. Fueron decenas de muertos los que se produjeron entre noviembre de 1975 y junio de 1977; es decir, entre la muerte de Franco y las primeras elecciones democráticas. Los atentados terroristas de la ETA y el GRAPO, la violencia ultraderechista y las posiciones maximalistas de los grupos de extrema izquierda condujeron a situaciones muy graves que estuvieron a punto de hacer descarrilar la Transición.

Quizá la semana más decisiva y violenta de aquel periodo fue la que refleja este capítulo de la novela, cuando en una sola semana se produjeron unas muertes que conmocionaron Madrid. Nuestros personajes, pertenecientes a la Joven Guardia Roja, sección juvenil del Partido del Trabajo de España, eran una escisión del Partido Comunista de España de orientación maoísta que tuvo en Moratalaz una gran implantación en aquellos años.

Entierro de los abogados de Atocha. Calle Génova, Madrid.

A Arturo Ruiz García lo mataron los fascistas el domingo 23 de enero de 1977 y ese fue el comienzo de la semana más trepidante de sus vidas, aquella en la que se decidió el futuro de la revolución española. Aquel domingo, Bértold y sus camaradas asistieron a la manifestación ilegal a favor de la amnistía total, no la que les había dado el Gobierno asesino de Suárez, sino la de verdad, la que pusiera en la calle a todos los presos políticos, incluyendo a los etarras. La manifestación empezó a las once de la mañana. Cuando la gente comenzó a concentrarse en Moncloa, la Policía cargó con dureza, obligando a los miles de manifestantes a huir por los alrededores y a reagruparse dónde y cómo podían en un caos de saltos y enfrentamientos con la Policía que duró cinco o seis horas y se extendió por todo Madrid, desde Moncloa hasta la puerta del Sol. Miles de obreros y estudiantes copaban las calles cercanas a Callao intentando reagruparse y seguir manifestándose. ¡Amnistía, libertad! ¡Amnistía, libertad! Gritos, consignas y fuertes enfrentamientos con la Policía Armada cada vez que los manifestantes se encontraban con las fuerzas antidisturbios en cualquier esquina de aquel laberinto urbano de varios kilómetros cuadrados. Botes de humo, pelotas de goma, cargas de los policías a caballo por un lado. Coches volcados, ladrillos, adoquines, cócteles molotov por el otro. Y en ese aire nebuloso de batalla, unos pistoleros de extrema derecha iban caminando con impunidad. Tras largas horas de combate contra la Policía, Bértold y sus camaradas se fueron de allí sin saber que uno de los manifestantes, Arturo Ruiz García, de diecinueve años de edad y simpatizante de la Joven Guardia Roja, había sido asesinado por un pistolero fascista de varios tiros. Al parecer, un cincuentón gigantesco, conocido en los ambientes políticos como el Dos Metros, había abierto fuego contra el joven desde muy corta distancia.

—¡Hay que convocar huelga general en todas las universidades! 

Las reuniones de las células de la Joven Guardia Roja se alargaron aquella noche de domingo hasta bien entrada la madrugada. Se dieron las órdenes habituales para repartir panfletos, hacer pancartas y pegar carteles. También habría que hacer pintadas. La consigna era, como siempre, la huelga general política. 

—Tú te encargas de toda la Complutense —le dijo Bértold a Manolo—. Aquí tienes la lista de teléfonos de los compañeros. Mucho cuidado con ella.

Al día siguiente, el lunes 24, Manolo cumplió como un líder de talla. No hacía falta hablar mucho, ni bien. El ambiente era explosivo. Miles de estudiantes seguían a los cabecillas del movimiento con entusiasmo. Manolo había parado su facultad de Filosofía y Letras y había ayudado a otros compañeros a extender la huelga a la vecina facultad de Derecho. De allí los había desalojado la Policía Armada con botes de humo a mitad de mañana, por lo que habían marchado como habían podido desde la Ciudad Universitaria hacia la Moncloa y la calle Princesa, donde se reagruparon. Nuevamente, la Policía cargó y aquella masa humana se dispersó como el día anterior en grupos más pequeños ramificándose por las calles adyacentes como un tintero derramado sobre una hoja. Igual que veinte horas antes, Bértold, Manolo, Pepe y los otros de la Joven Guardia Roja acabaron, como repitiendo un ritual, cerca de la plaza del Callao, donde los enfrentamientos con la Policía eran más fuertes, pues varias dotaciones impedían a los manifestantes acercarse a la Cibeles para cortar el tráfico de la Castellana, la arteria básica de la capital. Junto a la Gran Vía, donde había muerto Arturo el domingo, pululaban de nuevo grupos de fascistas armados con bates de béisbol, barras de hierro y pistolas que mostraban con impunidad provocadora. Los manifestantes avanzaban de forma desordenada, levantando barricadas, cruzando coches, cogiendo piedras y rompiendo las aceras con pequeños picos o martillos para enfrentarse con adoquines a los policías que se cruzaban a su paso. 

A su lado, y con otros compañeros de Tercero de Sociología, iba corriendo atropelladamente Mari Luz Nájera. A pesar de que era algo más de media mañana, amenazaba lluvia y el cielo estaba plomizo: daba la sensación de que estaba anocheciendo. Un coche de la Policía les salió al paso atravesándose en la calle. Bajó del furgón un policía armado. La borrosa silueta les apuntó con su arma unos breves instantes y disparó sin pensárselo contra el grupo. Pepe gritó y se lanzó al suelo de bruces arrastrando a Bértold, que llegó a sentir cómo algo pasaba junto a su cabeza. Todos escucharon el silbido del proyectil y oyeron un grito ahogado. Al volver la cabeza, ya desde el suelo, vieron caída a una chica a su lado, de bruces, desmadejada sobre el asfalto. Quizá había sido un bote de humo como luego dijeron los periodicos, pero nadie lo encontró. Lo cierto es que la muchacha tenía la mandíbula arrancada de cuajo de la cara y la cabeza rota. Sangraba a borbotones y era imposible reconocer en aquella masa informe un rostro humano. Fue Manolo quien la recogió en sus brazos con la cabeza medio destrozada y dio unos pasos con ella a cuestas, bamboleándose hasta que paró un taxi. La llevaron en coma a la clínica. No la conocían de nada, pero esperaron a que sus padres llegaran al hospital. La familia apareció aterrada como si viviera una pesadilla, pero con la esperanza de que todo fuera un error. A las dos horas apareció un médico y les dijo muy afectado que la joven estaba muerta. Manolo lloró abrazado al padre de la chica, que gritaba desesperado al verse incapaz de reconocer por última vez el rostro de su hija. ¡Asesinos, hijos de puta! Todo se desarrollaba en un ambiente de extrema tensión. Los policías que custodiaban el hospital tuvieron que irse, pues su presencia provocaba insultos y lanzamientos de objetos de los jóvenes que iban acercándose a sus puertas atraídos por los rumores de muerte que circulaban ya por toda la ciudad. Al final, Bértold convenció a los de la Joven Guardia Roja de que debían marcharse para discutir con el Comité Ejecutivo la táctica a seguir durante el siguiente día. Pero al llegar al local, se encontraron con que la reunión se había pospuesto hasta las doce de la noche. Las masas de la capital se habían lanzado valientemente a la calle en protesta por el asesinato. Decenas de miles de jóvenes y trabajadores se habían unido a la caótica manifestación que todavía se extendería en barricadas y enfrentamientos por gran parte de Madrid hasta bien entrada la noche.

Y esa misma noche fue el atentado de Atocha. Bértold se enteró con los demás en la reunión valorativa en el local nacional a la que habían acudido todos los dirigentes del Partido del Trabajo y de la Joven Guardia Roja. También habían sido invitados todos los militantes universitarios, por lo que había más de un centenar de personas en la sala. Al parecer, a última hora de aquella noche del 24 de enero de 1977, un grupo de pistoleros fascistas había asaltado un despacho de abogados laboralistas vinculado al PCE situado en la calle Atocha, asesinando a tiros a los letrados Enrique Valdevira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgaz y Francisco Javier Sauquillo Pérez del Arco; al estudiante de Derecho Serafín Holgado de Antonio y al administrativo Ángel Rodríguez Leal. Habían resultado gravemente heridos Miguel Sarabia Gil, Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell, Luis Ramos Pardo y Dolores González Ruiz, casada con Sauquillo, que estaba embarazada y había perdido también a su bebé.  

Hubo varias intervenciones de compañeros. Bértold también habló. No eran posibles esas casualidades. Aquella serie de asesinatos solo podía ser una provocación planificada de la extrema derecha contra la clase obrera. Los revolucionarios no se podían quedar con los brazos cruzados, soportando estoicamente la violencia fascista. Había que convocar paros en todas las fábricas, sacar a las masas a la calle, amedrentar a los fascistas con la potencia impresionante de toda la clase obrera y la juventud unidas. Si ahora conseguían movilizar al proletariado en su conjunto, el camino de la revolución se abriría por fin. Había que repartirse las fábricas y preparar a los compañeros contra las presumibles llamadas a la calma que lanzarían los revisionistas del PCE, siempre temerosos de la movilización de masas. La Joven Guardia Roja y el Partido del Trabajo no tenían la implantación y la influencia sindical de los comunistas de Carrillo, pero había que inundar de panfletos las fábricas, ir a los tajos y hablar con los obreros, captar gente para su partido, para sus ideas. El futuro de la Revolución española, quizá de la Revolución mundial, estaba esa semana ahí, en sus manos.  Como decía Marx, insistió Bértold en una alocución muy emotiva, muchas veces la revolución necesitaba del látigo de la contrarrevolución para avanzar. Se acercaban horas decisivas. Ahora era el momento de la vanguardia revolucionaria. Y luego, se dirigió a sus compañeros universitarios. Daba igual si ellos eran estudiantes y los obreros les miraban con desconfianza, con cierto recelo de clase. Ellos eran revolucionarios, eso es lo que importaba y su sangre era tan roja como la que se había derramado esa misma mañana. Había que ir a las fábricas a comérselas. A buen seguro, los disparos fascistas, la sangre todavía fresca de los compañeros estudiantes y trabajadores, la muerte de estos abogados en mitad de una húmeda noche de invierno conmovería a toda la población madrileña y uniría a la clase obrera como un solo hombre. La consigna de la huelga general política se extendería sin que nadie la lanzase. Para la mañana siguiente se debía hacer una demostración de masas contra los fascistas, se debían convertir los entierros en un paso decisivo en la concienciación del proletariado. 

Cuando Bértold se sentó, casi temblando como un alucinado, la energía de sus palabras todavía cargaba el ambiente. Pero el camarada Lobato contestó a su intervención con un discurso equilibrado, en el que, tras halagar la poderosa intervención de Bértold y recordar la firme apuesta del PTE contra la reacción y el fascismo, insistió sobre todo en la importancia de consolidar la democracia y no responder a provocaciones que pudiesen legitimar respuestas violentas por parte del aparato del Estado. Había que recordar que el país vivía bajo una tensión enorme, que podría incluso justificar una intervención militar. En ese mismo momento, el GRAPO tenía secuestrados a un general y a un empresario y había asesinado el día anterior a dos guardias civiles y un policía. Estaba claro que se corría el riesgo de que el proceso democrático descarrilase por el torrente de la violencia. La democracia era el anhelo fundamental de las masas y debía ser preservada a toda costa. Había que ir hacia la revolución, claro que sí, pero con las orejas bien tiesas, con prudencia, atentos a lo que pudiera ocurrir. Y eso es lo que debían hacer ahora: extender sus ideas con decisión, pero sin responder a las provocaciones ni ceder al chantaje de la violencia. Otros pesos pesados del Comité Ejecutivo se expresaron en términos parecidos al líder y fueron sus tesis las que acabaron triunfando en la reunión. Bértold mismo asentía afirmativamente a lo que el camarada Lobato decía mirándole a los ojos. Lanzaron una edición de urgencia de su periodico El correo del pueblo, con un comunicado especial valorando los hechos y alertando a los obreros de que no debían caer en provocaciones. Divididos en coches, casi sin haber dormido, cargados con panfletos y ejemplares del periodico, los militantes se repartieron por las puertas de entrada de CASA, Siemens, Uralita, Kelvinator, Intelsa, Marconi, Chrysler, Entel, John Deere, Pegaso, Isodel, Fiat, Telettra, Gepsa, Equipo Electrónico, Isodel Sprecher, Robert Bosch, Dimetal, Standard de Barajas y las distintas centrales de la Compañía Telefónica. También fueron a los grandes tajos de la construcción, tanto de Madrid como de las poblaciones cercanas y a las fábricas textiles más combativas como Induyco.

No existía el cansancio ni el desaliento cuando lo que estaba en juego podía ser la revolución y la democracia. Nada más terminar el reparto de propaganda a la entrada de las distintas fábricas, a primera hora de la mañana, Manolo, Bértold, Pepe y otros compañeros se dirigieron al entierro de Mari Luz Nájera, que se iba a celebrar en el cementerio de Barajas. El acto fue tenso y muy emotivo. Miles de jóvenes, con el puño en alto, despidieron a Mari Luz gritando consignas revolucionarias. Bértold sintió como las lágrimas resbalaban por su cara al cantar la Internacional. Nunca sonó mejor el viejo himno de la clase obrera que en aquel cementerio.

En la reunión de coordinación de la noche se enteraron de que decenas de compañeros estaban siendo detenidos por toda España. Todos los camaradas de las principales fábricas que habían secundado paros estaban en la DGS y en otras dependencias policiales de todo el país.

—Esto es una campaña para descabezarnos. Saben tan bien como nosotros que ahora mismo se está librando una batalla decisiva, quizá la definitiva de la Revolución española –dijo Bértold a sus compañeros en una reunión tensa, donde la luz macilenta de las bombillas teñía de un tono amarillento las duras facciones de los camaradas.— ¡Hay que intervenir con decisión y valentía, camaradas! 

Luego, se dedicaron a preparar la asistencia al entierro de los abogados de Atocha. La dirección acordó no llevar periodicos ni propaganda, pues se trataba de un acto convocado por el Partido Comunista y no por ellos mismos.

—¡Eso es una gilipollez! –exclamó Pepe al enterarse—. Estos se han acojonado con las detenciones. ¡Ni un paso atrás, coño! ¡Eso es lo que ahora hace falta y no mariconear!

Bértold y otros camaradas asistieron al entierro, el día 26 de enero de 1977 a partir de la una de la tarde. El grupo se acercó al paseo del Prado desplegando su magnífico estandarte rojo mientras gritaban su consigna favorita: “¡La Joven, la Roja, la Joven Guardia Roja!” como un pelotón que se dirigiera al combate. Muchos comunistas les chistaban enfadados, pues el PCE había decidido que la manifestación fuera silenciosa. Los jóvenes, por no tener un altercado, acabaron callando un tanto molestos y se acercaron a las aceras con su orgullosa pancarta. Manolo caminaba soportando el frío invernal, formando parte del impresionante cortejo que decenas de miles de comunistas tejían por las calles del centro de Madrid, las calles de los barrios ricos en cuyas paredes todavía estaban frescas las pintadas fascistas y amenazantes. “Rojos al paredón”, “Con Franco vivíamos mejor” o “Zona Nacional”. El ambiente en la calle Génova adonde ellos se apostaron era impresionante. Una multitud de comunistas y trabajadores en general se agolpaban en varias filas sobre las aceras, apretados, subidos sobre árboles, en casetas de obra o los techos de los quioscos, en cualquier sitio desde donde se pudiera rendir un airado homenaje al paso de los coches fúnebres. Como le diría luego Manolo con el gesto contraído por la rabia, cuando volvían andando desde el paseo de Recoletos hasta Cibeles para tomar el autobús, allí, con los brazos enlazados formando una cadena, había estado lo mejor de España, la flor de la juventud obrera dispuesta a dejarse arrastrar por sus dirigentes silenciosamente al desagüe de la historia sin dejar rastro. Y también le avisó apretando los labios, de que él no se callaría más, de que ese era el último entierro en que silenciaría su sed de venganza y seguiría las consignas de los revisionistas y de la propia dirección del PTE. Los jóvenes militantes habían tenido que plegar finalmente su estandarte porque el servicio de orden de los comunistas se lo había exigido. La consigna es hacer una manifestación silenciosa de duelo, camaradas. Nada de pancartas partidistas. No demos pie a provocaciones, les dijo un líder con una pegatina de Comisiones Obreras secundado por un nutrido grupo de obreros armados con palos. Ahí, a pie firme y en silencio, puños en alto, rostros contraídos por la rabia, gritos pidiendo silencio cuando algunos manifestantes silbaban al ver acercarse furgones de la Policía Armada o al sentir el repiqueteo del helicóptero policial que sobrevolaba la zona. Y allí se mantuvieron los jóvenes, al lado de hombres y mujeres silenciosos, hasta que pasaron los abogados de Atocha en sus ataúdes y les rindieron un sentido homenaje. Y al poco se fueron de allí, tristes, cabizbajos, casi avergonzados con su estandarte doblado, como el boxeador que no puede pelear porque desde su rincón le han dicho que el combate está amañado y debe dejarse caer a la lona. Comentarios ácidos, rabia, pena. No habían podido gritar su ira por el férreo control que del cortejo habían realizado los revisionistas del Partido Comunista de España, que querían castrar la revolución en marcha. Ellos, los revolucionarios, habían tenido que guardar silencio mientras la revolución descarrilaba.

—El entierro del otro día demuestra que los comunistas han pactado con Suárez. Si queremos revolución, habrá que saltar por encima de ellos –dijo Manolo en la célula de Moratalaz esa misma semana 

—Ninguna agresión sin respuesta, camaradas —prosiguió Pepe—. En el local deberíamos tener armas y estar preparados por si vienen los Guerrilleros de Cristo Rey u otros fascistas. Yo, porque no tengo una pipa o una escopeta de caza, que si no la traía también.

En los últimos meses las bandas fascistas habían asaltado locales de izquierdas incendiándolos o apaleando a sus desarmados militantes con cadenas, bates de béisbol y armas blancas. La propuesta de Pepe fue aceptada y los de la Joven Guardia Roja llenaron su local de Moratalaz con barras de hierro, cadenas y hasta prepararon botellas con gasolina para hacer cócteles molotov que escondieron en unas cajas en el fondo del pequeño almacén. Si venían los fascistas, ellos no se iban a arredrar. En esos preparativos, Manolo se mostraba más concentrado y firme que Bértold, que no se opuso al almacenamiento de armas, pero optó por no comunicar aquello a la dirección del centro. 

Pero lo cierto es que aquella semana, con sus huelgas, con sus manifestaciones y sus entierros, no desembocó finalmente en la ansiada huelga general política. La propia dirección del Partido sacó la conclusión de que las condiciones objetivas para la revolución todavía no estaban maduras. Las masas seguían confiando en las soluciones revisionistas del comunismo tradicional. Había que esperar y no separarse de ellas siguiendo una política excesivamente agresiva.

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