(Miércoles, 19 de enero de 1976)
Al, Torete… es la historia de tu vida / Que se ve muy repetida / Tristemente…/ Ese ha sido tu destino: criticado y perseguido, constantemente. / Planta cara a la sociedad / que te da la espalda. / No renuncies a la libertad / que tu cuerpo reclama. / No te sientas marginado / porque no te comprenden. / ¿Quién será el equivocado? ¿quién? ¿quien será?
(Al Torete, Bordón 4)
Cuando era chinorri, Antonio Heredia fantaseaba con la idea de que su padre volviese cualquier día a casa y le despertase con un saco cargado de regalos. Cuando veía que otros chaveas estaban con sus padres, el Heredia sentía un pellizco de angustia que le llegaba muy hondo y le envolvía como una nube de tristeza. El niño pensaba que esa desgracia era la causa de que sintiera tantas veces esas ganas de golpear algo, esa crispación que le obligaba a apretar los puños y le impelía a destruir lo que se pusiera por delante. El mundo había sido injusto con él.
Toño torcía la mirada para no contemplar la felicidad de aquellos niños, tan evidente como ajena. Le hacía bien recordarse en esos momentos que él también tenía padre y se enorgullecía en un silencio autocompasivo de lo que había oído decir siempre a su gente: que él era la viva imagen de su papa. Su bato, como él, era un gitano de los mejores: alto, guapo y valiente. Había desaparecido cuando él todavía no tenía ni cuatro años, pero al Heredia le gustaba recordarle cogiéndole en brazos y levantándole, lanzándole al cielo mientras él reía sin temor.
De lo que no se acordaba Heredia era de las noches que había pasado en vela su madre, esperando al papa sin fruto alguno, ni tampoco de las peleas que se producían en casa cuando él regresaba, casi siempre borracho, tras dos o tres días de ausencia. Entonces, Merche se ponía a gritarle, a insultarle, a recriminarle que la dejara allí tirada sin saber de él y volviese de sus juergas o de donde estuviera cuando a él le diese la real gana. Le gritaba, le echaba en cara que no trabajase y que tuviese que ser ella quien lo hiciera o se rebajara a pedir dinero a su hermana Antonia y a su cuñado Claudio para dar de comer a sus hijos. Antonio, medio borracho, todavía con los humos de la juerga bailándole en la cabeza, intentaba abrazar a su mujer y calmarla a besos, riendo, bromeando, como si nada hubiera pasado, burlándose de sus insultos y sus gritos. Durante los primeros tiempos, cuando el amor era fresco y no había aún un poso de agravios, ella se dejaba vencer por la esperanza y caía en sus arrumacos; pensando que su marido asentaría la cabeza y acabaría cambiando. Pero las sucesivas decepciones le hicieron comprender que no sería así y entonces, cuando Antonio volvía de juerga e intentaba arrastrarla hasta la cama del matrimonio, ella se resistía. Su marido se ponía serio por un instante en mitad de su borrachera:
—¡Estate quieta o te doy dos hostias! En esta casa mando yo.
Y Antonio la empujaba hasta el dormitorio, mientras ella forcejeaba con él sin mucha convicción para impedírselo. Alguna silla caía al suelo, ella miraba hacia la puerta de la habitación de los niños y le pedía que no hiciera ruido que pudiera despertarlos. Él la arrastraba bruscamente hasta su dormitorio, ella veía que la puerta quedaba abierta de par en par y que él la acababa tumbando sobre el lecho en una sorda lucha, separaba sus piernas con su propio cuerpo, la sujetaba bien fuerte por las muñecas con una mano, mientras con la otra le apartaba las bragas y la penetraba sin contemplaciones, insultándola en su lascivia. Al final, ella siempre se dejaba hacer, a veces llorando de rabia y en silencio.
Antonio, el bebé, el niño, tenía meses, un, dos y hasta tres años cuando a veces se despertaba y sus oídos escuchaban aquellos sonidos. Pero ya no se acordaba de ellos. Un día, sin que nadie supiera la razón, se acabaron definitivamente las peleas. Su padre desapareció dentro del túnel del tiempo, como si se lo hubiera tragado la tierra. —Toño, tu padre era el gitano más bueno que yo he visto en mi vida –le diría constantemente su tía Angelita—. Y muy valiente.
—Y el mejor bailaor de Madrid –insistía el Tío Joaquín—. Se lo disputaban todos los tablaos.
—Y era igual de guapo que tú, con los mismos rizos y esos ojazos negros.
Y entonces Antonio Heredia Torres agitaba su cabeza para que su pelo rizado ondease al sol y sonreía a su tía con ojos alegres; tan orgulloso estaba de parecerse a su padre. Y como a todos les daba pena el huérfano, desde niño solo había seguido la ley de su voluntad. Su madre nunca le obligaba a comer una comida que no le agradase, a vestirse, peinarse, lavarse o a seguir norma alguna. Le permitía convertir su capricho en ley. Toño se levantaba a la hora que quería y asistía al colegio de forma ocasional, cuando le parecía bien. Sus tíos también le consentían y le mimaban cuanto podían. Al niño nunca le faltaban bollos y chucherías que llevarse a la boca, ni fruslerías para entretenerse. La ausencia del padre se suplía con regalos y mimos y a pesar de todo, de las estrecheces, la suciedad y la ignorancia en la que crecía, Toño era completamente feliz.
Fue al nacer su tato, Félix, cuando aquella época idílica se quebró. Merche tenía que repartir su tiempo entre ambos y muchas veces era el bebé quien precisaba más atenciones. Aunque Félix era un niño callado y tranquilo, a Antonio le parecía que el Tato lloraba, se portaba mal y hacía todo lo posible por robarle la atención de su madre. Y él estaba antes, había nacido antes. En cuanto el Tato creció, Toño lo zahería, lo insultaba y lo golpeaba a la menor oportunidad. Merche no sabía qué hacer ni cómo imponerse y al final consentía que el hermano mayor utilizara la violencia para arrebatarle al pequeño los juguetes o las chucherías. Toño era más alto, más nervioso y mucho más fuerte que su hermano pequeño, por lo que siempre le vencía en las peleas. Nadie en su entorno le ponía límites. Merche se veía sin fuerzas para contener ese huracán y se limitaba a lamentarse de la desaparición de su esposo.
—A mi Antonio le pasó algo –solía decir—. Yo creo que me lo mataron.
Mientras tanto, Toño adoptó la violencia como patrón de conducta también con sus amigos de la calle. Por aquel entonces, antes del realojo, cuando vivían en el Barrio de las Latas, en la chabola cercana al arroyo Abroñigal, los chavalillos no iban al colegio y se arracimaban mañana y tarde en las calles sin asfaltar del poblado, formando un enjambre sucio y sudoroso que se desparramaba por los callejones hasta las puertas de las casas bajas. Antonio y los otros chinorris jugaban siempre en pequeños grupos de cuatro o cinco niños persiguiendo perros o ratas, conduciendo sus bicicletas alocadamente, cazando ranas o lagartijas en el arroyo o tirando piedras a los coches que pasaban por la carretera camino de Moratalaz. Cuando cualquier niño por casualidad traía un juguete, un balón, un yoyó, un coche, éste se convertía más en un objeto cuya posesión representaba el poder que en un medio para el disfrute. Se iniciaban entonces cortas peleas de cuatro o cinco golpes hasta que algún chico más fuerte acababa arrebatándoselo a los demás de entre las manos. En ese momento el chavea mostraba su trofeo con orgullo y se ponía a jugar en solitario o con dos o tres amigos más, como forma de demostrar a los demás quién era el líder. No había más normas entre ellos que la ley del más fuerte y no eran capaces de jugar en gran grupo. Cuando se iniciaba un partido de fútbol nadie respetaba las reglas y el juego se concluía a los pocos minutos entre recriminaciones y peleas.
En aquel mundo salvaje, Antonio se impuso desde el principio. A empellones, bofetadas y puñetazos si era preciso, se hizo respetar ante su grupo de iguales, convirtiéndose en el jefe de aquella pandilla de desarrapados. Tenía ya ocho años y Antonio Heredia todavía no había recibido nunca un no como respuesta. La familia de su padre lo veía crecer con gusto, admirados de las buenas artes que se daba el niño para conseguir lo que quería, alabando su genio y su carácter imperioso. Además, el pequeño Antonio tenía ya mucho éxito entre las niñas y siempre estaba intentando besarlas y buscarles las cosquillas, sobre todo a una paya, morena como el azabache, la Mariché, que siempre quería estar a su lado y bailar con él. Un par de años más tarde, justo antes del realojo, en cuanto la niña se descuidaba, Antonio le metía la mano bajo la falda.
Cuando el Ayuntamiento de Madrid les echó abajo las casitas del arroyo Abroñigal para construir el anillo de circunvalación de la M-30, les concedieron aquellos pisos nuevos cerca del Pico de los Artilleros, en la parte más alta del vecino barrio de Moratalaz y su vida cambió para peor. Porque aunque habían pasado media vida pidiendo una vivienda gratis, una vez que la obtuvieron, los tíos del Heredia no se hicieron a vivir enjaulados a veinte metros de altura en exiguos pisos de sesenta metros cuadrados dentro de aquellas moles de ladrillo. Acostumbrados a convertir la calle en una prolongación de la propia casa y a disfrutar de su burro, su mula y sus gallinas; a ahuyentar todos juntos la humedad del arroyo con sus fogatas nocturnas y sus rumbas; acostumbrados a la libertad y a las estrellas; las cuatro paredes y el techo de yeso del piso, la soledad de aquellos gigantes de hormigón que querían tocar el cielo con sus brazos de más de diez pisos, les pareció insoportable: una cárcel vertical donde aislarlos de los payos. Intentaron preservar su forma de vida. Dejaban las puertas y las ventanas abiertas para que entrase el aire, ataban los burros y las mulas en los portales y levantaban hogueras en las aceras. Pero aquello no era igual: su casa ya no era la calle. Las basuras se amontonaban a la salida de los portales mientras los contenedores instalados por el Ayuntamiento estaban vacíos y eran utilizados por los críos para meterse dentro y jugar como si se tratara de vehículos con los que echaban carreras. El Tío Joaquín tuvo una gran idea: desmontó los sanitarios y las ventanas y se los vendió a otros gitanos que tenían un tenderete puesto en la carretera de Vicálvaro.
Al cabo del tiempo, una parte de los gitanos se marchó del barrio de realojo, hastiada de los pisos y de aquella vida adocenada de los payos. Muchos, el tío Joaquín entre ellos, vendieron las casas ilegalmente a payos, a emigrantes recién llegados a Madrid o a quinquis sin más oficio ni beneficio que los subsidios y la delincuencia y volvieron a su vida de siempre: a otro poblado chabolista a la vera de otra autopista. Sin embargo, Merche se quedó en el piso con sus dos chavales. Ella prefería tener su pequeño piso antes que vivir rodeada de ratas y basura. Como decía el tío Joaquín con un matiz de desprecio: al fin y al cabo, Merche era una paya.
La madre, sin embargo, pensó que la concesión del ansiado piso iba a cambiar su suerte y cuando el tío Joaquín y la tía Angelita se largaron del barrio con su prole, ella aprovechó para cortar relaciones con la familia e intentó volver a anudar los lazos rotos con su hermana. Antonia no había olvidado, pero al menos fingió perdonar las diferencias y los enfrentamientos pasados. Su marido, Claudio, ayudó a Merche a encontrar trabajo fregando escaleras por los portales de Moratalaz. Los niños, Antonio y Félix, empezaron a ir al colegio. Tras muchos años de sufrimiento, la vida parecía sonreír a Merche. Una luz se veía al final del túnel. Todavía no se atrevía a buscar un nuevo hombre por miedo a que Antonio volviese. Ya sabía que la mujer de un gitano no puede ni salir sola mientras no está su marido; pero por lo demás, su vida era casi normal: tenía su trabajo, su piso y sus hijos en el colegio. En el futuro, ¿quién lo sabía?, quizá apareciera un nuevo amor y ella pudiera enderezar su vida y ponerla en el carril de donde la sacara un día su noviazgo con Antonio Heredia, ese gitano tan guapo que la enamoró en una verbena de Vallecas.
Toño también era feliz. Se había convertido en el niño más temido de todo el barrio de las Latas y eso a pesar de que constantemente llegaban nuevas hornadas de realojados con sus hijos a cuesta. Pero Antonio había alcanzado una precisa técnica de lucha callejera y era implacable con los viejos y con los nuevos rivales. En las peleas había dos leyes que había aprendido con su propia sangre. Una: había que golpear antes que el otro y dos: había que pegar sin piedad, sin temor a las consecuencias que los golpes pudieran producir en los adversarios. Había que pegar con todas las fuerzas, golpear sin miedo a romper la nariz, los labios, los brazos, los dientes o los ojos del rival. Solo así, golpeando ciegamente, con fiereza animal, se alcanzaba la victoria decisiva, la que no olvidaban ni el vencido ni los espectadores. Solo sabía hacer dos o tres pequeñas llaves simples, muy efectivas, para derribar a sus oponentes al suelo; pero una vez caídos, se abalanzaba sobre ellos y se las apañaba para aferrarles por el cuello o la pechera. Los sujetaba con firmeza con la mano izquierda y luego armaba y descargaba su puño cerrado de la mano derecha un golpe tras otro en la cabeza, en la cara, en los labios, en los ojos, en todas partes… Como eran peleas cuerpo a cuerpo y no tenía espacio físico para armar el brazo no lanzaba directos, sino que golpeaba a los rivales de arriba abajo y a toda velocidad, como los boxeadores hacen con el puching-ball. Golpeaba y golpeaba con su puño derecho hasta que el otro chico sangraba profusamente. Esa era la señal evidente de que la pelea tenía vencedor. La sangre era roja, manchaba… y era un espectáculo cuando brotaba. Todos se sobrecogían al verla y nunca la olvidaban. Solo la visión de la sangre en el rival le satisfacía y calmaba.
Esas victorias abrumadoras cimentaron el respeto y la fama y le acabaron evitando futuras peleas, pues a partir de entonces el terror de los demás le concedía la victoria sin necesidad de llegar a la lucha. El Heredia se acostumbró al poder y le gustaba manifestarlo, paladearlo como un delicioso licor. Le encantaba sentir que los otros niños se adelantaban a sus deseos y le obedecían sin rechistar y que las niñas le miraban con una mezcla de admiración y temor que a él le excitaba extrañamente, pues lo interpretaba como un anticipo del amor. Antonio también disfrutaba defendiendo a quienes consideraba débiles. Toño, por supuesto, no consentía una burla contra su hermano o contra sus amigos o contra la Mariché u otras niñas y niños que cayeran bajo su protección. Su espíritu asilvestrado encontraba una manera sencilla de disfrazar su egolatría, su arbitrariedad y su violencia tras una barrera de altruismo y bondad. Y además, de esta forma, demostraba a todos los demás quién tenía el monopolio absoluto de la violencia en el grupo, remarcando su papel prominente. Pero muchos niños, como el propio Heredia, eran ajenos a estas sofisticaciones sicológicas y lo acababan viendo, simplemente, como un paladín y se sentían en deuda con él.
Desde que llegó al barrio de realojo, el Toño siempre iba con el Ruso y el Papilla. El primero le pareció un chaval avispado, risueño y amable: siempre le estaba haciendo reír con sus bromas. A Antonio le caía bien porque el Ruso aceptaba su liderazgo, adoptaba el papel secundario de consejero personal y había que reconocer que a veces le daba muy buenas ideas para que las pusiera en práctica. El Papilla era distinto: con su lengua de trapo y su escasa inteligencia, era muy cruel y le obedecía ciegamente. Bastaba con que Antonio le señalase un objetivo, para que Paquillo se lanzase a golpearlo sin dudar. Los tres se hicieron inseparables desde chinorris. Se iban al barrio de los payos a robarles las peonzas, los balones y si podían, hasta las bicicletas. A Antonio le gustaba, más que conseguir nuevos objetos, sentir cómo aquellos niños de las otras plazoletas se callaban nada más verlos, sentir cómo temblaban de miedo cuando él les pedía el balón para juguetear o cómo bajaban su mirada cuando él pasaba a su lado. Podía oler su miedo a distancia. Esos niños mimados por sus padres, privilegiados por la vida y la sociedad, que conocían el zoo y los cines del centro de Madrid, temblaban ante su presencia. Ellos, tan orgullosos y altaneros al bajar sus regalos de Reyes a la calle, en realidad eran unos mierdas, unos pringaos que no valían nada, que no tenían cojones.
Cuando llegó al Colegio Nacional Pío Baroja, se sintió en la gloria. Era como si un lobo tuviera un gallinero a su disposición. Dentro de sus muros se podía golpear y robar igual que fuera, pero tomando precauciones: amenazando a sus víctimas de que no se chivasen a los maestros si no querían llevarse una buena paliza. El director, don Ramiro, citó a su madre uno de los primeros días de otoño. Llevaban solo un par de semanas de curso y todos se quejaban del comportamiento de su hijo. Los maestros decían que era indisciplinado y no quería estudiar; los alumnos tenían miedo de sus amenazas y sus golpes, los padres reclamaban castigos ejemplares. Merche se fue de allí avergonzada, pero confiada en que ella sería capaz de enderezar a su hijo. Habló con él cariñosamente, intentándole convencer con las razones más atinadas que encontró de que aquella actitud no le conduciría a nada bueno. Antonio asentía a su madre con el semblante triste. Escuchaba su perorata mirándola de vez en vez, mientras contemplaba alternativamente el jarrón de la mesa del salón, el cuadro con una escena de caza colgado en la pared o la foto de boda en la que su padre sonreía. Luego, cuando miraba a su madre, lo hacía con verdadero arrepentimiento. Su madre tenía razón: así no llegaría a nada. Pero al volver al colegio, todo se desmoronaba como un castillo de arena. Bastaba una mirada retadora de otro niño, un tropezón con cualquier julái, un leve agarrón jugando al fútbol, cualquier menudencia, para que Antonio sintiera ese impulso que no podía resistir, metiese la lengua entre los dientes y comenzase a golpear. Las reuniones de su madre con el director se reprodujeron. Merche ya no sabía qué decir, cómo ocultar su vergüenza y su impotencia. Pensó que su hijo necesitaba el ejemplo de un hombre y decidió hablar con Claudio, el marido de su hermana Antonia.
Era este un hombre frío, corpulento y tosco, que nunca sonreía y parecía contemplar la vida con una mirada ausente y oscura, como si él viviera fuera de la realidad, anclado en sus propios pensamientos. Pero siendo taciturno y despegado, sin embargo, era el único ser humano que se ocupaba un poco de ellos, aunque la Antonia bien sabía que tenía que insistirle, porque a él no le hacía ninguna gracia tener contacto con los hijos de aquel sinvergüenza.
—Llégate en ca la Merche, Claudio, y mira a ver cómo le va –le decía su mujer cuando su hermana requería su ayuda.
—Bueno —respondía lacónicamente frunciendo los labios con desagrado—. Aprovecharé para ver a mis primas.
Claudio era el dueño de la única casa baja que había sobrevivido dentro del barrio de Moratalaz. Era una casa amplia, con su corralera, su pozo y sus tierras. Y seguía allí plantada en silencio en mitad del Torito, un descampado del centro del barrio, rodeada por altos bloques de pisos en lo que fue la enorme dehesa de Moratalaz. Claudio no se había querido humillar ante la inmobiliaria Urbis vendiendo sus tierras en su momento a un precio que le pareció ridículamente injusto y cuando se decidió a hacerlo era demasiado tarde: un nuevo plan de ordenación urbana ya había calificado su pequeña finca como terreno rústico. El siguiente plan municipal consagró aquel espacio como zona de equipamientos culturales. En su terreno no se podría construir una torre de pisos nunca. Rodeado de casas, sin espacio para que pastasen sus animales y sin carriles por donde escapase su carro, el tío Claudio tuvo que desertar del arado. Pero rodeado de aquellas torres, le quedaba su casa, su patio y su corralera y los aprovechó para poner un merendero junto con su mujer. Fueron sus años más felices. Los días de diario iban a comer los obreros que construían los bloques y los fines de semana muchos nuevos vecinos de Moratalaz. Lo malo vino al acabar las obras. Los obreros se marcharon y la gente de Moratalaz se hizo más fina. Ya nadie quería ir a merenderos, sino a las cafeterías y a los restaurantes donde ponían manteles y servilletas de tela.
Hundido el negocio, sin ninguna perspectiva de futuro y atado al destino de aquella casa baja, Claudio se encerró en sí mismo y se convirtió en un individuo hosco con cierta tendencia a la bebida. Entonces le convencieron sus primas de que pusiera en su misma casa una churrería. Era un negocio que no requería una gran inversión. Antonia haría los churros y las porras mientras él los despachaba. Y el negocio funcionó. Los domingos iban los vecinos de los bloques circundantes a por su docena de churritos bien calientes y el tío Claudio hacía el dinero suficiente para ir tirando. Los otros días de la semana, si le apetecía, iba con una bandeja paseándose por calles, bares y panaderías ofreciendo su mercancía, por lo que era muy conocido en todo el barrio.
Al tío Claudio nunca le habían gustado los gitanos. Le repugnaban incluso en los viejos tiempos, antes de que asesinaran a su primo, crimen que él siempre achacó a Antonio Heredia. Incluso antes de aquello, cuando sus tíos convivían con los gitanos en el barrio de las Latas y le encarecían sus virtudes, Claudio torcía el gesto con desprecio. Y cuando los domingos, bajaba desde su solitaria casa de la Marroquina hasta el bario de las Latas para comer con sus tíos y se encontraba algún gitano en la casa, no podía evitar un respingo de asco. Y es que no le gustaba el color sucio de su piel, sus miradas intensas y traicioneras, su risa falsa, su olor a hoguera, su acento cantarín. Cuando la hermana de su mujer, esa cabeza loca de Merche, se casó con uno de ellos, precisamente con Antonio Heredia, Claudio no fue a la boda y le dejó bien claro a su mujer que aquel gitano no pisaría su casa jamás.
Solo cuando el gitano, después de haber arruinado a todo el que estuvo a su alrededor, desapareció, igual que si se lo hubiera tragado la tierra, Claudio aceptó tratar de nuevo a Merche y sus dos hijos, aunque nunca se le olvidaba que aquellos dos niños llevaban la sangre de aquel hijo de perra. Sobre todo el mayor, que tenía la misma expresión chulesca que tanto había odiado en su padre. Por eso, cada vez que su mujer le decía que subiera a los pisos del nuevo Barrio de las Latas a echar un ojo, Claudio iba para allá con un vago sentimiento de asco y venganza quemándole por dentro. Nada más llegar se apostaba contra la puerta para que Antonio no pudiera escaparse y se quitaba el cinturón con expresión severa mientras escuchaba las quejas de Merche.
—¡Si es que no se puede hacer otra cosa contigo! —le decía luego a Toño mientras le daba con el cinturón. Claudio no le pegaba muchas veces, ocho o diez golpes le bastaban, pero los daba con ganas, sin importarle la escasa edad del niño.
Antonio gritó y suplicó las primeras veces. Luego aprendió a llorar de rabia en silencio, pero se dio cuenta de que su tío solo dejaba de pegarle cuando le oía pidiéndole clemencia entre lágrimas. Solo cuando se convencía de que le había infligido suficiente dolor y de que el niño se había humillado hasta la súplica, su tío lo dejaba y se ponía el cinturón con la respiración todavía agitada. Así que Antonio gritaba casi desde el principio, procurando convencer a aquella bestia de que el castigo ya era suficiente.
Una tarde de invierno, al volver del trabajo, Merche se encontró con otra citación del director del colegio. En la reunión, don Ramiro, aquel hombre barbudo que escondía una mirada triste tras sus gruesos cristales ahumados, le comunicó un tanto azorado, como si le diera vergüenza decir aquello, que su hijo Antonio había insultado, agredido gravemente y robado a otros compañeros del colegio. Y que por ello iba a ser expulsado del colegio. Merche volvió a casa avergonzada y rabiosa. Al ver a Antonio a lo lejos, bajo los soportales, riendo despreocupadamente, como si se riera del mundo y de ella misma, sentado en un banco de los soportales, le gritó que subiera a casa inmediatamente; pero Toño, rodeado de amigos y amigas, deseoso de demostrar ante ellos que él era más poderoso que su madre, se negó a subir con desprecio. Merche sintió que la indignación le quemaba la garganta y estuvo a punto de acercarse hasta el banco y subírselo de una oreja o de ir a buscar a Claudio. Pero no hizo ninguna de las dos cosas: tuvo miedo de que su hijo la ridiculizara en mitad de la calle y de que el castigo del tío fuese brutal. Así que, cuando ya anochecido, subieron los dos hermanos, Merche se encaró con su hijo mayor recriminándole su conducta en el colegio.
—¡Te han expulsado por ladrón! —le recriminaba casi llorando—. ¡Qué vergüenza, Dios mío!
—Es jujana —se defendía el Heredia utilizando las palabras gitanas como parapeto.
—¿Que es mentira? ¡Y a mí no me hables así, con esas palabras de andarríos! Pero si me ha enseñado el director las cosas que habías robado y había allí dos madres que decían que habías pegado a sus hijos… Te van a denunciar a la Policía.
—¡Bah! ¡Que me denuncien las payas! ¡Yo no he hecho na!
Merche ya estaba llorando y había sujetado a su hijo por los pelos. Pronto empezó a abofetearlo y le iba hablando entrecortadamente entre golpe y golpe. Le pegaba cada vez más fuerte.
—Esto… para… que… aprendas a mentir a tu madre. ¡Sinvergüenza!
Toño se acabó zafando y se fue a su habitación. La madre acabó en la cocina, llorando de rabia. Su hijo se le iba a torcer. Era la sangre… ¿Quién la había mandado enamorarse de aquel gitano? ¿Por qué había sido tan tonta y tan débil? ¿Por qué él tenía que haber sido tan irresistiblemente guapo? ¿Por qué no había escuchado a su hermana, a su padre, a la voz de la razón, que le insistía en que no se casase con él? Su hijo Félix, su pequeño, el que llevaba el nombre de su propio padre, el que era como ella, se le acercó. Cuando ella se casó con el gitano, su padre le dijo a su hermana Antonia que ya no tenía más hija que ella, que para él la Merche ya no existía. Félix era dulce como su abuelo y cuando se le abrazó y lloró con ella, Merche le quiso más que nunca.
—Vamos a hacer una tortilla de patatas, hijo mío.
Antonio se los encontró de espaldas, delante de la cocina, observando cómo se cuajaba la tortilla. No le hizo falta echarse la escopeta al hombro. Había estado en su habitación un buen rato, con la cara todavía caliente por los golpes, pensando cómo iba a vengarse de su madre. Él ya era un hombre; su madre era una mujer. Y ya iba siendo hora de que se enterase de quién mandaba en aquella casa. Cogió la antigua carabina de su padre que estaba encima del armario. Era un arma ya antigua y nunca la había usado hasta entonces, pero había visto muchas veces a su tío cargar su escopeta con perdigones para matar pájaros, así que le resultó sencillo hacerlo. Luego, tomándola con sus dos manos, se dirigió tranquilamente a la cocina apuntando hacia delante, disfrutando del poder que sentía entre sus brazos. Allí estaban los dos de espaldas, frente a la sartén. Cuando estuvo detrás de su madre, a un par de metros de sus anchas caderas, de su enorme trasero, disparó sin apuntar. Antonio se preguntó con curiosidad, con candor infantil, qué ocurriría entonces. La madre oyó el zumbido del proyectil, dio un grito asustado al oír el sordo disparo. El Tato volvió con lentitud su cabeza, como si el tiempo se hubiera paralizado. Allí estaba su hermano con la carabina sujeta con ambas manos, con una media sonrisa que susurraba venganza. La madre se echó mano al trasero y le miró aterrorizada.
—Me has disparado –dijo estupefacta.
—No me vuelvas a pegar nunca –se limitó a responder Antonio con frialdad—. Y como se lo cuentes al tío Claudio, te juro por mi libertad que lo mato.
Fue ella misma quien se sacó el perdigón del glúteo con unas pinzas mientras lloraba desconsolada. No quería ir al hospital porque tenía miedo de que los médicos dieran parte a la Policía y su hijo acabase en un reformatorio. No quería contárselo a su hermana por miedo a que su cuñado y su hijo se acabaran matando. Le dolía más saberse agredida por su propio hijo que sentir las agudas pinzas hurgando en sus carnes para extraer el pequeño proyectil.
La hermana de Merche se enteró de lo sucedido porque Antonio al día siguiente contó su hazaña a varios chicos en la calle y estos le dieron la noticia a sus madres. Al final se enteraron las hermanas de Claudio.
—¿Es verdad que te ha pegado un tiro Antonio?
El tío Claudio se presentó esa misma tarde en la casa y Toño, en cuanto le vio en el salón, tuvo la tentación de huir. Pero su tío le cerró el paso y, apoyando su espalda contra la puerta, comenzó a quitarse el cinturón como siempre, lentamente, con una sonrisa cruel en el rostro, deseoso de someter a aquel gitano asqueroso.
—¡Te voy a enseñar ahora a pegar a una madre y luego a contarlo por la calle! ¡Que no te creas que me he enterado por ella, cacho cabrón, sino porque tú lo has ido pregonando a todo el que te ha querido escuchar!
Antonio fue a esconderse en su habitación, pero su tío dio dos pasos y lo agarró por el brazo para impedírselo mientras le golpeaba con el cinto. Entonces, por primera vez, Antonio se le revolvió y manoteó en el aire, intentando sujetarle el cinturón, la mano, lo que fuera. Claudio echó el aire con fuerza por la nariz y comenzó a golpearle con la hebilla en la espalda y en la cabeza mientras Toño se cubría con los brazos. El chaval, que ya había dado un buen estirón, consiguió agarrar la hebilla y comenzó a forcejear con su tío para arrebatarle el cinturón. Claudio acabó por soltarlo y tras sujetar a Toño por el brazo para que no se le escapase, le dio unas cuantas bofetadas con toda la fuerza de que fue capaz, que no fue mucha, porque el chaval se resistía forcejeando y consiguió parar algún golpe con su antebrazo. Al final, Toño logró zafarse y le dio a su tío un atropellado puñetazo en la cara.
Claudio, con sus casi cien kilos de peso, se quedó clavado en el suelo, estupefacto, mientras Toño daba un paso atrás. Aquel gitano había superado una frontera prohibida, había entrado en un territorio del que nadie había salido indemne jamás. Hasta entonces, él lo había tratado conteniéndose, midiendo la fuerza de sus bofetadas, como a un niño; pero a partir de ahora las cosas iban a ser muy distintas.
—¿Así que ya eres un hombre?
Claudio era un tipo recio, bajito pero muy fornido, descendiente de generaciones de campesinos y su aspecto, a sus cuarenta y tantos años de edad, era todavía temible. Antonio vio cómo aquella roca se le echaba encima en dos pasos y le pegaba dos fuertes puñetazos en la cara que lo lanzaron al suelo, casi inconsciente. Luego Claudio lo levantó en el aire con sus dos brazos y lo lanzó contra la pared de un fuerte empujón. La cabeza y el cuerpo del chaval sonaron de forma distinta al golpear el tabique consecutivamente. Primero el sonido seco del cráneo, después el sordo golpe del esqueleto. Entonces, mientras Toño sentía como su cuerpo resbalaba pegado al yeso de la pared, mal sujeto por sus temblorosas piernas, Claudio se abalanzó sobre él dándole varias patadas en las caderas, en el estómago, en los tobillos, en donde caían sus botas de obrero, hasta derribarlo al suelo. Merche viendo el rostro inflamado de ira de su cuñado, creyó que estaba dispuesto a matarlo y se interpuso para que no golpease más a su hijo. Antonio se levantaba a duras penas ensangrentado, intentando huir. Pero Claudio apartó a su madre de un empujón y se encaró otra vez con su sobrino.
—¡A una madre no se la pega! —bramó—. ¡Me cago en todos los de tu nación!
Y se lanzó a por él de nuevo con los dos puños bien armados, cegado de furia. Sin compadecerse de su corta edad, lo golpeó con toda su fuerza en el estómago con el puño izquierdo. El muchacho se dobló como un fardo de paja, sin respiración, boqueando como un pez fuera del agua y el tío aprovechó entonces para darle otro fuerte puñetazo en la cara que lo derribó al suelo de nuevo. Allí le dio otras dos o tres patadas en el vientre, que no fueron más porque Merche se echó al suelo y le enganchó las piernas con sus brazos, trabándoselas.
—¡Como vueltas a tocar a tu madre, te mato…! ¡Trata así a las de tu raza, maricón, que solo valéis cuando vais en grupo!
—¡Por favor, Claudio! ¡No le pegues más, que lo vas a matar! ¡No le pegues más!
Antonio se arrastró entonces un par de pasos, hecho un húmedo ovillo. Su cara estaba desfigurada por los golpes y la sangre le brotaba de la nariz y la boca. Boqueaba entrecortadamente y con rabia, expulsando gotas de saliva sanguinolenta. Claudio vio en aquel rostro desfigurado del chaval, la misma asquerosa cara de gitano que tenía su padre.
—¡El día que vuelva mi padre, te vas a enterar! —le dijo Antonio desde el suelo escupiendo sangre con un resto de orgullo.
Antonio vio entonces en un breve instante, en lo que dura un parpadeo, que el tío Claudio dibujaba una sonrisa sardónica y en su mirada le pareció entrever en un fulgor, en un destello de rabia, que aquel payo sabía algo más, un secreto inconfesable, callado durante años y que en ese momento estaba a punto de revelárselo. Su tío guardaba silencio, como si las palabras le quemaran encarceladas en la garganta, luchando por ser libres. Todo eso vio Toño en un instante, hasta que las cejas de Claudio ascendieron suavemente. En ese instante supo que su tío había vencido la tentación de hablar.
—Tu padre no volverá nunca, maricón —le acabó por decir riendo mientras le daba una última patada en el estómago. Antonio cerró los ojos, vencido por el dolor y el cansancio. Su tío lo había vuelto a derrotar. Hubo un largo silencio, solo roto por el llanto de Merche que lloraba arrodillada junto a su hijo. Félix seguía junto a la puerta, con los brazos pegados al cuerpo, hierático.
—Me voy —anunció entonces Claudio sin que nadie le respondiera. Le dolió que Merche, a la que había defendido tantas veces, no tuviera una palabra de despedida, como si el culpable de lo ocurrido fuera él y no aquel hijo maldito. Claudio se dirigió con rapidez hacia la puerta, todavía con la respiración agitada.
—Un día te atasabaré —murmuró el Heredia con voz pastosa cuando éste ya salía por la puerta.
—¿Sí? ¿me vas a matar? ¿tú? —se volvió sarcástico su tío al oírle—. Allí te espero en el Torito con la recortada.
Y entonces, a pesar del dolor y la humillación, Antonio Heredia sonrio. Estaba seguro de que su tío le había golpeado con tanta saña aprovechándose de su corta edad porque no había tenido cojones nunca para meterse con su padre. Aquella paliza era una venganza pasada. Y solo podía ser por una razón. Porque él era igualito que su padre.