(Miércoles, 17 de junio de 1977)
Dicen los viejos que en este país hubo una guerra / Que hay dos Españas que guardan aún el rencor de viejas deudas./ Dicen los viejos que este país necesita / palo largo y mano dura para evitar lo peor./ Pero yo solo he visto gente / que sufre y calla, dolor y miedo, / gente que solo desea / su pan, su hembra y la fiesta en paz. / Libertad, libertad / sin ira, libertad. / Guárdate tu miedo y tu ira / porque hay libertad / sin ira, libertad / y si no la hay, sin duda, la habrá.
(Libertad sin ira, Jarcha)
Tras el asesinato de los abogados de Atocha, la actitud contemporizadora del PCE y las negociaciones de Carrillo y Suárez condujeron a la legalización del PCE el 9 de abril de 1977, dos meses antes de las primeras elecciones democráticas. El PCE aceptaba el sistema parlamentario burgués, la economía de libre mercado, la monarquía y la bandera roja y gualda. Tras haber protagonizado la lucha contra la dictadura durante varias décadas, esperaba obtener una amplísima representación parlamentaria.
El PSOE, por el contrario, había sido un partido desaparecido durante cuarenta años. Sin embargo, en pocos meses fue capaz de abrir en Moratalaz el local más amplio y lujoso de los que disponían los partidos políticos. El dinero que la CIA insufló al PSOE vía SPD alemán (lo que se llamó el caso Flick) para frenar a los comunistas, permitió a los socialistas encarar las elecciones con un apoyo mediático enorme.
Para apuntalar a estos dos partidos de izquierdas, el Gobierno Suárez no legalizó a los partidos de extrema izquierda, como el PTE, que para presentarse a las elecciones tuvieron que hacer una candidatura de coalición llamada Frente Democrático de Izquierdas.
El 17 de junio fueron las elecciones y los resultados fueron inapelables. La derecha heredera del franquismo obtuvo una clara victoria, los socialistas quedaron en segundo lugar y el PCE cosechó una severa derrota, lo que acabó provocando una enorme crisis dentro del partido. Los resultados de la extrema izquierda fueron casi testimoniales. La mayor parte de la población española, la mayoría silenciosa que no se manifestaba en las calles, optó claramente por las propuestas más moderadas.
Miguel Ángel García Sánchez cubría sus rubios cabellos con una gorra roja desde hacía dos meses, exactamente desde el domingo 10 de abril de 1977, en que su padre lo llevó de la mano a la Lonja. Porque en aquellos tiempos, Miguel iba siempre de la mano de su padre. La gustaba sentir esa mano fuerte de obrero, tosca y viril, apretando la suya con firmeza y cariño. Le gustaba que le vieran a su lado, caminando con paso resuelto y la mirada al frente. Durante esa primavera fugaz, Miguel llevaba la gorra roja para ir al colegio, para corretear por las calles o para jugar al fútbol. No se la quitaba nunca.
Se la habían regalado aquella mañana emocionante y festiva. Desde el principio, el ambiente en el pequeño local comunista era impresionante. Decenas de camaradas se acercaban para brindar, cantar y reír por la legalización del partido. Y a todos les regalaban aquella gorra de humilde tela roja. En la parte frontal, sobre la sencilla visera de plástico rojo, aparecían serigrafiadas en amarillo las siglas del partido y el anagrama con la hoz y el martillo. Miguel jugó aquella mañana con otros tantos niños bajo los soportales de la Lonja, luciendo sin temor sus gorras. Sus padres se atrevieron, una vez que ya estaba el ambiente más caldeado, a sacar las banderas rojas a la calle y cantar a voz en grito la Internacional. Miguel comprendía que todos estaban muy contentos. Su padre le dijo que era porque pronto serían las elecciones y ellos iban a arrasar.
Luego a Miguel alguien le regaló una bandera roja muy bonita y él se volvió al barrio haciéndola ondear alegremente durante todo el recorrido. A la vuelta, se encontró con el Paquillo, Félix y el Antonio Heredia sentados ante la fuente de las Latas, en el centro del barrio de realojo. Era esta una sólida construcción de hormigón armado que, siempre sin agua, había terminado como papelera gigantesca donde había basura de todo tipo. En sus bordes de hormigón se sentaban los chavales para contemplar cómo pasaba la vida. Miguel le pidió permiso a su padre para quedarse un rato con sus amigos y este le soltó de la mano con una sonrisa.
—¿De dónde vienes con esa gorrita y esa bandera? —le dijo el Heredia.
—¿A que mola? —contestó el niño rubio orgullosamente.
—¿Pero de dónde las has sacado? —insistió el Heredia, siempre deseoso de conseguir más cosas.
Miguel Ángel les explico como mejor supo que el Partido Comunista era un grupo de personas que quería que todo fuese de todos. Para eso eran comunistas, para que todo el mundo tuviera las mismas cosas y fueran iguales.
—Eso es una gilipollez —contestó el Heredia despectivamente—. ¿Cómo va a tener todo el mundo lo mismo? El día que yo sea rico, nunca dejaré mis cosas a nadie.
Los dos amigos acabaron discutiendo acaloradamente, más por el orgullo de mantener sus respectivas posiciones que por conocimiento verdadero de lo que decían. Miguel Ángel aseguró que el PCE podía ganar las elecciones o al menos ser el segundo partido más votado.
—Me juego mi cinturón de león contra tu gorra a que esos gilipollas no quedan ni segundos.
Durante los dos meses posteriores, Miguel Ángel ocultó a su padre la apuesta, pero le acompañó de la mano al local muchas veces. Asistió a los mítines y colaboró en las pegadas de carteles o en otros actos del partido. José estaba un poco asombrado del activismo de su hijo, pero tampoco le parecía tan extraño, porque también otros camaradas llevaban a chicos de la misma edad y Miguel Ángel congeniaba bien con ellos. El Heredia se pasó los dos meses burlándose de él. ¡Ay, Miguel! ¡Que poco tiempo le quedaba de llevar esa gorra! Miguel Ángel no quería replicarle con mucha agresividad, porque sabía que Toño se liaba a guantazos por cualquier tontería, pero él cada vez estaba más harto de sus burlas y además sabía que tenía un arma que dolería al Heredia más que nada en el mundo.
—Mírale, ahí viene otra vez de la mano de su papá —le espetó el Heredia un día más.
—Eso lo dices porque tú no tienes padre —contestó Miguel Ángel arrepintiéndose al instante de lo que su boca estaba diciendo.
Antonio Heredia se lanzó sobre él y comenzó a darle puñetazos. Miguel Ángel se defendió con furia y los dos acabaron rodando por el suelo. Fueron el Papilla y Félix quienes les separaron. Miguel se fue a su casa mientras Heredia le recordaba la apuesta a gritos.
Miguel Ángel se pasó los dos meses ayudando en la campaña como si le fuera la vida en el empeño. Estaba deseando arrebatarle al Heredia su cinturón.
Por fin llegaron las elecciones. El día 17 de junio, dos días después de la votación, se hicieron públicos los resultados casi definitivos. Miguel Ángel llegó con su padre al local del PCE y allí escuchó las noticias. No podían ser peores. Suárez y su partido burgués habían vencido claramente en las elecciones. El PSOE era el segundo partido más votado. Y el PCE, que según decía su padre, iba a arrasar, no había llegado ni al 10% de los votos. Los socialistas habían alcanzado casi el 30%. Les triplicaban. Fue una tarde amarga para todos los que llegaban al local. Una tarde de silencios, recriminaciones y excusas estériles.
El padre de Miguel Ángel volvió al barrio a paso de plomo. Había bebido un poco más de la cuenta y la lengua se le había calentado un poco. Durante unos meses había creído realmente que todo podía cambiar. No había sentido esa ilusión y ese desengaño nunca antes en la vida. Se había enamorado de la posibilidad de que la sociedad cambiase y fuese más justa. Había tantas cosas que arreglar en España, tantas injusticias que resolver después cuarenta años de dictadura… No era justo que un peón de albañil ganase la décima parte que un arquitecto. Todos los hombres eran iguales, lo decía la lógica humana. Si los comunistas hubieran ganado, los sueldos de los obreros se habrían elevado de forma constante sin necesidad de hacer huelgas, porque el Gobierno los aumentaría cada año por ley. Y habría sanidad de calidad para todos. Y su hijo iría a la universidad con una beca. Pero ahora todas esas ilusiones se habían desvanecido. Había sido todo una triste ilusión. Se prometió que no volvería al local del PCE. Se volcaría en lo suyo, que era poner ladrillos sin preocuparse de nada más. El padre volvió al barrio tan despacio y tan ensimismado que no se dio cuenta de que su hijo no le iba dando la mano.
—¿Me das la mano? —le pidió con cariño.
—No —se negó Miguel Ángel mirando al frente con determinación.
Miguel Ángel iba también rumiando la derrota. Al llegar a la fuente de las Latas vio a sus amigos sentados como siempre. Y abandonando a su padre, se dirigió a ellos con paso decidido. El Heredia acertó el resultado electoral con solo mirarle a los ojos.
—Venga, Miguelillo —le dijo sonriendo con orgullo—. Dame la gorra. Las apuestas son para cumplirlas.
Y el niño rubio se la dio y se fue a su casa sin hablar nada más. No tenía ganas de ver al Heredia con su gorra puesta como un trofeo. Con sus diez años escasos, solo tenía ganas de llorar aunque no sabía por qué. El Heredia, con sus rizos de azabache al cálido viento de junio, se intentó calar la gorra.
—Mierda de gorra —dijo furioso forcejeando con ella—. No me cabe.
—¡Menudo gabezón tienes! —se burló Paquillo riendo.
El Heredía entonces sujetó la visera de plástico de la humilde gorra y la arrancó de un tirón. Luego la tiró a la fuente donde se convirtió en un trozo de basura más.