Capítulo 1. Franco ha muerto

(Jueves, 20 de noviembre de 1975)

Si el capitán Trueno pudiera venir, / nuestras cadenas saltarían en mil. / Monstruos gigantes, princesas encantadas;/ el malo siempre palma, la chica se salva./ Ven, capitán Trueno, / haz que gane el bueno. / Ven, capitán Trueno, /que el mundo está al revés.
(Capitán Trueno, Asfalto)

                          Españoles: Franco ha muerto. A las cuatro y veinte de la madrugada del 20 de noviembre de 1975, el general Franco, la adusta efigie que aparecía en las monedas rodeada por la leyenda “Caudillo de España por la gracia de Dios”, fue desconectado por su equipo médico habitual de las máquinas que le mantenían artificialmente con vida desde días atrás. De esta forma, su muerte ha coincidido con la efeméride del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera, Jefe de Falange Española y de las JONS, creando un significativo paralelo en la historia de España. 

            Los periodistas sienten pasos apresurados por el hall del hospital y ven llegar algunas personalidades con cara de circunstancias. Uno de los reporteros tensa su gesto. Algunas enfermeras y doctores con los que ha hecho amistad en estos largos meses ya le han dicho a medianoche que el Generalísimo está clínicamente muerto desde hace unas horas y que, por tanto, el anuncio público del fallecimiento ha de ser inminente. La irrupción de algún familiar y de un par de ministros confirman sus informaciones. El periodista sale discretamente hacia una cabina cercana para que sus compañeros no le pisen la primicia y llama al director de su agencia, que duerme plácidamente en mitad de la fría noche. El director se despierta sobresaltado y, tras escucharle saliendo del sopor, le pregunta si está seguro de la noticia. A ver si vamos a cagarla, le dice. ¿Y si lanzan el teletipo y es un mero rumor? El director sopesa en instantes lo que un error de ese calibre puede costarle a su carrera, pero al final se arriesga a dar vía libre y llama a la agencia. En breves instantes, el golpeteo de acero del teletipo sobresalta las redacciones de todo el mundo. Franco ha muerto. Franco ha muerto. Franco ha muerto. Nueve palabras que estremecerán España. Ya no se puede ocultar. El resto de los periodistas se entera de la primicia con una cierta envidia, abandona su duermevela y se entrega disciplinado y ojeroso a la causa de la información. Los discos de los teléfonos del Hospital de la Paz giran al unísono. La noticia se extiende a todas las agencias de prensa, a todos los periódicos, a todas las emisoras de radio, a todas las cadenas de televisión. Como un tam-tam incesante, el eco del lacónico mensaje telegráfico se expande por todo el mundo occidental. Franco ha muerto. Franco ha muerto. Franco ha muerto. Desde Madrid, el terremoto se expande en ondas concéntricas por España y por todo el mundo. 

            Amanece.

            Mariluz nunca les había mencionado a sus hijos que su abuelo había sido socialista. Son demasiado pequeños. Javi, el mayor, tan solo tiene nueve años. Y además, ¿para qué? Quizá no se lo diga nunca. La familia lo había cubierto todo bajo un espeso manto de silencio. Lo mejor era no remover el pasado y disfrutar de la paz. La vida le había enseñado a su familia que siempre sería mejor cualquier tipo de paz a cualquier tipo de guerra. Pero ahora, el hombre que había asesinado a los comunistas, a esos comunistas que obligaron a su padre a hacer trabajos forzados durante la guerra, había muerto. Ahora, el hombre que también había encarcelado a su padre al finalizar la guerra había muerto. Ahora, la mano firme que había impuesto su ley del desierto durante treinta años, ya no estaba para velar por la paz. Y había mucho odio todavía oculto. Centenares de miles de muertos y represaliados podían buscar ahora la venganza. El horror podía comenzar de nuevo. ¿Acabaría también su marido en la cárcel y ella evacuada, acarreando maletas de acá para allá con sus hijos, como tuvo que hacer su propia madre durante la guerra? Mariluz se santiguó y despertó a su hijo tocando levemente su hombro.

            —Javi, Javi. Franco ha muerto. Vete al colegio, hijo. A ver si hay clase. Y ten cuidado. Si ves lío, te vuelves corriendo.

            Cuando Javi bajó a la calle, todavía con el estómago caliente del desayuno, sus pies se abrieron paso por las aceras alfombradas de hojas otoñales y al levantar la vista, el azul persa del cielo de Madrid se reflejó en sus ojos, luminoso y alegre. Antes de llegar al colegio, recogió del suelo unas octavillas húmedas. El papel gritaba: “¡Por la Huelga General Política!” y estaba firmado por unas siglas, JGRE. En el margen superior derecho había un extraño símbolo que a Javi le pareció una hoz y un martillo. 

            El niño volvió a casa feliz. El conserje le había dicho que no habría colegio por lo menos hasta el lunes. Mariluz estaba viendo la televisión. Al niño le pareció que su madre tenía los ojos enrojecidos, pero no le dijo nada. Él no podía dominar el llanto si veía a su madre llorar. Así que se fijó en la pantalla como ella. Era extraño que Franco fuera de joven ese soldadito de gestos rápidos que llevaba un bigote tan parecido al de Charlot. 

            —¿Me puedo bajar a la calle? El Ratón ya está abajo con la pelota…

            —No le llames Ratón. Eso está muy feo. Se llama Gerardo —le amonestó Mariluz con voz triste.

            —Pero si a él le da igual que le llamen Ratón… —se justificó Javi.

            —Espera un rato a ver si bajan más niños —insistió su madre con un atisbo de temor. 

Es un día extraño: frio, luminoso y cargado de silencios. Las emisoras de radio sólo programan música clásica. A las diez de la mañana, Carlos Arias Navarro aparece en las casas de toda España, con gesto grisáceo y compungido a través de las cámaras del único canal televisivo, Televisión Española, controlada directamente por el Gobierno. Españoles: Franco ha muerto, musita. Al primer ministro le ha abandonado el ánimo durante su alocución al murmurar estas cuatro primeras palabras. Su voz se ha quebrado en un sollozo entrecortado. Tiene que hacer una pausa. Ese gesto espontáneo y esas palabras rotundas siguen retumbando como un eco en toda España años después de que haya completado su alocución. Hipnotizados por esas tres palabras, Franco… ha… muerto…, nadie ha prestado la menor atención al resto del discurso en que el viejo presidente del Gobierno había glosado la figura y el legado incalculable del Generalisimo.

Franco ha muerto. La programación televisiva habitual se sustituye por música clásica y un documental que se repite hasta la saciedad. Gonzalo, el benjamín del conductor de la Guardia Civil, el niño al que llaman Lito desde pequeño, se ha sentado hace una hora ante el televisor con un vaso de Colacao y un plato repleto de galletas María Fontaneda. Ve el documental con cierta desgana. Su hermano Bértold le ha dicho muchas veces que en España viven en una cosa que se llama dictadura y que muchas de las cosas que dicen en la tele son mentira. Seguro que es mentira lo que dicen en el documental: que Franco era un gran militar. Seguramente era un cobarde, porque él no le ha visto disparar ni una sola vez como a los héroes de verdad. Lito, con sus nueve años, entiende ya muchas cosas porque se las cuenta su hermano Bértold. Y la más importante es que en la dictadura manda Franco. Y que encarcela y mata a la gente que está en su contra si quiere. Es un tirano como Atila, el malo del Príncipe Valiente. Así que él tiene que guardar secreto de las cosas que le cuenta Bértold, porque a su hermano mayor una vez ya se lo llevó la Policía y le pegaron muy fuerte.

A las once ya están algunos amigos sentados en los bancos de la desértica plazoleta. Es una mañana extraña, en la que todo parece desarrollarse con inusitada lentitud. El cielo es más azul que nunca y luce el sol, pero hace frío. Los ruidos habituales de los camiones y los coches, el eco de los balonazos y hasta las conversaciones parecen amortiguarse hasta convertirse en un rumor. A pesar de que los niños no tienen clase, la plazoleta no está llena de gente como un sábado, sino incluso más vacía que un día laborable normal. Los bancos están vacíos. Los jubilados deben de estar en casa viendo la tele. Las madres no han bajado a la calle con sus niños pequeños para que jueguen en la arena. Ni siquiera se ve a mujeres yendo a comprar.

—Qué pocos nos hemos bajado —dice extrañado Pablo mirando a sus cinco acompañantes. 

Nadie le contesta, aunque todos suponen que al resto de los amigos las madres no les han dejado bajarse a la calle. Ellos mismos han tenido que pelear su derecho a la diversión con las suyas. De las niñas, solo Azucena y Sofía están ante el portal jugando a las cocinitas casi en silencio. Al parecer, la muerte de Franco es algo muy importante y todo el país debe arrodillarse ante la solemnidad. No parece lo más adecuado en un día de luto nacional que los niños estén dando voces y haciendo travesuras por la calle como suelen. Pero todo eso a ellos, con nueve y diez años, les da igual.

—¿Echamos un partido? —propone como siempre el Ratón mientras juguetea con la pelota ante el corro de amigos. Gerardo también tiene nueve años, pero aparenta solo cinco o seis.

—¿Pero no ves que no somos más que seis? —le contesta Vicente, el más alto del grupo,  mientras se ejercita con su tirachinas. Ya tiene once años y muchas ganas de demostrárselo a todo el mundo. 

—Pues un gol regañao… —insiste el más pequeño de la pandilla. 

—Que no seas pesao —zanja Vicente haciendo valer su edad, su estatura y su liderazgo.

—Yo no tengo ganas de jugar ahora a la pelota–le apoya su amigo Juanan, con el que comparte pupitre en el colegio.

—Ha salido por la tele un hombre y se ha puesto a llorar cuando ha dicho que Franco se había muerto ¿No lo habéis visto? Estaba llorando de verdad… —dice Javi riendo.

—¿De verdad? 

Vicente se queda asombrado. ¿Cómo va a llorar todo un hombre, aunque sea amigo de Franco? Él no lloraría si se muriera Juanan. En todo caso, lloraría si se muriera su madre. Ni siquiera por su padre lloraría.

—¿Y ahora que Franco se ha muerto qué pasará? —pregunta Pablo.

—Pues que pondrán al príncipe de rey —contesta Lito con seguridad porque se lo ha oído decir estos días atrás a su padre.

—Va a haber vacaciones hasta el jueves que viene —acaba anunciando Juanan.

Todos los amigos se alegran. Una semana entera sin clases.

—Ojalá se muera luego el rey y así tendremos otros siete días –bromea Pablo. Los demás ríen.

—¿Y el domingo habrá partidos? —pregunta el Ratón mientras sigue golpeando su pelota arriba y abajo. El Atleti juega el domingo contra el Oviedo.

—Yo que sé —acaba contestando Vicente.

—Ahora a lo mejor ya podremos ganar la liga —sigue el Ratón— porque como Franco era del Madrid, los árbitros le ayudaban. Pero ahora si se pone de rey…

—El rey también es del Madrid —le interrumpe Juanan con seguridad y un punto de rabia. Es la eterna retahíla de los colchoneros.

—Pero su hijo es del Aleti. Yo le he visto en el Manzanares… —replica el Ratón.

—¡Pero el que manda es el rey! —insiste Juanan con un gesto despectivo que quedará impune porque el Ratón ni siquiera le llega al hombro.

—Y además el Madrid no gana por los árbitros. Los del Aleti siempre llorando… —Vicente cambia de tema. Ya está harto de oír las mismas tonterías de siempre—. ¿Nos vamos al barranco a tirarnos un rato? El otro día llevaron un camión lleno de arena y todavía no se habrá secado. Podemos dar unos saltos…

El barranco está ahí al lado. Tan cerca que les separan de él menos de doscientos metros. Y tan lejos que es el límite de la ciudad. Al cruzar la última carretera, la que está al lado de sus casas, se acaba Madrid. Y comienza el campo, el lugar que no conocen sus padres, el territorio de lo salvaje, la frontera de la libertad. Allí van a menudo a jugar escapándose de la civilización y sus normas. Allí están las charcas y sus ranas, las escombreras, las campas de amapolas y espigas, los grillos, los lagartos, los senderos que no se sabe donde terminan, los chatarreros con sus carretas y las hogueras de los mendigos. Por allí aparecen a veces un pastor con sus ovejas, un afilador o un vendedor ambulante de palulú que se acercan a Madrid como si vinieran de otra época. Es el territorio secreto de las emociones y lo inesperado. 

Ya se están imaginando todos la carrera frenética antes de llegar a la grieta de diez metros de profundidad, el salto abismal al vacío y el aterrizaje gozoso cuatro o cinco metros más abajo sobre la esponjosa arena. ¿Cabe mayor diversión? Pero a casi todos les han dicho sus madres que esa mañana les dejaban bajar a la calle con la condición de que no se alejasen de la plazoleta. Y dudan. 

—¿Qué pasa? ¿Qué no os deja mamá? —les asaetea Vicente con intención. 

—Yo prefiero quedarme a jugar con los soldaditos —anuncia entonces Lito.

—Yo me quedo contigo —se posiciona entonces Javi, su compañero de clase desde la educación preescolar.

—Es que son todavía muy pequeños —Juanan es el primero en levantarse del banco y ponerse al lado de Vicente, como siempre.  Pablo al final también los sigue. 

—¡A jugar a los soldaditos! —se burla Vicente.

Al final el Ratón se une a los tres mayores y Javi y Lito les ven alejarse de la plazoleta camino de la última carretera de la ciudad. Se han quedado solos en aquella plazoleta vacía de niños y llena de arena.

—Yo me pido los alemanes —anuncia gozoso Lito, que se identifica con ellos desde siempre pues él mismo tiene una piel blanca, unos cabellos rubios y unos ojos claros como si fuera alemán.

Javi está de acuerdo. Él siempre se ha identificado con los americanos. Le gusta todo lo relacionado con el Oeste. Al poco rato están los dos tumbados en la plazoleta, levantando barricadas y parapetos de arena, palos de madera y barro donde sitúan estratégicamente los soldados de plástico. La batalla será inolvidable, la mejor del año. Lito incluso se ha bajado una cajita llena de petardos rojos y cerillas. Una vez emboscados los combatientes en sus barricadas, se abre el fuego. En pocos instantes el silencio de la mañana es roto por los estallidos de las bombas. La arena y los soldaditos saltan al cielo de Madrid confundidos con las risas de los niños tras cada petardazo. Los dos amigos disfrutan ajenos a todo lo que no sea su batalla. No existe en el mundo nada más que su alegría infantil.

—¡Hoy no es día de tirar petardos! —escucha gritar Lito mientras siente un fuerte golpe en el trasero. Al volverse ve al guri, el temible vigilante municipal ataviado con su uniforme raído que les amenaza con su bastón.— ¿No os da vergüenza? 

Los niños se acurrucan en el suelo, mirando al vigilante sin atreverse a mover la cabeza. Están tan aterrados que ni siquiera sienten el dolor del golpe. Es la primera vez que el guri se ha acercado a esa distancia de ellos. Suelen huir de él en cuanto lo ven, incluso cuando no están haciendo nada malo. Venancio es un antiguo combatiente, un viejo legionario que ha alcanzado su humilde puesto en el ayuntamiento gracias a sus contactos en la Falange y se ha ganado a pulso fama de ser un viejo cruel y solitario, un gruñón que odia a los niños. 

—Mi padre es guardia civil —acaba musitando Lito.

— ¡Pues con más razón! —insiste Venancio, que ahora empieza a pensar que quizá se ha propasado dando un bastonazo a cada niño—. ¡A casa!

—¡Déjelos en paz! —truena entonces una voz salvadora. Lito se alegra porque reconoce a su hermano Bartolo, que le va a defender. Se acabó el temor.

—¿Usted se cree que es hoy día para ponerse a tirar petardos como si fuera una fiesta? ¡Un poco de respeto! —le increpa el vigilante cargado de razón. A ver si ese melenudo, que seguro que es un rojo le va ahora a dar lecciones.

—Son niños —replica Bértold con firmeza.

Los dos hombres discutieron. Javi y Lito no recordaban años después las palabras exactas, pero sí la sensación de que el guri acabó marchando ligero, temeroso de Bértold. Luego el altísimo hermano de Lito tomó a su hermano en brazos y lo lanzó alegremente al cielo unas cuantas veces. Se le notaba exultante. Lito vio como su batalla y sus soldaditos desmadejados quedaban sobre la lejanísima arena de la plazoleta mientras él volaba al sol una y otra vez. Se echó a reír. Javi contemplaba a los dos hermanos sonriendo feliz.

— ¡Viva mi Príncipe Valiente! —cantaba Bértold alborozado.


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