Sábado, 6 de diciembre de 1980
Déjame buscar en tu mente /un lugar para la amistad. / Déjame alguna experiencia, / déjame participar. /Si tú quieres ver la luz, /búscala en tu interior. /Deja entrar otras opiniones /de quien tienes alrededor. / Lo que quieres tendrás que ganarlo, /nadie te lo viene a dar; /solo intenta ser tú mismo /aprendiendo a escuchar.
(Aprendiendo a escuchar, Leño)
En este enlace puedes ver quiénes fueron los estudiantes José Luis Montañés y Emilio Martínez, muertos en una manifestación por disparos de la policía el 13 de diciembre de 1979.
Este es el documental Yolanda en el país de los estudiantes, sobre el asesinato el 1 de febrero de 1980 de Yolanda González, miembro del trotskista Partido Socialista de los Trabajadores y de la Coordinadora de Estudiantes de Enseñanza Media de Madrid. Aquí puedes leer brevemente sobre su asesinato.
En este enlace puedes ver la historia del concurso de música Villa de Madrid desde 1978.
En este enlace puedes ver qué era la compañía de discos Chapa Discos, que está a punto de firmar un contrato con La Larga Marcha. Fue una compañía impulsada por el locutor Mariscal Romero para promocionar grupos de rock.
Podía imaginar su cuerpo acercándose lentamente al balcón. Lo podía visualizar con nitidez: su silueta ancha y algo cargada de espaldas arrastrándose pesadamente hacia la terraza de su piso, su bigote y su pelo rubísimo sintiendo el manotazo del frío viento otoñal, sus ojos azules asomados al vacío desde cuatro pisos de altura, inexpresivos, cegados.
Luego todo habría sido algo eminentemente físico. Incorporarse pesadamente sobre el pretil del balcón, apoyando el peso de su cuerpo sobre sus manos bien sujetas sobre la barandilla blanca, elevar la pierna izquierda con dificultad, tanteando con la puntera del pie la propia barra de metal hasta superarla trémulamente. Y hasta ahí llegaban sus certezas.
¿Se había llegado a sentar sobre la baranda de su balcón, había mirado al vacío, había medido imaginariamente la caída de veinte metros que lo separaba de la valla de hierro de su jardín antes de lanzarse? ¿O bien al superar su pie la barandilla había perdido el equilibrio — cuerpo torpe, algo fofo, de un niño que nunca destacó en gimnasia— y había caído volteado, haciendo aspavientos, dando tumbos en el vacío como un muñeco desmadejado, como un espantapájaros rendido al viento, hasta clavarse la maldita valla de hierro en su cuerpo?
Habían sido cuatro pisos, veinte cortos metros separaban la calidez del hogar, los besos de una madre viuda y solícita, de la frialdad de los barrotes de hierro de un centímetro de diámetro que vallaban el reseco jardín de su bloque. Los médicos habían dicho que al no desplomarse directamente sobre una superficie tan rígida y consistente como el hormigón, al golpearse contra la flexible barra de hierro para luego acabar chocando contra la porosa tierra del jardín se había evitado una muerte instantánea.
Sí, podía imaginar, suponer, visualizar cómo se habían desarrollado los dos minutos que mediaban entre el cuerpo completo, sano, inmaculado y el ovillo desmadejado, sangriento, balbuceante, casi inerte que le esperaba veinte metros más abajo.
¿Pero qué habría pasado en su interior? ¿Qué pensamientos le habrían llevado en ese momento decisivo a hacer ese acto absurdo, a querer abandonar el mundo de una forma tan estúpida e inesperada? ¿Cuáles podían ser las razones últimas, las verdaderas, las que lo habían impulsado a encabalgarse sobre la barandilla y desatender la última llamada de la vida, a no tomar en consideración el dolor de la caída y el vacío absoluto y abismal de la muerte irreparable?
Bértold no lo podía entender. Habían pasado muchas cosas. Todos, también él, habían sufrido grandes decepciones en los últimos años y podía comprender la tristeza, la angustia… Hasta la desesperación de Manolo podía entender. Pero no la muerte. ¿Qué se arreglaba con tirarse por un balcón? No. El suicidio era en su pensamiento un territorio inexplicable y desconocido, un cuerpo extraño, de contornos y profundidad inimaginables. No, él no se suicidaría jamás. Nunca pasaría por su cabeza una idea como esa. La vida estaba para luchar, para conseguir los objetivos por los que uno había venido al mundo. Y el suicidio no era más que la aceptación de la derrota. Y él no se rendiría nunca.
—Teníais ensayo, ¿verdad? —le dijo la madre de Manolo nada más verle con el inútil estuche bien sujeto por la mano derecha.
—Sí, habíamos quedado a las cuatro en los locales.
—Ya. ¿Por qué no me quedaría en casa esta mañana, Dios Santo…? ¿Quién se podía imaginar una locura así?
Allí había estado junto a la inconsolable madre, en la unidad de vigilancia intensiva de aquel gigantesco hospital Francisco Franco sito en la calle Doctor Esquerdo, a dos pasos del Retiro. Allí, en una sala de espera pintada de un azul celeste que pretendía ser un calmante, un analgésico de la pena, había escuchado los llantos, los lamentos, las dolientes quejas lanzadas a Dios por la señora Antonia, aquella madre tardía, anciana y viuda. Hasta el hospital se había ido Bértold a la carrera en cuanto recibió su llamada, cogiendo algo de dinero y el bonobús y agarrando el estuche con su guitarra eléctrica, como si fuera su extraña maleta a un viaje desconocido. En cuanto había visto a la madre de Manolo en la sala de espera, levantándose trabajosamente para acercarse a él y quizá recibir un abrazo, Bértold se había avergonzado de haberla llevado, como si fuera una prueba involuntaria de que, aunque Manolo muriera, la vida de los demás, la suya, sobre todo, iba a seguir. Solo tras dejar el estuche cuidadosamente apoyado contra una pared de la sala celeste había dado un tímido abrazo a la madre. Allí seguía todavía la guitarra, olvidada en un rincón de la sala de espera. mientras él intentaba consolarla con gestos anuentes, con palabras estúpidas y vacías, admitiendo sus esperanzas; pero sin abrazarla, sin tocarla, con un pudor invencible atenazando sus brazos. Y sin decirle la verdad de lo que pensaba.
Habían pasado muchas cosas en los tres últimos años. Él sabía que Manolo tenía dentro de sí una amargura negra, un imán que lo atraía a la destrucción. Era el mismo dolor lacerante que en los últimos tiempos había llevado a muchos antiguos camaradas a marcharse de la Joven Guardia Roja con el corazón vacío y exhausto, con la sensación asfixiante de haber vivido una estafa gigantesca, de haber participado como figurante en una representación pactada por otros, la frustración irremediable de haber dedicado esfuerzos sobrehumanos a una tarea inútil. Al final, la revolución en la que todos habían creído se había desvanecido, transfigurada en una simple representación hueca tras de la cual había emergido el mismo sistema de antes. Los estrategas del gran capital y los jóvenes jerarcas del franquismo habían diseñado un plan y lo habían llevado a término con la anuencia y la colaboración necesaria de los dirigentes de los partidos obreros. Y todos sus anhelos de juventud se habían venido abajo. Habían despertado de sus sueños revolucionarios con la sensación de haber envejecido treinta años. No tenían canas ni barrigas, pero su mirada era la de hombres con más pasado que futuro. Hasta su aspecto tenía un cierto aire anacrónico, pues ahora que se estaban poniendo de moda los vaqueros estrechos, esos que llamaban de pitillo y las camisetas de algodón, ellos seguían prefiriendo sus pantalones anchos y sus camisas de cuadros.
El suicidio de su proyecto, la disolución del partido por parte de la propia dirección había sumido en la mayor perplejidad a la militancia. Bértold había visto a sus antiguos camaradas caer en el desánimo, olvidarse de la lucha, abjurar del socialismo, renegar de todo lo vivido. Algunos incluso habían abandonado el partido para enredarse en el mundo de las drogas que ahora, sin saberse cómo ni de dónde, inundaban el barrio. Para muchos camaradas del aparato del partido, con estudios o pertenecientes a las clases poseedoras, aquello se había reducido a un problema de reubicación vital. Se habían reintegrado a sus trabajos y a sus carreras con el convencimiento de que habían hecho todo lo posible por el triunfo de la revolución y solo habían abandonado su puesto de lucha cuando ya la población les había dado la espalda. No había más que hacer. Pero Bértold no podía hacer eso ni comprendía a los antiguos liberados que ahora se desentendían de forma tan frívola de su deber. Él no había sido un militante más y no podía renegar de su papel; él había sido el máximo dirigente de la Joven Guardia Roja en Moratalaz y se sentía responsable de lo que les pasase a todos sus antiguos chicos, porque había sido él mismo, el líder, quien les había convencido de ingresar en la organización revolucionaria. ¿Cuántas veces había pronunciado las palabras definitivas, cuyo eco se extendía como un aldabonazo en el tiempo y cuya influencia valía más que un conjuro, tras el que la vida entera de una persona se modificaba?
—Y a esta tarea revolucionaria es a la que te pido que te unas ingresando en la Joven Guardia Roja de España.
Y el apretón de manos certificaba el compromiso hasta la muerte de uno, de diez, de treinta, de cien compañeros. ¿A cuántos jóvenes había sacado de su vida habitual, de sus libros o de su trabajo y los había metido en el huracán activista de la Joven, un vendaval de militancia que no dejaba tiempo ni para respirar? ¿Y qué había sido ahora de todos ellos? El paro, la perplejidad, la inadaptación, las drogas… ¿Qué había sido de él mismo? Con veintisiete años no había terminado la carrera ni tenía un trabajo. Todos sus esfuerzos se los había tragado su labor como liberado, la revolución, la Joven y el Comité Central. Como decía Pepe, lo único que le quedaba después de seis años de abnegada militancia era un grupo de rock and roll.
Él volvió a decirse que tenía una responsabilidad en aquella debacle. Era cierto que la organización, como todas, bajo una apariencia democrática, funcionaba en realidad de forma personalista y en realidad dictatorial y que en las grandes decisiones, las que habían conducido al desastre, él no había tomado parte. Pero, precisamente, esa anuencia, esa aceptación acrítica de lo que planteaba la dirección, era su culpa. Él había sido miembro del Comité Central y desde el principio había visto cosas que no le habían gustado, las mismas cosas que le advertía Manolo. Las decisiones se tomaban por un reducido grupo de personas y el Comité Central, órgano al que él pertenecía, no era en realidad un órgano de debate real, sino una cámara de resonancia, una correa de transmisión que transmitía y amplificaba a la militancia de base las órdenes del camarada Ramón Lobato y su grupo más cercano. Pero también era cierto que nadie le había impedido jamás expresar una crítica abierta a una táctica de la dirección o plantear una alternativa y lo cierto es que, hasta los últimos tiempos, cuando el proceso de putrefacción y desorientación era evidente, nunca se habían presentado documentos alternativos a las posiciones de la dirección. Eso acababa fotografiando a los integrantes del Comité Central y a Bértold mismo, porque lo cierto también es que, bajo su apariencia crítica y feroz, aquel órgano lo componía gente cuya mayor virtud era la sumisión y la obediencia. Y eso quería decir en el fondo que él mismo, Bartolomé Muñoz Mora, bajo su fachada revolucionaria y contestataria, era en realidad, sobre todo, más que nada, firme y obediente, un sargento de hierro. Y si no, ¿por qué no había planteado ideas que sacaran a la organización de su errada orientación? ¿Por qué jamás se había opuesto a la dirección? ¿Por qué había seguido como todos esa estúpida e infantil autocensura?
En la sala de espera del hospital entró un matrimonio de mediana edad que se sentó en el extremo opuesto. El marido les saludó cortésmente mientras la esposa lloraba en silencio. Bértold y la madre de Manolo se cruzaron con ellos unas miradas y siguieron ensimismados en su silencio. Ambos se sentían más cómodos en el silencio que en la conversación repleta de lugares comunes. La madre de Manolo seguía sentada sin moverse, como si estuviera agazapada, atrincherada en sus propios pensamientos. Bértold paseaba los ojos mecánicamente por la estancia, concentrando su mirada en algún punto de fuga. En un cartel, una guapa enfermera rubia tocada con cofia se ponía un dedo en la boca pidiendo silencio, por favor. Bértold se complació en sus delicados rasgos, sus labios apenas oscurecidos por un tenue carmín rosa, sus ojos claros y serenos, su nariz respingona y elegante. Al frente, junto a la ventana, había un cenicero lleno de colillas. Bértold se levantó para fumarse un cigarrillo. El hombre se acercó a él y se dispuso a fumar a su lado, aunque sin decirse una palabra. Bértold miraba el cielo gris.
La ventana daba a un patio interior del gigantesco complejo hospitalario. Desde allí era imposible contemplar las calles circundantes, donde a buen seguro seguía la vida. Esa idea, la del tráfico incesante de la gran urbe, la de los peatones caminando con indiferencia unos junto a otros, concentrados en resolverse su propia vida, despertó su sarcasmo. Aquel día era festivo por ser el aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución y Bértold vio en ello otra manifestación simbólica de la vida. ¿O acaso la tragedia personal de Manolo no se podía analizar como una consecuencia inevitable del devenir histórico?
Con una agria sonrisa en los labios, disfrazada por el cigarrillo que le colgaba de la comisura, recordó las consignas de manual que tantas veces había oído escuchar en el Partido de los Trabajadores. Para analizar una cuestión política de calado o una sencilla decisión de la célula la organización aconsejaba en sus documentos plantearse las siguientes cuestiones: ¿favorece el plan que vais a debatir al evolucionismo, a la burguesía o a la revolución proletaria?, ¿al ver cualquier problema estudias el fondo político y el trasfondo de clase que implica? Era tal la fe que Bértold llegó a tener en el socialismo científico de Marx que incluso aplicaba estos planteamientos a sus problemas personales. Estas preguntas, desaparecido el Partido que las impulsaba en un vergonzoso naufragio le sonaban más huecas que nunca… y sin embargo, ¿cuántas veces las había lanzado él mismo sobre la conciencia de sus compañeros de célula para que reflexionasen sobre la situación objetiva, como si fueran cristianos realizando un acto de contrición, indagando en sus pensamientos y obras para preparar el sacramento de la confesión? ¿Por qué no hacerlo ahora también modificando la finalidad del análisis? Sí. ¿Cuál era el fondo político y el trasfondo de clase que implicaba el suicidio de su amigo Manolo?
A Manolo le había afectado más que a nadie el penoso desierto que había atravesado la Joven Guardia Roja. De la entrada constante de militantes en un flujo continuo y explosivo se había pasado a la pérdida de influencia, a la decepción, a la desintegración lenta y gradual de la organización, a la muerte por pura inanición. Y ese proceso, creía Bértold, es el que en realidad había conducido a Manolo a tirarse por el balcón. El otro elemento político influyente era el papel pasivo de las masas obreras y la idealización que de ellas se habían hecho los militantes comunistas durante años. Y lo cierto era que cada vez que la clase obrera se había manifestado masivamente a través del voto, su actitud había sido inequívoca: ausencia de actitud revolucionaria, falta de conciencia de clase. ¿Cuántas veces había oído a Manolo llamar borregos a los trabajadores que, como sus vecinos y sus familiares, votaban al PSOE? ¿Cuántas veces había captado sus miradas de incomprensión y hasta de miedo cuando les había explicado sus ideas revolucionarias? Ese era, evidentemente, el trasfondo político que enmarcaba la acción de Manolo. A Bértold le resultaba evidente que, sin esos elementos, Manolo no habría intentado suicidarse nunca. Su amigo habría seguido siendo el camarada abnegado que él había conocido, conduciendo al proletariado de victoria en victoria hasta la victoria final.
Analizado el problema desde la óptica que sus propios dirigentes le habían inculcado, Bértold veía con claridad que en ese camino a la decrepitud y el ocaso había dos culpables. Por un lado, las propias masas, que habían abrazado las ideas evolucionistas y la democracia burguesa sin ambages de ningún tipo y, por otro lado, la dirección del Partido de los Trabajadores, que había sido incapaz de mantener una línea política coherente y firme desde la muerte de Franco, tal y como Manolo le había dicho más de una vez. Es decir, habían fallado tanto las condiciones objetivas como el factor subjetivo.
Y Bértold además reconocía un elemento de rencor personal hacía los dirigentes, a los que culpabilizaba, como chivo expiatorio de aquellos años perdidos, de aquellas energías juveniles tiradas a la basura. ¿Cuántas veces habían oído decir a los máximos dirigentes que en la Joven Guardia Roja nunca traicionarían la memoria de sus mártires? Porque no se podía, no se debía olvidar que en esa lucha muchos jóvenes revolucionarios no solo habían perdido el tiempo como él, sino que otros habían dejado su propia vida. A esos se les llamaba entonces los hombres imprescindibles, los héroes que el proletariado recordaría con letras de oro en un monumento grandioso que se levantaría en la plaza de España u otro lugar parecido una vez que se alcanzase el poder y se instaurase la dictadura del proletariado. Jóvenes de catorce, de dieciséis, de veinte, de veinticuatro años. Bértold, Manolo, todos recordaban sus nombres. Ursino Gallego, Andrés García Fernández, María Luz Nájera, Víctor Manuel Elespe… Nombres que encontraron el heroísmo con asombro, de forma imprevista. Hijos cariñosos que no volvieron esa tarde a comer con sus padres. Platos vacíos, comida intacta, la angustia de la familia hasta conocer el desenlace fatal. La juventud es la chispa de la revolución proletaria, decía Lenin. Una mañana, esos jóvenes habían participado en una manifestación y habían sido abatidos por los disparos de la policía. O una tarde, cualquiera para los demás, única y definitiva para ellos, habían sufrido un atentado a manos de los fascistas mientras ejercían su labor militante vendiendo periódicos en un puesto callejero. O una noche habían salido a hacer una pintada y no habían vuelto a casa, asesinados por la guardia civil. Pobres jóvenes que habían cumplido consignas, órdenes de una dirección que les mandaba extender la revolución, allanar el camino al socialismo. Y esos jóvenes, disciplinadamente, con ilusión, con un nervioso entusiasmo mezclado con miedo, habían cumplido sin dar un paso atrás. Y habían entregado la vida por el movimiento obrero y la libertad.
Manolo y él mismo habían asistido a demasiados entierros. Y allí, con centenares de camaradas, con la indignación explotándoles en la garganta, habían cantado canciones revolucionarias, habían jurado memoria eterna a su ejecutoria ejemplar. En las multitudinarias exequias, algunos padres se encerraban en su dolor como una tortuga en su caparazón; otros animaban al resto de los luchadores que les arropaban a vengar a su hijo. En aquellos días de fulgor sangriento, el movimiento se alimentaba de aquella energía y seguía su camino sin pausa, siempre hacia adelante. ¿Y ahora que habían disuelto el partido y que la democracia burguesa se había impuesto con su manto de olvido, dónde, quién y cómo y cuándo iban a recordar su memoria de luchadores, su sangre generosa dada por los demás?
Un par de horas después había salido el médico como si volviera de una batalla brumosa e incierta. Vio juntos en un rincón de la sala de espera a Bértold y a la madre doliente y, todavía con su ropa de quirófano, se dirigió a ellos con paso firme. Aunque era pronto para dictaminar con certeza cuál sería la evolución de sus heridas, creían que su hijo salvaría la vida. Caer verticalmente desde la terraza y chocar contra esas barras con los pies le había salvado la vida. Tenía un fuerte traumatismo craneoencefálico y politraumatismos por todo el cuerpo con una fisura o fractura en varias costillas y una fractura del cúbito y el radio de la mano derecha, pero la parte más fuerte del golpe la habían sufrido las piernas que presentaban múltiples fracturas abiertas, sobre todo la izquierda. No podían asegurar si volvería a andar normalmente y tampoco sabían que consecuencias podía tener el golpe en la cabeza, por lo que el paciente se quedaría en la unidad de vigilancia intensiva. No sabía cuándo pasaría a planta y mucho menos cuándo podría volver a casa y hacer vida normal. En el mejor de los casos la convalecencia y la posterior rehabilitación le llevarían meses. Era lo más esperanzador que podía decirles. La madre se aferró al hecho de que su hijo seguiría viviendo y se abrazó al doctor llorando. Bértold cerró los ojos como si con aquel gesto tan sencillo agradeciera al destino su magnanimidad.
Al poco llegaron a la sala de espera algunas hermanas de la madre y un par de cuñados y Bértold, de forma instintiva, volvió a echarle un ojo al estuche de su guitarra eléctrica que permanecía allí, inútil en aquel rincón de un hospital. Aliviado por la llegada de los familiares, creyó que su perentoria obligación ya concluía. Pretextó la inminencia del ensayo y salió del hospital con el tiempo justo para comerse un bocadillo en un bar de los bulevares y volver a Moratalaz. Al salir a la calle, se alegró de recibir el golpe del viento fresco en la cara. La ciudad olía a humedad. Iba a llover. Le pareció que las obligaciones cotidianas le ayudaban a salir de la ciénaga de sus obsesiones y se encontró mucho mejor. Ya no sentía el desagradable olor del hospital en sus ropas.
Con cierta prisa había tomado un autobús, el número 30, que paraba justo ante la puerta del hospital. En bus ves por dónde vas, decía la propaganda municipal. Y era cierto: a Bértold le gustaba más que el metro, pues a través de los ventanales podía dejar que su mirada fluyera por un espacio conocido mientras su mente divagaba. Allí se deslizaban las calles del Retiro, el bulevar de Ibiza y Sainz de Baranda, doctor Esquerdo hasta llegar al barrio de la Estrella. El suicidio de Manolo marcaba un punto decisivo en su vida. Era tiempo de hacer balance. ¿Cuál iba a ser su futuro? ¿Iba a terminar por fin la carrera o se iba a decantar por el grupo de música y el teatro?
—¡Eh, chaval! ¡Ya hemos llegado! –oyó Bértold.
El autobús se había detenido por fin, tras un bufido de cansancio, en la parada final del trayecto, en la zona más alta de la antigua dehesa de Moratalaz. Al mirar a ambos lados, Bertolld comprobó que se había quedado solo. Recordó sus clases en la facultad. Aquella repentina soledad parecía un símbolo como los que le explicaban en clase. En literatura no hay formas vacías, nada es casual, le decía uno de sus mejores profesores. Y él estaba en el autobús tan solo como se había quedado en la revolución. Las masas se habían bajado del autobús mucho antes. Y ahora mismo solo quedaba él en el final del trayecto.
Bértold bajó del colectivo y un ramalazo de frío viento le abofeteó el rostro y le alborotó su melena. Miró su reloj: tenía tiempo de sobra. Había quedado a las cuatro y media y no eran más que las cuatro. Podía ir hasta los locales caminando tranquilamente. Sujetó con fuerza su estuche con la guitarra y echó a andar lentamente, como a él le gustaba, sobre la alfombra de hojas húmedas y manchadas de barro que cubría la acera, sintiendo como el aire le agitaba el pelo.
La muerte y la vida se separaban tan solo por una línea de tiza: a un lado, los vivos; del otro, el mundo oscuro y gélido de la muerte. Para eso no tenía una respuesta clara el método marxista, para la casualidad o para el destino… Entonces se acordó de Lourdes, que no había sido un factor de clase, pero que había influido de forma tan invisible como cierta en la evolución de Manolo. ¿Qué habría sido de ella? ¿Y si la llamaba y le contaba lo que le había ocurrido a Manolo? Bértold sopesó la idea. Lourdes fue una camarada simpática, cariñosa e inteligente. Y tenía una belleza rústica, algo desbastada, pero atractiva. Hacía un año o así la habían vuelto a ver unos instantes en aquel festival en la plaza de toros de Vista Alegre y aunque estaba un poco drogada y había mucho ruido, le pareció entender que ahora trabajaba en un despacho de psicólogos dedicado a la terapia infantil y de familia o algo por el estilo, pero que no le gustaba mucho y estaba echando currículos por los institutos privados. En aquel concierto también tuvo la sensación de que no quería saber nada de política, de que todo aquello era para ella un territorio ya muy lejano. Y, de hecho, mientras hablaban, ella miraba constantemente a su alrededor, como si buscase a alguien y en breves minutos desapareció.
Bértold llamaba en broma a Lourdes “la casi guapa”, hasta que comenzó a escuchar noche tras noche las confidencias sentimentales de Manolo y se dio cuenta de que su amigo estaba enamorado de ella como un becerro. Había entonces varios temas que su amigo, siempre tan obsesivo, se complacía en analizar una y otra vez. Uno era el revisionismo de la dirección y el otro, sus posibilidades de conquistar a Lourdes. Manolo, que no había besado nunca a una chica, que estaba convencido de que jamás atraería por su físico a una mujer, veía en Lourdes el nivel máximo de atractivo sexual que él podría conseguir. A él, claro, le gustaban las mujeres explosivas, como a todos. Pero estaba convencido de que esas mujeres eran inaccesibles para él y prefería conformarse con una chica casi guapa, como le decía Bértold, que quedarse sin pareja. Manolo analizaba con Bértold cada palabra, cada gesto que ella le había dirigido, interpretándolo de forma positiva o negativa según fuera su estado de ánimo.
—No la mires tanto —le había dicho riendo Bruno en la fiesta de Nochevieja de 1977, al ver que Manolo la contemplaba embobado mientras ella bailaba—. Esa tía está demasiado buena para ti.
El joven tímido analizaba sus posibilidades, sus movimientos de acercamiento y sus reveses con el mismo vocabulario y el mismo método marxista con que analizaba la Revolución española, lo que confería a aquellas obsesivas conversaciones un punto lúdico para ambos. “Consolidar la democracia” era en la jerga de Manolo acostarse con una chica y “acabar con el fascismo” era vencer sus resistencias. Solo Pepe participaba con ellos en aquellas conversaciones enrevesadas y alegóricas. Manolo no se atrevía a “declarar la insurrección armada” con Lourdes. Comprendía también que más tarde o más temprano tendría que “atacar el Palacio de Invierno”, pero adoptaba la misma táctica dilatoria que el Partido de los Trabajadores practicaba con las masas revolucionarias. No se decidía a besarla en un gesto arrebatado, ni a pedirle relaciones formalmente. Anclado en la pasividad, se devanaba los sesos interpretando cualquiera de sus gestos. ¿Esa sonrisa que le había dedicado la última tarde significaba un sí? ¿Acaso no se había dado cuenta Bértold de que Lourdes había esperado a que Manolo se apuntase a una de las excursiones para luego hacerlo ella también? ¿No quería decir eso que Lourdes también lo amaba? Había indicios, pruebas significativas de que su revolución particular iba por buen camino; pero a Manolo, esas mismas pruebas que le parecían concluyentes para alimentar su discurso optimista, no le resultaban suficientes para animarle a declararse.
—Luego te quejas de la indecisión de nuestra dirección… —se burlaba con cariño Bértold—, pero tú haces igual con Lourdes. Eres un evolucionista.
—No es lo mismo –se defendía sin argumentos sólidos Manolo—. Si yo tuviese la seguridad…
—¿Y es que la dirección de nuestro partido la tiene? ¿Acaso no puede terminar todo en una derrota sangrienta de nuestra clase?
—¡No jodas! —decía con temor Manolo, para luego añadir— ¿Pero a qué te refieres con la derrota? ¿A mis posibilidades con Lourdes o a la revolución?
Lo que acabó ocurriendo es que al final, tras las elecciones de 1977, como otras chicas jóvenes, Lourdes desapareció. Se reintegró a sus estudios de Psicología. Esas defecciones, las primeras, aunque escasas, debieron constituir un aviso. Pero nadie hizo caso. Bértold achacó la desaparición a la indecisión de Manolo, a su torpeza silente, a su incapacidad para la relación con las mujeres. Manolo culpó a su propia timidez y también a la política errática y oportunista de la dirección que había llevado a miles de jóvenes, entre ellos a Lourdes, al desencanto. Casi por entonces, Manolo comenzó a manifestar hacia Bruno su desprecio de forma abierta ante el resto de los compañeros.
Bértold caminaba lentamente por la calle del Pico de los Artilleros, ofreciendo su mentón al frío viento del norte mientras sujetaba con firmeza el maletín de su guitarra eléctrica. Le gustaba ser puntual, pero le sobraba tiempo para llegar al ensayo, así que aminoró el paso y, bien resguardado por su viejo abrigo, se dispuso a disfrutar del cielo plomizo y de la débil luz que humedecía los ladrillos de las plazoletas. A él siempre le había gustado el frío, el viento, la lluvia. No sabía si aquello se debía a su tendencia a la melancolía o quizá porque desde pequeño había fantaseado con su origen nórdico. Sus ojos grises, su piel tan blanca y su espigada silueta no eran los de un español corriente. Incluso, cuando caminaba por el centro de Madrid o en lugares concurridos por extranjeros, sobre todo alemanes, no era extraño que éstos se dirigieran a él en sus idiomas confundiéndolo con uno de sus compatriotas. Bértold nunca había salido de España, pero estaba seguro de que si fuera a Alemania pasaría desapercibido.
Una fuerte ráfaga de viento levantó algunas hojas secas del suelo y obligó a Bértold a sujetar con mayor firmeza el estuche. Los locales donde ensayaban eran unos humildes barracones anejos a la parroquia del polígono, muy cerca de su plazoleta. Tan solo con cruzar la calle ya estaban en el barranco. Bértold columbró las obras al otro lado de la carretera. Decidió cruzar un momento para verlo más de cerca. El nuevo parque, con su lago artificial, sus plátanos enclenques y sus columpios ya estaba acabado y ellos tenían apalabrado con el concejal tocar en el concierto de inauguración, que sería en primavera. Bértold se dejó ganar por la melancolía. El barranco ya no existiría más, sustituido por ese parque tan feo como funcional. Se sepultaba su pasado con una fiesta a la que ellos, ahora sin Manolo, no podrían asistir. Era un nuevo símbolo de que ellos eran los excluidos de los nuevos tiempos.
Torció el gesto, se dio media vuelta y cruzó la carretera hasta encontrarse con la parroquia. Bértold pasó frente a la iglesia, un moderno edificio de ladrillo, con sus puertas de madera, sus vidrieras enrejadas y su Cristo abstracto y se introdujo en las dependencias auxiliares por un pequeño pasillo que daba a lo que había sido el patio del antiguo colegio parroquial, donde estaban las antiguas aulas que ahora servían como locales. La Iglesia católica había intercambiado con el Ayuntamiento esos locales por otros nuevos terrenos más allá del barranco para hacer otra parroquia cuando las inmobiliarias comenzaran a hacer pisos por allí. Y el Ayuntamiento cedía estas antiguas aulas a grupos y asociaciones culturales para facilitarles sus actividades. Bértold abrió el local con su llave y comprobó rutinariamente que al menos lo más importante seguía en su lugar. Últimamente se habían producido bastantes robos por el barrio y cuando llegaba a su local de ensayo, siempre sentía un latigazo de temor de no encontrar los amplificadores o la batería al abrir la puerta. La sala era amplia, pero muy humilde. Los suelos eran de sintasol y las ventanas y la puerta, a pesar de estar enrejadas, eran de muy mala calidad por lo que el viento del exterior se filtraba y en la vieja aula hacía bastante frío. A pesar de que ellos habían llevado unos sofás, una pequeña nevera y hasta un viejo tocadiscos e incluso habían pegado por las paredes un par de posters, el aspecto de la sala era desangelado y se notaba que hacía semanas o incluso meses que allí no se limpiaba a fondo. Por las paredes, había un poster de las pirámides de Gizeh teñidas de azul celeste debido a los efectos de un filtro usado por el fotógrafo y fotos de algunos grupos como Deep Purple o Led Zeppelin. Una de las paredes frontales la ocupaba en exclusiva el enorme telón rojo que había bordado en otro tiempo la madre de Manolo con los nombres de los jóvenes muertos en la lucha por el socialismo. Bértold contempló largamente el viejo estandarte de la Joven Guardia Roja y releyó los nombres de todos los que allí aparecían.
Había treinta y cinco muertos bordados en hilo amarillo sobre la tela roja con sus nombres y apellidos y la fecha en que habían caído. No eran pocos, pensó Bértold con una sonrisa sarcástica y un leve enarcamiento de cejas. Asesinados por bandas fascistas o directamente a manos de las propias fuerzas del Estado. ¿Y todo para qué? Eran muchos, demasiados muertos que la democracia, los borregos que decía Manolo, ya habían querido olvidar, pero que seguían bien presentes en su memoria, que cada vez que caía un nuevo joven le pedía a su madre que bordase otra línea más. Manolo lo llevó un día el local de ensayo y lo colgó con orgullo nuevamente.
—Aquí sí que se merece estar —le dijo a Bértold.
Ahora cuando llegasen Pepe y Rafa, él les tendría que comunicar el intento de suicidio de Manolo. Aquella tragedia venía en el momento más inoportuno. El grupo estaba funcionando muy bien y estaban a punto de firmar un contrato con Chapa Discos, una nueva discográfica que impulsaba el Mariscal Romero, un famoso pinchadiscos de la radio. Además, tenían varios conciertos apalabrados y se pensaban presentar de nuevo al concurso de rock Villa de Madrid con fundadas esperanzas de ganarlo. Todos esos planes estaban ahora en el alero… Bértold tuvo un pensamiento de alegre orgullo porque desde que supo la tragedia de Manolo, era la primera vez que pensaba en el futuro del grupo, eso demostraba que él no era una persona utilitarista y pragmática como a veces él mismo se achacaba, sino, antes que nada, un buen amigo. Por eso había militado en la Joven, razonó para sí mismo, y no en un partido acomodaticio. ¿Y si sustituían a Manolo hasta que se restableciera? Era una posibilidad, se podía hablar con algún guitarrista que fuera bueno y así seguir adelante. Bértold conocía mucha gente. Esa era una parte de la herencia positiva de la Joven. Durante su labor dirigente había organizado muchos eventos culturales también, algunos de fuste, como el Festival de los Pueblos ibéricos que consiguió congregar a más de cincuenta mil jóvenes en el campus de la Universidad Autónoma para escuchar una veintena de famosos cantautores. De esa época, de la gran cantidad de conciertos-mítin organizados, Bértold conservaba una agenda llena de teléfonos de músicos con los que había trabado una relación cordial. Lo mejor sería discutirlo luego con todos.
Con la decisión tomada, Bértold se dispuso a ordenar la sala mientras esperaba la llegada de los demás. Junto a los sofás había una mesa de centro sobre la que descansaban unos vasos sucios, unas botellas de cerveza, licor, cocacolas y un par de ceniceros repletos de colillas y rodeados de un cerco de ceniza. Bértold torció el gesto adivinando que Pepe había estado por allí con amigos suyos de juerga y se había marchado sin recoger. Le molestaba que el baterista utilizase el local de ensayo como sitio de reunión con sus colegas: incluso, presumía Bértold, probablemente Pepe se había acostado con Alicia sobre esos ajados sofás más de una vez. No le tenía que haber hecho una copia de la llave cuando Pepe se la pidió. Al fin y al cabo, él era quien había pedido el local a Ballesteros y quien estaba responsabilizado del mismo ante el concejal.
Mientras, con cierto malhumor, echaba el contenido de aquellas conchas de vieira que hacían las veces de ceniceros en el cubo de la basura, reparó en que en una de ellas había tres colillas de porros. Eso le molestó más aún. No le gustaban las drogas.
En ese momento, dos siluetas asomadas al cristal de la puerta le sobresaltaron. Giró la cabeza con rapidez. Aunque hacía meses que ya no recibía amenazas de muerte en su buzón, Bértold seguía con la guardia alta y su instinto de supervivencia, su miedo a la agresión o al asesinato político, saltaban como un resorte ante el más leve indicio. Pero al mirar, lo que sintió como un fogonazo fue un momentáneo asombro. Allí estaba su hermano Gonzalo con Javi, ese compañero de colegio tan inteligente que solía acompañarlo. Al pronto recordó que efectivamente su hermano Gonzalo le había dicho si podía ese sábado asistir como en otras ocasiones al ensayo del grupo, acompañado esta vez por su amigo.
Bértold siempre había tenido una relación especial con su hermano Gonzalo. Se llevaba con él más de diez años. Cuando Lito era un crío de cinco o seis años, Bértold ya era un adolescente de más de quince. Con un padre como el suyo, un conductor de la Guardia Civil que pasaba mucho tiempo fuera de casa y que se mostraba bastante despreocupado de la educación de sus hijos los ratos que estaba con ellos, lo cierto es que Bértold consideraba que Gonzalo, desde luego, desde el punto de vista educacional, era más hijo suyo que de su padre. Desde pequeño le había contado cuentos, le había leído los tebeos del Príncipe Valiente, había jugado con él a las guerras, a las peleas y le había educado de acuerdo con sus propias normas morales. De hecho, para toda la familia era evidente que Gonzalo sentía más admiración y respeto por su hermano mayor que por su propio padre, con quien mantenía una relación puramente formal. Era siempre a Bértold a quien Gonzalo le consultaba antes de tomar cualquier decisión, como la de matricularse en un instituto u otro.
Bértold se alegró aquella tarde de ver a su hermano por allí. Estaba orgulloso de la evolución que Gonzalo iba siguiendo: veía con agrado cómo el pequeño le tomaba prestados libros y discos de su colección y los leía o escuchaba con respeto de discípulo para luego preguntarle detalles de cada obra. Víctor Jara, Quilapayún, pero también Cream, James Brown, King Crimson o la Credence Clearwater Revival eran machacados sistemáticamente por la aguja del tocadiscos. También le gustaban las amistades de su hermano, chavales concienciados y no idiotas desideologizados de esos que ahora abundaban tanto. Ellos recogerían el testigo de la lucha y la conciencia proletaria. Ver allí a aquellos jóvenes con sus incipientes melenas sonriéndole desde la puerta le alegró el corazón.
Se saludaron y Bértold les invitó a sentarse mientras él acababa de adecentar el local. Lito le echó una mano mientras Javi se acercaba a la batería y la contemplaba con veneración: tenía varias cajas, platillos y un bombo en el que aparecía escrito el nombre del grupo: La Larga Marcha. Nunca había visto una batería tan de cerca y estuvo pensando si incluso le dejarían tocarla un rato esa misma tarde. Gonzalo echó un par de miradas a su amigo mientras ayudaba a recoger, orgulloso de poder ofrecerle algo tan valioso como el ensayo del mejor grupo de rock de Moratalaz y uno de los mejores de Madrid.
Al poco llegaron Pepe y Alicia con Rafa, el bajista. Javi se sorprendió al verlos allí. Los dos le saludaron efusivamente. Bértold decidió entonces esperar para comunicarles la triste noticia.
—¡Coño! —le dijo Pepe a Javi con su voz ronca mientras miraba a Bértold—. No sabía que fueras amigo del hermano de Bértold.
—¡Pero si es el chinorri! —le saludó cariñosamente Alicia pasándole la palma de la mano repetidas veces por la coronilla hasta alborotarle el pelo— ¿Qué haces aquí?
—Es que Javi…, te llamas Javi, ¿no? —se interrumpió Pepe en su atropellado discurso dirigiéndose al chaval—. Pues eso, Javi es uno de los miembros del Consejo de Comisarios del Pueblo del Montserat. ¿Cómo no me dijiste que era amigo de tu hermano?
—No sabía que era delegado de la clase. Gonzalo no me lo había dicho —dijo Bértold sonriendo, pues conocía el gusto de Pepe desde siempre por solemnizar de forma revolucionaria los hechos más cotidianos.
Javier asistía a las reuniones de delegados con un punto de asombro. Pepe era un tipo de escasa estatura, pero de espalda ancha y fuerte; que siempre vestía con una cazadora de pana marrón y unos vaqueros. Su cara estaba casi toda oculta tras una tupida barba negra y sobre su melena de crenchas algo grasas, se sujetaba una gorra también de pana en la que lucía como orgullosa insignia una gran estrella roja de cinco puntas. Alicia, su novia, tendría unos veinticinco años y siempre llevaba vestidos amplios, como de jipi. Era fea, algo gorda y lucía unas enormes gafas redondas. A Javier le parecía además algo descuidada en su aspecto; sin embargo, era muy cariñosa. A él lo trataba como si fuera una hermana mayor o incluso una madre y a Javi le agradaba hablar con ella porque siempre lo escuchaba mostrando gran respeto y atención por lo que decía.
Javi ni se podía imaginar que aquella pareja tan estrafalaria y divertida que dominaba las reuniones de delegados de su instituto fuera amiga de Bértold. La verdad es que cuando asistió a la primera reunión de delegados con su bigotillo incipiente y sus ojos bien abiertos y los vio allí con sus barbas y sus melenas, camino de los treinta años, le parecieron casi unos abuelos y desde luego muy mayores para estudiar COU. Pero pronto ellos aclararon a los nuevos delegados, los niños de 1º de BUP, que ambos eran proletarios, que habían dejado de estudiar unos años para enfrentarse a la dictadura y que por eso iban ahora a nocturno, para recuperar el tiempo perdido mientras seguían trabajando por las mañanas. En esas primeras reuniones de delegados, los más jovencitos se limitaban a escuchar. Asumían que aquellos tipos tan mayores, que se expresaban con esa suficiencia y autoridad sobre problemas políticos que ellos jamás habían oído nombrar, fueran quienes propusieran y decidieran todo. Los mayores trataban a los pequeños con cariño paternal. Algún día, al acabar el instituto, Javi y otros chavales se habían ido con ellos a tomar una caña a un bar cercano al instituto. Era una cervecería de Sainz de Baranda presidida por la tremenda cabeza disecada de un toro de lidia, negro, veleto y astifino, matado una tarde de mayo en la cercana plaza de toros de las Ventas.
—El nocturno se ha acabado —dijo Pepe con su sempiterna gorra rematada por una estrella de cinco puntas, una caña en una mano y un cigarrillo negro en la otra—. En primero no hay ni un solo currito como nosotros. Sois todos chinorris. En cuanto nos vayamos los carrozas de COU, aquí se acabó la revolución. Hay que pasar el testigo…
—Pues claro —siguió otro de los mayores mirando a los jovencitos—. A estos chavales lo que les obliga a venir por la noche no es el trabajo, sino que no hay suficientes plazas por la mañana. Es que en esta generación son muchos y no trabaja ni uno.
—Pero eso es también una cuestión revolucionaria —insistió Pepe con tono solemne ante la anuencia general—, porque demuestra la incapacidad del sistema de satisfacer las necesidades de la juventud obrera, de absorberles en su mercado laboral.
Rafa, el último integrante del grupo en llegar, era un tipo alto y muy callado que observaba la escena desde lejos mientras iba sacando su bajo eléctrico y lo conectaba al amplificador.
—¿Y Manolo? —dijo en cuanto conectó su instrumento bajo e hizo un par de escalas que atronaron en el local.
Por el gesto de Bértold todos supieron que algo había pasado.
—Se ha intentado suicidar esta mañana —repuso sin saber qué otra cosa decir, repitiendo la frase que le había rondado el cerebro todo el día. Todos abrieron más los ojos para mirarle con un poso de espanto.
Bértold habló largo rato mientras los demás guardaban silencio. La llamada de la madre de Manolo, su salida intempestiva hacia el hospital, sus llamadas infructuosas para localizarles, la conversación con el médico, las perspectivas de recuperación. Pepe se dejó caer en el sofá y luego se incorporó hacia adelante, como si fuera a saltar. Apoyó los codos en sus rodillas y dejó caer la cabeza hasta que las palmas de sus manos se situaron a ambos lados de la cara junto a sus orejas, como si necesitase concentrarse en lo que oía. Alicia se sentó a su lado y enlazó uno de sus brazos con uno de los de su novio.
—Es un palo muy fuerte —acabó por decir ella—. Y si se queda paralítico o cojo… ¡qué putada saber que fuiste tú mismo quien te lo hiciste!
Pepe elevó los ojos al cielo. Bértold volvió a mostrarse más práctico que sentimental, como era habitual en él.
—Y lo malo es que lo vuelva a intentar otra vez.
—Estaba muy quemado… —acabó por decir Pepe mientras se acariciaba la barba y contemplaba el estandarte con los nombres de los muertos. Pepe siempre hablaba a gran velocidad e incluso a veces se trabucaba como si fuera tartamudo. Cuando estaba nervioso, su boca parecía una ametralladora. Y entonces lo estaba, así que se fue enardeciendo y acabó disparando insultos contra la dirección del Partido de los Trabajadores, estableciendo una relación directa entre el suicidio de Manolo y la disolución de la Joven Guardia Roja. Bértold callaba, aunque lanzando miradas de inteligencia a su hermano para hacerle ver que su silencio no era anuencia, que solo consentía las palabras de Pepe sin contestarlas por no discutir con él en un momento como ese.
—¿Y qué hacemos? ¿Ensayamos? —acabó por decir Rafa con timidez después de que Pepe terminase de gritar y se abriera un largo silencio.
—¿Pero qué cojones vamos a ensayar si nos hemos quedado sin guitarra solista, coño? ¿O es que no nos hemos dado cuenta todavía de que Manolo es el que sostiene todo el grupo? ¿Cómo va a haber un grupo de rock sin guitarra solista? ¿Quién coño va a hacer los punteos? ¿Es que pueden existir los Deep Purple sin Ritchie Blackmore? ¡A tomar por culo todo! ¡Ni conciertos, ni Villa de Madrid, ni Chapa Discos, ni pollas!
Pepe siguió hablando sin pausa, nervioso, enardecido, en un discurso desordenado y desolador. Su voz ronca desgranaba ideas recurrentes que los otros ya le habían oído muchas veces: el desencanto de la juventud, el reflujo del movimiento obrero, la desideologización de la sociedad, la traición de las direcciones revolucionarias… No había nada ni nadie que se salvase de la quema excepto ellos mismos y, sobre todo, Manolo, con el que había pasado tantos y tantos momentos de lucha. Javier y Gonzalo escuchaban sus palabras sin perder detalle.
—La clase obrera española es una puta mierda. Cuarenta años de franquismo la han destruido. Son todos unos aborregados que se retiraron de la lucha a las primeras de cambio. Mirad nuestro estandarte. Mirad los muertos desde 1977. Mariluz Nájera, ¿os acordáis cuando fuimos a su entierro y cantamos La Internacional? ¿Cuántos éramos entonces? ¿Cinco, seis mil? ¿Cuántos quedamos ahora? ¿Y Yolanda, la del PST? A esa la conocimos todos en las huelgas de enseñanzas medias de este año… No hace ni un año que la secuestraron y la mataron… ¡Estoy seguro de que le preguntas a un obrero y no sabe ni quién es…! ¡Nos han matado como moscas y no hemos hecho nada, coño…! ¡A los obreros los han castrado los del PCE, me cago en todo, joder! ¡Los sindicatos hacen huelgas de chiste, respetan servicios mínimos y no le chupan la polla a los burgueses porque no se dejan, porque les dan asco sus bocas de babosos…!
Tras su nueva explosión, Pepe guardó silencio otra vez. Entonces Bértold se acercó a enchufar su guitarra. Habló elevando la voz sobre el zumbido del amplificador.
—El grupo es lo único que nos queda de todo aquello, Pepe —dijo con voz animosa—. Vamos a ensayar de una vez. Es lo que él querría, que no abandonásemos ahora. Nos saltamos sus punteos y ya está.
Pepe accedió. Quizá tomar las baquetas y golpear las cajas y el chaston, quizá pisar fuerte el pedal del bombo, quizá el rugido del grupo, la tormenta eléctrica fuera la descarga que lo calmase. Se quitó la cazadora y se sentó ante la batería. Antes de tomar las baquetas, estiró algo los brazos. Siempre le gustaba sentir la potencia de sus músculos y exhibirlos un poco ante Alicia. Por fin dio el un, dos, tres y… con el que siempre comenzaban los temas. Comenzaron a hacer el repertorio que Lito ya les conocía: el que solían cantar en sus conciertos. Algunas canciones suyas como Amenaza tormenta u Hoy es un día feliz para la clase obrera junto a versiones de otros grupos españoles y extranjeros. En los últimos años habían evolucionado a un sonido eléctrico muy contundente, que estaba en la línea de lo que se llamaba rock urbano: música potente, de guitarras sólidas y poderosos riffs, influenciada por grupos de rock duro como Deep Purple o Led Zeppelin, aunque en las letras, que denunciaban las condiciones de vida de los barrios obreros, se notaban influencias de grupos españoles como Topo, Leño o Asfalto. Estaban tocando como siempre, con precisión y a un volumen altísimo. La voz de Bértold, flexible y clara, tenía que oírse hasta en la plazoleta. De repente, Pepe dejó de golpear la batería y al instante todos pararon. Solo se oía el zumbido de los amplificadores.
—¡Sonamos de pena sin Manolo! No hay ni un riff. ¡Parecemos un grupo de babosos! —gritó otra vez Pepe tras dejar de golpear la batería, provocando el silencio del bajo y de la guitarra—. Así es imposible dar un concierto.
—¡Pepe, no me jodas, coño! —le pidió Rafa saliendo de su timidez habitual—.Tenemos que grabar el disco en enero y luego tenemos varios conciertos importantes, sobre todo el de la inauguración del parque de Martala y luego el concurso del Villa de Madrid.
—Lo del disco se puede retrasar —le contestó Pepe—. No creo que Chapa Discos nos ponga pegas.
—O sí —le aclaró Bértold—. Estas cosas como vienen se van. Veremos que dice el productor.
—Bueno, pues si no se puede grabar con estos de Chapa, ya se grabará con otros –insistió el baterista.
—¿Pero te has vuelto loco? —le replicó Rafa en tono de súplica intentando convencerle—. ¿Tú sabes todo lo que he sacrificado yo por el grupo? ¿Todos los años que he pasado tarde tras tarde viniendo a tocar? ¿Toda la pasta que me he dejado en el equipo? ¿Tú sabes lo hasta los cojones que estoy de currar en la fábrica? Y ahora que lo tenemos en la palma de la mano, ahora que estoy a punto de vivir de lo que me gusta, convertirme en un profesional… ¿lo vamos a dejar pasar…? ¡Hay que tocar como sea…!
—Yo sin Manolo no toco —replicó Pepe con firmeza.
—¿Y si le sustituimos por algún guitarrista hasta que se recupere? Podría hablar con Luis —propuso entonces Bértold.
Pepe soltó un bufido de desprecio y se levantó de la batería gesticulando expresivamente, como si fuera a lanzar las baquetas contra el suelo. Bértold se arrepintió de haber dicho esas palabras nada más pronunciarlas.
—No quiero decir que sea para siempre —se corrigió—. Digo solo para salir del paso. Hasta que se recupere…
—Eso, eso, solo hasta que se recupere —le replicó Pepe con retintín—. ¿Pero no comprendéis que si se ha intentado suicidar es que no le ve sentido a nada? ¿Y nosotros le vamos a dejar tirado? Si avanzamos sin él, le hacemos ver que no es imprescindible para nosotros.
—Nadie ha dicho eso —insistió Bértold.
—¡Que le den por el culo a todo! —remarcó Pepe sus palabras mientras se estiraba en el sofá en un gesto que quería mostrar firmeza—. ¿Acaso no se disolvieron este año los Zeppelin cuando se murió Bonham? Y ahí sí que había un buen pastel, una puta mina de oro para haber puesto a otro y seguir chupando del bote… Y, sin embargo, lo dejaron… ¡Yo sin Manolo no toco, coño! Dejo el grupo. Ahí os quedáis, camaradas. No me extraña que la Joven se fuera a la mierda…
Hubo un largo silencio. Bértold y Rafa seguían con sus instrumentos colgados en bandolera con la mirada perdida en el vacío. ¿Seis años de ensayos y conciertos se iban a despachar así? Pero bien pensado… ¿Por qué no? ¿Acaso no desaparecía así, de improviso, una persona de este mundo? ¿Qué tenía su grupo de extraordinario? ¿Era algo más importante que un partido, que una ideología, que una forma de vida? ¿Y acaso en esos seis años no se había derrumbado todo lo que ellos creían? ¿Por qué su grupo iba a ser distinto? Solo se escuchaba el zumbido de los amplificadores mientras Pepe comenzaba a desmontar la batería. Al fin fue Alicia quien, tras echar una mirada a su novio, sacó otro tema por rebajar la tensión.
—¿Y vas a venir a la manifestación del jueves 11? —le dijo Alicia a Javi con su voz dulce de siempre mientras los músicos parecían no escuchar. Ella conocía a Pepe mejor que nadie y sabía que cuando explotaba lo mejor era esperar a que olvidase la discusión.
—¿Qué manifestación? —preguntó entonces Lito.
—Una contra la LAU y en recuerdo de Emilio y José Luis, los estudiantes asesinados el año pasado por la policía –aclaró Alicia.
—¡Ah! —se sorprendió Javi—. Yo pensaba que habían sido asesinados este año.
La tarde anterior, viernes, Javi había llegado con retraso a una reunión de delegados que se había convocado de improviso, boca a boca, durante el recreo. La convocatoria de la reunión había sido tan repentina porque según le dijeron, iban a ver una película ilegal. Sus propietarios estaban siendo perseguidos por la policía, que era consciente de que la breve filmación podía ser utilizada como prueba en el juicio posterior. Al llegar al salón de actos, Javi se encontró la sala a oscuras y a un par de jóvenes de la coordinadora de estudiantes que proyectaban el cortometraje de unos diez minutos en el que se veía y se escuchaba con total nitidez la conversación por radio de las fuerzas de orden público durante la represión y el asesinato de los dos estudiantes a manos de la policía. El cortometraje, aunque Javier lo vio empezado, era incontestable. En él se veía a los policías disparando indiscriminadamente sus fusiles contra los jóvenes manifestantes y se les oía maldecirlos. Unos planos de un autobús municipal acribillado a balazos eran también muy significativos. Aquello no había acabado en una masacre de puro milagro. Tras la proyección, los activistas les dieron un centenar de carteles para la convocatoria de una nueva manifestación de protesta por las muertes y se fueron con rapidez. Como Javi había llegado tarde a la proyección, creyó que los asesinatos se habían cometido ese mismo año.
—No, no, que va —insistió Alicia—. Los asesinatos fueron en una mani contra la LAU del curso pasado.
—¿Qué es la LAU? —preguntó entonces Lito.
—La ley de autonomía universitaria del Gobierno, que es superantidemocrática —contestó la joven.
Los músicos seguían callados y mirando en direcciones opuestas, intentando de forma infructuosa encontrar una solución, encadenados a un pensamiento obsesivo. Rafa dejó el bajo sobre el amplificador y se encendió un pitillo. ¿Así iba a terminar todo? Bértold se acercó a Pepe y le puso una mano en el hombro, pero éste la rechazó con un gesto de su antebrazo, mientras seguía desmontando la batería.
Alicia contó lo sucedido en la manifestación del 13 de diciembre de 1979, a la que ellos habían asistido. Ese día se celebraron cuatro manifestaciones en Madrid. Una por la mañana, autorizada, de universitarios contra la LAU, a la que asistieron decenas de miles de estudiantes y en la que ya se produjeron fuertes enfrentamientos con la Policía. Las otras tres eran por la tarde. Una en Cuatro Caminos, ilegal, convocada por la Coordinadora de Enseñanza Media y Formación Profesional, en la que se reprodujeron los enfrentamientos con los cuerpos represivos. Nada más salir del metro ya te encontrabas con los furgones de los antidisturbios, dijo Alicia. Está prohibido concentrarse, dispérsense, gritaban con el megáfono en mano. Policía asesina, les contestaban los manifestantes intentándose agrupar en algún sitio, en las aceras, sobre la calzada. Los coches circulaban ya a escasa velocidad para no atropellar a los grupos de estudiantes que saltaban a la calzada intentando cortar el tráfico. La Policía cargó contra los estudiantes. La gente se dispersó por las calles adyacentes cruzando coches para hacerse fuertes.
—Allí estábamos Pepe y yo. Los grises desde el principio comenzaron a cargar contra todos los que andábamos por allí. No querían dejar que nos manifestásemos. La gente estaba también caliente, pero éramos muy pocos. Los grises rompieron la manifestación con facilidad. Allí había poca gente y la mayoría eran muy jóvenes y se largaron —aclaró Alicia dirigiéndose a Bértold en un intento de introducirle en la conversación—. Yo les dije que había quedado con Manolo y contigo en Princesa y nos fuimos en metro para allá.
Cuando llegaron a la calle Princesa, donde los estudiantes de las universidades madrileñas habían convocado a la misma hora una concentración, ya era noche cerrada y en la propia boca del metro había muchas personas retenidas, que no se atrevían a salir por miedo a que los policías les dieran palos. Pepe y Alicia se encontraron allí con Manolo y Bértold donde habían quedado, en la boca del Metro.
—¡Anda que Manolo no les tiró ese día rodamientos —y la risa de Alicia sonó un tanto artificial en el silencio, pero les recordó a todos como el guitarrista iba a las manifestaciones desde hacía un par de años con un potente tirachinas y una bolsa llena de rodamientos de acero que lanzaba contra los policías.
—¿Y cuándo volcamos el coche en la calle Estrella? —salió entonces Pepe de su ensimismamiento con tono jovial—. ¡Qué hijos de puta! ¡Ahí nos tiraban ya de todo! Yo creo que ahí ya hubo tiros…
—¿Y el cóctel que les lanzaste tú y que le dio de lleno a un furgón? —le dijo Alicia a Pepe, contenta de que su novio comenzase a calmarse—. Como se revolcaba el hijo de puta por el suelo para apagarse el fuego.
—Fue entonces cuando se empezó a correr la voz por la manifestación de que había que unirse a los obreros y que entonces los grises se iban a cagar —dijo Pepe.
—Es que seguíamos siendo muy pocos para enfrentarnos a ellos —le cortó Bértold, contento también de pisar un terreno común. Quizá no todo estuviera perdido, pensó—. ¿Cuántos seríamos? ¿Quinientos?
—Menos —aseguró Pepe con seriedad, dando a entender que todavía recordaba la discusión anterior. A pesar de eso, dejó de desmontar la batería y se sentó de nuevo en el sofá junto a Alicia—. Ya no se queda a enfrentarse a la policía tanta gente como al morirse Franco. Entonces sí que las manis eran combativas. Y les hacíamos huir, porque éramos miles y miles y se les acababa la munición antidisturbios y se las llevaban por todos lados.
Contaron entonces como aquella tarde, ya noche cerrada, fueron haciendo saltos por el centro de la ciudad, atravesando coches y enfrentándose con piedras, rodamientos y cócteles molotov a la policía armada para acercarse callejeando a una tercera manifestación, convocada por CCOO, USO y el Sindicato Unitario, que en esos momentos transcurría, un kilómetro más al sur, por la calle de Embajadores. Las aceras húmedas, la penumbra, la luz incierta de las farolas, el frío y los grupos de estudiantes de una o dos docenas, pasándose la consigna, gritándosela cuando se veían. Hay que llegar a la calle Embajadores, hay que llegar a la calle Embajadores. Las furgonas de la policía obstruyéndoles el paso por los callejones del centro de Madrid, deteniendo gente y lanzándoles de todo. Al ver las furgonas repletas de grises, una carrera para esquivarles huyendo por otro callejón. O atravesar un coche y lanzarles adoquines. Pepe compró por el camino un par de litros de gasolina y se hizo otros cuatro cócteles molotov que llevaban entre él y Alicia en dos mochilas.
Al final, dos o tres centenares de estudiantes lograron unirse a la manifestación obrera a la altura de la Ronda de Valencia, cerca de la Glorieta de Embajadores y allí comenzaron a levantar barricadas atravesando coches y contenedores de basura para impedir el paso de los vehículos policiales que los seguían. Pepe les lanzó entonces otros cócteles, pero sin tanta suerte. Las llamas lamían las botas a algunos policías, pero no llegaron a prender el uniforme de ninguno. Era hermoso ver las llamaradas de las explosiones segando el asfalto a la débil luz de las farolas. Manolo seguía lanzando rodamientos y allí, bien parapetado tras los coches, sí que hizo varios blancos en el cuerpo o las piernas. Algún policía incluso se tuvo que retirar herido en la cabeza. La mayor parte de los obreros comenzó a gritar contra los policías, pero sin unirse a la pelea, atendiendo a los llamamientos a la calma de sus dirigentes. Pero el griterío era atronador en mitad de la noche. ¡Policía Asesina!, ¡ETA, mátalos! Y los policías empezaron a estar en desventaja, la gente se iba creciendo, los obreros se iban soliviantando. Entonces, en otra zona, sin que ellos supieran por qué, se oyeron claramente unas ráfagas. La dotación de un Land Rover policial había disparado sus subfusiles.
—Yo en seguida me di cuenta de que eran tiros de fusil —dijo Pepe.
—Tú y todos. No veas como corríamos entonces —le recordó Alicia con una media sonrisa.
Y allí en el suelo se quedaron varios heridos de bala y José Luis y Emilio, muertos, junto a un autobús acribillado de impactos.
—Tiraron a matar. Se habían ido emborrachando durante toda la tarde y perdieron el control totalmente —aseguró Pepe.
—Y lo peor fue después, que es lo que se ve en la película de los del PST y por eso la Secreta quiere destruirla —dijo Alicia—. Cuando los grises volvieron al sitio, y totalmente borrachos, porque iban borrachos como cubas, se dedicaron a meter los dedos en los agujeros que habían provocado con sus balas y se pusieron a bailar entre risotadas, chapoteando con sus botas sobre los charcos que la sangre de nuestros muertos había dejado sobre el asfalto.
—¡Que hijos de puta! —remató Rafa.
—Y para eso es la manifestación del jueves —les recordó entonces Pepe—. Para conmemorar la muerte de José Luis y Emilio y seguir luchando contra la LAU. De todas formas, el lunes convocaré una reunión de comisarios del pueblo para explicarlo mejor a todos y animar a la gente.
—Pero hay que decirle a la gente la verdad, que la manifestación es ilegal —dijo Alicia.
—¿Y eso qué importancia tiene? —dijo Pepe con un gesto de desprecio—. Pues claro que es ilegal. Y los carteles que estamos pegando son ilegales también. Como cuando estábamos contra Franco, ¡no te jode!
—Pero si es que son casi niños —le dijo Alicia.
—¿Y nosotros no éramos niños cuando ingresamos en la Joven?
—No tanto, no son lo mismo diecinueve años que trece, que es lo que tienen estos. Cuando tú entraste en la Joven tenías diecinueve años, Pepe —le recordó Alicia.
—Veinte —le corrigió Bértold— que fui yo quien lo metí.
Bértold contemplaba a su hermano allí, con su media melena rubia y sus ojos grises, iguales a los suyos y lo recordaba entre sus piernas, mientras él le leía tebeos del Príncipe Valiente. ¿No era todavía demasiado pequeño para enfrentarse a la policía en una manifestación ilegal? Por encima de su deseo de reconciliarse con Pepe estaba el sentido común y su instinto de protección sobre su hermano.
Javier y Gonzalo asistían al debate en silencio. Javier, al oír hablar de muertos, de tiros, de cócteles molotov y de cargas policiales, sintió un cierto nerviosismo. Él hasta ese momento se había mostrado partidario de todas las ideas de Pepe en las reuniones de delegados y por ello, todos esperarían que asistiese entusiasmado a la manifestación; pero lo cierto es que sentía verdadero temor ante lo que acababa de escuchar, aunque no quería reconocerlo abiertamente. Por otro lado, tampoco acababa de entender las reivindicaciones ni la necesidad de que la manifestación fuera ilegal.
—De todas formas —dijo Bértold recordando su viejo papel de líder con la idea de que su hermano no se viese tentado a asistir a la manifestación—, la manera en que se está organizando todo es un desastre. En vez de buscar la unidad entre todos, cada partido va a lo suyo y así salen las cosas. El movimiento cada vez está más atomizado. Los del PST tirando de los institutos hacia un sitio, los del MC para otro en la Universidad…
—Las reuniones de la coordinadora son un caos… —reconoció Alicia—. Cuando te vas de allí, no sabes ni qué se ha acordado.
—Y al final vas a una manifestación a que la policía te pegue de hostias o a lanzar cuatro cócteles molotov, pero con la certeza absoluta de que no se conseguirá nada de lo que se pide. Y eso es lo que ha acabado hundiendo el movimiento estudiantil —remató Bértold.
—Lo que ha acabado hundiendo el movimiento estudiantil es la pasividad de los dirigentes contrarrevolucionarios como los nuestros —dijo Pepe con agresividad.
Bértold se encrespó y acabó diciendo que la manifestación del jueves era un error. Una manifestación ilegal en tiempos democráticos como los que se vivían, en los que uno se podía manifestar hasta a favor de la ETA era una forma de fraccionar al movimiento porque muchos estudiantes no iban a ir por miedo y eso era darle alas a la reacción. Era propio de una dirección aventurerista e infantil. Eso tenía un nombre. ¿Habían leído La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo de Lenin? Pues era una definición de manual. Javier asentía a las palabras de Bértold. Claro que se iba a fraccionar el movimiento, claro que la gente iba a tener miedo. Él era el primero que lo sentía. Pero se alegró de oír a Bértold y de estar de acuerdo totalmente con sus ideas. Incluso le pidió el libro de Lenin. Pepe no estaba convencido.
—Yo no me leído ese libro, pero tengo una cosa clara. Si un tío no va a una mani porque le acojona que sea ilegal… ¿para qué nos va a servir el día que haya que tomar el poder? ¿o es que los capitalistas van a repartir caramelos el día que eso ocurra? —le preguntó Pepe.
Javi sintió un estremecimiento como si las palabras de Pepe fueran dirigidas a él mismo.
—Desde que os habéis ido con los de la Liga Comunista Revolucionaria estáis alucinados —le contestó Bértold—. Allí hay demasiados porros y demasiados pequeño-burgueses.
—Pero son unos tíos que no han abandonado la lucha —le recordó Pepe con ironía.
Ambos se enzarzaron entonces en una nueva discusión teórica sobre lo que debía hacerse para desarrollar el movimiento estudiantil. Bértold abogaba por la utilización de las estructuras que el nuevo régimen democrático brindaba y la creación de un sindicato de estudiantes masivo al estilo de la UNEF-ID francesa. Pepe seguía abrazando la idea asambleísta y anarquizante de las coordinadoras y la utilización de la lucha callejera. Había mucha diferencia entre ambos en cuanto a conocimientos teóricos, tácticos y capacidad argumentativa. La voz de Bértold sonaba firme, taxativa y cálida. Pepe hablaba muy rápido, se aturullaba y apenas argumentaba su atropellado discurso.
—Eso es lo que siempre ha sido el movimiento estudiantil en España —explicaba Bértold— y por eso, en todos estos años, no ha conseguido absolutamente nada, pero es que nada. Ni una sola reivindicación.
—Pero al menos hemos conseguido parar sus ataques. No han podido subir las tasas, ni cerrar la universidad a los obreros. Y les tenemos acojonados. ¿Por qué si no iban a matar entonces a Yolanda?
La discusión se alargó y se introdujo por meandros desconocidos para Javi. Resultaba que lo que parecía tan lejano, los asesinatos fascistas de los que se hablaba en la prensa de vez en cuando, eran un problema palpable y real, tangible para Bértold y sus amigos. Hablaron de los muertos, de la pobre Yolanda González a la que Alicia y Pepe conocían como líder de la coordinadora de estudiantes de enseñanza media, que fue secuestrada y conducida por unos pistoleros de Fuerza Nueva hasta el kilómetro 3 de la carretera de Madrid a San Martín de Valdeiglesias para asesinarla allí de varios disparos a quemarropa. Bértold les dijo que la muerte de Yolanda se había debido a un error como se demostró en la investigación, pues los fascistas que la habían asesinado habían confundido a la líder estudiantil con una militante etarra y ella, a pesar de que lo intentó, no pudo convencerles de lo contrario.
—A esa manifestación vuestra del jueves no va a ir nadie. Dos centenares o tres. Cada vez van menos. Yo ya me he borrado y como yo otros tantos. Al final van a ser manifestaciones testimoniales, inútiles, hasta que un día os aburráis y ya no vayáis ni vosotros.
—Una manifestación no es más o menos justa porque vaya más o menos gente… Sí que has cambiado, Bértold… —dijo Pepe con lástima—. A nosotros nos da igual si van diez o veinte. Nosotros no nos rendiremos nunca.
Bértold se arrepintió entonces de haberse enfrascado en una nueva discusión. Su orgullo intelectual le había traicionado y le había llevado a chocar otra vez con el maximalismo de Pepe, que ahora fruncía el gesto. Era un magnífico baterista y tenía un gran corazón, pero la inteligencia no estaba entre sus virtudes. Quizá el final del grupo fuera inevitable.
–Me voy a hacer un porro de dos papeles —anunció entonces Pepe mientras se sacaba del bolsillo una china de chocolate. Bértold le lanzó una mirada de reprobación. No le gustaba que su hermano viera aquello. Precisamente por eso Pepe disfrutaba de la situación y adoptaba ese tono irónico e intrascendente—. Vamos, Bértold, no te mosquees. Si tu hermano no se va asustar y Javi tampoco.
—No es por eso —se defendió Bértold algo picado.
—Entonces ¿por qué es? —le contestó Pepe en el mismo tono cantarín, sin mirarle, concentrado en quemar la china sobre el tabaco extraído de dos cigarrillos.
—No es por eso –le recriminó entonces Bértold endureciendo su tono y mirándole a la cara fijamente, recordando su antiguo papel de líder político—. Es porque este local no es nuestro, nos lo deja la Junta Municipal, pero solo para ensayar y realizar actividades culturales y si entran algún día y ven las cosas como estaban hoy, con las colillas de los porros y las botellas de alcohol tiradas por cualquier sitio, con la mesa llena de ceniza, nos podemos quedar sin local de ensayo. Y entonces ya me dirás. Ahora ya no hay parroquias ni nada como antes. Es o esto o buscarse la vida pagando un alquiler por un cuchitril de mierda en el centro de Madrid…
—Bah, no creo que los del PSOE sean tan duros por unos porros. Lo mismo si viniesen les asustaba más ese estandarte —le contestó riendo Pepe, ahora más tranquilo desde que sus manos estaban entretenidas en el fino trabajo de liarse el porro y su cerebro se preparaba para recibir la descarga de jachís—. Además, a ellos, precisamente porque son unas momias, les interesa dárselas de tíos abiertos. ¿No me dijiste tú mismo que Ballesteros está siempre diciéndote que te afilies al partido y que te enchufa de trabajador cultural o algo así de la Junta Municipal? Si ahora dejamos el grupo, siempre te puedes afiliar.
Bértold calló halagado. Sí, era cierto. Conocía al concejal presidente Ballesteros desde hacía años, quizá desde finales de 1976, quizá algo más de un año después de morirse Franco, cuando el PSOE ya estaba casi legalizado e iban juntos a las reuniones de coordinación de la Platajunta en Moratalaz. Ballesteros era un tipo cordial y decidido, simpático con todos y práctico como el que más. Una corriente de simpatía surgió entre el joven sociólogo y el estudiante melenudo desde el momento en que se conocieron. Un aguililla, pero muy simpático, les dijo Bértold a los camaradas que le preguntaron por el representante del PSOE en aquellas reuniones. Entonces Bértold representaba una fuerza disciplinada de un centenar de jóvenes revolucionarios y Ballesteros, siempre con su maleta de profesor, ya era un proyecto de burócrata político sin complejos, que quería representar a los trabajadores normales, esos que veían la televisión sin preocuparse de más. Ahora las cosas habían cambiado mucho. La Joven no existía y Ballesteros era el concejal del distrito, el hombre fuerte del Ayuntamiento que tenía a bien dejarles usar aquellos humildes locales. Ballesteros sabía del talento organizativo del antiguo revolucionario y quería emplearlo a su servicio.
—Hay mucha gente de los nuestros que está entrando en el PSOE —dijo Bértold por toda respuesta—. Como Ernesto.
—¿Qué Ernesto? —preguntó sin recordar de quien se trataba Alicia.
—El camarada Ernesto…, Ángel Triana… Tú no lo conociste, uno que salió como alcalde de Morón.
—¡Traidores, capitalistas! —zanjó Pepe soltando un bufido final mientras se iba alegrando anticipando el placer que le supondría el hachís y hasta lanzaba su puño al aire—. ¡Viva la revolución proletaria, camaradas!
Estas últimas palabras las había dirigido Pepe a los dos chavales e incluso le ofreció el porro recién acabado a Javi para que lo encendiera. El chaval denegó con la cabeza. Entonces el comisario del pueblo lo prendió con su mechero y le dio unas profundas caladas reconcentrado en tragarse el humo y no permitir que una sola brizna escapase de sus pulmones, mientras su vista se clavaba en el estandarte rojo. Alicia sacó un par de cervezas de litro de la nevera y las abrió. Fueron turnándoselas mientras Pepe seguía fumando con la mirada estática. El porro era gigantesco y algo chepudo. De su cabeza incandescente salía un humo ocre y denso que se fue esparciendo por la sala hasta enrarecer el aire. Al final Pepe se lo pasó a Rafa y éste luego a Alicia. Los demás charlaron un largo rato mientras Pepe se iba ensimismando. Justamente esa pasividad, esa estupidez, esa mirada vacía era la que no soportaba Bértold en los consumidores habituales de hachís. Ellos abrieron otra cerveza y siguieron charlando un rato mientras Pepe se obstinaba en un silencio de alucinado.
—Hey, troncos, escuchad. Perdonadme por lo de antes —dijo al poco Pepe con voz dulce mientras apretaba un puño y su mirada enrojecida mostraba claramente que los porros ya le habían hecho efecto. Luego levantó la barbilla hacia el mural que presidía la sala y realizó una pausa—. Mirad este puño, mirad el estandarte… Yo no dejaré el grupo jamás. No os dejaré tirados nunca.
—¡Bien, coño! —se acercó Rafa a darle un abrazo, pero Pepe le paró las manos para seguir hablando.
—No, no, escuchad —siguió hablando lentamente—. Manolo es nuestro colega y ahora mismo está vacío, no tiene nada. Si se ha quitado la vida es porque cree que todo lo que le rodea es una puta mierda. ¿No lo entendéis? No la política, ni otras cosas… Sino todo, absolutamente todo. ¿O no es eso lo que piensa alguien antes de tirarse por un balcón? —Pepe guardó silencio otra vez hasta que todos asintieron interiormente a sus palabras. Pepe hablaba entonces despacio, intentando dominar la emoción que le temblaba en la voz—. Creo que podemos demostrarle que para nosotros es imprescindible, hacerle ver que si él desparece de nuestro lado, para nosotros ya nada será igual… ¿Por qué no mantenemos el grupo sin sustituirlo hasta que salga del hospital y le damos su parte de lo que saquemos en las actuaciones? Eso seguro que le dará un subidón para no volver a hacer otra tontería.
—Yo intentaré convencer a Chapa de que retrasemos el disco —asintió Bértold aliviado.
—Y si perdemos el contrato de Chapa y los conciertos, pues los perdemos; pero nosotros somos lo único que tiene Manolo y no le podemos abandonar. Han pasado muchas cosas… Y solo nos quedamos a nosotros mismos, camaradas. Nosotros somos un puño y si a un puño le falta un dedo, ya está mal.
Pepe había acabado sus palabras con la voz trémula y un rictus crispado en sus labios que contenía el llanto. Alicia entonces lo abrazó y a Pepe le resbalaron dos lágrimas, perdiéndose en la barba. Rafa se levantó también emocionado y le dio un puñetazo en el hombro. Bértold se acercó y besó a su viejo camarada en la mejilla.
—¿Pero no decías que sin guitarra solista era imposible? —le preguntó Bértold con ironía, imitando su tono de voz de antes—. ¿Quién coño va a hacer los punteos?
—Aunque sonemos mal, no lo haremos peor que los Sex Pistols o la basura de Kaka de Luxe —replicó Pepe con una sonrisa.
—Eres el mejor, coño, Pepito —le contestó Bértold entusiasmado.
—Los Leño también son un trío —recordó Rafa—. Una solución puede ser que yo haga que el bajo tenga un timbre más brillante y que Bértold distorsione más con la guitarra para hacer como si fueran riffs.
—Y tocar los temas un poco más rápido —propuso Bértold.
—Ojo —dijo Pepe en tono cordial—, a ver si al final nos vamos a parecer de verdad a los punkis.
Aceptaron la propuesta del bajista y volvieron al ensayo con ilusión renovada. Pepe montó las cajas de la batería en un par de minutos. La música sonaba ahora con firmeza a pesar de la ausencia del guitarra solista y ya no había dudas. Rafa se esforzaba en darle más brillo a sus notas y Bértold distorsionaba la guitarra al máximo para disfrazar la ausencia de los riffs. Incluso Bértold intentó algún punteo. Alternaban las canciones propias con las de otros grupos españoles: Topo, Asfalto y hasta Triana. Javi reconoció en el repertorio una canción de Leño que a él le gustaba: Aprendiendo a escuchar. La verdad es que, a Javi, que no los había oído nunca, le parecieron un grupo magnífico y así se lo dijo.
—Es que son muchos años juntos ensayando casi todos los días y tocando en mil sitios —se rio Bértold con una sonrisa que no ocultaba su orgullo.
—La verdad es que sonamos como los mejores de Madrid. Lo que pasa es que no hemos tenido recorrido comercial, porque siempre tocábamos en las fiestas del partido y rechazábamos el sistema burgués —le aclaró Pepe con orgullo—. Pero ahora que el partido ha desaparecido… ¡qué tiemblen los Rolling!
El ensayo se alargó un par de horas. Rafa propuso entonces, ir al bar del Polonio a tomarse unas cañas y unas raciones de patatas bravas. Fueron recogiendo los cables y los instrumentos y adecentando el local de ensayo mientras seguían charlando.
Ya en el Polonio, Pepe, que ya estaba alegre, dijo que él no haría jamás a un proletario rebajarse y se acercó él mismo al mostrador para recoger las cañas y las raciones, ahorrándole el trabajo a Félix. La conversación seguía girando en torno a las víctimas de las bandas fascistas. En el último año habían caído todavía algunos luchadores que ellos conocían de la oposición antifranquista desde hacía años. Jóvenes militantes que sin embargo tenían experiencias y sentimientos de viejos. Los chavales los escuchaban en respetuoso silencio. Javier hacía algunas preguntas sobre cada uno de los asesinados.
Recordaron a Vicente Cuervo asesinado ese mismo año en su barrio de Vallecas, cuando fue con otros militantes de extrema izquierda a reventar un mitin de Fuerza Nueva en el cine París al grito de “Vosotros fascistas, sois los terroristas”. Un viejo de Fuerza Nueva le pegó un tiro en el pecho y se fue en un taxi tan tranquilo. Recordaron a Arturo Pajuelo Rubio, al que también conocía Bértold de la Federación de Asociaciones de Vecinos, asesinado por los fascistas el Primero de Mayo. Y a Juan Carlos García Pérez, amigo de Alicia, asesinado en el Bar San Bao de Ciudad Lineal (Madrid), por los mismos que asesinaron a Arturo días antes.
—¿Y a todos ellos quien los recordará dentro de veinte años? —lanzó Pepe la pregunta.
—Nosotros —repuso con firmeza Alicia.
—Nosotros somos muy pocos en realidad —le contestó su novio mientras se pasaba la mano por la cara en un gesto de cansancio.
—Pero mientras quede alguien, siempre habrá esperanza —le dijo ella mientras lo besaba—. Y a nosotros no nos callarán nunca.
—Eso es verdad, amor… —le sonrio Pepe a través de su barba poblada—. En fin, es lo que decía Manolo cuando nos traducía la canción aquella de Lluis Llach. I esperem, ben segur que esperem, es la espera dels que no ens aturarem, fins que no calgui dir no es aixo. Nosotros no nos pararemos nunca.
—¿Y qué os parece si hacemos una versión cañera de la canción de Lluis Llach que le gustaba a Manolo y le damos esa sorpresa cuando salga del hospital y venga al primer ensayo? Eso sí que le gustaría…—dijo Bértold.
La propuesta fue aceptaba por aclamación. Pepe recordó entonces las veces que Manolo les había propuesto hacer versiones rockeras de las canciones del cantautor catalán, tan admirado por él, y cómo Bértold era siempre quien se negaba por tener que cantarlas en catalán. Y ahora era él mismo quien proponía aquella idea. Pepe movía la cabeza afirmativamente sonriendo. Sí, La Larga Marcha era lo mejor que habían creado en esos años. Ellos eran grandes amigos y aunque discutiesen y se dijesen de todo, aunque se enfrentaran y se desbordaran en direcciones distintas, eran los afluentes de un gran río y siempre podrían contar unos con otros. El ambiente con el que abandonaron el bar del Polonio era aquella noche de franca camaradería, como en los mejores tiempos. Acordaron también acercarse a la mañana siguiente al hospital para interesarse por el estado de Manolo.
Javier y Gonzalo salían también exultantes. Ambos se sentían más importantes y maduros al lado de aquellos veteranos luchadores. Pero en el corazón de Javier seguía bullendo la duda de si iría a la manifestación o no. A pesar de que las ideas de Bértold le parecían correctas y seguramente la manifestación resultaría un fracaso; la asistencia al acto ilegal enfrentándose a los riegos que conllevaba se estaba convirtiendo para él en un reto personal, en una obsesiva forma de demostrarse a sí mismo su verdadero compromiso, por encima del miedo, con las ideas revolucionarias. Incoherentemente, también se alegró de estar de acuerdo con las ideas de Bértold y así contar con una coartada política en el caso de que al final no se decidiera a manifestarse.