(Domingo, 24 de mayo de 1981)
Si tú me quisieras escuchar, / me prestaras atención, /te diría lo que ocurrio / al pasar por la Puerta del Sol. / Yo vi a la gente joven andar / corta el aire de seguridad / en un momento comprendí / que el futuro ya está aquí. / Y yo caí enamorado de la moda juvenil /de los precios y rebajas que yo vi, / enamorado de ti. /Sí, yo caí enamorado de la moda juvenil /de los chicos, de las chicas, de los maniquís, /enamorado de ti. /Zapatos nuevos, son de ocasión /oh, que corbata, que pantalón /vamos, quítate el cinturón /y la tarde es de los dos.
(Enamorado de la moda juvenil, Radio Futura)


En este enlace hay un artículo interesante sobre La Bobia durante los años ochenta.
Tirso de Molina acogía desde primeras horas de la mañana a la multitud de cada domingo. Los constantes autobuses y las dos bocas del metro de la plaza escupían de forma constante personas y más personas que atravesaban el parterre o caminaban por la misma calzada sorteando los vehículos para dirigirse al Rastro sin prestar atención a lo que contemplaban. Nadie parecía recordar que aquella estatua de granito que presidía la plaza representaba al buen fraile, orgullo de la literatura patria y creador del universal mito de don Juan, ni sabía que justo en el mismo sitio que pisaban en esos momentos hubo en tiempos un enorme convento mercedario, ni dedicaba una mirada breve a los viejos edificios que hacían de esta plaza una de las más bellas y descuidadas de todo Madrid. Para todos los madrileños y los turistas que cada domingo acudían al mercado callejero más grande de Europa, aquella plaza era, sobre todo, la principal puerta de acceso al Rastro.
En la misma plaza, en las aceras y sobre la tierra del pobre jardín, ya había vendedores que habían ocupado el suelo con sus mesas de camping, sus tarimas sobre caballetes de metal cubiertas por una tela o incluso con simples sábanas sobre la acera para ofrecer su particular y originalísima mercancía. En esas estribaciones del Rastro no se veían las estructuras metálicas del vendedor profesional, con sus sólidas patas y sus toldos para guarecer a productos y clientela de los rigores del sol o de la lluvia. Eso era ya en Cascorro, en pleno Rastro. Allí, en las afueras del zoco, estaba el alma amateur del Rastro. Allí se presentaban cada domingo sobre las nueve de la mañana, disciplinadamente, firmes como héroes, inasequibles al desaliento y arrastrando los efectos de la turbia noche del sábado, los militantes políticos de partidos extremistas de derecha e izquierda que sobre la bandera roja comunista, la tricolor republicana o la rojigualda nacional ofrecían sus libros, sus publicaciones o sus insignias animando a la lucha de clases unos, al golpe de Estado otros y seguramente todos, a una nueva guerra civil. A su lado estaban también los estrambóticos autores que se editaban sus propios libros de filosofía o poesía en multicopistas, los chamarileros de vocación que ofrecían lo que recogían de las basuras o traían de sus propios domicilios y hasta los jóvenes que vendían las cintas magnetofónicas que grababan de forma chapucera en sus propios equipos de música caseros.
No era el joven Arriola un madrileño distinto a los demás aquella mañana. Tampoco él había prestado mayor atención a quienes le acompañaban en el autobús desde su propio barrio, ni a los rutinarios avatares del trayecto. Ya se conocía los habitantes que llenaban el vehículo colectivo y había visto desde tan niño los edificios y monumentos que flanqueaban el recorrido que no les concedía la menor importancia. Ni siquiera aquel sol que reinaba en el limpio cielo primaveral y llenaba el autobús, ni el aroma a agua que exhalaba el asfalto, ni la luz de cristal que se reflejaba en los edificios fue capaz de sacarle de sus pensamientos.
—¿Qué te pasa, Miguel, hijo mío? —le había rogado la madre con verdadera preocupación mientras le veía desayunar, sentada a su lado—. No has practicado nada en toda la semana. No sé qué te ha dado el chico ese, pero últimamente estás como ido. Te pasas la vida en su casa y ya no te veo ni tocar la flauta ni abrir los libros.
Paqui ya le había aleccionado de esa forma en ocasiones anteriores. ¿No se habría equivocado llevándolo a aquel colegio privado? Desde hacía semanas, en la boca de su hijo no vivía más que Héctor. La casa de Héctor, que era impresionantemente grande, estaba en el centro de Madrid y tenía todos los adelantos, hasta un video; la hermana de Héctor, que era inteligentísima y vivía como una joven de su tiempo; el hermano de Héctor, que era un fotógrafo de impresionante futuro; el padre de Héctor, que había crecido en una de las familias más distinguidas de Madrid y se codeaba con los políticos de todos los partidos; y hasta la odiosa madre de Héctor, que dirigía varios negocios, conocía a todos los intelectuales y periodistas que eran alguien en la noche madrileña y viajaba a comprarse ropa a Londres y a París… Cada vez que Miguel le hablaba de la madre de aquel príncipe, Paqui no podía evitar sentirse humillada. Ella ni había ido a la universidad, ni sabía idiomas. Era simplemente la hija de un tendero, no había terminado ni el bachillerato y consideraba el colmo de la distinción comprarse toda la ropa en la planta de Señoras de El Corte Inglés.
Paqui se temía ya un desastre en las calificaciones de final de curso. Estaban en mayo y lo único que parecía preocuparle a su hijo era practicar con la guitarra eléctrica y escuchar esa música infernal a todo volumen. Apenas salía de su habitación más que para comer o cenar. Además, la madre se sentía sola: su marido no estaba nunca en casa. La dirección del centro comercial le tenía ocupado todos los días desde la mañana a la noche incluyendo muchos sábados y domingos. Incluso ella intuía, y estaba en lo cierto, que su marido le era infiel con una de las empleadas del hipermercado.
—Si no te esfuerzas, no vas a aprobar sexto.
—¿Y para qué quiero aprobar sexto?
—Estás a punto de obtener el título de grado medio. Pronto podrás prepararte como profesional.
—Estoy harto del conservatorio —se había limitado a contestar Miguel como declaración de rebelión personal—. Estoy harto de la flauta. Tú fuiste la que me apuntaste para lucirte con la familia y la que me has obligado a tocar desde los ocho años. Si tanto te gusta la flauta, te pones tú a tocarla y ya está. No pienso volver al conservatorio. A mí lo que me interesa es mi grupo. Ya me lo dirás cuando empecemos a vender discos…
Paqui callaba. ¿Era su hijo el que la hablaba así, en ese tono? ¿Tanto había cambiado su Miguelito? Aquello no podía ser verdad. ¿Podían irse tantos esfuerzos, tantas horas de sacrificio al traste con la misma facilidad que un resto de basura se perdía por el desagüe? ¿Acaso no se había sacrificado ella con él desde el principio? ¿No le había acompañado una tarde tras otra hasta el Teatro Real y le había esperado paseando en la plaza de Ópera o acercándose a ver ropa al Corte Inglés de la calle Preciados mientras su Miguelito se juntaba con los profesores más distinguidos de España? ¿No se había esforzado en desempolvar sus escasos conocimientos de solfeo y piano para ayudar a su hijo en sus estudios? ¿No le había animado una y otra vez cuando comenzaba titubeante a tocar la flauta y fallaba al realizar las escalas, los estudios o al atascarse en las piezas? ¿No le acompañaba siempre a sus actuaciones en público? ¿No le había elevado ante la familia en toda ocasión que hubiera podido como músico prometedor y valor en ciernes? ¿Y qué iba a quedar de todo aquello? ¿Nada?, ¿un soplo de viento?
— Miguel, no lo dejes —le había pedido saliendo de su estupor—. Acaba aunque sea el grado medio y te tomas un descanso después si quieres.
—Estoy harto.
¿Pero qué le había pasado a su hijo? ¿Tanto podía cambiar una persona en tres meses? Mozart, Beethoven, Bach… ¿ya no eran nadie? ¿Eran mejores aquellos salvajes que se creían mejores cuánto más ruido hacían? ¿Dónde estaba su hijo, el que miraba con reverencia respetuosa las viejas estatuas, los frescos y las preciosas lámparas de araña que habían iluminado a los músicos, los príncipes y los reyes y habían convertido al Teatro Real en uno de los auditorios más importantes de Europa? ¿No le había introducido ella entre la elite de la creación musical? A esas alturas, ella no entendía nada.
—Prométeme que vas a aprobar.
Arriola había respondido a esta última súplica bebiendo un último sorbo de su colacao, besando con frialdad a su madre, tomando su americana negra llena de chapitas y saliendo al rellano a tomar el ascensor. De forma mecánica había caminado hasta la parada del 32, había esperado la llegada del atestado autobús que conducía al Rastro y se había aferrado a una de sus barandillas para no caerse con los tumbos del vehículo.
Era verdad que estaba harto de todo. A él nunca le había gustado la flauta. Él quería haber estudiado guitarra o piano, pero tras realizar la prueba de acceso, no pudo elegir esos instrumentos. Y allí, a sus ocho añitos había empezado la tortura. Miles de horas haciendo escalas, miles de horas practicando estudios, miles de horas preparando piezas. ¿Para qué? Debía reconocer que gracias a ello tenía una formación musical de la que carecía cualquiera de los integrantes de los grupos musicales que conocía, pero no solo eso era importante. ¿Por qué había ido a parar él al conservatorio desde niño? Su madre era la culpable. Había sido ella quien, por esnobismo, por poder vanagloriarse en sus estúpidas conversaciones familiares, por enaltecerse ante las vecinas, le había obligado a soportar aquella tortura. Bastante era que no se hubiese rebelado antes. Solo su buen carácter y su bondad explicaban que él siguiese en el conservatorio. No le extrañaba que su padre estuviera poco por casa. ¡A ver quien aguantaba a aquella vieja maniática! Pero ahora las cosas habían cambiado. Él ya no era un niño y no iba a consentir que lo tratasen como tal. Su libertad estaba por encima de todo y si había una cosa que tenía clara, es que él no iba a ser flautista profesional. Así que, ¿qué más daba abandonar sus estudios en Quinto o en Sexto, aunque estuviera a las puertas de acabar el grado medio que le capacitaría para acceder al ansiado grado superior, los últimos años de instrumento? ¿Para qué iba a seguir? ¿Para seguirse torturando unos cuantos años más?
Y más ahora que había descubierto que había otra música. O musiquilla, como le decía despectivamente su profesor de instrumento, don Raimundo Álvarez, que desde que le había visto con su nuevo peinado, solía lanzarle acerbas invectivas con objeto de desengañarle. Lo que hacían esos grupillos de desarrapados no era música. ¡Qué fácil era coger una guitarra eléctrica, rasgarla como una catequista y cantar desafinando y sin apenas voz la primera estupidez que a uno se le ocurriera! Eso estaba al alcance de cualquiera que dispusiera de medios para comprarse los instrumentos y el equipo de sonido, pagarse el local de ensayo y tener influencia entre quienes organizaban las actuaciones. La música eran el padre Victoria, Bach, Telemann, Mozart, Beethoven, Listz, Albéniz o Wagner. La música era sacrificio, virtuosismo, talento, armonía, orden, arquitectura, solidez, profundidad. La música era sentimiento. La música era el lenguaje más universal del ser humano, la traducción a sonidos de la esencia de la Creación. Eso era la Música. Y no debía ser mancillada por aquella piara de niñatos bien. Lo que hacían aquellos botarates era comparable a un silbido, asequible a cualquier gañán o incluso a algunos animales como los loros. Para esa gente la música era una simple distracción, no un arte. No hacían música para escucharla, sino para olvidarse de que la estaban escuchando y concentrarse en otras cosas, sobre todo en las drogas. La música era el pretexto para cantar, bailar, estar juntos y drogarse.
Arriola callaba. Reconocía que la música que él hacía con su grupo era técnicamente de una calidad ínfima. Eso era incontestable, pero él no se había sentido nunca tan vivo como desde que conociera a sus nuevos amigos, ni se había divertido nunca tanto tocando como con ellos. Además, el profesor Álvarez tenía que reconocer que los conciertos del Teatro Real eran un verdadero rollo, con todas sus pajaritas, sus corbatas, sus chaqués y sus collares. ¿Acaso sabían música aquellos loros que iban al Real a aplaudir para que tintineasen sus pulseras de oro? Había cien mil veces más diversión en una canción de Alaska y los Pegamoides que en toda la historia de la música clásica.
Y él ahora había descubierto además que hacer música era fácil. No era necesario sacrificarse ni ser un virtuoso. Se podía llevar una vida ociosa, alegre, de fiesta en fiesta, de droga en droga, ensayando poco y practicando menos. No era necesario saber tocar. Bastaba con echarle cara y subirse al escenario de cualquier manera, tocar con desparpajo y divertir a la gente con una propuesta estética interesante. Era más importante gastar tiempo y dinero en vestirse y peinarse que en practicar con los instrumentos. De hecho, ellos mismos, que eran unos músicos peores que mediocres, iban a dar su primer concierto en el instituto con motivo del final del curso. Héctor ya lo había hablado con la dirección del centro y no había ninguna pega.
Y para muestra de todo aquello, lo que había vivido la noche anterior. Arriola había asistido a un concierto histórico. En el campo de rugby de la Escuela de Arquitectura se habían congregado miles de personas para el Concierto de Primavera, un acontecimiento que según decían algunos, no tenía nada que envidiar a los que se hacían en Europa. Aquel acontecimiento significaba, según había oído decir a varios críticos musicales amigos de Rodrigo, la puesta de largo de un nuevo movimiento musical en Madrid para el que ya tenían nombre, la Nueva Ola. Sobre el pequeño escenario habían actuado entre otros Alaska y los Pegamoides, Los Secretos, Rubi y los Casinos, y Nacha Pop. Una noche inolvidable y tremendamente divertida. Los amigos de Rodrigo habían hecho hueco en sus coches para llevarlos a todos desde el ático de Lista. El flamante Ford Fiesta de Rodrigo iba hasta los topes. Una vez allí, resultaba increíble ver la cantidad de gente que eran capaces de convocar chavales tan solo unos pocos años mayores que él. No todos iban vestidos a la moda. Había algunos imitadores de Bowie o de Brian Ferry y también seguidoras de Siouxsie o Nina Hagen. Crestas, tupés, flequillos; minifaldas de cuero o de colores llamativos, vestidos cortos, mallas, cazadoras de cuero o chaquetas con corbatas finas. Pero sobre todo había mucho estudiante universitario normal y corriente. Alumnos de Ingeniería, de Medicina, de Arquitectura o de Derecho con sus gafitas y sus polos de marca; chicos y chicas con ganas de pasarlo bien y olvidar los problemas que tuvieran. La Nueva Ola tendría un público de clases medias variado y masivo, presagiaron los críticos. De hecho, si las discográficas ya habían contratado a una parte de aquellos grupos es porque estaban convencidos de que iban a rentabilizar su inversión.
—El año que viene nosotros tocaremos también en las facultades —aseguró Héctor mientras les ofrecía una dexidrina a cada uno.
—Y al siguiente grabamos un disco con Hispavox —le siguió Terry con una amplia sonrisa— como Alaska.
—Y luego nos haremos ricos y tocaremos en Londres —remató Héctor triunfalmente.
A Arriola no le pareció una locura lo que decían sus amigos, pues tras escuchar a todos los grupos comprendió que ninguno de ellos tocaba mucho mejor que Nosferatu. Sobre el pequeño escenario, aquellos jóvenes fueron desgranando sus repertorios. Algunos de los cantantes se disculparon riendo de lo mal que sonaban, echándole las culpas al equipo alquilado por la Escuela de Arquitectura, que en verdad era pésimo. Pero eso no podía ocultar a los ojos de un músico con cierta formación como Arriola sus carencias. Los guitarristas no tocaban mucho mejor que las niñas de los colegios de monjas; no sabían puntear bien ni hacer un riff de forma realmente precisa. Los bajistas atacaban las cuerdas sin la suficiente energía y en ocasiones perdían el ritmo por carecer de la habilidad necesaria en sus dedos y los bateristas tenían dificultades para superar un ritmo sencillo de uno-dos, al ejecutar síncopas o rematar los fraseos con cremalleras. Todo se simplificaba para que resultase posible. No eran capaces de llegar a un mayor grado de dificultad y hacían de la necesidad virtud. En síntesis, eran muy malos intérpretes. Las melodías eran además muy repetitivas, elementales, pueriles. Arriola se acordó de su profesor del conservatorio. Tenía más razón que un santo. Aquellos eran un puñado de niños bien sin verdadero talento musical que se podían permitir el lujo de comprarse unos buenos instrumentos y jugar a ser músicos.
Pero no había más que mirar en derredor para darse cuenta de que Miguel también tenía razón. La gente se lo estaba pasando en grande. El alcohol que se servía en las amplias barras instaladas por los estudiantes, las anfetaminas, los porros y hasta el popper diluían los errores de interpretación. Las ganas de pasarlo bien, de sentirse unidos, de desentenderse de un mundo de adultos repleto de problemas políticos y sociales, de valorarse como generación aplaudiendo a unos jóvenes que eran su propia imagen disculpaban todos los defectos, que acababan siendo virtudes para aquella masa familiar y alegre. El reino de tristeza del franquismo se había terminado.
—¡No veas que movida más guapa! —les sonreía Terry henchida de felicidad, flotando en su nube de anfetaminas.
—La mejor es Alaska —le dijo riendo Mani.
Y era verdad. Primero habían tocado tres grupos que no habían oído nunca. Pero luego había explotado la triunfadora de la noche. Alaska había aparecido sobre el escenario con una preciosa cresta, unas mallas y una camiseta que dejaba su hombro izquierdo al descubierto. Su compañera de grupo, Ana Curra, vestía de negro y lucía un peinado a lo Siouxsie. Ella era tan bicho raro allí como él, porque sí tenía formación musical. Remataba su atuendo con unas botas de cuero negro y un collar de perra en su cuello. Pero luego, cuando empezaron a tocar, todo fue alegría. Alaska había estado vibrante y divertida, dando continuos saltitos y jugando con el micrófono. Se la veía disfrutar en el escenario y su entusiasmo acababa siendo contagioso. El ambiente del concierto era festivo y tolerante. Ni siquiera cuando los Mamá sufrieron el incendio de su propio equipo de música la gente lo entendió como un contratiempo, sino como una parte más de la diversión. Después tocaron los Secretos unas pocas canciones que a Miguel le parecieron simplemente blandas y pegadizas. Y al final, salieron los Nacha Pop, que para Arriola fueron los únicos que sonaron de forma aceptable. Fue solo en algunas de sus canciones donde Arriola creyó ver algo parecido a lo que el profesor Álvarez llamaba talento. Especialmente le gustó una canción: La chica de ayer.
—A mí me gustaría que sonásemos así —le dijo a Héctor.
—No me seas petardo. Estos tíos son un rollo —le contestó el líder—. Son unos babosos como los Secretos. La que mola es Alaska.
Arriola asintió. Ya estaba lo suficientemente puesto a esas alturas como para dar por buena cualquier opinión que le dijera su amigo. Al terminar el concierto, Rodrigo y Ziggy se fueron a saludar a los músicos a la zona que llamaron back stage con perfecta pronunciación británica y que Miguel supuso que se trataba de la parte trasera del escenario. Héctor le dijo que no se preocupara por ellos, que ya buscarían la forma de volver en un taxi o como fuera. A Héctor no le gustaba pasar mucho tiempo con su hermano. Un ratillo estaba bien. Se oían cosas interesantes y se sabía qué es lo que estaba pasando en Madrid, la que iba a ser la ciudad más dinámica del mundo. Pero los amigos de su hermano eran todos tíos diez años mayores que él y Héctor notaba, cuando estaba entre ellos, que acababan ignorándole por considerarle todavía demasiado joven. Arriola vio alejarse a Rodrigo seguido por su grupo de amigos enfundados en chupas de cuero.
Fue en ese momento, cuando Terry se le acercó por detrás y le pasó su lengua por el cuello. Arriola se dio la vuelta y buscó su boca con sus labios, torpemente. Ella corrio a refugiarse entre los brazos de Héctor con pasos vacilantes. Ya era de noche. Miguel la miró con deseo. Estaba guapísima con su vestidito corto, sus tacones y las coletas de colegiala con que se había adornado para la ocasión.
—¡Me persigue este sátiro! —le dijo mientras señalaba a Miguel con su dedo índice y la voz enturbiada por el alcohol.
— Es que tú eres una provocadora —le dijo el alargado joven mientras la sujetaba por los antebrazos ofreciéndosela a su amigo—. Parece mentira que vayas a un colegio de monjas.
—¿Es que tú no sabes que las niñas de los colegios de monjas somos las más viciosas? —le contestó la cantante riendo mientras Arriola tomaba posesión de sus pechos con las dos manos.
—Ahora nos vamos los tres a casa a tomar la última copa —propuso Héctor.
—Guay —sentenció Terry mientras sentía complacida que Miguel besaba su cuello con encantadora suavidad.
Para allá habían ido los tres, como otras noches. Mani se había ido con Nico a Malasaña, al Penta, con un par de niñas que habían conocido allí mismo. Eran las hermanas pequeñas de unas estudiantes de Medicina. Iban a un colegio de monjas del centro de Madrid y estaban deseando ir por la calle con unos chicos tan guapos y con unas cazadoras de cuero tan bonitas.
Arriola había caído más veces en las redes de Héctor. Cada noche que acompañaba a Terry a su casa, acababan los tres en su habitación. Ninguna de esas veladas había resultado premeditada y precisamente por eso, las cosas ocurrían. Era como un río que fluía despacio, sereno y que precisamente por su delicado discurrir llamaba a todos a bañarse en él sin temor, a chapotear con alegría entre sus aguas. Si en cualquiera de aquellas noches, la invitación a mantener relaciones sexuales hubiera sido explícita, Arriola la habría rechazado. Él no era homosexual y no sentía ninguna atracción por el sexo opuesto. Hasta conocer a Héctor, ni se le hubiera pasado por la cabeza que aquello pudiera ocurrir. Nunca se había descubierto con la mirada fija en un hombre. Antes al contrario, bastaba con que saliera a la calle para ir valorando los atractivos físicos de todas las mujeres con las que se cruzaba. No. Estaba seguro: a él le gustaban las mujeres. Además, las cosas ocurrían precisamente por Terry. Ella era quien comenzaba todo. Nunca había pasado nada estando a solas con Héctor. Era Terry quien extendía aquella red irresistible, con sus enormes pechos y sus labios carnosos.
La noche anterior, tras el concierto, había forzado a Arriola a dar un paso más. Estaban ya muy pasados. Alcohol, porros, dexidrinas… Todo se había desarrollado en una nebulosa acre y densa. Miguel recordaba que había masturbado por primera vez a su amigo. Terry se había sentado sobre la cara de Miguel, ofreciéndole la vulva para que la lamiera y luego había tomado su mano con dulzura y la había llevado sobre el pene de Héctor. Arriola había acabado acariciando sin reparos el enhiesto miembro de su amigo que le devolvía las caricias bajo la atenta mirada de su novia. Luego Terry había aprovechado para sentarse sobre el pene de Héctor hasta llevarlo al orgasmo. Después le había tocado el turno a Arriola, cuyo pene había lamido la cantante hasta sentir su esperma en la garganta. Era la primera vez que Terry le había llevado al orgasmo. Arriola se recordaba en una nebulosa diciéndole con voz apagada:
—Te quiero.
Pero después había tomado un taxi y había vuelto a su casa, sintiéndose vacío, exhausto. ¿Qué había hecho? Al día siguiente, Miguel no estaba seguro de que aquello hubiera ocurrido, ni de que hubiera dicho aquellas palabras ni de que la quisiera. Además, Terry era la novia de su amigo. Aunque la verdad era que Héctor pasaba bastante de ella y a él Terry cada día le gustaba más. Eso era lo único verdadero en aquella extraña relación. Lo único seguro. En muchas ocasiones deseaba que su amigo no existiera para poder iniciar con ella una relación, solos los dos. Se imaginaba paseando su amor por las calles de Madrid, abrazándola con orgullo ante los transeúntes. Era todo tan extraño…
Aquella mañana de domingo habían quedado todos en la boca del metro de Tirso de Molina. Cuando llegó Arriola, ya estaban los demás. Nico había llevado una mesa de camping y Héctor una mochila con los fanzines. Terry lo abrazaba sonriente. Mientras, Mani estaba en un puesto cercano de Fuerza Nueva, charlando amistosamente con uno de sus integrantes.
Se acercaron hasta la cercana calle del duque de Sesto y allí, en un hueco, junto a la entrada de un cine en el que proyectaban películas pornográficas, entre otros dos puestos improvisados, abrieron su mesa de camping y desplegaron sus revistillas. El fanzine se llamaba Ultratumba y había sido realizado casi íntegramente por Héctor con ayuda de su hermano. Habían confeccionado el original con una máquina de escribir, fotos y dibujos recortados. Luego lo habían fotocopiado masivamente. El resultado eran las cien revistillas realizadas con tan mala calidad como buena intención. Ultratumba contenía elementos de lo más variado. La parte central de la revista era el reportaje sobre Nosferatu escrito por Héctor que incluía algunas fotos de Rodrigo y las letras de todas sus canciones hasta el momento. Dios salve al rey, La guillotina eléctrica, Necrofilia y Anarquía en la Gran Vía. El proceso de elaboración del reportaje había servido al grupo para aclarar sus posturas ante el propio hecho artístico, para tomar conciencia de lo que querían hacer y situarse como creadores ante los demás. Conceptos como la vanguardia, lo transgresor, lo provocador, lo irreverente, lo atípico, lo fresco o lo divertido eran los que componían a partes iguales su identidad como grupo. El arte además debía ser fácil, sencillo y directo. Nada de enrevesamientos ni sutilezas. El resto del fanzine se componía de críticas musicales de discos editados en Inglaterra, un manifiesto estético firmado por Héctor, unos tebeos underground que habían realizado algunos compañeros del instituto y hasta una defensa de los golpistas del 23-F que había impuesto Mani, amenazando a los demás con abandonar el grupo si no se atrevían a publicarla.
—A ver si esto va a ser delito… —se excusaba Héctor.
—¡No digas tonterías! —insistió Mani con su ultimátum—. Más delito es vender un fanzine sin registro legal.
Una vez extendidas las revistas sobre la mesa, ellos se apostaron tras el rudimentario tenderete esperando simplemente a que llegase el ansiado cliente mientras charlaban animadamente entre sí. El flujo de transeúntes era constante. La calle del duque de Sesto que acababa en Cascorro era cortada al tráfico los domingos y su asfalto se convertía en un estrecho río por el que se deslizaban decenas de miles de personas en parejas o grupos en dirección al Rastro. La mayor parte de los jóvenes eran jevis, melenudos muchas veces marcados por el acné y ataviados con sus vaqueros de pitillo, sus zapatillas deportivas, sus chupas vaqueras llenas de chapitas de grupos jevis y sus muñequeras de cuero repletas de tachuelas.
—Vaya cutrerío de basca viene por aquí —se quejó Mani despreciativamente al ver pasar un grupo de jevis—. ¿No se podrán lavar el pelo los hijos de puta estos? Seguro que son del Aleti.
—Estos lo que son es de Vallecas o de San Blas por lo menos —le siguió Nico la conversación y luego grito alegremente—. ¡Viva San Blas!
—¡Viva el Pozo del tío Raimundo! —siguió Héctor la broma mientras algunos jevis los miraban sin comprender sus gritos.
—¡Ahí no hay jevis, Héctor! —se rio Mani—. Ahí hay gitanos directamente. Estos son de barrios obreros como Usera, Orcasitas o Carabanchel.
—No, de ahí no son, porque vendrían por otra línea de metro —le cortó Nico—. Esos hacen el Rastro de abajo a arriba. Vienen desde la Puerta de Toledo por la línea cinco.
—Muy agudo, sí, señor —reconoció el rubio recordando el plano del metro—. Y yo que creía que eras gilipollas…
Nico le pegó al rubio un puñetazo sobre el hombro de su chupa de cuero por toda respuesta. Arriola callaba. Aquellos jevis de los que se mofaban sus amigos eran idénticos a los que veía por su propio barrio. Los jevis eran mayoritarios en todos los barrios de la periferia. Aunque en Moratalaz dominaban los jipiosos, también había muchos jevis y gitanos que oían rumbas. Los nuevaoleros como ellos eran una exigua minoría. En barrios obreros como Carabanchel, San Blas o Vallecas los modernos prácticamente no existían. El propio Arriola, cuando esperaba en la parada del autobús frente a su casa, era consciente de que los jóvenes de su barrio, los jevis o los jipis, lo miraban con el mismo desprecio e incomprensión que Mani manifestaba ahora. Sonrió. Cada uno veía la vida desde su punto de vista, pensó. De todas formas, era un alivio que Mani y Nico no hubieran mencionado Moratalaz en su lista de barrios proscritos. A Arriola le había parecido que Terry torcía el gesto cuando ellos empezaron con su retahíla de burlas.
Ocasionalmente pasaba algún chaval con su misma estética un tanto tenebrosa. Se detenía al ver a otros chicos con crestas, pelos de colores y miradas desafiantes. Hojeaba el fanzine sin sonreír en exceso. Algunos lo habían comprado. E incluso un estudiante de Biología de la Universidad Autónoma les había pedido el teléfono para ver si querían tocar en las fiestas que hacían en su facultad cada viernes por la mañana.
—Me llamo Roberto —les dijo embutido en su gabardina de mod.
—¿Todos los viernes montáis una movida? —le preguntó Héctor asombrado.
—Todos. Es que damos clase solo de lunes a jueves. Los viernes el decano nos deja unos barracones que hay pegados a la facultad. Llevamos priva y otras cosas y como hay corriente eléctrica ponemos música o llevamos un grupo a tocar. Nos juntamos unas cien personas y no hay escenario ni nada. Tocaríais allí sobre la misma moqueta del barracón y tendríais que llevar vuestro equipo.
—¿Por las mañanas? —insistió el otro en su escepticismo.
—Sí, sí —replicó el estudiante riendo—. Montamos unas movidas de la hostia. A esas horas sube más la droga.
—¡Joder, qué ganas tengo de ir a la Universidad! —dijo Terry.
—Para eso hay que aprobar antes —se rio Mani recordando que cuando llegaban las notas, sus amigos y él mismo siempre tenían una buena colección de suspensos—, que eres una puta vaga.
Sobre las dos de la tarde, Héctor propuso ir a La Bobia. Arriola había oído hablar de aquel bar a Rodrigo y sus amigos muchas veces, pero no había estado nunca. Se aprestó ilusionado a plegar la mesa de camping y a cargar con ella hasta el garito que estaba doscientos metros más abajo, al final de la calle Relatores, frente al metro de La Latina. Por el camino entraron en la tienda de Marihuana, en la plaza de Cascorro. Terry se compró una camiseta de Siouxsie y Arriola unas gafas de sol negras que la cantante le aconsejó.
—Te hacen mucho más interesante —le dijo guiñándole sus preciosos ojos color de miel.
La Bobia estaba en una esquina y tenía una amplia terraza sobre la acera que al cálido sol de mayo invitaba a sentarse y echar un trago. Rodrigo estaba con Anne Mary, Ziggy y otros amigos ocupando unas cuantas pequeñas mesas circulares. Al llegar los integrantes de Nosferatu, los mayores hicieron espacio para que los más jóvenes pudieran sentarse con unas sillas vacías que tomaron de mesas vecinas. A Miguel le gustó la sensación de sentarse por primera vez en su vida en una terraza, como si fuera un hombre, con sus gafas de sol negras, para tomarse una cerveza. Y cuando se acercó el camarero y le pidió la consumición, él respondió con un cierto tono de orgullo y luego pasó a observar el lugar en el que se encontraba.
Era una terraza de mesas de metal, similar a la de cualquier otro bar de Madrid. Lo que hacía diferente y emblemático aquel tasco era su clientela. Efectivamente, muchas personas que allí consumían sus cañas y sus raciones pertenecían a la Nueva Ola. La mayor parte habían pasado la noche de marcha y aprovechaban el sol dominical para ponerse al socaire del edificio y soportar mejor la bajada de las anfetas o del tripi con unas cervezas, unos vermús y unos porros. Allí estaban de nuevo los jóvenes que imitaban el vestuario de Brian Ferry, las miradas de Bowie o los peinados de Siouxsie. Junto a ellos también había homosexuales, flipados, tíos a la moda de todos los colores. También estaban los clientes habituales del Rockola junto con algún despistado que había decidido tomar su cerveza y aperitivo dominical antes de volverse a casa y tres o cuatro turistas con sus cámaras al cuello. Vestimentas alegres, provocativas, divertidas, coloristas. Mucha chupa de cuero de importación y miradas de autosuficiencia. Se procuraba mostrar de esta forma un rechazo a la sociedad sesuda, reflexiva y racional de los progres antifranquistas, que eran la tristeza personificada. Ya había pasado el tiempo de los lamentos y las quejas. Ya había muerto Franco hacía seis años. Ya estaba bien de aburrir al personal con la historia de la lucha de clases y la dictadura del proletariado. Lo que había que hacer era divertirse y disfrutar de la libertad, de la vida, de las drogas y del sexo. Eso era lo bueno de que hubiera muerto el dictador. Y el que no pudiera hacerlo, que se solucionase sus problemas él solo. La sociedad no cambiaría nunca y la vida era para tomársela a risa. Madrid tenía que ser una ciudad festiva, irónica y transgresora.
Muchos habían ido al concierto de la universidad y luego habían rematado la movida de esa noche en cien garitos del centro. Todavía no se habían acostado. Sus ojos enrojecidos, su languidez de movimientos y sus mandíbulas descolgadas les delataban. Aguantaban la noche a base de dexidrinas y otras drogas. Y para suavizar el bajón mañanero, nada mejor que darse una vueltecita por el Rastro, tomar unas cañitas y fumarse unos porros con los amigos. Se podía ver ropa, discos, tebeos y pillar droga… Rodrigo estaba mostrando unos cuantos tebeos que se había comprado en un puesto callejero de la plaza a la que llamaban las Américas, allá al final de la calle Mira el Sol. Eran algunos números de la revista Star y del Víbora. Anne Mary, que lucía un vestido ajedrezado, llevaba un tebeo con Las aventuras de Gwendoline. Arriola recordó entonces aquellas palabras de Héctor y se lo pidió con cierta timidez para echarle por fin un vistazo. Las historietas eran de abierto contenido sexual. Las aventuras de Gwendoline, con sus dibujos en los que mujeres opulentas ataban y azotaban a otras chicas, le provocaron una rápida erección. Se prometió comprarse aquel tebeo en cuanto pudiera para masturbarse mirándolo tranquilamente en su habitación. La conversación derivó sobre los héroes del Víbora. Unos apostaron por Taxista como el mejor personaje, mientras que otros postularon a Makoki. Para Héctor, el mejor personaje era Anarcoma, un transexual. Mani se echó a reír con cierta intención burlona.
—¡A ti el que te pega es Roberto el Carca, por lo facha que eres! —le contestó Héctor.
—¡Qué va! A mí el que más me mola es Taxista. Un tío con dos cojones —se rio el Mani.
—Pues a mí, Anarcoma —se introdujo en la conversación Ziggy con su acento equívoco—. Es con quien más me identifico.
La conversación se centró en una exposición que se iba a hacer sobre el chochonismo y en la que iba a participar por lo visto un montón de gente. Arriola no sabía qué era eso del chochonismo y le preguntó a Héctor por lo bajo.
—Es una movida que se han montado los amigos de mi hermano. ¿No viste ayer a Alaska que iba con una cresta, como la de la tribu de los chochonis?
—Sí —asintió Miguel.
—Pues por ahí va el rollo. Se han montado una historia con el chochonismo ilustrado o algo así, un rollo para reírse y meterse con las marujas.
—Tierno Galván pasará a la historia como el mejor alcalde de Madrid de todos los tiempos —terciaba en otra conversación un joven con una elegante chaqueta y un sofisticado tupé.
—¿Eso dónde lo has leído? ¿En El País? —le replicó burlándose otro amigo de Rodrigo, un tipo alto y muy delgado, con el pelo de color morado y una camiseta de tirantes negra.
La mayor parte se le opuso. Pero el joven de la chaqueta y el tupé insistió.
—El alcalde está poniendo un montón de pasta para hacer de Madrid la ciudad más dinámica de Europa. Esa es la puta verdad.
—¡Porque le interesa para atraer turistas, no te jode! —le replicó el otro como si escupiera las palabras.
—Por lo que sea —insistió el primero—. Pero está poniendo pasta para hacer conciertos, exposiciones… ¿No han hecho el concurso Villa de Madrid para los nuevos grupos?
—Bueno, no te pases, que eso ya venía de la UCD… —le cortó otro.
—Vale, pero ahora todas las instituciones, las universidades, las juntas de distrito están organizando cosas… ¿O es que no os estáis favoreciendo vosotros de esa pasta?
—Eso es porque nos quieren domesticar para ponernos a su servicio —terció Ziggy que ocultaba sus ojos de dos colores tras unas gafas de sol.
—¿Y a ti te han domesticado ya? —le preguntó con intención el del tupé.
—¡Qué fuerte! A mí no me domesticarán nunca. No me seas petardo, guapo —le dijo con una entonación abiertamente homosexual—. La duda ofende.
—Pues por eso. ¿O es que a Rodrigo o a Alberto los han domesticado por organizarles exposiciones? ¿O es que Alaska se ha vendido por aparecer en Aplauso?
—Es una relación que nos interesa a todos —terció otro.
—Eso se llama prostituirse como lo que hacen algunas en María de Molina —insistió Ziggy aludiendo a los travestis.
Rodrigo se vio obligado a intervenir y trató de hacerlo con ecuanimidad.
—No te pases. En ningún momento se nos ha dicho cómo debemos hacer las cosas. Simplemente les gusta lo que hacemos, les interesamos y están dispuestos a poner pasta para comprar nuestras producciones, no a nosotros mismos. A mí no me compra nadie.
—Os veo pidiendo el voto para el PSOE en las próximas elecciones —indicó Mani medio en broma—. ¡Putos rojos…! ¡Como llame a mis amigos de Primera Línea os vais a cagar con vuestro socialismo de manos agradecidas!
Rodrigo y los demás prefirieron obviar las palabras de Mani. Sabía por su hermano que los contactos de Mani con las bandas violentas de ultraderecha eran reales y que tocando a cuestiones políticas, no había forma de hacerle entrar en razón.
—A mí no me verás pedir el voto para ningún partido en toda tu vida —le dijo Rodrigo con aplomo.
—Desde luego. La política es un aburrimiento y una vulgaridad —dijo Ziggy —. Yo no votaré jamás.
La conversación se centró en el concierto de la tarde anterior. Para el del tupé era una prueba más de que el Ayuntamiento quería que Madrid se convirtiera en la ciudad más abierta, plural y divertida de Europa. Los otros negaron que el Ayuntamiento tuviera ningún papel más allá de favorecer lo que ya existía. Pronto salieron de la discusión. En lo que estaban todos de acuerdo era en que el concierto de Arquitectura había sido espectacular.
—Pronto nos haremos de oro a costa de ellos —dijo Ziggy con cinismo, pero nadie le secundó. A nadie le interesaba el dinero, ni como tema de conversación. Ziggy se defendió— ¿No os interesa el dinero? Claro, como sois todas ricas…
Arriola siguió la conversación con cierto desinterés. A él la política municipal no le importaba. Le pareció más interesante fijarse en la forma de hablar de aquellos nuevos amigos, entre los que destacaba indudablemente Ziggy, que imitaba descaradamente en su imagen a David Bowie y que incluso tenía un ojo de cada color como la estrella del rock. El tono de muchos de ellos pretendía resultar glamouroso y divertido y, con certeza, era amanerado y artificial. Hablaban con afectación y entonación afeminada. Muchos de ellos eran homosexuales militantes y era evidente que no se avergonzaban de su condición. Luego observó que utilizaban un número reducido de expresiones de forma constante. “¡Qué fuerte!”, “increíble” o “gualtrapas”, con las que adjetivaban de forma recurrente las situaciones y las cosas. El giro “como muy” también lo repetían mucho.
—Eso es como muy cutre —acababa de decir Ziggy precisamente.
También se burlaban mucho de la gente que pasaba. Gracias a aquellos cutres que contemplaban desde la terraza podían hacer unas risas y soportar mejor la bajada de los ácidos o la cocaína. Desde su atalaya, sentados en sus grises sillas de metal escudriñaban con lupa las supuestas carencias intelectuales, morales o económicas de los visitantes del Rastro. Atribuían a todo el que pasaba algún defecto que les sirviera de pretexto para ridiculizarle. Se burlaban de las marujas fondonas, de los machos hispánicos que no se lavaban y olían a Varon Dandy, de los curritos sin afeitar, de los jipis, de los jevis, de los feos y de las gordas. En realidad, se criticaba todo aquello que les pareciera pobre, cutre, vulgar, falto de estilo o educación, alejado de la modernidad.
—¡Qué gran país es España! —dijo Rodrigo como solía—. En ningún otro país del mundo se ponen los rulos como aquí.
—Ni las banderillas…
—¡Mirad que tíos más guarros! —elevó la voz entonces Ziggy. Muchos de los nuevaoleros oyeron el comentario y miraron a un trío de jipis que pasaban, con sus amplias camisas y sus largas melenas.
—¡Qué asco, qué cutres!
Una voz se elevó entre las mesas. ¡Jipis, cortaros el pelo! El trío de jóvenes oyó perfectamente el insulto y giró la cabeza en dirección a las mesas. No identificaron al culpable, pero sí contemplaron ante sí varias decenas de punkys, mods o nuevaoleros que los miraban con desprecio. Cualquiera de ellos podía haber sido. Tampoco tenían ganas de gresca, así que se fueron de allí ignorando el grito. Ya se tomarían su revancha otro día en que las cosas estuvieran más claras.
Se acercaban las tres de la tarde. Hora de volver. Arriola sabía ya que llegaría tarde a la comida familiar del domingo. Sus abuelos y sus padres le estarían esperando. Verían sus ojos enrojecidos por el jachís y su nuevo peinado. Su abuela le daría uno de esos besos ensalivados, que le mojaban la mejilla y a él le daban tanta rabia. Se despidió de sus amigos y volvió sus pasos hacia Tirso de Molina pisando el asfalto de las calles ahora cerradas al tráfico. Le gustaba fundirse en la multitud, como un desconocido, oculto tras sus nuevas gafas de sol. A esas horas el Rastro se disolvía en Madrid de nuevo. Esa magnífica concentración humana, ese magma de energía en el que se habían unido mayores, adultos y niños, trabajadores y parados, delincuentes y rentistas, vendedores y compradores, viejos de todos las ideologías y jóvenes de todas las tribus urbanas volvía a expandirse en un nuevo Big bang. De Cascorro salían grupos de personas que a buen paso huían a sus barrios en el metro o en los autobuses. La poderosa fuerza de atracción de la compra y la venta, de la conversación, de la urbanidad y la civilización, había cesado. El imán del Rastro ya no actuaba y cada una de aquellas partículas individuales regresaba a su polaridad familiar con la satisfacción de haber contribuido a un espectáculo único, el mayor mercado callejero del mundo occidental.
Arriola caminó hasta la plaza de Benavente para esperar el 32 en su primera parada y poderse sentar. Tuvo suerte y nada más llegar aparecieron dos autobuses. Miguel entró rápido con su bonobús en ristre y se escabulló hasta su lugar favorito, detrás del todo y pegado a la ventanilla. Al llegar a la plaza de Tirso de Molina vio subir a un viejo conocido del barrio. Habían jugado juntos al fútbol. Aquel chaval era hasta hacía pocos meses un niño detrás de un balón, un compañero que le entregaba la pelota a otro niño para construir juntos una jugada que acabase en gol. Ahora era un joven melenudo con una chupa vaquera y unos pantalones de pitillo, un jevi de los que tanto abundaban en su barrio. Un cutre, un asqueroso, un gualdrapas de los que se habían burlado sus nuevos amigos varias veces a lo largo de la mañana sin que Arriola dijera nada en su defensa. El chaval también vio a Arriola y también desvió su mirada. ¿Qué pensaría aquel chaval de él, ahora vestido con sus buguis y su americana? ¿No le parecería tan ridícula su indumentaria como a Arriola le parecía la suya?
Arriola miró por última vez la estatua de Tirso de Molina, que lo despedía silencioso y meditativo hasta el domingo siguiente. Miguel golpeó levemente con su frente el cristal. Tenía más respuestas que preguntas. ¿A qué tierra pertenecía? ¿Cuál era su bando? ¿Quién era él?