(Sábado, 21 de junio de 1980)
Macarra de ceñido pantalón, / pandillero tatuado y suburbial,/ hijo de la derrota y el alcohol,/ sobrino del dolor,/ primo hermano de la necesidad.
(¡Qué demasiao!, Joaquín Sabina)
A finales de los años setenta, la delincuencia callejera se convirtió en uno de los problemas más importantes de las grandes ciudades. Delincuentes como el Jaro, el Vaquilla o el Torete se hicieron famosos, dando lugar al llamado cine quinqui y a canciones que comprendían y compendiaban su modo de vida. Aquellos chavales eran elevados a la categoría de héroes y las canciones de Los Chichos o Los Chunguitos eran escuchadas y cantadas en los barrios marginales como himnos que reivindicaban su forma de vida.
Como cada sábado por la mañana, Antonio Heredia engrasaba su carabina con un trapo, una cañita fina que cupiera por el cañón a modo de baqueta y un poco de aceite. Lo hacía cuidadosamente, con mimo y placer, con el mismo celo con que una hembra de gorrion cuidaría de su cría. Le gustaba limpiar su carabina para que brillara en la calle. Luego, tomaba su cajita de perdigones y salía con sus amigos a matar unos cuantos pájaros por el barrio, otras crías que al día siguiente su madre, Merche, echaría al arroz para disfrute de toda la familia.
A su lado, sentado en el ajado sofá, su hermano pequeño, Félix, se estaba vistiendo cuidadosamente para ir a jugar al fútbol. Abajo, unos calzones que ya habían usado todos sus primos; arriba, una camiseta interior de algodón llena de pelotillas. No había dinero para más.
—¿Dónde vas? —le preguntó Antonio.
—A jugar al fútbol.
—¿Otra vez te vas a jugar con esos juláis?
A Antonio Heredia no le gustaban los amigos que su hermano se había echado. Él los conocía del patio del colegio y sabía que eran unos manueles. Cada mañana, Antonio elegía a uno de ellos para ganarle el almuerzo. El niño de papá, amedrentado, no ofrecía ninguna resistencia y le entregaba su pequeño bocadillo de sardinas, de salchichón o de jamón de York. Eran unos mierdas. Por las tardes, el Heredia se pasaba con el Papilla y el Ruso por sus polígonos y entre los tres, armados de carabinas o cheiras que nunca se veían obligados a utilizar, les choraban las bicicletas o los balones. Para Antonio aquello era una suerte de justicia social. A aquellos pringaos ya les traerían más bicicletas y más balones de reglamento los Reyes Magos el año siguiente.
—No son unos juláis —replicó el hermano pequeño algo molesto.
—Ya —zanjó Antonio la discusión con una mueca despectiva—. Por eso se achantan en cuanto me ven.
Antonio, siempre que podía, utilizaba palabras calés. Félix no le quiso contestar. Su hermano le sacaba casi dos años y jamás le había consentido la réplica. Toda discusión acababa en una pelea en la que el mayor hacía uso de toda su fuerza hasta doblegar y humillar al pequeño. Si era necesario darle un puñetazo, lo golpeaba; si era preciso dar un cabezazo, Antonio lo hacía sin pensarlo y sin acritud. Vencía en la pelea de forma fría y desapasionada y luego se sentaba tranquilamente en el sofá esperando a que la ira de su hermano menor se calmara. Tan solo a veces, Merche, la madre, se interponía entre ambos y Antonio no se atrevía a maltratarla. Félix se consolaba pensando que su hermano Toño, con ese carácter, acabaría en cualquier cuneta de la vida porque siempre estaba metiéndose en líos. Félix pensaba estudiar y tener un trabajo decente. Y entonces, cuando Toño fuera un simple delincuente o un buscavidas como su padre y él tuviese su propio piso, su hermano mayor lloraría pensando en las tonterías que había hecho. Ese era el consuelo de Félix. Y por eso, porque él no quería acabar como su hermano, amedrentando a los chicos del barrio con una carabina doblada sobre el hombro, hacía los deberes que le mandaban los maestros y jugaba con los chicos que serían hombres de provecho el día de mañana. Y por eso, cuando los chavales más formales de su colegio le habían propuesto jugar en su equipo de fútbol, Félix había aceptado con orgullo. Él conseguiría salir de las alcantarillas. Llegaría también el día en que su hermano Antonio no tuviera más remedio que pedirle ayuda. Él, entonces, con bondad infinita, lo salvaría.
—¿Y contra quién jugáis?
—Contra el Ratón.
—Entonces palmáis fijo —le dijo Heredia riendo, pues había visto jugar al Ratón muchas veces en el patio del recreo.
—Ya veremos —repuso Félix con ferocidad infantil.
—¿Y dónde es el partido, Tato?
—En el Barranco, a las once. Nos jugamos el campeonato —contestó Félix con voz soñadora.
—Pues si se encarta, me paso luego con el Papilla y el Ruso.
El Tato no contestó y se concentró en atarse cuidadosamente las botas de fútbol. Cuando levantó la vista, el hermano mayor ya salía por la puerta sujetando por el cañón la carabina que, abierta, caía doblada sobre su hombro. Antonio se sonrio luego. Podía ser divertido ver cómo el Ratón le ganaba a su hermanito Félix.