(Lunes, 12 de Enero de 1981)
I / I wish you could swim / like the dolphins, / like dolphins can swim. / Though nothing / will keep us together. /We can beat them / for ever and ever / ¡Oh, we can be heroes / Just for one day! / I, / I will be king /and you / you will be queen. / Though nothing / will drive them away. / We can be Heroes / just for one day. / We can be us / just for one day.
(Heroes, David Bowie)
A veces, la vida puede cambiar en tan solo una mañana, en un solo instante. Eso es lo que creía Miguel Arriola desde que conociera a su nuevo amigo. Una mañana, mientras la tutora peroraba ante sus alumnos sobre las características que hacían del complemento predicativo una de las funciones sintácticas más llamativas e interesantes de la gramática española, el director interrumpió la clase acompañado de un extraño joven. Los chicos salieron de su letargo.
—Buenos días —dijo con su tono más ceremonioso—. Este que veis a mi lado es vuestro nuevo compañero, Héctor Villanueva, que se incorpora más tarde al curso pues acaba de volver de Londres, donde su padre es el embajador de España.
Al entrar en el aula, Héctor concitó la atención de todos los alumnos, hasta ese momento dispersa en mil fragmentarios pensamientos ajenos por completo a la explicación de su profesora. Y es que el hijo del embajador tenía, por su atuendo y peinado, el mismo aspecto llamativo y estrafalario que sus nuevos compañeros solo habían visto en algunos músicos británicos de los que salían en las revistas o en la tele. Héctor era un adolescente alto y extraordinariamente delgado, tan llamativo por su alargada figura como por su atuendo. Su exigua estructura ósea sujetaba a duras penas una gabardina negra con un ancho cinturón y un jersey también de color negro que dejaba adivinar el cuello blanco de un polo. Sus pantalones, estrechos y algo cortos, dejaban ver con nitidez sus anchos y enormes zapatos, que eran como barcazas del mismo color negro que el resto de su indumentaria. Su peinado era extraordinariamente inusual, pues llevaba el pelo recortado por los lados de la cabeza casi al cero dejando ver sus pequeñas orejas de soplillo, mientras que por arriba su cabello negro como el carbón había crecido con generosidad. Por detrás, el pelo le caía hasta debajo de los hombros; por delante, los dedos engominados de Héctor habían esculpido en sus cabellos una selva puntiaguda que se elevaba al cielo, como si fuera un puerco espín. Finalmente, los había coloreado con tonos azulados por lo que éstos parecían como una prolongación flamígera de su propia cabeza. El efecto resultaba más acusado teniendo en cuenta la palidez de su cara, casi blanca, en la que destacaban unos profundos ojos oscuros y una gran nariz de cuervo.
Todos le siguieron con la mirada mientras caminaba lentamente, bamboleando los hombros rítmicamente, hasta su nuevo pupitre. Además, había algo más en él, algo que atraía de forma magnética las miradas de todos. Fueron las chicas las que se dieron cuenta primero y antes de que acabara el recreo ya lo comentaba toda la clase.
—¡Lleva pintada la línea de los ojos!
—Ese tío es maricón. Ya se puede poner el Soso un tapón en el culo —bromearon algunos de los compañeros.
Héctor no tuvo más remedio que sentarse con el Soso y Arriola no tuvo más remedio que aceptarlo, pues el único pupitre en que quedaba un asiento vacío era el suyo. Desde que el director se fuera, Héctor se puso a hablar con Miguel en voz baja sin preocuparse de la explicación de la profesora.
—Menuda trola ha soltado el viejo este —dijo refiriéndose al director—. Ojalá viviera yo en Londres.
Miguel, temeroso de las miradas de su tutora, se limitó a sonreír levemente y a enarcar las cejas asintiendo. Héctor sin embargo, desatendiendo las miradas de la profesora, siguió hablando en voz baja de todo y de nada mientras Arriola asentía o sonreía sin contestarle. En un momento determinado, Héctor le preguntó:
—¿Tocas algún instrumento?
Arriola asintió con la cabeza porque la profesora les miraba desde la pizarra cada vez con más insistencia, pero Héctor dijo en voz lo suficientemente alta para que todos lo oyeran.
—¡Cojonudo, tío! Yo estoy montando un grupo.
Arriola esperó entonces lo peor, una amonestación verbal, una expulsión de clase, cualquier cosa; pero extrañamente, la tutora no llegó a mirarles. Su nuevo amigo siguió murmurando toda la hora sin que ella llegase a intervenir.
Durante el recreo, Miguel tuvo compañía por primera vez desde que comenzara el curso. Los dos adolescentes se sentaron juntos en un banco soleado. La mayor parte de los chicos sentían un cierto resquemor ante un compañero que iba con los ojos pintados y a Héctor no le atraía relacionarse con gentes a los que les preocupaban vulgaridades como el fútbol o niñerías como las peleas y los pescozones.
—¿Y qué tocas?
—Estoy en sexto de Flauta, en el conservatorio —dijo Miguel con timidez.
—¿Flauta? Menudo rollo, ¿no?
—Bueno, también tengo una guitarra eléctrica.
—Ah, eso es justo lo que necesito para el grupo. Ya tengo una vocalista muy buena y un tío que va a tocar los teclados. Yo toco el bajo, ¿sabes? Solo me falta un batería y un guitarra. Creo que ya he encontrado el guitarra.
—Pero yo no tengo ni puta idea de tocar la guitarra —dijo modestamente Miguel.
—¡Eso da igual! Ya pasó el tiempo de los virtuosos de pastel. Lo importante es el espíritu y la rapidez. Tocar canciones de cuatro minutos en dos minutos y medio —contestó Héctor riendo.
—¿Entonces tú no vienes de Londres?
—¡Qué va! Estoy aquí porque me expulsaron de mi otro centro. Y lo de mi padre es otra trola. Mi padre es arquitecto. El que es embajador es mi tío. ¡Cómo que si yo pudiese iba a vivir en Madrid! ¡Londres sí que mola!
—¿Pero tú has estado allí?
—Claro, muchas veces. Toda esta ropa me la he comprado allí. España es un país de paletos; Madrid es una ciudad de paletos. ¿No te has fijado cómo me miran todos?
Arriola le dio la razón. No iba a llevar la contraria a la primera persona que le dirigía la palabra con verdadero respeto desde que había llegado a aquel instituto. Tampoco le costó trabajo admitir lo que decía su extraño amigo, pues era verdad que a dónde quiera que iba con su nuevo compañero, todos los otros alumnos le miraban y cuchicheaban a su paso.
—¿Y por qué te expulsaron?
Héctor sacó la lengua fuera de su boca, la mordió entre los dientes y agitó el dorso de la mano dando a entender que aquello no era ni interesante ni importante. Hubo un breve silencio y Héctor se encogió de hombros sonriendo. Luego su sonrisa pálida se abrió de felicidad y comenzó a desgranar con entusiasmo toda una serie de grupos ingleses y americanos que eran totalmente desconocidos para Miguel. The Ramones, The New York Dolls, Siouxsie and the Banshees, Joy Division, Bauhaus, The Lords of the New Church, David Bowie, Iggy Pop y, sobre todos ellos, como los gurús de una nueva religión, los Sex Pistols. ¿De dónde habría sacado todos esos nombres y todas esas canciones que eran para él desconocidas? De sus viajes a Inglaterra, por supuesto, pensaba Arriola. Miguel intentó demostrar a su nuevo amigo sus conocimientos musicales. Le habló de algunos grupos que había oído mencionar en los Cuarenta principales, la emisora de radio que escuchaba de vez en cuando: Supertramp, Electric Light Orchestra, Kansas o los Eagles. Pero Héctor se mostraba despreciativo.
—Pero si eso no son más que marionetas de las empresas discográficas… Eso es un producto de consumo. Y la música que hacen es un sucedáneo barato de la música clásica. Fíjate que hasta llaman temas a las canciones… ¡Temas!
Arriola le mencionó entonces los nombres de otros grupos de rock que había oído nombrar en su barrio. Héctor sonrio igual de despreciativo.
— ¡Buah! El rock está más muerto y corrompido que John Lennon. Eso de los jipis y la psicodelia es un timo. Mucha hermandad y todas esas tonterías que hicieron nuestros padres… Te tienes que venir a nuestro ático para ver y oír la música que ahora mismo se está haciendo en el mundo.
Miguel le oía hablar y se quedaba alucinado. ¿Qué tonterías habrían hecho los padres de Héctor? Desde luego, los padres de Arriola habían hecho pocas. Trabajar duro, casarse por la Iglesia y comprarse un piso en Moratalaz. Miguel recordó entonces a su madre, que se consideraba muy yeyé, canturreando los éxitos del Dúo Dinámico mientras tendía la ropa. Quince años tiene mi amor y todo aquel rollo que seguía… También se acordó en ese momento de que su padre le había regalado ese mismo año por Reyes un disco de éxitos de los Beatles muy promocionado por la televisión. A Arriola le hacía gracia ahora que todos los mayores fingían haber sido fans de un grupo que no fue capaz de llenar la plaza de toros de las Ventas en 1965. Ese mismo día de Reyes, su padre le reconoció que salvo Let it be y Yesterday, todas las canciones de aquel álbum recopilatorio le eran desconocidas.
—¡Pues menos mal que eran todos sus grandes éxitos! —se rio Arriola.
Y los dos chavales quedaron para ir al ático de Héctor aquella misma tarde, cuando Miguel saliera del conservatorio. Héctor lo esperaría en la puerta de la estación del metro de Lista, en la calle Ortega y Gasset. Iban hablando animosamente y sin mirar a su alrededor.
—Es aquí.
Por primera vez, Arriola dejó de prestar atención exclusiva a su amigo, impresionado por lo que veía. Estaban entrando en un edificio de finales del siglo XIX, limpio y elegante. El mármol blanco, impoluto, cubría las paredes y suelos de aquel portal y las grandes puertas acristaladas tenían picaportes dorados que relucían bruñidos con esmero. El portero era un hombre cojo y de acento gallego, que les recibió sonriente con su traje azul marino de relucientes botones dorados. A Arriola le pareció significativo y paradójico que Héctor, la misma persona que generaba miradas públicas de rechazo por su atuendo al caminar por el barrio más burgués de Madrid, fuera tratado algunos metros más allá con aquella respetuosa cordialidad por un anciano venerable. El ascensor era también lujoso y elegante: a través de su antigua puerta de madera acristalada, Miguel vio un reluciente espejo y una brillante botonadura de marfil. Mientras el aparato ascendía con una lenta cadencia, Miguel buscaba un punto de fuga donde posar sus ojos. Se encontraba algo nervioso. ¿Quiénes estarían arriba?
—En este ático vive mi hermano mayor, Rodrigo. Es fotógrafo y lo utiliza también como estudio y hasta como galería de exposiciones. Así que suele haber mucha gente. A veces han dado hasta conciertos. Pero es tan grande —lo tranquilizó Héctor— que cabemos todos los hermanos. Yo tengo una habitación en el piso de arriba, que es donde ensayamos.
El ascensor había llegado al último piso. Se oía levemente una música procedente del ático. Era un grupo que cantaba en inglés. Al abrir la puerta de la vivienda, el estruendo se extendió con fuerza por la escalera de vecinos. Miguel enarcó las cejas admirativamente.
—No te preocupes. La casa está totalmente insonorizada. Mi viejo, cuando realizó la reforma para cedernos el piso, se gastó también un pastón para que los vecinos no dieran problemas.
Tras el amplio recibidor, sobre cuyo parqué había instalada una mesa de ping pong con una de sus raquetas apoyada sobre la inmóvil pelotita, una puerta de dos hojas daba paso a un salón gigantesco en el que destacaba una barra de bar y sobre todo, la enorme cristalera que ocupaba una de sus paredes. Efectivamente, aquel portal hacía chaflán entre las calles de Lista y Ortega y Gasset y todos los salones tenían una amplia terraza que en el caso del ático había sido transformada por el padre de los Villanueva en una gran cristalera a través de la que se contemplaba, como si fuera la pecera de un acuario, una panorámica de Madrid. A la vez, cuando las cortinas estaban abiertas, desde los ventanales de las casas de enfrente era posible espiar lo que se hiciera en la gran sala del ático, lo que daba a las reuniones de amigos que allí se celebraban un cierto matiz exhibicionista, pues todos eran conscientes de que podían estar siendo contemplados en cualquier momento por decenas de ojos, por todo Madrid. Era, pues, ese ventanal como una pantalla cinematográfica hacia los dos lados, como el cristal de un acuario que cautivaba tanto la mirada de los peces de colores como la de los visitantes. Miguel no fue una excepción y solo tras admirar las bellas líneas de los edificios y los letreros de neón que a través de la cristalera se columbraban, reparó en que había allí siete u ocho personas sentadas o tumbadas en los sofás, charlando animadamente, tomando copas y fumando porros. Su aspecto era igual de estrafalario y poco convencional que el del mismo Héctor: los mismos cabellos cardados, la misma ausencia de patillas, la misma delgadez cadavérica y la misma sonrisa inteligente. Las paredes estaban plagadas de fotos de ambiente callejero en las que aparecían ellos mismos y otras personas de similar aspecto en diferentes lugares de Madrid, como Malasaña o el Rastro. También había carteles de conciertos de grupos españoles y extranjeros. Destacaba especialmente uno enorme que anunciaba un concierto de los Sex Pistols en una sala de Londres. Los ceniceros estaban llenos y hasta había colillas por el suelo. La sala tenía un aire bohemio y despreocupado. Al verles entrar, los del grupo les saludaron alegremente. Ellos se acercaron un poco.
—¿Vais a descargar hoy? —les preguntó uno de los presentes.
Era también un tipo alto, peinado a la moda y vestido con una camiseta negra en la que se leía Siouxsie and the Banshees. El joven se presentó cordialmente como el hermano de Héctor. Era necesaria la aclaración, pensó Arriola, pues Rodrigo no se parecía en nada a Héctor. El mayor llamaba la atención inmediatamente por su atractivo físico, propio de un modelo. Tenía los cabellos castaños y encrespados, unos intensos ojos azules, una nariz recta y unos labios delicados, quizá algo femeninos, que le convertían en el chico más atractivo de aquel grupo. Su mirada irónica y algo despreciativa le daba además un aire de maldito con el que solía impresionar a las chicas.
—No, hoy no vamos a taladrar vuestros oídos. Hasta que no tengamos batera no volverá a oírse música de verdad en esta casa.
—Menos mal que los bateras son difíciles de conseguir —siguió la broma el hermano guiñando los ojos.
Los otros le preguntaron a Héctor sobre la formación del grupo y entonces éste presentó a Miguel como el nuevo guitarrista. Uno destacaba especialmente por su aspecto. Era un chico muy alto y delgado, de aspecto casi enfermizo, con el pelo cardado y color de zanahoria y vestido con unos pantalones de pinzas muy ceñidos de color rojo, una camiseta de rayas horizontales azules y blancas y sobre ella una cazadora de mujer. Su cara estaba totalmente empolvada y sobre ella destacaban unos profundos y extraños ojos, cada uno de un color distinto. Miguel supuso que se trataba de un homosexual y se sintió un tanto intranquilo cuando le acercó su mano para estrechársela.
—Pues vaya guitarra más pequeña que llevas —le dijo con voz afeminada mientras señalaba el estuche de su flauta con un gesto de matices eróticos.
—Es la flauta ––repuso Miguel enrojeciendo y con voz casi inaudible.
—¡Uy, pues entonces es enooooorme, nene! —gritó el joven alargando las vocales con picardía de afeminado— Debe ser delicioso tenerla en la boooca… ¿Me la dejarás algún día para tocarla?
—¡Deja en paz al chaval, Ziggy! —le cortó Rodrigo bromeando— que le vas a asustar.
—¡Oye, ojazos, que tampoco le he dicho nada malo! —se defendió Ziggy lanzando un beso a Rodrigo y guiñándole el ojo.
—No, es que vengo del conservatorio —siguió Miguel como si no hubiera oído nada, pero sintiendo que comenzaban a sudarle las palmas de las manos.
—¿Del conservatorio? ¿Todavía existe eso? —repuso otro de ellos, un tipo con una cresta de color verde. Tras darle una calada al porro, el tipo recordó su época en aquella cárcel. Habían sido un par de años asistiendo obligado por sus padres. Solo había aprendido a aborrecer el instrumento y el propio edificio, el Teatro Real.
—Fíjate lo que consiguieron. Yo ahora oigo un violín y me entran ganas de vomitar.
Arriola pasaba horas y horas con su flauta aprendiendo escalas, armaduras, tonalidades, partituras enteras. Y la verdad es que lo hacía obligado por su madre. ¿De verdad eso iba a servirle para algo en la vida? Asintió sonriendo.
—Allí no hay más que muertos. En vez de conservatorio lo deberían llamar cementerio —repitió la broma el de la cresta con acidez mientras los demás reían—. ¡En vez de música, lo que hacen son psicofonías!
—No os preocupéis. El sábado nos llevamos unos cócteles molotov y a la salida de la fiesta, cuando ya estemos bien ciegas, lo quemamos —bromeó Ziggy.
—Y yo me llevo la cámara y hago una serie verdaderamente inmortal: el conservatorio desconservado —afirmó el hermano de Héctor.
—¿Te mola el salón? —le preguntó Héctor.
—Es alucinante —respondió boquiabierto Arriola.
—Mi padre tiró todos los tabiques del antiguo piso y dejó solo cuatro salas: un cuarto de baño, la cocina, el recibidor y el salón.
Al fin, Héctor se lo llevó escaleras arriba. Resultó que el ático era además un dúplex. Al llegar al piso superior, se oyeron unos fuertes gemidos tras una de las puertas. Héctor se rio.
—Te presento la voz de mi hermana Patty en acción. No suele venir mucho porque se pasa la vida estudiando y dice que aquí no se puede concentrar. Pero cuando viene, se enteran todos los vecinos. Solo viene a drogarse y a follar. Y siempre es así de escandalosa, la muy puta. Ten cuidado además, porque le gustan los chicos más jóvenes que ella y hace colección.
Entraron en otra habitación enorme, de casi cuarenta metros cuadrados. Aquella estancia, que parecía un simple dormitorio, ya era dos veces más grande que el salón de la casa de Arriola y equivalía casi a una vivienda entera de las más humildes que había en Moratalaz. Era aquella una sala completamente dedicada a la música. Había unos teclados, un bajo eléctrico, unos micrófonos, un par de beibis, un magnífico equipo de alta fidelidad, unas estanterías repletas de discos y un par de sofás. Los ceniceros repletos de colillas de porros y cigarrillos se repartían desordenadamente por el suelo igual que en el piso de abajo. En una de las esquinas había montada una batería nuevecita.
—¿No decías que no teníais batería?
—Y no lo tenemos —repuso riendo Héctor—. No tenemos al tío que la toque. Pero batería, sí. Es mía. Me la compré el año pasado, pero no me hice con ella, así que me compré un bajo, que se me da mejor. Así que buscamos batería, pero no instrumento. Es decir, baterista. Si quieres, tócala tú un rato. Tengo a Terry, la vocalista y a Mani, el de los teclados que ves ahí. Ya los conocerás. A veces vienen, pero es que sin batera… es un rollo. ¿Cómo se puede hacer música salvaje sin batera? Si no hay batera, no hay grupo.
Miguel se sentó ante la caja y se dispuso a tocar siguiendo su instinto. Tomó las baquetas y dejó que cada uno de sus golpes sobre la caja o el chaston, cada una de sus patadas sobre el bombo, fueran el resultado de su propio sentir interior. Resultó de todo ello una cadencia lenta, repetitiva, pero de gran fuerza rítmica.
—Oye, pues tocas muy bien. ¿Por qué no la tocas tú? —observó gratamente impresionado Héctor.
—Uf, es muy cansado, prefiero la guitarra. El sábado me la traigo.
—Lo único que vas un poco despacio y tenemos que conseguir tocar canciones de cuatro minutos en dos minutos y medio
Héctor pasó a mostrarle su colección de discos. De la estantería donde almacenaba decenas de ellos, el menor de los Villanueva fue entresacando los álbumes que le parecieron más emblemáticos de sus gustos. Miguel fue tomando entre sus manos un disco tras otro. Arriola miró por primera vez los rostros de Ramones, Siouxsie and the Banshees, Joy Division, Bauhaus, David Bowie, Sex Pistols o Iggy Pop. A Miguel lo que más le llamó la atención fue la agresividad que parecían proponer todos con sus ropas, gestos y actitudes. Desde las portadas, los músicos le miraban con gesto desafiante y en ocasiones francamente hostil, Héctor puso en el tocadiscos el Never mind the bollocks de los Sex Pistols y luego miró a Miguel mientras agitaba la cabeza y mostraba su dentadura de forma cómica.
—Quiero tener una versión del God save the Queen en el repertorio. Podríamos cambiarle la letra para meternos con el Rey. Una canción tocada a toda velocidad…
—Vale. Parecen unos acordes fáciles —concedió Arriola.
—Tienen que ser fáciles. El arte debe estar al alcance de todos y no de una minoría de elegidos. Lo que importa es el espíritu. Y el espíritu debe ser salvaje. Las multinacionales habían convertido el rock and roll en una imitación barata de la música clásica. Se acabó el virtuosismo. El punk es salvaje, directo, como fue el rock primigenio y no la basura en que lo convirtieron Pink Floyd y sus amigos.
Efectivamente, la música sonaba furiosa, como una riada impetuosa que se abriera paso arrastrando lo que encontrase por delante. Los ojos de Miguel se deslizaron por las paredes hasta encontrarse con una puerta acristalada que daba paso al exterior. ¿Qué había allí? Héctor entonces le sacó de dudas haciéndole salir a una amplia terraza, que no tenía nada que envidiar a la de cualquier garito del centro de la ciudad. Mesas y sillas se arracimaban bajo varias sombrillas. Arriola sintió el viento en su cara. En los costados, bien pegadas al muro, crecían algunas plantas de marihuana… Desde allí se divisaba otra fantástica panorámica de Madrid. A lo lejos, más allá de la calle Serrano, los edificios iban tomando un color almagrado: el día se terminaba.
—¿Nos fumamos un porro de producción propia?
Eso era droga. ¿Cómo le sentaría? Arriola dudó solo unos instantes. Quería ser amigo de Héctor. Se sentaron en las tumbonas de la terraza. Era extraño estar al aire libre y a aquella altura, en medio de Madrid. Con las primeras caladas, Miguel Arriola se sintió en aquella terraza en un estado de plenitud que jamás había conocido. Sonaba Heroes de Bowie y a Arriola le pareció que en ese momento sus pies estaban atornillados a la Tierra y que su cuerpo viajaba con ella a miles de kilómetros de velocidad por el Universo. Nunca hasta entonces había tenido esa sensación de comunión con la vida. Miguel contemplaba en silencio aquel divino cielo que se iba apagando en tonos cárdenos, alargando la sombra de las nubes granadas, desdibujando los perfiles de aquellos edificios señoriales en la creciente oscuridad… Al mirar hacia abajo, recorrio con su mirada las calles del viejo Madrid por donde se deslizaban los coches, perfectos en su silenciosa maquinaria, en su movimiento luminoso; siguió a los peatones discurriendo con serenidad por las aceras. Cuanto acariciaban sus ojos le parecía inevitable, como si estuviera organizado de acuerdo con un plan perfecto, armónico con la propia esencia de la Creación.
Las carcajadas de Héctor le sacaron de su ensimismamiento.
—Te has quedado colgado.
—¿Eh? —se disculpó sonriendo débilmente Miguel—. Es que no estoy acostumbrado a fumar. Solo había fumado tabaco unas cuantas veces con mis primos estas vacaciones…
—Pues no hay nada mejor para crear… y para todo —siguió riendo Héctor—. Nosotros siempre ensayamos bien ciegos, para que la música fluya naturalmente.
Se hacía tarde. Había que volver a casa antes de que fuera la hora de cenar. Miguel se disculpó ante su nuevo amigo y éste lo invitó a bajar de nuevo. Arriola se deslizaba como si fuera sobre patines mientras atravesaba el largo pasillo del piso de arriba. Se abrió una puerta y apareció ante ellos una joven completamente desnuda. Era extremadamente delgada y llevaba la cabeza afeitada, como si fuera una prisionera de un campo de concentración nazi. La muchacha no hizo el menor ademán por cubrirse el sexo.
—Hello, Héctor —dijo con naturalidad con un marcado acento inglés.
—Hola, Anne Mary—repuso el joven en español—. Te presento a mi amigo Miguel, va a ser el guitarrista del grupo.
Anne Mary se inclinó hacia Miguel para besarle y éste pudo sentir su olor cálido y natural. Acababa de salir de la ducha y olía a jabón infantil. Miguel entrevió sus pezones rosados y bajó su mirada algo turbado. La muchacha se dio la vuelta, se metió en una habitación y se sentó en una cama. Sin cerrar la puerta completamente, comenzó a vestirse una camiseta con las piernas abiertas. Miguel le echó una última mirada furtiva mientras su cabeza estaba oculta bajo la camiseta. Anne Mary debía de ser rubia o castaña, pues su vello púbico era de ese color.
—Anne Mary es la novia de mi hermano. Bueno, tampoco es que sea la novia exactamente… Mi hermano es que tiene bastante éxito con las tías. Todas dicen que es guapísimo… Así que con Anne Mary se enrolla cuando están juntos, pero ambos se dan libertad para tener otros rollos cuando ella se vuelve a Londres y mi hermano se queda solo en Madrid… En fin, un rollo —le dijo Héctor, divertido por su propio juego de palabras.
Bajaron y allí seguía la reunión de amigos, ahora más animada que antes. Arriola fue siguiendo la conversación. Aquellos tipos mayores hablaban con aplomo y entre muchas bromas, de tendencias artísticas, de estéticas, de estilo. Criticaban a unos y a otros, a conocidos y a artistas, a personas que Miguel no conocía. Los dos chicos estuvieron un rato oyéndoles comentar la actualidad. Miguel oyó por primera vez mencionar a grupos como Kaka de Luxe, los Pegamoides o Paraíso en una confusa historia de celos y movidas entre ellos que él no acabó de entender. Miguel estaba flotando mientras la conversación le envolvía. Al final decidió irse. Le despidieron con gran cordialidad y deseando volver a verle.
Arriola se acercó hasta Goya para tomar el 30, que le llevaría de nuevo a su oscuro barrio. Volvía en el autobús mecido en una nube de entusiasmo y pasión por la existencia. Le parecía que ese mismo día debería ser marcado con piedra blanca en su vida. Este encuentro con Héctor y su mundo tenía que ser el giro sensacional, el cambio que había ansiado tantas veces. Miguel Arriola estaba exultante. Ahora comprendía que, oculta para los ojos de la mayoría, alejada de la mediocridad y hasta de la pobreza de los barrios periféricos, existía otra ciudad, un Madrid perfecto, específicamente diseñado para la felicidad. Paseando por las aceras de aquel barrio, uno podía admirar al barrendero limpiando las calles, al guardia municipal ordenando el tráfico, al repartidor de la tienda empujando su carrito lleno de viandas, al camión cisterna llenando las calderas de gasóleo que luego calentarían las casas, a los chavales que, vestidos a la moda, cargaban con sus monopatines buscando el sitio idóneo para disfrutar de su pasión de forma civilizada y hasta a los niños que correteaban felices alrededor de su madre y de alguna sirvienta cargada con la bolsa de la compra. Era un Madrid organizado y pulcro, donde nada se dejaba al azar. Un mundo feliz. ¡Qué poco tenía que ver aquello con su barrio! Simplemente, era otro mundo. ¡Qué ignorancia había en Moratalaz acerca de las bondades de la vida! Él, en su antiguo colegio, en sus polvorientas plazoletas, en el barranco o los billares, había estado siempre rodeado de mediocridad, de miseria, de violencia, de estulticia. Le pareció que a eso y no a otra cosa, se debían sus dificultades de relación, sus problemas con otros niños en el colegio y en el barrio. Él no había nacido para vivir en un barrio de la periferia. Ni él, ni nadie.
A la luz macilenta del autobús, Arriola pensó que aquello se parecía al cuento de Cenicienta. Él volvía en ese momento del baile en palacio y ahora el hechizo se desvanecía. El vehículo acababa de cruzar el puente de Vinateros sobre la M-30 y había entrado en Moratalaz. Ya no había lujo, ni alegría. A aquella calabaza colectiva veía subir hombres y mujeres tristes, trabajadores que volvían amarillentos a casa tras su dura jornada, acarreando su cansancio y sus frustraciones. Algunas conversaciones apagadas se unían a la letanía del transistor que escuchaba el chófer del autobús y al asmático esfuerzo del motor. Según ascendía por la empinada cuesta del barrio fue observando una vez más cómo iban cambiando los edificios. Las casas eran otra vez más pobres, las calles más oscuras y las personas parecían abatidas y exhaustas, seguramente no tenían otra ilusión a esas horas más que sentarse ante el televisor y sorber un plato de sopa. Aquellos desgraciados no podían ni imaginar cómo vivían en realidad los ricos. No podían imaginar sus amplias casas, su sana alegría, su libertad de costumbres, su amplitud de miras. Todo en ellos era estrecho y mezquino. Él los acompañaba en aquel autobús, compartía con ellos aquel trayecto, pero su viaje era totalmente distinto porque él, por suerte, acababa de conocer dónde estaba su verdadero destino. Y ahora que lo sabía, pensaba luchar cuanto fuera necesario por conseguir un sitio allí, en aquel paraíso.