(Lunes, 22 de septiembre de 1980)
‘Cos years have passed and things have changed / And i move anyway I wanna go! / I’ll never forget the feeling i got / When i heard that you were home! / An’ I’ll never forget the smile on my face /’Cos i knew where you would be! / An’ if you’re in the Crown tonight, /Have a drink on me, /But go easy… Step lightly… Stay free…
(Stay free, The Clash)
Al Ratón no le cupo la menor duda de que la mejor indumentaria para su primer día de clase en el instituto Felipe II era el chándal del Atlético de Madrid que le habían regalado al fichar por el club, pues acreditaba su pertenencia al mejor equipo del mundo. ¿Acaso existía alguna otra cosa que definiera en menos palabras quién era él? Tampoco descuidó el resto de los detalles. La noche anterior ordenó su cartera con el mismo cuidado con que preparaba su bolsa de deportes para ir a entrenar. Allí estaban sus folios, sus bolígrafos y sus libros en la mochila. Todo estaba dispuesto. Solo le preocupaba una cosa: ¿habría en su nuevo instituto un balón para poder echar un partido en el recreo? A la mañana siguiente, el Ratón resolvió aquel problema por la vía expeditiva. Tomó su vieja pelota de la terraza de su casa y se largó al instituto con ella golpeándola arriba y abajo, muslo, talón, empeine, hombro; empeine, empeine, talón, empeine. Andando mientras hacía malabarismos por la calle con la pelota en el aire, como si sus piernas tuvieran una vida doble que le permitía caminar y a la vez atender a las evoluciones del balón.
Cuando Pablo y Alberto lo vieron salir de su portal vestido de futbolista, con la mochila en bandolera y la pelota siempre en el aire, no pudieron evitar una sonrisa.
—Hay que ir a buen paso —le anunció Alberto, pues no le gustaba la impuntualidad.
El Ratón le miró con una sonrisa de condescendencia y enarcó las cejas. Hasta entonces no había tenido nunca contacto con el Empollón porque no solía bajarse a la calle. Iban a tener razón Juanan y Vicente cuando decían que Alberto era un pringao. Se iba a enterar ese de lo que era manejar la pelota.
—No te preocupes —le contestó mientras golpeaba la pelota sin dejarla caer al suelo—, que yo no os retrasaré. ¿Esperamos a Anabel?
—No, su madre me ha dicho que va a ir en metro —repuso Pablo.
—Pero si solo hay una parada… —se extrañó el Ratón.
—Ya, pero a su madre le da miedo que pase por el barrio de las Latas —repuso Pablo.
—Dejaros de rollos y vámonos, troncos —apremió Alberto.
A partir de ese día pasaban todos los días por el barrio de las Latas a las ocho de la mañana. A aquellas horas, los temibles bloques de ladrillos, con sus soportales de hormigón y su triste fuente de hojalata les recibían desiertos. La bodega Reina, en el centro de aquella fría plaza de cemento, todavía tenía el cierre bajado. Los hombres ya estaban en las fábricas y en las obras; sus hijos aún dormían. Tan solo alguna mujer, con su bata y sus zapatillas de andar por casa, apretaba el paso con la leche y el pan para hacer el desayuno a sus hijos.
Ellos cruzaban aquel paraje en respetuoso silencio. No es que tuvieran miedo, pero ni Alberto ni Pablo querían cruzarse con ninguno de aquellos quinquis. Lo mejor era pasar desapercibido, agachar la mirada y caminar deprisa; así que lo único que se escuchaba era el bote alegre y desacompasado de la pelota del Ratón cuando en alguna ocasión se le escapaba el suelo y él se tenía que dar una carrerita para alcanzar a sus amigos que se le habían escapado unos pasos. Al cruzar bajo aquellos tenebrosos soportales, el eco reverberado del balón le resultaba a Alberto especialmente desagradable y le echaba miradas al Ratón para que dejase su golpeteo infantil y llevase el balón en la mano. Pero el pequeño hacía caso omiso de sus miradas y seguía con su jugueteo despreocupadamente. Cuando por fin salieron de aquel barrio de hormigón y sin plazoletas, respiraron más tranquilos.
Ya en el patio del instituto, el Ratón fue saludado por multitud de chavales, lo que no dejó de asombrar a Alberto. Aquel canijo era el más famoso de todos los novatos. Había muchos chicos de su edad o algo mayores que lo conocían de haberse enfrentado a él en la liga de fútbol del barrio y le preguntaban por el chándal que lucía con el escudo rojiblanco del Atlético de Madrid. Él les contestaba aparentando humildad, pero lleno de orgullo. En eso estaba el Ratón cuando sintió un fuerte golpe en la espalda. Al volverse, vio la alegre sonrisa de su amigo Álex bajo sus crenchas morenas.
—¡Ese Ratón de moda! Tú también te has traído el chándal para vacilar, ¿eh, cabrón? —le dijo riendo, como siempre.
El Ratón también se rio mostrando sus grandes incisivos. Los dos habían elegido la misma indumentaria para el primer día.
—¡Que hijo de puta eres! —le respondió con cariño y golpeándole con el puño en el hombro.
Ambos fueron a consultar las listas y comprobaron que, desafortunadamente, no habían caído en el mismo grupo. Solo se verían en los recreos. Tampoco estaba con ellos Anabel, ni Pedro, Roberto, María Jesús o Ramón. La fortuna había dispersado a casi todos los alumnos de su colegio por distintas clases. Mala suerte: tendrían que enfrentarse a aquel nuevo mundo en solitario.
—Ya hay que tener mala suerte para que el único que esté en mi clase haya sido el pringao de Gómez Atienza —bromeó Gerardo.
—Ya te digo —asintió Álex, recordando la cara de aquel estúpido empollón desparramada alrededor de sus gafas doradas.
Pero al Ratón se le disiparon todos los temores nada más entrar en su clase, porque allí se encontró con unos cuantos amigos de otros equipos del barrio que le recibieron calurosamente y le pidieron detalles sobre sus aventuras como jugador del Atlético. Es más, al ser la persona más conocida por todos, el Ratón fue elegido delegado de la clase en la preceptiva votación.
En el recreo, mientras otros chavales proclamaban su ingreso en la adolescencia ligando con las chicas o fumándose un pitillo en un rincón del patio, el Ratón y Álex organizaban sus partidos de fútbol. Duraban solo media hora escasa, pero al más pequeño de la clase le resultaba suficiente para hacer una docena de regates y marcar un par de goles. Luego, al sonar el timbre, el Ratón recogía la pelota y la guardaba cuidadosamente hasta salir de clase sin dejársela a nadie, no fuera que algún gracioso se pusiese a jugar en el aula con ella y el profesor se la requisara.
El trayecto de vuelta desde el instituto a casa también lo hacían todos juntos. Justo antes de la hora de comer era más peligroso cruzar el barrio de las Latas. A esas horas, los obreros seguían en sus trabajos y las madres se afanaban haciendo la comida, pero los pasadizos de aquellos soportales bullían de vida salvaje. Los chinorris recién llegados del colegio jugaban a la pelota, a pídola o a tula mientras esperaban que sus madres se asomasen a las ventanas llamándoles a gritos para que subieran a comer. Las bandas de viejos y famosos macarras de las Latas como el Chele o el Patachula se apostaban junto a la Reina tomándose botellines, repantingados y dispersos entre los abundantes parados y ociosos del barrio. Pero en ellos no estaba el peligro, sino en el Heredia y los otros chicos a los que llamaban los Ninchis.
Álex volvía con ellos. Mientras los dos futbolistas iban hablando y pasándose la pelota, los dos mayores caminaban delante charlando de sus cosas del instituto. Alberto le parecía al Ratón un tipo estirado y algo estúpido.
—Yo no soy de ningún equipo —le había respondido Alberto despreciativo cuando le preguntó inocentemente—. A mí el fútbol me parece una chorrada, un engañabobos.
El Ratón se encogió de hombros y siguió golpeando la pelota arriba y abajo. Alberto era la primera persona que conocía que no era seguidor de ningún equipo. Vaya tipo más raro, pensó el pequeño. El fútbol sería una chorrada, vale; pero si él tenía suerte, ese engañabobos le iba a hacer millonario.
Una desapacible mañana de octubre, el Ratón y Álex, retrasados como siempre por su jugueteo, vieron que el Papilla y el Heredia salían de la penumbra al paso de Alberto y Pablo. El Heredia llevaba una cerveza de litro en la mano izquierda. En la sombra de los soportales, el Ratón vio brillar el filo de una navaja automática.
—No tengo nada —oyó a Pablo decir con algo de nerviosismo ante la visión de la navaja del Papilla.
—Oye ¿no fue éste el gue pegó a tu plas? —le recordó al Heredia mientras le metía las manos en los pantalones.
—Yo no fui —negó Pablo con voz trémula, procurando que su mirada resultase inocente.
Heredia dio un trago a la cerveza de litro y escudriñó su rostro un instante. La verdad es que todo había sido tan rápido… Cargar el perdigón, echarse la escopeta a la cara, el disparo y aquel cuerpo que se le echó encima y forcejeó con él. No había tenido tiempo de fijarse en su cara.
—¡Hostia! ¡Es verdad!
—¡Que yo no fui! Te lo juro —repitió Pablo muy nervioso, casi sollozando.
—¡Te vas a cagar! —le amenazó el Heredia mientras le lanzaba un puñetazo a la cara que le alcanzó de costado en un pómulo porque Pablo lo esquivó con elegancia, pero sin atreverse a contestarlo. Luego el ninchi le pasó la cerveza de litro que llevaba en la mano al Ruso, dispuesto a golpearle hasta cansarse—. ¡Pilla, Ruso, que le voy a partir la cara a este julái!
—¡Que él no fue! —gritó el Ratón acercándose a la carrera.
Heredia se quedó algo sorprendido de encontrarse allí a los dos chavalines con quienes habían compartido clase en el Pío Baroja.
—¿Seguro? —le contestó Heredia con impaciencia.
—Fijo, tronco. Este no fue.
—¿Y tú gué llevas? —preguntó entonces el Papilla a Alberto con agresividad mientras le mostraba la navaja ante los ojos como amenaza y le hurgaba en los bolsillos con la mano izquierda.
El propio Alberto se sacó un billete de cien pesetas y se lo dio con absoluta tranquilidad. Fue en ese momento cuando se unieron al grupo el Ratón y Álex.
—¿Son vuestros colegas? —les preguntó el Heredia.
—Sí —contestó lacónico el Ratón asintiendo con la cabeza levemente.
—¿Y este no fue el gue le pegó al Félix? —insistió entonces estúpidamente el Papilla.
—Que no —repitió otra vez Pablo humillándose—. De verdad que yo no fui, tronco.
—No fue él, fue otro —ratificó otra vez el Ratón besándose la cruz que formó con su pulgar y su índice—. Te lo juro.
Heredia miro entonces al Papilla con una sonrisa y luego se dirigió a Gerardo con aplomo.
—Pues dile a ese otro que el día que me lo cruce le voy a partir la cara. Devuélveles el flus, Papi.
—¿Gué? —se sorprendió el otro ninchi.
— Son veinte pavos guarros, coño —afirmó con seguridad el Heredia y como el otro dudara le insistió—. Dáselos y punto.
Alberto guardaba silencio mientras el Papilla le devolvía su billete. El Heredia le miró amenazante.
—¡Orejas, te salvas porque vas con dos colegas! —le dijo despectivamente.
Álex y el Ratón se despidieron de los dos quinquis y siguieron su camino. Alberto contemplaba ahora con más curiosidad a aquel pequeñín al que conocían hasta los macarras más peligrosos del barrio. El Ratón miró a Pablo, al que se le comenzaba ya a dibujar un pequeño moratón en el pómulo y caminaba silencioso, todavía con el miedo en el cuerpo. Le dio pena y decidió no recordarle sus palabras de días atrás, cuando había alardeado de su amistad con el Heredia.
—Pues ya podéis decirle al Vicente que como se lo encuentren estos va a haber movida —dijo Álex riendo.
Pablo asintió con gesto de preocupación por toda respuesta. Él se encargaría de trasladarle la amenaza.
—¿Y tú no puedes hablar con Félix para que sujete a su hermano? —le preguntó el Ratón.
—Eso no serviría de nada. Se llevan fatal —le contestó Álex.
—¿Entonces para qué le defendió? —resopló el Ratón.
—¡Yo qué sé! —se encogió de hombros riendo Álex.
—Escoria —dijo entonces Alberto mientras escupía en el suelo con asco—. Son puta escoria. ¡Y encima es que no tienen ni media hostia!
—¡Pues tú les ibas a dar el dinero sin discutir! —le contestó Álex riendo.
—A ver si te crees que me voy a jugar yo un pinchazo por cien putas pelas… ¡no te jode! Veremos donde estarán esos dentro de diez años y donde estaré yo. Yo entonces tendré mi carrera acabada y un buen curre y ellos no tendrán manos lo suficientemente largas para tocarme, porque se estarán pudriendo en la cárcel o en cualquier cuneta de la vida… ¡Y a lo mejor un día hasta me tienen que limpiar los zapatos o pedirme limosna…! ¡Veremos quién ríe el último!
El Ratón asintió con seriedad. No le cupo la menor duda de que lo que decía Alberto podía cumplirse en un futuro.
Al cabo de dos semanas, el Ratón se había hecho una idea más cabal de lo que representaba ir al instituto. Lo que más le había llamado la atención eran los profesores. Comparados con los maestros que había conocido en el colegio, aquellos hombres eran indudablemente superiores en cuanto a conocimientos. Por norma general, cada profesor dominaba su materia y la explicaba con claridad y suficiencia. No era común que una simple pregunta de un alumno provocase el silencio nervioso del docente, le obligase a cambiar de tema o incluso desatase una catarata de imprecaciones para no responder a la duda como a veces ocurría en el colegio. Pero, además, aquellos tipos jóvenes y barbudos trataban a los alumnos con mayor respeto que los viejos maestros. Acostumbrado a los insultos y las ironías de don Federico, el Ratón suponía que en el instituto eso sería mucho peor. Sin embargo, resultó todo lo contrario. Se acabó eso de llamar a los maestros de don y tratarles con temor reverencial. Los profesores, que eran tipos que rondaban los treinta años, animaban a los alumnos al tuteo y se preocupaban por mostrar ante ellos un talante democrático, de acuerdo con el nuevo espíritu del país.
Otra de las diferencias esenciales era la libertad. Tenía razón Pablo: en el Felipe II los profesores no se preocupaban tanto por los alumnos. Podías fumar en el patio, salir en el recreo a la bodega y tomarte una cerveza y hasta faltar a alguna clase sin que nada especial ocurriese. No solo eso, sino que cuando algún alumno aparecía sin los deberes hechos, el profesor se limitaba a anotar la incidencia de forma rutinaria en su cuaderno, difiriendo para la fecha de la evaluación la repercusión negativa de ese comportamiento.
También le llamó la atención al Ratón que el ambiente en el instituto era mucho más sereno que en el colegio. Acostumbrado a la presencia de quinquis, habituado a las pullas contra los chicos estudiosos; el instituto era un lugar que inicialmente le pareció extraño. Ya no había bromas pesadas, robos y violentos pescozones en el patio: los chicos que no querían meterse en líos como él mismo no tenían nada que temer de otros compañeros. Ya no tenía que preocuparse de medir sus palabras o de sonreír y ser amable con todo el mundo por temor a que cualquier desaprensivo le golpease. Allí el respeto no había que ganárselo, se daba por adelantado. Y eso era especialmente beneficioso para los chicos estudiosos y tímidos, que en el colegio habían llevado una existencia acobardada y solitaria y que ahora, aislados de los chavales que les atemorizaban y rodeados de compañeros con los que compartían unos intereses comunes, parecían florecer a la vida como si se abrieran a una nueva primavera. Incluso Gómez Atienza, al que el Ratón siempre había considerado un imbécil, se le reveló como un tipo inteligente y con un extraño sentido del humor, pues decía las mayores bromas con el mismo gesto glacial, petrificado, con el que resolvía acertadamente todos los problemas de Matemáticas.
A las dos semanas de comenzar el curso, el Ratón fue convocado a una reunión de delegados. Cuando entró en la biblioteca del centro, ya había allí una treintena de alumnos, representantes de todas las clases. Anabel estaba en una de las sillas y le saludó con una sonrisa. La reunión ya había comenzado y los alumnos estaban sentados formando un anárquico semicírculo en torno a la mesa del bibliotecario en la que estaba el director, acompañado de Alberto. Era la primera vez que Gerardo veía al director. Era éste un profesor de Filosofía, de pelo alborotado y barba hirsuta, como la mayoría del claustro. Ocultaba su mirada tras unas gruesas gafas de pasta y ameritaba fama de erudito y de riguroso: no le gustaban ni la indolencia, ni la indisciplina. Todos los alumnos le guardaban una mezcla de respeto y temor. Por otra parte, se sabía que era un hombre correcto y justo, aunque algo frío en el trato personal. El Ratón se sentó discretamente al lado de Anabel procurando no hacer el menor ruido. Era precisamente el director quien estaba en el uso de la palabra.
—… el derecho a la educación está reconocido en la Constitución y nosotros, como comunidad educativa, no debamos aceptar una situación como esta. Pronto comenzará el frío y si no tenemos calefacción, vamos a tener que dar clase en unas condiciones pésimas, con los abrigos puestos. Bastante es que el Gobierno no haya solucionado el problema de las plazas escolares y que en el barrio no haya suficientes institutos y por ello la ratio que soportamos sea de casi cuarenta en cada clase… Pero es que ni siquiera pueden garantizar que los pocos centros que hay funcionen en condiciones dignas… Ya hemos tenido varias reuniones con la Delegación y nos ha dicho que no hay fondos en el presupuesto para arreglar nuestra caldera. Sin embargo, sí hay fondos para otras cuestiones que son mucho menos importantes… Creo que solo mediante la presión podremos conseguir nuestros objetivos”.
El director siguió haciendo un discurso encendido, apelando a la dignidad de los estudiantes y al sagrado derecho a la educación para, finalmente, animarlos a convocar una huelga sin llegar a plantear la idea de forma explícita.
—Yo creo que hay que ir a la huelga —dijo entonces uno de los alumnos de 2º de BUP recogiendo el guante lanzado por el director—. Si no hacemos nada, está claro que este invierno vamos a pasar frío.
—Hay que hacer huelga —se sumó otro alumno de tercero—. Si hacemos huelga una semana y salimos en los periodicos, seguro que nos arreglan la caldera.
—Hacer huelga no valdrá para nada —le contradijo con acritud uno de los alumnos del último curso, anterior a la universidad.
—¡Eso es mentira! Muchos otros institutos han conseguido cosas haciendo huelgas. La propia historia demuestra que las huelgas son efectivas si están bien llevadas— le contestó el anterior.
—¡Tú lo que pasa es que no quieres hacer huelga para no perder clase! —le increpó el mismo alumno de tercero.
—¡Pues claro, es que tengo la selectividad en junio y necesito una buena nota para entrar en Arquitectura…! —se defendió el alumno mayor con firmeza—. Además, yo el año que viene ya no estaré aquí, por lo que me da igual si hay calefacción o no…
—¡Hay que ser solidarios! —le reclamó el otro elevando la voz mientras el director calmaba los ánimos.
Otros alumnos se manifestaron también sobre la oportunidad de la huelga, mientras el director entornaba los párpados y enarcaba las cejas asintiendo ante sus palabras. Los alumnos de Segundo y Tercero eran los más partidarios de la huelga y los de último curso los más desfavorables. Los de Primero, todavía inexpertos y algo deslumbrados, guardaban silencio, expectantes.
El Ratón entonces comprendió que, a pesar de que todos los que hablaban exponían sus ideas de forma más o menos nítida, ninguna intervención parecía concluyente ni pretendía sintetizar el espíritu de todo el colectivo. Eran aproximaciones personales y como tales eran tomadas por los delegados. Acostumbrado a liderar equipos de fútbol, atisbó que todos los alumnos que tomaban la palabra se dirigían al auditorio en general, pero miraban con más asiduidad a uno de sus compañeros, como si esperasen su aprobación. Gerardo tuvo la sensación de que sabía ya quién era el alumno más respetado del instituto aún antes de que éste hablara. Así que cuando Alberto se puso en pie para tomar la palabra y se hizo un silencio sepulcral, el Ratón comprendió que no se había equivocado en su vaticinio: ese era el líder del instituto.
Alberto estuvo brillante y encandiló con su discurso a todos, que lo escuchaban atentamente, sin perderlo de vista. Los novatos como el Ratón miraban con admiración a su compañero y comprendían en ese momento que ya se enfrentaban a nuevos problemas como verdaderos adultos. El resto parecía reconocer en aquel chico fornido al líder natural del grupo. Alberto les hablaba con firmeza, con aplomo, apoyando sus palabras en una cadencia despaciosa y segura, con las suficientes modulaciones de voz para afirmar sus ideas.
—Lo que nos ha planteado Jesús es muy cierto —dijo llamando al director por su nombre de pila—. El Gobierno tiene que velar porque todos los estudiantes tengamos unas condiciones dignas y está claro que dar clase con las cazadoras puestas no es digno ni aceptable. Es también claro que, si no nos movilizamos, no vamos a conseguir nada. Pero yo creo que hay que luchar con inteligencia, firmeza y unidad. Una semana de huelga para empezar me parece una propuesta demasiado fuerte. Creo que es mejor lanzar una primera movilización de un solo día y ver si con eso es suficiente. De esta forma, también los alumnos de COU, que es normal que no quieran perder muchos días de clase porque este año hacen el examen de ingreso a la universidad, se unirán a todos nosotros.
El director escuchaba a Alberto con interés y asintiendo a sus palabras. El resto de los alumnos también veía en ese discurso una propuesta clara de síntesis y unidad. Alberto prosiguió:
—Pero para hacer mayor presión creo que es fundamental que los profesores también se impliquen —dijo mirando al director a los ojos—. No creo que sea correcto que nos llaméis para decirnos que se ha roto la caldera y que la Delegación no tiene dinero para arreglarla con la idea de que seamos solo nosotros quienes saquemos las castañas del fuego. La calefacción es para todos y todos debemos luchar por ella.
Jesús al oír esas palabras frunció los labios. No contaba con tener que pedir al claustro de profesores que fuera a la huelga.
—Yo ahora mismo no me puedo comprometer por todo el claustro… —repuso.
Alberto prosiguió su discurso ante la mirada de aprobación de sus compañeros. Les gustaba que uno de ellos fuera capaz de decirles a los profesores lo que debían hacer.
—Vosotros también debéis hacer huelga. A los padres también hay que implicarlos, desde luego, pero vosotros sois fundamentales, pues es a las huelgas de los trabajadores a las que teme el Gobierno. De los estudiantes piensan que hacemos huelga por perder clase, pero vosotros perdéis dinero con las huelgas y si decidís convocarlas, verán que todo el instituto va en serio. Vamos a ir todos unidos y les vamos a decir a esos funcionarios de la Delegación que, si no nos ponen calefacción de aquí a dos semanas, nos van a tener enfrente a todos hasta que nos escuchen.
En ese momento, la mayor parte de los alumnos prorrumpió en aplausos. Alberto calló un instante y prosiguió su discurso con seriedad. Propuso que la huelga fuera el 4 de noviembre y que incluyera una manifestación. Un martes, aclaró, para que el lunes les diera tiempo a preparar las pancartas y a concienciar a todos los alumnos de que debían asistir a las movilizaciones.
La reunión acabó en un clima de exaltación. Todos volvieron a sus clases con la idea de discutir y votar esa propuesta. El Ratón vio antes de volver a su clase como el director se dirigía con respeto y seriedad a Alberto.
—Yo no sé si el claustro estará dispuesto a perder un día de su salario —le dijo tímidamente.
—Deben hacerlo si quieren mantener el respeto de los alumnos. La calefacción es de todos.
El Ratón volvió a su clase y repitió ante sus compañeros los mismos argumentos que Alberto les había expuesto. Aunque él carecía de la brillantez expositiva de su compañero, tampoco se expresaba mal y consiguió que la clase, por unanimidad, apoyase la convocatoria de huelga. Gerardo se sintió exultante, casi igual que cuando marcaba un gol tras uno de sus brillantes eslaloms saltando las piernas que intentaban interceptarle.
Aquella mañana, al volver, el Ratón iba con la pelota en la mano y caminando al lado de Alberto. Creía haber descubierto algo importante aquella mañana. Él llevaba ya muchos años yendo al colegio, pero hasta entonces nunca había oído hablar así de bien a ningún compañero. Todo habían sido bromas, golpes y burlas hacia los alumnos más brillantes. Los más inteligentes acababan retraídos tímidamente, incapaces de imponerse al ambiente, amedrentados bajo el remoquete de empollones.
—¿Sabes una cosa? —le dijo aquel día a Alberto cuando volvían a casa—. Nunca había hablado delante de gente hasta hoy.
—Ya, es normal —le contestó Alberto con naturalidad—. En ningún colegio nos obligan a hablar en público.
—¿Y a ti quién te ha enseñado?, ¿tu padre? —le dijo con curiosidad el Ratón.
—No, no; nadie —Alberto se encogió de hombros con una leve sonrisa—. Será porque leo mucho.
El Ratón comprendió aquella mañana por qué Pablo sentía esa admiración por aquel empollón que de pequeño no se bajaba a la calle.
En los siguientes días, Gerardo tuvo más trato con Alberto porque los delegados se veían durante el recreo cada dos o tres días para trasladarse información e ir preparando la huelga del 4 de noviembre. Alberto tuvo una reunión con el director y éste le comunicó que los profesores también estaban dispuestos a ir a la huelga. Algunos alumnos mayores de edad fueron los encargados de pedir los permisos legales para la manifestación. Durante esas reuniones, el Ratón siempre se ponía a su lado y escuchaba cada vez con más atención cada palabra que decía Alberto. En los trayectos de ida y vuelta, Gerardo seguía jugando con su pelota, pero ahora alternaba sus malabares con la atención a la conversación que Pablo y Alberto desarrollaban. Al volver de una de sus carreras, el Ratón supuso que Alberto hablaba sobre Vicente y Juanan:
—Mira, Pablo, la gente que hace FP es simplemente porque no pudo aprobar en el colegio. Son bestias. Intenta hablar con ellos de algo que no sea uno de sus dos únicos temas: —aquí Alberto adoptó un tono tosco y entrecerró los ojos como hacían algunos humoristas de la televisión para imitar a los campesinos— ¡el fútbol!, ¡las tías!
—Tampoco eso es así. Hay gente que quiere ser electricista…
—¡Venga, coño, Pablo! —y la cara de Alberto adoptaba un gesto cruel al reírse—. Eso solo le gusta a un animal que ve un libro y no sabe ni como sujetarlo entre las manos… Son gente vacía, que luego acaba en los bares, como los garrulos que van al Polonio cada noche a tomarse sus cubatas.
El Ratón entones recordó que esa tarde tenía que hacer unos cuantos problemas de Matemáticas y le preguntó a Alberto unas dudas de trigonometría.
—Si quieres, pásate por mi casa esta tarde a las siete —le dijo Alberto—. Porque lo que sí te recomiendo es que no te dejes pasar las cosas de Matemáticas. En otras asignaturas, puede valer estudiar para el examen, pero en Matemáticas es mejor ir al día porque si no, llegarás a clase y no te enterarás de nada.
Aunque ese día no tenía entrenamiento, el Ratón estaba acostumbrado a bajar cada tarde a jugar al fútbol y no le hacía ninguna gracia estar a las siete estudiando en casa de Alberto.
—Como no estudies, Ratón, no te van a aprobar —aprovechó Pablo para advertirle—. Esto ya no es el cole.
El Ratón fruncía los labios. Él no era tonto y quería aprobar, pero tenía que ir a entrenar tres tardes por semana. Y no pensaba dejar el Aleti. Alberto siguió con el tema anterior citando otros chicos de la plazoleta que habían suspendido ese mismo año y que ahora habían abandonado el instituto y se habían pasado al FP o estaban ya buscando trabajo.
El Ratón se decidió por fin y acudió esa misma tarde a casa de Alberto. Cuando llegó a su casa a eso de las siete, su amigo no había llegado aún, por lo que Gerardo lo esperó ante el portal.
—Perdona, pero es que me he tenido que enrollar un poco más con Porky —le dijo Alberto sonriendo.
—¿Quién es ese? —preguntó el Ratón que no conocía a nadie con ese mote.
Alberto le aclaró que era Fernandito, el hijo del dueño del bar Medina al que le daba clases particulares. Alberto le llamaba así porque, además de ser un zoquete, se parecía al cerdito de los dibujos animados.
—Es un niño asqueroso —remató.
Al entrar en la casa, el Ratón contempló con cierta envidia su luminosidad y limpieza. No tenía nada que ver con la suya, donde las persianas solían estar bajadas y las migas de pan podían estar por el suelo de la cocina un par de días. Alberto le condujo a su cuarto. Y ahí el Ratón quedó fascinado. Era una habitación blanca, amplia y luminosa, decorada con muebles modernos y funcionales de maderas en tonos claros.
—¡No veas que habitación más debuti! —le elogió con expresividad sincera. Ahora comprendía mucho mejor a Alberto. Con una habitación así daban ganas de quedarse en casa a estudiar.
—Es que mis padres tiraron el tabique y de dos dormitorios hicieron uno.
Era una habitación tan grande que Alberto la había dividido gracias a una gran estantería en dos ambientes distintos. A un lado, estaba la cama y un gran armario con ropa; al otro, una gran mesa de estudio, un mueble con un fabuloso equipo de alta fidelidad y hasta una butaca. En las paredes había muchos posters de grupos de música y carteles de películas que Gerardo desconocía. En la gran estantería de color blanco, Alberto tenía perfectamente ordenada una gran colección de discos y libros. Gerardo sintió una cierta envidia. Él se veía obligado a compartir una habitación la mitad de pequeña con su hermano menor. Y en su habitación no había más que dos camas siempre deshechas, juguetes tirados por el suelo y estanterías llenas de polvo. Con cierta tristeza constató que dos pisos idénticos, como eran el suyo y el de Alberto, resultaran tan distintos. La vivienda era el reflejo de la personalidad de sus propietarios y él no podía sustituir a sus propios padres para ordenar el caos doméstico de su casa, reflexionó. Su familia era como un equipo de fútbol mal entrenado.
Al poco su madre les acercó una bandeja con un batido, unas galletas y unas onzas de chocolate. Gerardo al principio se negó, pero como la madre de Alberto insistiera, acabó dando buena cuenta de la merienda. Su amigo le explicó la forma de realizar los problemas con razonamientos claros y concisos. El Ratón pensó que nunca nadie le había explicado las matemáticas mejor; hasta le pareció divertido el rato que pasaron resolviendo los problemas de trigonometría.
—Y cuando tengas cualquier duda, no te cortes. Me das un toque y yo te la intento explicar —se ofreció cordialmente Alberto mientras bajaban por la escalera en dirección a la calle.
—Muchas gracias, tío —le dijo el Ratón con la satisfacción del deber cumplido.
—Y ahora una birrita, que nos la hemos ganado —propuso Alberto—. ¿Vamos al Polonio a ver si está esta gente?
—Bueno, pero yo no llevo dinero —le advirtió Gerardo un poco avergonzado por sus eternos problemas económicos—. Ni tomo cerveza tampoco.
—No te preocupes. Porky paga las cocacolas —repuso riendo Alberto cariñosamente.
Durante esos primeros días, el Ratón acabó convencido de que Alberto era la persona más inteligente que había conocido en su vida. Se lo dijo a Pablo delante de Vicente y los otros del grupo una tarde de sábado en los bancos de la plazoleta.
—Y eso que no le ves en clase, como yo —le dijo Pablo con la alegría de saberse por fin comprendido—. Es una máquina. Yo le he visto resolver problemas de Física que el profesor no sabía hacer.
—¡Pues será muy listo, pero de la calle no tiene ni puta idea! —graznó Vicente para rematar su frase con una de sus risotadas.
—Es un pringao —aseveró Juanan.
—¡Qué va! —repuso el Ratón con la seguridad del que sabe de lo que habla y se dirige a otro que ignora.
Los demás callaron, pero cuando llegó Alberto de dar sus clases particulares a algunos niños de primaria, Javi y Lito escucharon con interés los preparativos de la huelga, mientras Vicente y Juanan mantenían una conversación aparte sobre el estreno de Xanadú, la última película protagonizada por Olivia Newton-John.
Lo cierto es que el Ratón, comenzó a tratar a Alberto como si fuera su hermano mayor o su propio padre, preguntándole todas las dudas que se le ocurrían cuando iban hacia el instituto y escuchando con suma atención sus respuestas. En una de las vueltas a casa, cuando recorrían el trayecto con Alberto charlando, Gerardo le dijo a Pablo.
—Lo que no me habías dicho es que el instituto era mucho mejor que el colegio.
—¿Y eso por qué? —le dijo Pablo—. Yo lo veo igual.
—Los institutos son mejores porque el profesorado está mucho mejor preparado —terció Alberto—. Los profesores son licenciados. Tienen una carrera de cinco años y generalmente saben de lo que hablan; mientras que los maestros de los colegios tienen una diplomatura de tres años y generalmente surgen de entre los peores estudiantes del bachillerato. Si no sabían matemáticas o sintaxis en el bachillerato, difícilmente la van a explicar bien cinco años después. Siempre hay excepciones, y muchas sobre todo entre los viejos maestros, como mi propio padre; pero lo normal es que sea así.
—¿Y lo que decía el otro día Javi de que eran mejores los institutos privados que los públicos?
—Eso es una gilipollez como la copa de un pino —respondió con aplomo Alberto—. Es justo al revés. Los profesores de los institutos públicos han aprobado una oposición, un examen, mientras que los de la privada entran por enchufe. Además, los de la pública ganan más dinero, por lo que los profesores más listos se van a la pública. Y además, en el examen de Selectividad que se hace cada año, los alumnos que mejores notas obtienen son siempre, y con diferencia, los alumnos de los institutos públicos. Todo el mundo sabe que en la privada inflan las notas para que los alumnos no se vayan a otros centros.
El Ratón miró con una sonrisa de admiración a su amigo Alberto. Le hubiera gustado que la tarde en que se discutió ese tema, hubiera estado Alberto presente para que le hubiera rebatido a Javi sus argumentos uno por uno. O sea, que ir a un instituto público no era una vergüenza ni un síntoma de que tus padres no se preocupasen de ti, sino todo lo contrario: Era un orgullo, casi tanto como tener por amigo a un tipo tan inteligente como Alberto.