Yo me voy al Manzanares, / al estadio Vicente Calderón, / donde acuden a millares / los que gustan de un futbol de emoción… / Porque luchan como hermanos, / defendiendo sus colores / con un juego noble y sano / derrochando coraje y corazón.
(Himno del Atlético de Madrid, José Aguilar y Ángel Curras)
Para el Ratón aquel partido era decisivo. Si ganaban, serían de nuevo campeones de Moratalaz. Desde hacía dos semanas, no había noche en que antes de dormirse, no se imaginase a sí mismo regateando consecutivamente un ejército de contrarios en un eslálom imposible para luego encontrarse solo ante el portero y rematar el balón de forma certera a la red, alcanzando el gol definitivo, ese que daría a su equipo el campeonato. El número once estallaba entonces en una carrera frenética con los brazos jubilosos abiertos de par en par.
El carácter soñador del Ratón visualizaba postes, larguero y redes donde no había más que dos piedras y aire. En algún descampado, más allá del barranco, el árbitro dejaba caer sobre la tierra un bloque de escombro de los que allí abundaban y luego, según le pareciera en cada ocasión, contaba siete, ocho, nueve o diez pasos para dejar caer sobre la tierra un nuevo bloque que marcase el otro poste. El hormigón golpeaba la tierra retumbando sordamente: la portería estaba hecha. La prolongación vertical de aquellos rudimentarios postes y la altura del larguero tenían que ser imaginados por todos los jugadores. Sin la aceptación de esa convención el partido era imposible.
Lógicamente, sin travesaños ni postes que las sostuviesen, no había redes en las porterías. Y cada vez que se marcaba un gol, el balón se marchaba decenas de metros lejos del campo y era el portero o algún otro chaval quien debía ir a buscarlo. El Ratón añoraba las redes de las porterías que veía en el Manzanares, porque en sus mejores sueños, el balón siempre besaba dulcemente las mallas y luego caía blandamente un par de veces sobre la hierba hasta quedar dormido, acurrucado contra la maternal red… ¡Gol!
El Ratón imaginaba sus partidos de barrio, con sus amigos y rivales, como si se disputasen contra jugadores profesionales en el césped del Manzanares. Hasta allí le llevaba su padre cada domingo por la tarde a ver al Aleti. Para llegar al estadio tomaban dos autobuses atestados de aficionados y otros dos más para volver al barrio. En aquellos primeros años de su vida, el estadio y el propio fútbol se le aparecían a Gerardo envueltos en un aura mágica que, entonces no lo sabía, no se desvanecería nunca. El Ratón se acercaba al estadio del Aleti envuelto en el ocre olor a lúpulo que exhalaba la cercana fábrica de cerveza de Mahou. Luego esperaba con emoción las posibles dificultades que opusiera el portero a su entrada, pues su padre le colaba cada domingo sin pagar fiándose de la proverbial benevolencia de aquellos empleados del club que, según era tácita tradición, solían permitir la entrada gratis a los hijos pequeños de los socios. Ya dentro de aquella mole de hormigón gris, el Ratón tiraba de la mano de su padre para subir velozmente las escaleras que les conducían a su localidad.
Había ido infinidad de veces al estadio del Manzanares, pero había un momento que siempre le resultaba igual de emocionante. Cuando asomaba la cabeza por el vomitorio y vislumbraba el campo de juego, un fogonazo de luz verde explotaba en su retina. Entonces respiraba a pleno pulmón el olor a hierba recién cortada. Aquello era entrar en el paraíso de sus fantasías nocturnas, en el escenario mágico donde todos sus sueños se podían hacer realidad. A partir de ese momento, Gerardo soltaba la mano protectora de su padre y no prestaba atención más que a todos y cada uno de los gestos de los jugadores que, a los ojos del niño, adquirían connotaciones casi mágicas. Un día más o menos lejano, él mismo estaría allí abajo trotando sobre la verde hierba, iluminado por los focos, aclamado por miles de personas. El Ratón veía salir a los jugadores del Aleti a calentar y se fijaba en cada detalle de sus ídolos: no solo en su forma de golpear o conducir la pelota, sino también en su forma de andar o de saludar a otros compañeros. Grababa todos esos gestos rituales en su memoria para repetirlos en los partidos de las mañanas del recreo de su colegio o en los que jugaba por las tardes en su plazoleta.
Después, cuando el partido iba a comenzar, la masa atraía su atención con sus ruidosos cánticos y el Ratón se dejaba arrastrar por sus ardientes voces y coreaba con el resto de los aficionados los nombres de los jugadores cuando el locutor cantaba la alineación. Durante el partido, el niño animaba a su equipo desde el principio hasta el final, suspirando con cada ocasión fallada, protestando las decisiones arbitrales, apasionándose con el devenir del encuentro y aullando con cada gol como si aquel fuera el grito del triunfo tras la batalla de Salamina, como si no existiera tiempo ni espacio en la Tierra más allá de aquel partido, de aquel equipo rojiblanco y de aquella pradera verde.
Y luego, al finalizar el encuentro, descargada a gritos la tensión de la semana, la masa rojiblanca fluía enervada hacia el exterior, como desaguándose lentamente hacia abajo por las oscuras escaleras de hormigón hasta salir por las puertas de aquel templo pagano. Había que volver a casa de nuevo. Era entonces sencillo para cualquier viandante colegir el resultado del partido analizando las caras de los hinchas al agolparse en los transportes colectivos.
Los atléticos mostraban sin ningún rubor la cara alegre de la victoria o el rostro dramático de la derrota. Y es que era entonces cuando para todos ellos comenzaba la semana y se preparaban para lo que habría de venir la mañana siguiente. Si habían ganado los rojiblancos, el lunes les resultaría tranquilo en oficinas, mercados y otros lugares de trabajo. Algunos, los más lanzados, incluso podrían ensalzar la victoria ante los eternos rivales madridistas; pero si habían perdido, entonces al día siguiente en los colegios, en las fábricas, en los bares, en las oficinas o en las universidades, los colchoneros, como eran llamados los seguidores del Aleti, sufrirían las burlas, las hirientes bromas, las pullas y las pequeñas humillaciones verbales de mano de los seguidores de sus eternos rivales del Real Madrid, el equipo más poderoso de España, de Europa y del mundo.
Esas eran las inevitables consecuencias de mantenerse fiel al equipo humilde, al eterno segundón, al reo destinado a la derrota. Ellos eran menos que los del Real Madrid, pero se sentían muy orgullosos de saberse leales en el crisol de la adversidad. No, los seguidores del Atlético no eran como los indeseables del Real Madrid, esos advenedizos que seguían a su equipo simplemente por sus triunfos para poder pavonearse ante los demás valiéndose de las victorias obtenidas a base de ayudas arbitrales desde los tiempos del general Franco y antes incluso. Los seguidores del Atlético eran distintos y se consideraban mejores, porque para elegir al equipo más débil de forma voluntaria y mantenerse al pie de aquel cañón oxidado frente al coloso madridista había que tenerlos más grandes que Daoíz y Velarde, los héroes madrileños que el Dos de Mayo se enfrentaron al ejército de Napoleón. Y el Ratón, como cualquier otro colchonero, sabía eso perfectamente desde muy pequeño.
Pero llegaría su venganza. Más tarde o más temprano llegaría a ser jugador de fútbol profesional y capitanearía a su Atlético de Madrid recogiendo mil y un trofeos: la Liga, la Copa, la Copa de Europa… Fantaseaba muchas noches con saltar al césped del Manzanares para meter un gol decisivo al Real Madrid. Le gustaba imaginarse como un redentor, como el Mesías rojiblanco, el extremo que gracias a su calidad técnica, a su endiablada velocidad y a su preciso disparo, alterase el curso de la historia y convirtiese al equipo segundón en el equipo más importante del mundo.
Mientras tanto, el Ratón traducía a la realidad sus fantasías futbolísticas en lo que podía. Y aquella mañana, cuando se dirigía al barranco acompañado de otros amigos del equipo con su once cosido a la espalda, suponía que ese viaje a pie por las afueras de la ciudad era parecido al que los jugadores del Atlético hacían desde su lugar de concentración hasta el estadio contemplando la ciudad desde su flamante autocar. Allí, al divisar desde lo alto del terraplén el descampado seco y agrietado donde jugaría pocos minutos después el partido decisivo, el niño se imaginaba cómo mirarían sus ídolos el césped del Manzanares nada más llegar al estadio. Al fondo del barranco ya estaban correteando y pasándose algunos balones los jugadores rivales del Artilleros.
En sus sueños infantiles, Gerardo se representaba que aquellos chavales no vestían sus pobres camisetas interiores, sino las blancas impecables del Real Madrid y pensaba jugar contra ellos con especial ambición, como si al meterles un gol, estuviera derrotando al enemigo irreconciliable de su Aleti. Sí, iba a ganar. Iba a aplastarles otra vez. Él ya bajaba correteando por algún camino resbaladizo y llegaba al fondo del barranco con ganas de que el encuentro empezara cuanto antes. Creía que guardaba cierto parecido con Leivinha, al que había visto debutar hacía poco contra el Salamanca metiendo tres golazos y por eso lo imitaba en sus gestos y en su forma de corretear mientras calentaba. Había en todo lo que hacía una pretendida naturalidad que era en realidad una forma de orgullo deportivo. Con esos andares, con esa forma de tocar el balón, como si todo el mundo le estuviera admirando, el Ratón se iba adueñando del papel que en breves momentos le tocaría desempeñar: el del mejor jugador, el del líder del equipo. Muchos de sus compañeros ni sabían andar, ni moverse, ni tocar el balón como un jugador profesional. No solo es que no iban al campo cada domingo, sino que carecían de la gracia natural del futbolista, de su clase, de su técnica, del aroma que cualquier entendedor de fútbol veía que el Ratón poseía a manos llenas.
El Foro estaba sentado ante una mesa de camping a un lado del terreno de juego cuando vio bajar a Arriola, el portero del Olympic. Se complació viéndole descender la cuesta atropelladamente, casi al borde de la caída. Le pareció un chavalín delgado, bastante bien parecido con sus pequitas, su cabello rubio y sus carnes sonrosadas. El Foro ya llevaba allí un buen rato. Estaba acompañado de Eduardo, que iba a ser el árbitro de aquel choque decisivo. Sobre su mesa descansaban el acta del partido, las tarjetas de cartulina para el colegiado y los trofeos que luego se repartirían. Una gran copa para el equipo campeón y una medalla de oro para el máximo goleador del torneo. Al poco tiempo, fueron llegando más y más jugadores acompañados por los entrenadores. Algunos, los jugadores más importantes, se acercaron a saludarle con deferencia.
El Foro estaba orgulloso. Por tercer año consecutivo había logrado organizar un campeonato de fútbol del barrio. Con su talento y la ayuda de algunos de sus colaboradores, era capaz de hacer felices a casi doscientos niños. Y al Foro no había nada que le gustase más que hacer felices a los niños. Sentía una atracción irresistible por ellos, por sus sonrisas, por la felicidad que exhalaban cuando él en persona los abrazaba, les daba la mano o les felicitaba al entregarles copas y medallas. Adoraba ver sus caras infantiles llenas de orgullo cuando les hablaba de que les querían fichar otros equipos, les mostraba su situación en la tabla de goleadores o simplemente les hacía entrega de su ficha con su propia firma y el sello de su organización. Le gustaba ir como presidente de aquella federación rudimentaria a ver los entrenamientos de los distintos equipos, ser tratado con deferencia por los técnicos y admirar las evoluciones de aquellos niños correteando entre risas. Entonces el Foro era feliz. Igual que ahora. Pronto comenzaría el partido. Dentro de dos horas acabaría la tercera edición de su campeonato y él entregaría la copa al capitán de los campeones y la medalla de máximo goleador al Ratón. Hasta se había traído una vieja cámara de fotos para que alguien, Joaquín, por ejemplo, inmortalizase las alineaciones iniciales de ambos equipos y los momentos más destacados del partido. Entonces el Foro consultó su reloj, llamó a Eduardo y le dio el acta del partido para que la fuera cumplimentando con los nombres de los jugadores.
Aunque Eduardo ya tenía diecisiete años, estaba algo nervioso, como siempre que arbitraba a los niños del Artilleros. Quizá se viera obligado a decretar una sanción contra ellos, amonestarles, expulsarles… En fin, no quería pensar en que el partido pudiera acabar con que esos quinquis o sus hermanos mayores (que a veces asistían a los partidos) lo pudiesen insultar y mucho menos agredir. Algún caso se había dado ya. No era nada grato para él dirigir aquel partido, no; pero el Foro le tenía considerado como su mejor árbitro y además Eduardo era a uno de los pocos a los que, bajo cuerda, le daba algo de dinero por cada uno de sus arbitrajes. Además, bien llevado, con tranquilidad, como decía el Foro, no tenía por qué haber problemas. Él, desde luego, haría todo lo posible por no tomar decisiones que resultasen decisivas: no expulsar a nadie, no pitar penaltis salvo que fuesen muy claros, procurar que todo marchase tranquilo, sin sobresaltos. Salvo que hubiese una patada con alevosía, de esas en las que el agresor espera incluso la expulsión, no mostraría ni siquiera tarjeta amarilla. Como decía el Foro, la clave estaba en no complicarse la vida. Pitar poco y sin llamar la atención. Pronto empezaría el partido y él estaba dispuesto a seguir sus consejos en todo.
Los jugadores de ambos equipos habían comenzado a realizar ejercicios de calentamiento de forma anárquica e individual, pues sus jovencísimos entrenadores no tenían apenas nociones de educación física y carecían de conocimientos tácticos, por lo que su labor se limitaba en realidad a elegir los jugadores que componían la alineación y a ordenar los cambios. Los chavales, entusiasmados por la ilusión, imitaban torpemente los ejercicios que por la televisión veían realizar a los profesionales: alguna carrera, alguna flexión, unos toques de balón. Pero el Foro observó como en otras ocasiones, que sí había un jugador que trotaba de forma idéntica a los ídolos de Primera División, uno que sí tenía madera de futbolista: el número once del Olympic.