Capítulo 21. La locura de una noche de verano

(Viernes, 29 de agosto de 1980)

Let’s make the best of the situation /Before I finally go insane. /Please don’t say we’ll never find a way /And tell me all my love’s in vain. / Layla, you’ve got me on my knees. / Layla, I’m begging, darling please. /Layla, darling won’t you ease my worried mind 

(LaylaEric Clapton)

            A Javi le gustaba Anabel, su vecina de arriba. No es que le gustase mucho, solo un poquito, una pizca, casi nada. De hecho, cuando se lo mencionaban sus amigos en la plazoleta, él negaba rotundamente. No le gustaba lo suficiente como para reconocerlo en público. Pero le gustaba. Eran vecinos y se conocían desde antes de hablar, pues sus madres eran muy amigas. Javi vivía en el tercero y en el cuarto, el último piso, vivía Anabel. Cuando con ocho o diez años, Javi se bajaba a la calle y se la encontraba en el portal jugando a la comba, a la goma o a las muñecas, casi no notaba que se le aceleraba el corazón y buscaba su mirada con los ojos. Y se iba a jugar al fútbol o a las chapas con los otros chicos. Solo durante los veranos, cuando los chicos jugaban con las chicas al rescate o a los papás y a las mamás las cosas cambiaban. Ese juego era un poco pasivo para los chicos, pues generalmente su papel se limitaba a ir y a volver del trabajo y darles a las chicas una cháchara cotidiana e intrascendente. Las chicas eran las estrellas activas del juego: limpiaban los jardines de basura, hacían la comida llenando con arena y trozos de hojas verdes sus cocinitas de latón y vestían y daban de comer a su muñeco. Por eso a ningún niño le gustaba ese juego. Javier jugaba solo por una razón: Anabel siempre lo elegía como marido.

            Anabel era muy morena. Sus profundos ojos foscos, su piel aceitunada y su cabello negro como el azabache le daban aspecto de semita. De hecho, en la plazoleta algunos niños la llamaban la Mora y lo cierto es que hubiese pasado desapercibida en el zoco de Tánger. Anabel era una niña muy inteligente. Desde muy pequeña había sacado notas excepcionales en el colegio, donde solía ganar la mayoría de los premios de dibujo o de poesía que se convocaban. Por una razón u otra, tenía también fama de pelotillera y cursi y lo cierto es que su vestuario y sus ademanes resultaban un tanto afectados. A esta imagen contribuía su voz, excesivamente aguda. Por todas estas razones, Anabel no era una niña popular en su clase del colegio ni tampoco en la plazoleta. A ella, ese rechazo de sus compañeras no le importaba en exceso y aunque muchas veces tenía que hacer sola el camino hasta casa, no echaba de menos a nadie, pues iba pensando en sus cosas, sin preocuparse de lo demás. 

            Ella era muy selectiva con sus amigos y Javi le gustaba desde siempre. Había visto en él un chico sensible, que no tenía nada que ver con el resto de bestias a los que estaba acostumbrada en su colegio como el Heredia o el Ruso. Además, su cabello rizado, su sonrisa franca y sus ojos verdes le parecían muy atractivos. Por eso y porque ella era muy decidida y no tenía vergüenza de nada, siempre le elegía como marido cuando jugaban a las muñecas en la calle durante los veranos.

            Aquella tarde de finales de agosto, sentados en los bancos de la plazoleta medio desierta, Vicente estuvo contando a los chicos recién llegados de las vacaciones lo que había ocurrido durante el verano en el barrio. Se detuvo especialmente en vanagloriarse de haberle dado un beso con lengua, lo que llamaban un muerdo, a Patricia y de que ya se podía decir que prácticamente eran novios. Javi y los demás secundaban sus comentarios con risas. Su alteza Patricia, la chica más deseada de la plazoleta, ya se había marchado como otros años a su apartamento de Gandía y todavía no había vuelto de vacaciones. Lito callaba pesaroso.  

            —La única que no se vino ese día al barranco a jugar a la botella fue la cursi de Anabel —remató el líder de la pandilla su discurso.  

            Javi se alegró de oír aquellas palabras y algunos comentarios despectivos más contra Anabel. No salió en su defensa porque tampoco quería dar a entender que le gustaba, pero en su fuero interno se alegró de que ella fuera la única chica con personalidad suficiente para negarse a seguir la corriente a aquel idiota que se creía que sus puños lo valían todo.

            A Javi también le había llegado el terremoto masturbatorio, como a todos los demás. En las noches del verano, le gustaba encerrarse en su cuarto y desnudarse por completo. No sabía exactamente en qué consistía esa excitación, pero lo cierto es que lo hacía noche a noche. Luego se asomaba a la ventana y oteaba las ventanas de las casas de enfrente buscando alguna vecina que se desnudase sin bajar la persiana. Bullía en su interior una especie de ansia exhibicionista que él mismo no entendía muy bien, pero que le impelía a intentar ver y ser visto desnudo por mujeres. En ocasiones había entrevisto a alguna vecina de los bloques de enfrente, alguna mujer madura, desnudándose completamente ante él. Javi pensaba que esas mujeres lo hacían a propósito, por el placer de exhibirse ante un chaval. Fuera cierto o no, ese juego le excitaba y todas las noches se asomaba a la ventana hasta que todas las luces de los bloques de enfrente se apagaban y él aceptaba que sería imposible ya ver alguna mujer despojarse de su sujetador o sus bragas para él. Entonces, Javi apagaba la luz a su vez y se masturbaba a oscuras pero con la ventana abierta de par en par. Cuando llegaba el momento de eyacular, a veces se le aparecía el rostro de Anabel y sus carnosos labios oscuros, que parecían entreabrirse en un gesto de sorpresa. 

Una de aquellas noches de finales de agosto, mientras estaba asomado a la ventana, observando las luces ya apagadas de las ventanas de enfrente, oyó que alguien le chistaba. Era más de medianoche. Apoyó sus manos sobre el alféizar y en un difícil equilibrio consiguió sacar la cabeza y mirar hacia arriba. Allí  se encontró con la cabeza morena de su vecina del cuarto que le sonreía abiertamente. 

            —¿Qué haces? 

            —Nada. ¿Y tú?

            —Tengo calor. No puedo dormir.

            Javier sintió un impulso más poderoso que él mismo. Era como si la naturaleza le llevara a lomos y no se pudiera bajar, como si una ola lo arrastrara hasta la playa o el viento lo levantara del suelo.

            —¿Sabes una cosa? Estoy desnudo —le dijo.

            Anabel pareció sorprenderse un momento, pero luego se echó a reír.

            —¿De verdad?

            Al oír su voz, Javier sintió como su miembro se endurecía y chocaba contra la pared. 

            —Sí. ¿Y tú?

            —Yo no —rio Anabel—. Yo siempre duermo con camisón. Hasta en verano.      

—¿Quieres verme?

            Anabel se calló inquieta. No pensaba que su vecino fuera capaz de jugarse la vida encaramándose al alféizar. Javier se apoyó más fuertemente sobre las palmas de sus manos e hizo esfuerzos por sacar su cuerpo por la ventana. Anabel podía ver sus hombros desnudos. Ella se lanzó al juego también.

            —Solo te veo hasta los hombros. ¿Cómo sé que es verdad lo que estás diciendo?

            —Es verdad. Estoy completamente desnudo.

            Anabel calló unos instantes. 

            —Me gustaría verte —dijo con una media risa.

            Javier sintió una punzada de excitación todavía mayor. 

            —Acércate a la puerta de tu casa y observa por la mirilla. Voy a subir con el pantalón de deporte y una camiseta y luego, en el pasillo, me lo quito.

            —Tú estás loco. 

            Javier salió de su casa con sus pequeños pantalones de deporte, sus zapatillas y una camiseta. No pensó en nada más. No pensó en la excusa que pondría si le sorprendían deambulando por los pasillos de la casa a esas horas. Era muy tarde y sus padres ya estaban acostados. Era un día de diario. Era muy difícil que a aquellas horas de la madrugada nadie fuera a entrar en el portal. La puerta de Anabel daba al rellano de la escalera, con lo que era imposible que ningún vecino le viera, aunque se asomase a la mirilla. Tan solo se produciría una situación vergonzosa si alguno abría la puerta de su casa y le veía allí. Pero eso era muy improbable y aunque esto se produjera, en el silencio de la noche, seguro que escucharía al vecino acercarse a abrir la puerta y a él le daría tiempo a subirse el pantalón de deporte. Además, una ola de excitación le impelía a actuar sin contemplaciones. Subió las escaleras a oscuras y se apostó frente a la puerta de Anabel. El corazón le latía con fuerza. No estaba seguro de si ella le estaba viendo o no, pero se bajó los pantalones y quedó con su pene enhiesto en la oscuridad de la escalera. Guardo silencio y escuchó unos leves arañazos tras la puerta.  Saber que Anabel le estaba mirando le excitó todavía más. Encendió la luz del pasillo y comenzó a masturbarse clavando sus ojos en la mirilla de la puerta. Eyaculó ante aquel ojo mudo en menos de dos minutos. 

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