(Sábado, 25 de octubre de 1980)
I don’t know where I’m going, / Don’t know where I’ve been. / ‘Cause I haven’t seen my baby, / Since I don’t know when. / I’m walking down that long road, / With a smile up on my face./ I’m broken hearted, / But you won’t see a trace.
(Don’t know where I’m going, Rory Gallagher)
Un vago sentimiento de soledad, un halo de melancólico abandono presidía el ocaso. Ya había llegado el otoño y las tardes eran cada vez más cortas. Vicente y Juanan, sentados uno junto a otro en un banco, miraban en silencio como el disco del sol desaparecía tras los bloques de pisos, dejando una estela de almagre y sombra que iba ascendiendo por los bloques de la plazoleta hasta cubrirlo todo. La arena, los bancos, los árboles se mostraban ahora más oscurecidos y los propios niños parecían moverse con menor vivacidad, como si la marcha del sol afectase a su propio ritmo vital.
Al punto, una brisa desangelada meció las copas de los árboles y marcó el punto final de aquel crepúsculo. La tarde de otoño se moría triste, débil, despertando la añoranza de los que en las calles veían que una fría noche se les echaba encima como un manto de acero satinado. Comenzaba a hacer frío y resultaba duro quedarse en la plazoleta, a la intemperie. Algunas madres salieron a los balcones para gritar a sus hijos que subieran a casa. Juanjo y Vicente vieron desaparecer a los niños como el agua se escurre por el sumidero. A ellos dos ya nadie les llamaba para que se fueran a casa. Eran libres de seguir en la calle.
—Nos hemos quedado solos —dijo Vicente.
—Es chachi —admitió Juánan lo obvio, pues estaban solos en uno de los bancos de la plazoleta.
—Son todos unos empollones —murmuró Vicente mientras escupía al suelo con una carcajada seca.
Ambos volvieron a caer en el silencio, algo inusual en ellos. Desde hacía unos días, tenían el presentimiento de que sus vidas se habían abierto a un tiempo nuevo, más incomprensible e inseguro que el que habían vivido hasta entonces. El barco abandonaba el conocido cauce del río para desembocar en el océano insondable y oscuro. Pero ni estaban seguros, ni sabían verbalizar aquel sentimiento difuso.
Juanan observó a Vicente, que contemplaba con una sonrisa vacía los bloques de ladrillo, el contorno de la plazoleta. Desde niño había admirado a su amigo y lo ocurrido el sábado pasado realzaba su persona, pues en las peores circunstancias Vicente había mantenido la cabeza fría sacando el mayor rendimiento posible a una situación que se había torcido inesperadamente.
Vicente había sido desde siempre el número uno, el jefe, el capitán de los chavales de aquella magnífica plazoleta. Su infancia era inolvidable: un tiempo luminoso y heroico en el que una palabra suya, un gesto, un simple fruncimiento de labios o un manotazo despectivo al aire bastaba para decidir, de forma olímpica, si se jugaba o no al fútbol, si se celebraba o no una broma, si se admitía o no a un nuevo chico en la pandilla. Él era quien, como un emperador romano, marcaba las estaciones infantiles: la época de la lima cuando llegaban las lluvias continuas del otoño, la estación de las bolas al llegar el invierno o la de las chapas cuando la arena seca y polvorienta se dejaba surcar por las manos infantiles para trazar carreteras por las que discurrirían las chapas ciclistas con su maillot de papel coloreado.
Y Juanan había sido, durante todos estos años, su lugarteniente. También Pablo era de la misma edad y Vicente le había demostrado siempre especial aprecio: eran un trío inseparable. Pero Pablo carecía de agresividad, de nervio. Nunca daba una mala patada ni levantaba la mano a ninguno de los pequeños. Era un niño cordial y pacífico. Y Juanan no había dudado nunca en pegar a otros niños para agradar a Vicente, para ser su amigo del alma. Incluso llegó a pelearse con Pablo en varias ocasiones hasta subirse sobre su pecho y obligarle a rendirse. Y cuando Vicente tenía que echar el brazo por encima del hombro a algún amigo o elegía a pies o a pares y nones los integrantes de su equipo, todos en la plazoleta sabían que el primer elegido sería Juanan. La jerarquía en el cariño del líder estaba clara para todos. Primero iba Juanan y luego Pablo. Por eso a Juanan, en su fuero íntimo, hasta le había gustado lo ocurrido durante el último fin de semana.
—Pronto empezará a llover —dijo con voz neutra Vicente.
—¿Te acuerdas de cuando jugábamos a la lima? —respondió alegre su fiel amigo asociando la estación de las lluvias con aquel juego que precisaba una tierra húmeda y porosa.
Claro que se acordaba. Sí, en aquellos tiempos que ahora parecían tan lejanos, él era quien repartía los galones entre su tropa, quien organizaba los ejércitos en las ocasionales guerras contra las plazoletas vecinas, quien portaba el brazalete de capitán del equipo de fútbol y quien lo había bautizado con el sugestivo nombre de Olympic. A sus órdenes había tenido siempre a Juanan y a Pablo. Pero también a los pequeños: a Javi, a Gonzalo, al Ratón, a Ferrera, a Román, a Juan Ignacio el Venezolano, al Peonza… a todos.
Durante años, en su pequeño imperio de arena, árboles y bancos, nadie le había arrebatado el poder. En todo su vasto territorio, en las llanuras de la plazoleta cuyos límites infinitos marcaban aquellos bloques de ladrillo rojo, en las extensas estepas del barranco o en los océanos de las lejanas charcas, jamás hubo quien doblara su brazo. Vicente aquí, Vicente allá, Vicente en todas partes, como emperador indiscutible, había impuesto su dominio con sus palabras sencillas y directas.
Vicente había nacido en enero de 1964 y desde el principio de su vida en la plazoleta, había sido el niño mayor de la pandilla de los pequeños en vez de ser el niño más pequeño de la pandilla de los chicos mayores, nacidos entre 1958 y 1963. Su madre comenzó a bajarlo a la arena de la plazoleta allá por 1966, cuando el niño contaba tan solo dos años. Vicente entonces ya jugaba con Juanan, Pablo, Román y otros críos de su edad mientras ella charloteaba con sus madres. En ocasiones, ella misma tenía que reñir a los niños más mayores de la plazoleta, esos descarados agrestes y sin madre visible que caminaban siempre con sus pantalones rotos, sus tirachinas en el bolsillo y sus uñas sucias y se obstinaban en jugar allí al fútbol con lo bien que podrían estar potreando en el cercano barranco. Las madres de aquellos niños pequeños evitaban con su presencia que sus hijos se relacionaran con aquellos salvajes. Sin pretenderlo, ellas habían dividido la plazoleta en dos bandos: los mayores nacidos antes de 1963 y los menores, nacidos entre 1964 y 1970, marcando los límites generacionales de la plazoleta.
Porque a los cinco o seis años, cuando las madres dejaron de acompañar a sus vástagos, ellos ya habían hecho un grupo aparte sólido y definido. Y en ese grupo Vicente se convirtió desde el principio en el líder indiscutible por su envergadura y decisión.
Y ahora, sin embargo, todo parecía cambiado. El viento del norte comenzaba a soplar y Vicente sintió su golpe en las mejillas. Una sensación de frío le recorrio el espinazo. ¿Qué es lo que había pasado?
Las primeras semanas de instituto habían tenido el mismo efecto que el golpe inicial en una partida de billar americano: la decisiva bola blanca había golpeado a todas las demás, desplazándolas sin compasión por el verde tapete, haciendo desaparecer algunas de la circulación, llevando otras a rincones inaccesibles y despejando el campo de juego. Su pandilla de la plazoleta parecía haberse diluido. El Peonza no había vuelto a aparecer desde el lío de las revistas. A Arriola, aunque no contase mucho, porque en realidad no era de la plazoleta y venía por ser amigo del Peonza, no se le había vuelto a ver desde el día de los billares. Román, Ferrera o Juan Ignacio el Venezolano no se habían bajado a la calle desde que empezaron a ir al instituto: parecían escondidos, siempre en la oscuridad de sus casas, estudiando. Esteban había dejado de ser un chico de calle para saludar a sus antiguos amigos de la plazoleta desde su ventana. Todos seguían viviendo y durmiendo en el barrio, pero sin pisar sus calles más que para tomar el metro o el autobús que les llevaba al centro de la ciudad, donde estaba su presente y su futuro. Habían dejado de ser personas a las que se podía tocar, con las que se podía jugar y charlar para convertirse en gestos, en simples saludos y despedidas, en sombras del pasado.
¡Quién podía imaginar solo un mes antes que aquella tarde habían disputado el que sería su último partido y habían mantenido su última conversación como amigos del barrio!
A los demás, Vicente y Juanan solo les veían realmente los fines de semana. Les decían que tenían deberes, que tenían que estudiar. Javi y Gonzalo iban a su instituto nocturno y ya no se dejaban ver salvo los fines de semana. Hasta Pablo o el Ratón, que iban al instituto diurno del barrio, habían desaparecido: el Ratón iba con Álex y su padre a Carabanchel a entrenar tres veces por semana y Pablo se bajaba a la calle muy tarde y lo que era peor, iba siempre acompañado, como un asqueroso apéndice, del Empollón.
—El Peonza no se bajará porque estará mosqueado… —dijo Juanan con el propósito de alegrarse con el recuerdo de la última broma que le gastaron.
—Por favor, no toquéis las revistas… —imitó Vicente la voz trémula del gordo aquella tarde de sábado—. ¡No os paséis! ¡Iros de mi casa!
Los dos amigos se rieron de buena gana. Nunca olvidarían el gesto descompuesto del Peonza cuando les pedía que se fueran de su casa mientras ellos saqueaban su nevera.
—De todas formas, el Empollón se pasó un huevo —criticó sin reservas Juanan a quien se había convertido en odioso para su amigo.
—¿Y Pablo? —preguntó Vicente, como si mencionar a Alberto le hubiera recordado a su otro gran amigo.
—Estará empollando con Albertito —contestó con retintín Juanan.
Vicente se limitó a resoplar. No solo había culpa en Pablo. Tampoco se esperaba la traición de todos los demás. Lo ocurrido en la última semana era una alambrada, una linde de piedra que marcaba dos etapas bien diferentes en su pandilla: el feliz pasado y el brumoso presente. Ya nadie le era fiel salvo el propio Juanan.
Todo había comenzado cuando Vicente recordó su plan de ir al cine, una de esas ideas geniales que hasta entonces el grupo siempre había llevado a la práctica sin suscitar ningún tipo de rechazo. Vicente quería que todos, junto con las chicas, fueran una tarde de sábado a ver una película al cine y luego a la discoteca. Su objetivo final era, como en las películas de piratas de la infancia, conseguir que la chica más deseada de la plazoleta y del celuloide, la rubia Patricia, la perla de Labuán, se convirtiese en su novia. Desde que la besara en la emboscada del barranco no se la había podido quitar de la cabeza. Era la joya que necesitaba su corona.
Pero él ya sabía que conquistar a Patricia no era tarea fácil. Al día siguiente del juego de la botella en el barranco, la princesa se había marchado con su madre a su apartamento de Gandía y desde que había vuelto a Madrid, Vicente no había tenido ocasión de hablar con ella. No se había atrevido a llamarla. Sabía que aquel no había sido un beso formal entre dos novios, sino simplemente una prenda que pagar en la emboscada que él le había tendido. En ese terreno inestable, Vicente no se había atrevido a dar el paso directo de llamarla a cara descubierta, sino que, por temor al rechazo, había pensado que era mejor táctica hacer una cita colectiva para ir todos juntos a la discoteca y allí, en el ambiente adecuado y tras un par de cubatas que desinhibiesen las resistencias de Patricia, atacarla a fondo hasta alcanzar sus objetivos.
La semana anterior, Vicente se había bajado la cartelera a la calle para estudiarla con Juanan. Aunque se estuvieron riendo de los títulos de algunas películas pornográficas y hasta fantasearon con la idea de llevar a las chicas a verlas, lo cierto es que acabaron centrando su atención en los cines de estreno de la Gran Vía, donde proyectaban las películas de Hollywood más taquilleras del momento.
—Mira ésta que se estrena la semana que viene —dijo Juanan—. Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón.
—Tiene nombre de película porno —se burló Vicente.
—Es española —siguió Juanan leyendo con dificultad el cartel publicitario—. Dice que es la historia de unas chicas intrépidas.
—¡Buah! —bufó Vicente—. Con ese título tiene que ser una gilipollez tremenda… ¿Y si vamos a ver ¡Que no pare la música! de los Village People. Esa seguro que es de baile, del grupo ese tan cachondo, que van disfrazados.
—Pero esa película puede ser un rollazo—objetó Juanan, al que las películas de baile no le gustaban mucho—. A esa peli no creo que quieran ir Javi, Pablo o Lito. Mira esta: El imperio contraataca. Esta sí que mola, es la continuación de la Guerra de las galaxias. ¡Tendrá unos efectos especiales que te cagas!
—¿Y ésta? Estrenan por fin Xanadú, de Olivia Newton John. ¡Vamos a esta! —Los dos amigos recordaban a la actriz, vestida con mallas negras en la última escena de Grease y estaban de acuerdo en que no habían visto una mujer más atractiva en toda su vida—. Además, la echan en el Windsor que está por la zona de Orense y luego podemos ir a alguna discoteca de por allí, que hay muchas.
La idea era formar una confusa expedición, de forma que él pudiera emboscarse en ella como un francotirador, para desde ahí disparar a Patricia de forma inesperada, cuando resultase letal. A Juanan el plan le pareció magnífico, como todos los que se le ocurrían a su capitán. A él también le gustaba Patricia, ¡cómo no!, pero comprendía que era Vicente quien había puesto sus ojos en ella primero y quien, por jerarquía, tenía la preeminencia sobre la presa. Él aprovecharía para declararse a Sofía, que también le gustaba mucho y siempre le había mirado con ojos receptivos. Quizá a partir de ese sábado comenzaran a salir los cuatro como dos nuevas parejas. Ya se imaginaba cada sábado recogiendo a Sofía en su portal para ir luego al encuentro de Patricia y Vicente, que les esperarían en los bancos de la plazoleta. De allí irían juntos al metro, al cine y a bailar, a besarse y buscar en la oscuridad los trémulos pechos de las chicas, quien sabe si algo más. Sería un orgullo poder pasear por las calles de Madrid como lo que eran: dos grandes amigos, dos aventureros de la vida como los que salían en las películas, acompañados de sus respectivas novias.
A Azucena y Sofía se lo dijeron al día siguiente, en mitad del bullicio del recreo del instituto de FP. Como el centro era nuevo, contaba con cafetería y allí se veían todos los días haciendo cola para comprarse el bocadillo matinal.
Sofía se entusiasmó con la idea. Estaba segura de que Juanan le pediría salir durante la cita. Que eso se produjese en una discoteca, a donde no había entrado nunca en sus catorce años de vida y que además fuera en el centro de Madrid, fue una idea que la electrizó. Pasaría el resto de la semana excitada, deseando que el tiempo se acelerase como un cohete para que aquella tarde llegase a velocidad de vértigo. Pediría ese día a alguna de las compañeras de curso mejor preparadas que la peinara de forma especial, luciría su mejor vestido, se maquillaría con cuidado, le pediría un poco de perfume a su hermana mayor para estar esa tarde resplandeciente y saldría de su casa con su bolso en la mano como la mismísima Cenicienta, esperando que Juanan se atreviese a darle un beso de príncipe.
Azucena también albergaba esperanzas, pero no era una estúpida y no sintió el mismo entusiasmo que su amiga Sofía. A ella le gustaba Vicente. Siempre le había atraído por su capacidad para organizar los juegos, para interpretar adecuadamente lo que se necesitaba en cada situación, por su magnetismo con todo el mundo, por su manejo del poder. Cuando jugaban durante los veranos al rescate o a ladrones y policías con los chicos, ella siempre deseaba estar en el equipo contrario a Vicente y se ponía cerca de sus manos para que fuera precisamente él quien la agarrara. Ella entonces forcejeaba con él con cierta brusquedad, para que Vicente se viera obligado a utilizar toda su fuerza para dominarla y acababa entregada a sus brazos, jadeando excitada, con ojos sumisos y felices. Pero Patricia, aquella niñata estúpida y consentida, se había interpuesto en su camino. Cuando Juanan les pidió a ambas que fueran ellas quienes avisaran a Patricia y Anabel, Azucena sintió celos.
—No te preocupes —le dijo luego Sofía—. No se lo decimos a Patricia y ya está.
—¿Y si luego se enteran? —replicó apesadumbrada Azucena.
Y en esa duda quedaron ambas paralizadas, sin saber qué hacer, durante toda la semana. Pasaban los días y no se decidían a avisar a Patricia.
Anabel, sin embargo, también recibió la noticia con alborozo. La película de Grease le había encantado en su momento y ahora, estaba segura, aquella película en la que salía Olivia Newton John estaría a su misma altura. Ir al estreno con Javi y luego ir juntos a la discoteca sería una gran ocasión para que por fin se hicieran novios.
El Ratón se enteró del plan en los bancos del Polonio el martes al volver del entrenamiento y les contestó, sin embargo, con una evasiva. A él no le hacía especial ilusión la idea: ni contaba con el dinero para ir al cine y a la discoteca, ni creía que ninguna de aquellas chicas estuviese interesada por él. Y además tampoco tenía ropa que ponerse para ir a una discoteca… No. Su experiencia con las chicas hasta ese momento era bastante decepcionante y no creía que eso fuera a cambiar el sábado siguiente. Prefería pasar la tarde con Álex y los de su plazoleta tomando unas cocacolas y jugando un partido con los bancos de madera como porterías. Era una modalidad de fútbol muy técnica porque el campo se reducía a ocho o diez metros cuadrados y las porterías eran pequeñísimas. Una variante del fútbol donde su talento brillaba especialmente, pues para hacer gol había que introducir la pelota bajo los asientos.
A la mañana siguiente, cuando iban camino del instituto, comentó la idea con sus compañeros de trayecto.
—¡Vaya gilipollez de película! —le contestó con desdén Alberto—. ¡Menuda horterada!
Gerardo se alegró de oír aquellas palabras.
—¿Y por qué es una horterada? —le preguntó para que su amigo se explayara.
—Es una película comercial que se hace solo por sacar dinero. Juntan una tía buena y unas canciones y nada más. No tiene ninguna ambición artística: el director no se esfuerza por mostrar un mensaje sobre la realidad ni en hacer planos interesantes.
El Ratón se calló, pero miraba a Alberto con escepticismo. No le convencían sus argumentos. También Alberto captó sus labios fruncidos y le siguió explicando.
—En una película buena hay un buen guión, la trama, la historia que se cuenta —prosiguió Alberto con tono profesoral— está bien contada, sin errores ni cosas inverosímiles, que no puedan ocurrir. Y trata sobre un problema humano que cualquiera en un momento determinado podría sufrir o al menos, analiza ese problema en profundidad, de manera que el espectador comprenda y pueda juzgar ese problema y a los personajes que lo sufren.
—Ya —repitió el Ratón sin mucho convencimiento, pues no comprendía lo que su amigo había dicho.
A Pablo el plan de Vicente no le pareció muy interesante. La verdad es que él era muy tímido y no le apetecía gran cosa ir a una discoteca con Juanan y Vicente si al final él no pensaba declararse a ninguna de las chicas. A él la única que de verdad le gustaba era Patricia y ésa era para Vicente… así que, ¿qué podía ganar el en aquella cita?
—Bueno, puede estar bien —acabó por decirle a Vicente cuando éste le insistió esa misma tarde.
—Lo mismo te enrollas con Azucena —le animó Vicente.
—¿Este? —saltó Juanan burlón— ¡pero si es un cortao…!
—Lo mismo le entra ella —rio Vicente con alegría, mientras Pablo sonreía ruborizado.
Sofía llamó por fin al telefonillo de Patricia el jueves por la tarde. Y volvió alborozada.
—¿A que no sabes qué ha pasado? —le dijo emocionada y como Azucena se quedase callada, sin saber cómo reaccionar, prosiguió—. ¡Que Patricia está saliendo con un chico!
—¿Sí? —dijo su amiga con entusiasmo viendo que se le abría el cielo.
—Sí. Y me ha dicho que si se lo puede llevar el sábado con nosotras.
—¿Y tú que le has dicho?
—Pues que claro, que se lo lleve. Mejor para ti. ¡Así Vicente verá que no tiene nada que hacer con ella!
Azucena quedó callada un instante. Era una gran noticia la que le había dado Sofía, pero ahora había que actuar con inteligencia para asegurar la victoria.
—No se lo digas a nadie. Mañana le decimos a Vicente que viene Patricia, pero sin decirle que viene con su novio.
—¿Por qué?
—¿Y si se entera Vicente y decide que no vayamos al cine?
Sofía la miró y le guiñó el ojo, complacida: era una fortuna tener una amiga tan lista como Azucena.
De hecho, por la tarde, Vicente estaba convencido de que su plan marchaba perfectamente y ya contaba las horas que le quedaban para lanzarse sobre Patricia. Aquella misma tarde, en sus solitarias charlas en los bancos de la plazoleta, estuvo planeando con Juanan cómo sería el ataque final.
—Lo que importa es que beban unos cuantos cubatas. Hay que llevar dinero para invitarlas. Y luego, cuando pongan las lentas, salimos a bailar y las besamos.
—¿Así, directamente? —le preguntaba Juanan excitado.
—¡Claro! Es lo mejor. Nada de palabras. ¡Al ataque!
La mañana del sábado amaneció encapotada. El cielo estaba cubierto por unas densas nubes grises, que amenazaban lluvia. Un viento húmedo cruzaba la plazoleta. Vicente y Juanjo recibieron a Pablo, Javi y Gonzalo en un estado de febril excitación. Fueron todos juntos a los bancos del Polonio, donde estaban más resguardados del viento y Vicente los invitó a un par de cervezas de litro. Cuando Javi y Gonzalo fueron informados del plan, se miraron de forma interrogativa. No les hacía especial ilusión ver una película tan insulsa, ni tampoco les hacía gracia que tuvieran que quedar tan pronto: las cuatro de la tarde. Pero Vicente les dijo que era la única manera de que les diera tiempo de ir al cine y a la discoteca de forma que las chicas pudieran estar en su casa a las diez, que era la hora a las que ellas debían volver a casa. A Javi, sin embargo, le agradó saber que iba Anabel. Gonzalo tampoco dijo nada en contra.
—Lo importante es que las pibas se pongan pedo —teorizó Vicente.
—Pues dicen que hay unas pastillas que son las que usan los veterinarios para poner en celo a las vacas que si se las echas a una piba en el vaso… —añadió Pablo—. Creo que se llaman Yumbinas.
Ese día había que comer pronto para que les diera tiempo a arreglarse a conciencia. Habían quedado a las cuatro menos cuarto para llegar al cine a las cuatro y media.
Pero todo cambió a última hora de la mañana cuando Alberto apareció en los bancos del Polonio con una revista que se llamaba la Guía del ocio donde venía toda la cartelera. El Ratón y Álex acababam de llegar en ese momento de su partido de fútbol. Habían ganado 5-1 al Carabanchel, pero ninguno de los dos había jugado. Eran suplentes indiscutibles en el equipo.
—¿Al final vais a ir a ver Xanadú? —preguntó Alberto mirando a Pablo.
—Sí —respondió sin entusiasmo Vicente, pues no le apetecía nada que el Empollón se pegase al grupo.
—No sé… —se disculpó Pablo ante Vicente que le miró asombrado, pero con cierto temor por lo que le pareció una salida inesperada— la verdad es que no me gusta mucho esa película, pero tampoco tengo nada mejor que hacer…
—Yo seguro que no voy —se sumó a la rebelión con aplomo el Ratón—. Yo paso de discotecas.
—Eso, no sea que no te dejen entrar —se burló Juanan.
—¡Qué gracioso! ¡Ja, ja, ja! —repuso el Ratón torciendo la cabeza con desagrado.
Alberto le sonrio y prosiguió:
—No, Gerardo, si te lo digo por lo que hablamos el otro día. Es que echan esta tarde en el Pequeño Cinestudio, un cine que hay por la estación del Norte las dos partes de Novecento de Bertolucci y yo pienso ir. Vente y verás lo que es una buena película de cine. Lo único malo es que las dos películas seguidas son un poco largas. Empiezan a las cuatro y durarán hasta las nueve más o menos.
—¿Cinco horas? —se sorprendió el Ratón, mientras Alberto sonreía con un cierto paternalismo.
—Es una película decisiva en la historia del cine. Trata sobre dos amigos que pertenecen a clases sociales distintas: uno es el señor y el otro su criado. Nacen el mismo día y se hacen amigos durante la infancia. Y luego ambos sufren todos los problemas que atravesó Italia desde el inicio del siglo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Sale el surgimiento del fascismo y la resistencia comunista… Un peliculón imprescindible… Ahora, también os digo que la película es en italiano con subtítulos en español…
Aquella última información decidió al Ratón. Ir al cine con Alberto podía ser interesante, pero cinco horas se le hacían muy largas. Y en italiano, interminables.
—¿En italiano? ¿Y encima hay que leer? —dijo riendo Vicente.
—¿Y tú te vienes, Pablo? —ignoró Alberto a Vicente.
Tras dudar unos instantes, Pablo asintió. Le resultaba mucho más interesante ver una película tan importante como la que le proponía Alberto que seguir el plan de Vicente. Al menos, él se sentía más identificado y maduro viendo esa tal Novecento que perdiendo el tiempo con la horterada de Xanadú y luego en la discoteca. En realidad, le pareció que el plan de Alberto cuadraba mucho más con su carácter, tranquilo y tímido.
—Yo también voy —dijo Javi, al que los temas políticos siempre le interesaban.
—Y yo —se sumó Lito, que había oído hablar a su hermano Barto de esa película muchas veces.
Vicente abrio los ojos con asombro. Era la primera vez en toda su vida que los chicos de su pandilla, sus soldados, se atrevían a rechazar uno de sus planes. Era increíble. Y todo por la culpa de aquel empollón de mierda, aquel facha que de pequeño no se bajaba nunca a la calle, que siempre paseaba colgado de la mano férrea de su padre, con las orejas gachas, de su colegio al cuarto de estudio y del cuarto de estudio al colegio. Y ahora ese advenedizo se atrevía a cuestionar su autoridad y aquellos idiotas desagradecidos le seguían la corriente.
—¡Menudo rollo os vais a tragar! —dijo Vicente soltando una de sus risotadas y aparentando calma, aunque todos escucharon su voz como un graznido.
Alberto sonrió con serenidad y también tiñó su voz de ironía.
—No, Vicente, si la peli que vais a ver vosotros es mucho mejor, con tanta cancioncita y tanta tía buena.
—Desde luego…, ¡qué traidores! —insistió Vicente intentando que su voz sonase más alegre que airada, mirando a Pablo que bajó sus ojos—. Aunque mejor, porque así tocamos Juanan y yo a más pibas.
—No te enfades, Vicente, amigo —siguió la broma Pablo, impostando una voz excesivamente cursi, imitando la voz con la que un chico formal y bien educado se disculparía con un compañero de pupitre.
—¡Qué cabrones! —prosiguió Vicente en el mismo tono supuestamente alegre mientras sacaba un condón del bolsillo—. ¡Si os había comprado un condón a cada uno, coño!
—No, si a mí me gustaría follar… —siguió ya Pablo con la seguridad de que su amigo ya había encajado el golpe y la conversación se desarrollaría en el terreno de la broma, aunque con cierta tensión—. Pero es que prefiero el cine…
—Bueno, y además es que no sabes lo golfas que son las tías que van a ver Novecento —añadió Alberto.
—¡Ya! ¡Os vais a matar a pajas con todas las empollonas que irán ahí! —remató la discusión Vicente con una risotada.
Javi había seguido la conversación con una media sonrisa. Era plenamente consciente de que acababa de asistir a un enfrentamiento en el que se había utilizado el humor y la broma como parapeto para decir verdades. Hasta entonces, para él, la broma había sido siempre inocente, ingenua y no un subterfugio de lo que uno no se atrevía a decir en serio. A él no le gustaban la hipocresía ni las mentiras. Él, si hablaba, era para decir las cosas a la cara, sin esconderse detrás de rodeos ni tonterías.
A partir de ese momento, la conversación discurrio por otros derroteros. El Ratón y Álex contaron un tanto desmoralizados lo poco que contaban para su entrenador: no les sacaban nunca de titulares y ya iban tres partidos de liga. Álex era portero suplente y no había jugado ni un minuto. El Ratón jugaba apenas diez o quince minutos al final… y siempre que el partido ya estuviera sentenciado.
Al poco rato se subieron a casa porque habían quedado muy pronto para ir al cine.
A las cuatro menos cuarto en punto de aquel sábado, Vicente ocupó el centro de la plazoleta. La conquista de Patricia bien valía cualquier sacrificio. Su aspecto era fantástico. A sus vaqueros nuevos le había añadido dos notas de virilidad y madurez que indicasen a las claras que ya no era un niño, sino todo un tío de dieciséis años: sus zapatos negros de vestir con hebillas doradas y la chaqueta azul marino del traje que empleaba para ir a las bodas. Se sentía elegante y juvenil a la vez. Se sentó en el banco y vio a lo lejos cómo el grupo de Alberto, Pablo, Javi y Lito se iban en dirección al metro charlando animadamente. ¡Qué asco le daba aquel miserable empollón y qué dulce iba a ser su venganza el día menos pensado!
Al rato bajaron las niñas. Estaban preciosas. Sofía se había peinado como una nueva romántica y Azucena se había puesto una minifalda blanca tan corta que casi se le veían las bragas. Anabel iba con una falda de amplio vuelo negro muy bonita y con los labios pintados de un rojo muy intenso que contrastaba muy bien con sus ojos negros. No sería nunca guapa, pero esa tarde hasta le parecía resultona.
—Ya solo queda Patricia —afirmó Juanjo.
—¿Y Gonzalo y Pablo y Javi? —preguntó Anabel alarmada.
—No vienen los gilipollas. Se han ido con Alberto el Empollón a ver una película en italiano —le respondió Vicente con acritud.
Hubo murmullos de sorpresa y desaprobación. Solo Vicente miró a Anabel para medir la profundidad de su decepción. Allí se encontró con sus ojos negros, que lo miraban inexpresivos.
—Patricia me ha dicho que iría allí directamente con su novio —dijo entonces Azucena respondiendo a las palabras anteriores de Juanjo.
Fue entonces cuando Vicente observó que Anabel le devolvía la mirada con un leve rictus muy parecido a una sonrisa dibujado en sus labios.
El plan de Vicente se había echado a perder. Su chaqueta impoluta, su afeitado impecable, sus zapatos bruñidos y la colonia de su padre no iban a servir para nada. El trayecto en el metro le resultó tedioso, insoportable. Sin embargo, hizo evidentes esfuerzos por mostrarse de buen humor e incluso aceptó las bromas y la compañía de Azucena, que estuvo junto a él en todo momento. Seguro que el novio de Patricia era un pijo asqueroso que no tenía media hostia, iba pensando.
Sin embargo, al llegar a la puerta del cine, en el edificio Windsor, Vicente se encontró con que Patricia se bajaba de una Puch Cobra de 75 centímetros cúbicos que pilotaba un macarra gigantesco vestido con una chupa de cuero negra. Al parecer, la princesita de Moratalaz, la perla de la plazoleta, había sido raptada en el Mediterráneo por otro pirata más fuerte y mayor que él.
La película le resultó tediosa, insoportable. Y mucho más doloroso ver y escuchar cómo Patricia entregaba su boca a aquel imbécil y permitía que sus manazas buceasen bajo su jersey con total impunidad. Él, mientras, a su lado, sentía el perfume de Azucena, un aroma intenso y fragante que se mezclaba con su intenso olor corporal. Porque Vicente comprobó que Azucena no olía exactamente a nada preciso, no olía ni bien ni mal; pero olía a algo, a ella misma. En la oscuridad del cine le resultaba perfectamente perceptible su presencia, como si una onda de calor que emanaba de ella lo envolviera.
Tampoco le gustó la película a Anabel, que acabó arrepentida de haber ido.
—Patricia es una pringá. Yo que tú me enrollaba con Azucena —le animó Juanan ya en la discoteca en cuanto le vio mirando de reojo a la rubia que seguía besándose apasionadamente con su novio en la pista de baile—. ¿No ves que está loca por ti?
Vicente se bebió dos cubatas con la misma rapidez que Azucena y salió a la pista junto a los demás. Sofía bailaba frente a Juanan, mientras Anabel, Azucena y Vicente bailaban formando un trío, Más alejados, Patricia y su novio seguían besándose y al poco se fueron pretextando otra cita en otra discoteca con otros amigos que también tenían otro apartamento en Gandía.
Por fin llegaron las lentas y Anabel anunció que se iba a por su cocacola. Azucena se acercó a Vicente y éste la estrechó por la cintura con cierta torpeza, pues nunca había bailado así con una chica. La música les envolvía y él se sentía como en el centro de un tíovivo mágico, mirando en todas direcciones, intentando imitar los gestos de otros chicos que parecían más expertos que él. Vicente sentía el sabor dulzón de los combinados en su boca y en sus brazos un alegre desmayo. Estaban un poco borrachos y todas las sensaciones llegaban a su cerebro lentamente, adormecidas por el alcohol y allí adquirían una resonancia mayor, novedosa, única. Se sintió seguro al sentir a una chica abrazándole. Ya era un hombre de verdad, con una mujer a su lado, rendida de amor. Era todo delicioso y el cuerpo de Azucena, su olor dulzón, cálido y fragante se impresionaban en su cerebro con gran fuerza. En cuanto la morena se sintió abrazar, pegó su cuerpo todo lo que pudo al de Vicente apoyando la cabeza sobre su hombro varonil. Vicente entonces la olió con más fuerza y algo le excitó profundamente hasta el punto de que su erección se hizo patente. Entonces Azucena no solo no se separó, sino que apretó su vientre con más fuerza contra aquel bulto duro. Vicente pasó su lengua por el cuello de su compañera, que se estremeció mientras se le escapaba un gemido. Entonces se acercó a Vicente todavía más y este pudo notar sus dos pechos firmes, apretados contra su cuerpo. Cuando buscó los labios de Azucena, se encontró una lengua ávida y carnosa y con su olor, la esencia acre y salvaje que había olido durante toda la tarde.
Todo discurría con maravillosa lentitud. Se estuvieron besando durante canciones interminables y luego volvieron a los sofás donde tenían la bebida. Allí Vicente aventuró sus manos bajo la blusa de Azucena y sintió unos pezones duros y grandes. La morena ondulaba su cuerpo dejándose llevar por sus estremecimientos de placer. A Vicente se le olvidó Patricia, su novio y todo lo demás. Cuando Azucena le insistió en que debían volver a casa, Anabel se había ido hacía rato y Sofia y Juanan les miraban felices y abrazados.
Volvieron los cuatro al barrio sobre las diez de la noche, Vicente y Juanan se sentaron a disfrutar de la belleza de la noche. Aunque hacía frío les daba igual. Estaban bebidos y tenían hambre, pero se sentían tan plenamente felices que su cuerpo parecía flotar por encima del suelo. Ya tenían novia.
Vicente abrazó a su amigo con verdadero cariño. En él sí que podía confiar. Ellos dos estarían juntos para siempre. ¿Qué más le daba que aquellos otros idiotas hubieran echado todo a perder? ¿Acaso no habían salido perdiendo ellos yéndose con el Empollón? ¿Qué le importaba todo cuando había encontrado una chica tan guapa como Azucena, una chica que le quería con locura y parecía dispuesta a todo? ¿Acaso, por primera vez en su vida, no se sentía ya un hombre de verdad?
—Nos hemos quedado solos —repitió entonces Juanan riendo.
—Mejor —le contestó Vicente—. ¡Que les den por el culo a los empollones!