(Domingo, 23 de noviembre de 1980)
I am an anti—christ. / I am an anarchist. / I don’t know what I want but /I know how to get it. / I wanna destroy the passer by cos / I wanna be anarchy!
(Anarchy in the UK, Sex Pistols)
Aquí debajo puedes ver un pequeño video de la manifestaci´ón en la que está ambientado el capítulo.
En este enlace puedes leer el discurso que realizó Blas Piñar en aquella manifestación.
<<‘1980’, una película documental con la que su director, Iñaki Arteta, rememora el año más sangriento de la banda terrorista, en el que ETA perpetró más de 480 atentados y asesinó a 89 personas, dejando un saldo de 432 heridos, alrededor de 200 explosiones, 22 personas secuestradas (asesinadas 4 de ellas), dos asaltos a cuarteles, más de 250 incendios provocados y más de 100 amenazas de bomba. Lo puedes ver debajo.>>
<<El documental cuenta con el testimonio de periodistas como Isabel Durán, Cayetano González, Ander Landáburu; el general Ángel Ugarte, organizador de los primeros grupos para la lucha antiterrorista; Lorenzo Bárez, guardia civil infiltrado; Aurelio Arteta, filósofo; Gaiza Fernández, historiador; y algunas de las víctimas de aquel año que recuerdan sus vivencias, la infamia y el miedo que el terrorismo extendió por toda España. El relato de políticos de la época como Ramón Labayen, Teo Uriarte, Marcelino Oreja o Javier Rupérez; del experto en materia terrorista Florencio Domínguez; de familiares de víctimas mortales, de secuestrados, de heridos, de supervivientes, de personas que vieron atacados sus negocios o fueron acosadas en sus puestos de trabajo, junto a las imágenes de televisión, las noticias de la prensa y las voces de la radio, producen una brutal inmersión en el terrible día a día de aquel año>>.
https://www.telemadrid.es/programas/especiales/documental-2-1680451977–20150504121132.html
En este video puedes ver a los B-52’s, que es la estética que muestra Terry.
Estos son los Joy Division.
Aunque el acto de la plaza de Oriente comenzaba a las doce y media y él había quedado con sus amigos en el Parque Móvil de Cea Bermúdez a eso de las once, Bartolomé Muñoz se había levantado temprano, a las ocho de la mañana. Antes de ducharse y desayunar, había entrado en la habitación de sus dos hijos como tenía por costumbre, para echar un vistazo, contento de vigilar el sueño de sus vástagos como cuando eran niños. El mayor, Bartolomé, roncaba cuan largo era con sus melenas y sus barbas; el pequeño, Gonzalo, todavía con cara de niño, dormía también plácidamente. Las dos habitaciones olían de forma muy distinta, pensó Bartolomé mientras se afeitaba: una a niño y la otra a hombre. Todos en su casa, su mujer, sus dos hijos, sabían que él siempre asistía a la conmemoración del aniversario de la muerte del Caudillo en la plaza de Oriente, pero él no quería que le vieran saliendo de casa ese día. Temía que su esposa, su hijo Bartolomé o incluso Lito le hicieran algún comentario molesto y él se viese obligado a enfrentarse a ellos, reafirmando su fe en los principios inamovibles del Movimiento. No tenía ganas de discutir con su hijo mayor o ver la cara extrañada del pequeño. Desde que murió el Caudillo, él había acudido al acto de conmemoración del 20 de noviembre en la plaza de Oriente con sus compañeros del Parque Móvil portando una gran bandera nacional, la verdadera, con el águila de san Juan, la que los traidores llamaban la bandera anticonstitucional o franquista. Siempre iban al acto los mismos camaradas, amigos que se conocían desde los viejos tiempos, cuando cada uno llegó de su pueblo a Madrid a hacer la mili y decidió quedarse en la capital, probando suerte en la Guardia Civil, en el Ejército o en la Policía Armada. Luego comían hermanados en un restaurante del centro de Madrid y si el Real jugaba en casa, remataban la jornada disfrutando del buen fútbol en el estadio de Chamartín. Esa misma tarde tenían entradas para el segundo anfiteatro, de pie, para ver el Real Madrid-Hércules. Luego, ya con la noche sobre la espalda, Bartolomé volvería a casa, sus hijos no estarían y su mujer le preguntaría simplemente: ¿Qué tal? Bien, respondería él de forma neutra, como si volviera del trabajo como cada día.
Sin embargo, ahora, cuando se afeitaba ante el espejo con la camisa azul puesta, un hálito de rubor, una pátina de desazón parecía brillarle en la mirada. Se veía extraño, en mitad de aquel páramo de asquerosa democracia en que se había convertido España, allí con su vieja camisa puesta.
Habían pasado solo cinco años desde la muerte de Franco y aunque tantos traidores se habían cambiado la chaqueta, ellos se mantenían fieles al espíritu del 18 de julio, a la memoria del Caudillo y a su amistad eterna. Se lo debían además a los camaradas que habían caído, asesinados, por la barbarie terrorista de la ETA. Otros chóferes, viejos y nobles compañeros que, sirviendo a España, conduciendo los coches de oficiales de la Benemérita o autocares militares, habían sido abatidos por los disparos o las bombas de los separatistas vascos. Esos muertos también seguían acudiendo, unidos como hermanos en su espíritu, a la celebración de la plaza de Oriente.
Cuando llegó, antes de las diez de la mañana, al Parque Móvil, ya había una gran cantidad de compañeros venidos de toda España, esperándole. Saludos, abrazos y vigorosos apretones de manos que desentumecen los músculos. Miradas perspicaces, que tratan de sondear en los demás el peso de los años, el pelo que ralea, las arrugas, los primeros achaques, el desgaste inexorable del cuerpo humano, la decadencia de sus vidas. Recuerdos de otras épocas, de toda una vida en que vivieron felices en una España en paz.
Desde allí salen con su bandera de España al hombro y unas pancartas que este año han pintado para la ocasión. “270 asesinados por la ETA y 38 por el GRAPO desde la muerte de Franco. ¿Hasta cuándo?”. Ésta la han tenido que corregir ayer mismo tachando las cifras, pues en los últimos días los terroristas han ampliado su lista macabra con los asesinatos de un civil, un pobre camarero, y un coronel de Aviación. Han escrito los nuevos números sobre los anteriores con pintura roja de forma chapucera, para evidenciar que aquellas cifras estaban manchadas de sangre inocente y que aumentan cada día. La otra pancarta exclama con rigor: “Fraga y Suarez ¡traidores!”. Ninguno soporta a los chaqueteros, a esos vendepatrias que, al calor de la monarquía borbónica, al viento cálido de los nuevos tiempos, han olvidado la mano firme del Caudillo, la que les situó en las altas esferas políticas y han dilapidado su herencia. Bartolomé no soporta a los nuevos demócratas.
Hasta la muerte de Franco, el conductor de la Guardia Civil salía cada día de su casa con el chaquetón de cuero y la gorra de plato roja sin rubor, con orgullo. Pero ahora, cuando ve algún vecino a lo lejos, observa como éste procura ignorarle, evitarle con la mirada y si se cruza a un par de metros con él, siente que el viejo amigo le mira ahora con despego, incluso con temor, como si fuera un apestado, como si le dijera con su mirada oblicua que él ya no forma parte del presente y mucho menos del futuro, como si le conminara a desaparecer. Aborrece hablar con sus vecinos, con sus familiares, con los viejos amigos del pueblo y oírlos criticar la figura del Caudillo. Él los recuerda a todos bien agradecidos a Franco, reconociendo en él al artífice del brillante desarrollo económico, del milagro español que les permitió comprarse un piso como Dios manda, un coche, un chalé y hasta dar estudios a sus hijos. Bartolomé se acuerda de su pueblo, de sus diez años, cuando los niños como él gastaban las alpargatas y tenían que caminar casi descalzos todo el invierno. Se acuerda de los caminos de tierra, de la falta de alcantarillado, de la miseria, de sus amaneceres de hielo en el campo con la azada de niño a cuestas. ¿Acaso no se había producido un verdadero milagro en España? Bartolomé recuerda los festejos de los Veinticinco Años de Paz y visualiza a todos los vecinos yendo a votar entusiásticamente en el referéndum para la sucesión de Franco en la figura del rey Juan Carlos. Y ahora, todos esos abjuraban de Franco… El otrora Caudillo, estadista, genio militar, alabado y temido en las conversaciones de los bares, era ahora el chivo expiatorio, el gran diablo, el causante de todos los problemas. El pueblo español era ingrato y olvidadizo. Y por eso no querían verle a él, porque su uniforme les recordaba su propio pasado.
Pero todavía quedaba un resquicio de luz. Ellos, los que acudían cada año a mantener vivo el espíritu del Movimiento Nacional, eran la única esperanza de la patria, esa pobre España, abandonada en las manos del marxismo, desgarrada por los tirones separatistas, desangrada por los asesinatos terroristas que querían acabar con la nación. Pero no lo conseguirían. Los enemigos de España les tendrían enfrente a ellos, la vieja guardia, los hombres maduros que sabían el gran salto adelante que España había dado gracias a Franco; y junto a ellos, a los jóvenes que estaban dispuestos, inflamados de entusiasmo, a encabezar el camino que nos condujese a una nueva España, que sería la de siempre: una, grande y libre, eterna e imperial.
Y allí estaban esas dos docenas de amigos, firmes y a pie quedo, apostados con sus banderas y sus pancartas, muy cerca de la tarima en que habían de hablar los oradores. La plaza de Oriente estaba abarrotada. Desde su sitio privilegiado no podían hacerse una idea de la multitud. Ellos mismos estaban en el centro de un océano humano que a cada momento se iba comprimiendo más y más, para dejar que nuevas personas, centenares, miles, decenas de miles se abrieran paso hasta la plaza. Una mirada hacia cualquier dirección, la plaza de España, la calle Bailén o la calle Arrieta y solo se veía un mar de banderas españolas, falangistas y carlistas ondeando al viento. Por todas partes, familias enteras, desde el abuelo a la nieta, vestidos de falangistas o requetés, con sus boinas rojas. Gentes venidas desde los cuatro puntos cardinales. Pancartas que alientan a la defensa de España y critican acerbamente a los gobernantes democráticos e incluso al Rey. ¡Un millón de personas es la cifra que acaban de gritar por la megafonía! ¡Un millón! Una salva atronadora de aplausos contesta la afirmación. La multitud grita: “España unida jamás será vencida”. Bartolomé se une al coro. Es verdad. Allí están, unidos para la ocasión, los carlistas de Comunión Tradicionalista, los falangistas y los de Fuerza Nueva, más los excombatientes que, con Girón a la cabeza, son los organizadores del acto. Todos unidos por la patria. ¿Quién podrá detenerlos?
Puntual como un reloj, el acto da comienzo. El orador, al que Bartolomé no reconoce, comienza gritando con tono solemne y marcial: “¡Aquí está España!” y Bartolomé aprieta los dientes, emocionado. Es verdad, allí están todos, dispuestos a la defensa de la patria.
Luego comenzó la parte religiosa del acto y en un silencio sentido y espectacular, se rezó, como siempre, la oración a los caídos de Sánchez Mazas y el obispo consileño de la Confederación de Combatientes rezó un responso por las almas de Franco y José Antonio Primo de Rivera. ¡Presentes!, gritaron las masas al unísono como una salva. Después, las alocuciones de unos y otros. Blas Piñar ha sido el más aclamado, sobre todo al final de su inflamado discurso cuando ha gritado “¡Adelante, España!”. Pero cierra el acto el antiguo ministro de Trabajo, el impulsor de la Seguridad Social, José Antonio Girón de Velasco, que Bartolomé, desde sus años juveniles, tiene por un hombre recto y con un par de narices. Girón los anima a la unidad y les pide que luchen por la recuperación de España, que ahora se ahoga en la sangre terrorista y en la insaciable presión separatista. Los conductores aplauden ardorosamente, con el convencimiento de que la razón asiste esas palabras. Y después el canto del himno de la Legión, del Oriamendi, del Cara al sol y del himno nacional. Esta parte final es la que siempre emociona más a Bartolomé, que tiene que contenerse por pudor ante sus compañeros. Bartolomé siente cada palabra de los himnos y es ahora cuando recuerda a sus amigos caídos. Es cantando como él se siente en verdad hermanado con todos aquellos españoles, comprometido en el destino de la patria. Su sensibilidad musical, la que han heredado sus hijos, le lleva casi a las lágrimas.
La potente megafonía ha despertado a Ricardo Ballesteros, que se levanta desnudo y se dirige con paso vacilante y sonámbulo a la ventana. De forma mecánica, corre los visillos opacos y al hacerlo, una llamarada de luz le explota en la mirada y tiene que cerrar los ojos para evitar el dolor. Bebió más de la cuenta y él no está acostumbrado a estos excesos. Siente que en su cabeza hay una bola de plomo rodando y tiene sed. Recuerda cervezas de aperitivo, una botella de vino entera para los dos durante la cena en un restaurante íntimo y lujoso. Y luego unos cuantos whiskies en locales oscuros. Pero ha sido necesario. Porque cuando está con otra mujer, fuera de la cárcel del matrimonio, lejos de la rutina vital, sexual, personal, en que se ha convertido la relación con su esposa, él quiere sentir el aire de la vida, aspirar al aliento de su juventud recobrada, emborracharse en la alegría vertiginosa y superficial de la noche sin preocuparse de nada más. No se atreve a darle la mano a su amante por la calle, a la vista de cualquiera, pero todo cambia en la oscuridad de los locales, donde al amparo de una iluminación tenue y equívoca se lanza a besarla apasionadamente, a abrazarla con pasión, a aventurar la mano bajo su vestido, bebiendo, bailando, fumando, besándose de nuevo hasta excitarse como adolescentes, para volver abrazados de madrugada ofreciendo su amor a las calles de Madrid, ya sin importarles quien les vea, hasta la habitación del hotel. A esas horas es difícil encontrarse inoportunamente a un familiar, a un vecino o un conocido.
Cuando está con otra mujer, Ricardo no se acuerda de sus hijos, ni de su esposa. Es simplemente un hombre enamorado, embarcado en la excitante aventura de su propia vida. Un imán de alegría le arrastra como un torrente. Y en esa riada, él miente, justifica, engaña. Esta vez se ha ido el fin de semana a una importante reunión del partido en Zaragoza. Se aloja en la casa de un compañero, el secretario de organización, un tipo soltero. Y es difícil de localizar allí, porque no paran en casa más que para dormir. De todas formas, Ricardo siempre llama a su esposa a las horas de las comidas. En los restaurantes, deja un momento a su amante que pida los platos al camarero y mientras, él se acerca a la cabina y mantiene una conversación falsa, hueca y breve con su esposa. Hasta ha comprado unos regalos para Mari Carmen y los niños. Para su esposa tiene una caja de frutas de Aragón y para sus hijos unos adoquines gigantes de caramelo. Todo se lo ha enviado un concejal de Zaragoza con el que se lleva bien. A ninguna mujer le gusta ese juego de traiciones y todas le exigen después de un par de citas que en cuanto se apruebe la ley del divorcio que está preparando el Gobierno de Suárez, Ricardo se separe de su esposa para unirse a ellas. Él se lo ha prometido a todas entre besos apasionados, pero en realidad no lo tiene nada claro. Sus hijos, Riqui y Quico, son demasiado pequeños todavía y tampoco él quiere dar un disgusto a su madre, que es una cántabra de misa diaria. Ricardo frunce los labios. Dios dirá, piensa sonriendo y desentendiéndose del problema. Tampoco va a hacer uno lo que le digan las mujeres.
Ahora, Ricardo se da la vuelta para evitar el fogonazo del sol y cuando lo hace la luz ya ha conquistado la estancia. Loli sigue dormida de costado, con la boca entreabierta y la cabeza encogida contra la almohada, sobresaliendo su hombro fuera de la sábana, en una postura que, no sabe por qué, a Ricardo le parece de total entrega. La plaza está abarrotada de enemigos, incluso de potenciales asesinos. Si él ahora bajase y les dijera que era concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Madrid, después de los inconvenientes que su compañero Barrionuevo les ha puesto para manifestarse, algún descontrolado, algún fascista loco de estos que llevan pistola, le pegaría dos tiros. Pero desde la habitación él no les tiene miedo y se complace en oír a los oradores de la plaza. Gritan, vociferan, dicen barbaridades; pero su voz llega lejana y amortiguada por el sólido ventanal. Le recuerdan al cabo de la mili, a los discursos en su colegio de los jesuitas. No le importa lo que digan con su palabrería hueca y su tono marcial. Ya no son nadie. La historia les ha pasado por encima, aunque ellos no lo sepan todavía. Sonríe. El futuro es suyo. De él.
La calefacción del hotel es muy buena y en la habitación hace calor. Él se complace en pasearse desnudo alrededor de la cama contemplando a su amante. Le basta una mirada para asegurarse de que su pene está casi erecto, satisfecho y orgulloso de su potencia sexual. Anoche la hizo gemir, gritar, pedirle por favor que entrase en ella pronto, ya, ya y luego más y más fuerte. Varias veces, como cuando era más joven. Ricardo sonríe y se excita recordando su batalla de amor difuminada en la nebulosa alcohólica. Se dirige a la cama y destapa lentamente la parte de la sábana que cubre las caderas de Loli. Su secretaria está acostada de perfil, completamente desnuda, con las piernas encogidas. Ricardo contempla su magnífico trasero y lo compara con el avejentado y fofo de su mujer. Mari Carmen ha tenido dos hijos y eso deja sus secuelas; pero además es que se ha dejado, se ha olvidado de él, la reprocha imaginariamente. Ricardo desliza su mirada por las piernas finas y torneadas de Loli, observa su grupa poderosa y se detiene un instante en observar los labios carnosos de su vulva. Siente como su miembro se endurece más. Entonces se tumba detrás de ella y le levanta la pierna izquierda un poco, lo suficiente para abrirse camino con su pene ya enhiesto hasta volver a penetrarla. Loli ronronea y levanta sus caderas ofreciéndosele.
Mani había quedado con su amigo Roberto en la boca del metro de Ópera. El chaval, embutido en su cazadora negra de cuero con un parche bordado de la Falange, se había acercado hasta allá en su reluciente Vespa de 125 cc. En ambos costados de la moto lucían orgullosas, recortadas sobre el esmalte negro, sendas banderas de España con el águila de San Juan. Mani candó la moto en el barandal de hierro fundido de la boca del metro y esperó acodado contra la valla, fumando un cigarrillo rubio, la llegada de su compañero de clase. Una multitud incontable surgía a borbotones de la boca del metro. Banderas de España, camisas azules, boinas rojas, pancartas. Rostros tensos, indignados, prestos al grito, al combate contra los enemigos de la patria.
Por fin apareció Roberto, acompañado de una chica pelirroja con la que guardaba un cierto parecido físico en cuanto a sus labios carnosos y a su mirada despejada y serena.
—Es mi hermana —pareció disculparse—. Quería venir. Se llama Maria Teresa.
—Pero todos me dicen Terry —le corta ella con una sonrisa franca.
—Te presento a uno de los chicos más inteligentes que he conocido en mi vida —le dijo entonces Roberto con acento sincero.
—¿De verdad? Estoy impresionada… —sonrió la hermana complacida por el atractivo de aquel adolescente rubio que parecía salido de un anuncio de televisión. Su hermano no le había mentido. Pero a pesar de que había que reconocer la belleza de aquel chico, Terry advirtió enseguida que Mani no era su tipo. Era demasiado bajito para ella, pues ambos tenían casi la misma estatura.
Mani la contempló solo un instante y la sonrió antes de darle dos besos. No se lo diría luego a su amigo y camarada, pero le había gustado su hermana, a pesar de que vistiera de forma inadecuada para la manifestación. Terry había elegido para ir a un acto religioso y político un vestido rojo un poco corto, con el que parecía más una artista frívola vestida de fiesta que una mujer española preocupada por el devenir de la patria. Mani se dio cuenta enseguida de que la hermana de su amigo tenía unos poderosos pechos que se apretaban contra sus ropas como si luchasen por mostrarse abiertamente. El abrigo, el bolso y los zapatos de medio tacón eran también rojos, a juego. Hasta la diadema con que Terry sujetaba su cabello era de color rojo. Con sus gafas de sol negras, su aspecto era el de las actrices americanas de finales de los cincuenta, como Doris Day. Pero lo que más le gustó a Mani de Terry, lo que le hizo divagar mientras caminaban a buen paso hasta la plaza de Oriente, lo que no le diría nunca a Roberto, era que su hermana tenía cara de golfa viciosa, con esos labios carnosos y casi siempre entreabiertos. Mani aventuró, y estaba convencido de que no se equivocaba, que Terry era la típica chica de buena familia y colegio de monjas, que no dudaba en marcharse a la cama con su novio y entregársele hasta las últimas consecuencias. Lo lleva pintado en la cara, pensó Mani mientras se abrían paso entre una abigarrada multitud. Era la única chica que asistía al acto vestida de una forma tan desenfadada, por lo que muchos volvían la cabeza para mirarla de forma inquisitiva. Roberto les apremiaba para acelerar el paso y encontrarse con sus camaradas del Frente Nacional de la Juventud
—¿Pero a ti te interesa esto? —le preguntó Mani algo extrañado mientras seguían a su hermano.
—Yo la verdad es que los domingos prefiero ir al Rastro con mis amigos, pero por un día… A mí de esto lo que me gustan son la música y los uniformes —le contestó Terry con una risa frívola y un guiño—. No me digas que la gorra negra que lleva mi hermano no le queda bien con su cazadora a juego.
—¿Te gusta más que mi camisa azul? —le dijo Mani juguetón abriéndose su chupa de cuero.
—Mucho más —le siguió la broma ella.
—¿Y ese estilo tuyo, de dónde lo has sacado? —preguntó Mani con amabilidad.
—¿Te gusta? Se parece a la imagen de los B-52’s.
—¿Quiénes son esos?
—Un grupo de la new wave americana.
Al finalizar el acto, los jóvenes del Frente de la Juventud, todos tocados con sus boinas negras, decidieron buscar un bar para tomarse unas buenas jarras de cerveza. Mani y Terry los acompañaron, pero se sentaron a una distancia prudencial, que les permitiera hablar mientras los militantes proyectaban acciones para la tarde. Estaban dispuestos a patrullar por el barrio de Salamanca, la zona nacional por excelencia, a la caza de algún rojo, de algún melenudo, de algún progre al que le obligarían a cantar el Cara al sol o le agredirían directamente. Otros pensaban irse hasta allá desde la Puerta del Sol con sus coches, conduciendo lentamente, formando un cortejo impresionante en el que ondearan sus banderas de España al viento azul de Madrid. Casi todos echaban de vez en cuando una mirada a la mesa en que el Rubio, como llamaban a Mani, seguía charlando entre sonrisas con la hermana de su camarada Roberto. Ella le habló de lo último que se estaba haciendo en Madrid, de los fanzines, de los conciertos, del cine.
— ¿Has visto Pepi, Luci y Bom? —le preguntó ella.
Pero Mani no sabía nada de aquello.
—A mí lo que me gusta de verdad es la música —le decía mientras fijaba la mirada, sin poderlo evitar, en sus pechos—. Toco el piano desde pequeño y tengo un sintetizador.
—¿De verdad? Pues yo estoy en un grupo —le dijo ella.
—¿Qué música hacéis?
—Nos gusta el punk: los Sex Pistols y eso….
—¿Ah, sí? —dijo él contento de compartir sus gustos musicales—. ¿Conocéis a Joy Division? ¿Y a Siouxsie? —dijo Mani mientras ella asentía sonriendo.
— Claro, yo tengo todos sus discos. ¿Te interesaría tocar los teclados con nosotros? Podríamos hacer algo al estilo de los Joy.
—¿Cómo le voy a negar algo a una preciosidad como tú? —le dijo él, cautivado por sus ojos color de miel.
José Escudero estaba comiendo en la cueva del restaurante Ñeru, en la calle Bordadores, con dos amigos. Fulgencio Quintana, que era asturiano, les había invitado a tomarse unas buenas fabes con almejas, unos chorizos a la sidra y unos fritos de pixín. Tras los entrantes, Escudero ahora estaba rematando un buen rabo de toro, guiso que hacían fenomenalmente en el restaurante asturiano. Fulgencio tenía ante sí los restos de una merluza a la sidra y Juan Ignacio, una pata de cabrito al horno. El abogado, un hombre bajito y rechoncho de pelo rizado, llevaba la servilleta puesta al cuello como un niño y un reguero de grasa le circundaba los labios.
—¿Y qué ha pasado con la pistola? —le preguntó José con su voz cavernosa mientras abría más sus ojos.
—Nada, Pepe —dijo el abogado mientras apuraba la segunda botella de vino sirviendo una copa a cada uno—. Legítima defensa.
—Nada, aquí la llevo siguiendo tu consejo… —dijo a la vez Fulgencio elevando su copa hasta los labios con elegancia, mientras con la otra mano se palpaba el bulto de la pistola bajo la camisa. Tiene manos de mujer, pensó Escudero, fascinado por las manos del joyero: tan finas, tan delicadas, tan hábiles, tan elegantes y precisas en sus movimientos.
—¿Qué consejo? —intervino Juan Ignacio mirando los párpados cárdenos de Escudero.
—Mejor llevarla y no necesitarla… que necesitarla y no llevarla —le contestó riendo éste.
—Legítima defensa —retomó Fulgencio su discurso con una carcajada mientras se metía un último pedazo de merluza en la boca—. Y eso que estos cabrones han quitado el código del 73. Pero aun así, las cosas estaban claras. Dos tíos entran armados a tu joyería… pues ya me dirás.
—¿Pero te encañonaron? —le preguntó Escudero mirando como aquellas manos de joyero doblaban la servilleta con perfecta elegancia y la ponían a un lado, sobre el mantel.
—No, yo estaba en la trastienda y los oí amenazar a Cati. Me asomé por el ventanillo y hasta pude apuntarles con cierta tranquilidad…
—No me jodas, ¿con tranquilidad? No te hagas el héroe… —se burló José Escudero.
—Si, sí, —respondió sonriente el joyero—. Yo mismo me quedé sorprendido. Será que sabía que ellos no me veían. No sé… El caso es que asomé el cañón lo suficiente y disparé a placer.
—¿Ellos no dispararon?
—Sí, a uno le dio tiempo a disparar. Menos mal que Cati está ágil y se echó al suelo. Pero luego yo disparé varias veces con sus armas para justificar la legítima defensa.
Escudero se rio de buena gana. Con esas manitas de mujer que tenía, aquel tipo tan pulcro había pasaportado al otro mundo a dos quinquis sin pestañear.
—¡Qué hijo puta eres! —le dijo zalamero mientras le apretaba la mano tendida con sus dos manos de gigante.
—Dos hijos de puta menos —sentenció Juan Ignacio zanjando el tema para plantear otro—. Y hablando de otra cosa. ¿Qué os ha parecido el acto?
En ese momento entraba el camarero al reservado con los licores y unos puros. Eran clientes habituales y el personal ya sabía lo que Escudero y sus amigos tomaban siempre como postre. Los tres amigos bromearon entonces un instante con el viejo camarero que les dio fuego. Mientras esperaban su salida con los platos, ellos se regodeaban con los arabescos que el humo formó en la cueva.
—Esto se ha acabado —contesto Antonio entonces.
—Han dicho un millón por la megafonía —repuso irónicamente el abogado con una sonrisa mientras se desabrochaba el pantalón para estar más cómodo.
—No éramos ni medio millón —repuso con rapidez Fulgencio mientras se subía con la mano izquierda sus gafas doradas.
—Esto está acabado —repitió Escudero con su voz cavernosa—. Da igual si éramos medio millón o doscientos mil. Lo que está claro es que cada año viene menos gente que el anterior. Hoy yo he visto claros en la zona que pegaba a Ópera… Y la mayoría de los que vienen son gente mayor, como nosotros, o jovencitos por destetar. Las gentes que dominan en un país, las capas medias, los cuarentones… esos ya no están con nosotros. Y no me extraña, es normal.
—¿Qué es normal? —repuso el abogado.
—Sí —admitió el joyero—. Es normal. Todos se han dado cuenta de que, tras la muerte de Franco, su forma de vida, en las cuestiones básicas, se mantiene igual. Tras la aprobación de la Constitución, todos saben que no tienen que temer por sus propiedades, por sus negocios, por sus chalés o por sus pluriempleos. Y los jóvenes se preparan sus oposiciones como antes y los demás, como nosotros, se dedican a ganar dinero y a disfrutar de la vida.
La última aseveración les hizo prorrumpir en sonoras carcajadas. Se sintieron repentinamente acariciados por el alcohol. Habían bebido unos vermús de aperitivo con el magnífico Cabrales de la casa y luego habían caído dos botellas de reserva de Rioja mientras comían. Ahora estaban ya paladeando su fiel copa de brandy.
—Esto no tiene nada que ver con los años treinta —prosiguió Escudero apoyándole, mostrando los dientes de forma despreciativa—. Estos comunistas de hoy son en realidad cristianillos reconvertidos. Llevamos cinco años matándolos como a conejos y ni se han rebelado.
—Es que tienen miedo —insistió Juan Ignacio—. Pero espera a que consigan armas…
—¿Armas? ¿Pero de verdad crees que las están buscando? —repuso el joyero con aplomo mientras hacía una elegante voluta—. Además, les aplastaríamos igual…
—Pero si ni se han movido los pobres. Franco les segó la hierba bajo los pies. La situación actual no tiene nada que ver con la de los años treinta, porque hoy no hay miseria que ciegue a los obreros. Franco creó la clase media. Esa es la garantía de la paz social que está permitiendo que este rey, que es un sinvergüenza de los pies a la cabeza, consolide su puta democracia.
—Con todo lo que ahora se meten con Paco, ya podían reconocerlo —dijo Fulgencio subiéndose las gafas otra vez.
—Y por eso la gente no nos sigue. Saben que no somos necesarios.
—Y porque la gente está harta de los curas y el catolicismo. Demasiado rollo católico y por eso se han escindido los chavales del Frente de la Juventud. Si la gente lo que quiere es ver revistas y pelis porno y follar —dijo el joyero riendo y haciendo gestos lascivos.
—¿Y la moral? —le contestó en broma el abogado.
— A mí la Iglesia me da lo mismo —le contestó el joyero.
—Pues vaya falangista estás tú hecho… —siguió la broma Juan Ignacio mientras jugueteaba con un palillo para sacarse de los dientes los restos del cabrito.
— Pues mejor que tú —repuso Fulgencio sonriendo como un conejo.
—Eso es que tú estás más salido que un mono —le cortó el abogado siguiendo la broma.
—¿Pero a que tú te vas a venir luego a ver a unas amigas que he citado en mi casa? —zanjó el joyero mirándole tras una nueva voluta de espeso humo que le acabó estallando en la cara.
—¡Qué hijoputa eres! —concedió con una carcajada su abogado.
— Y lo peor no es que venga menos gente, sino que el apoyo social de verdad, el de los círculos de poder, es cada vez menor —insistió José Escudero ajeno a su broma y volviendo a llevar la conversación al terreno anterior—. Hoy, por primera vez desde que murió Paquito, el ABC no nos ha dedicado ni una página para calentar el acto. Como si no existiéramos.
—Y —le interrumpió el abogado— un amigo mío que está en Nacional me ha dicho que el martes no tendremos la portada.
—¿Y eso? —se extrañó el joyero, pues desde la muerte del Caudillo la portada del ABC había sido siempre una magnífica foto de la concentración franquista.
—Política editorial —repuso el abogado chupando su puro.
—¿Ves? —encogió sus enormes hombros Escudero—. No importa cuántos seamos. Lo que importa es que ya no somos útiles. Solo puede haber un cambio si éste proviene del propio Ejército. No se puede contar con un movimiento poderoso de la sociedad civil.
—Tú sabes algo… —le cortó el joyero mirándole inquisitivamente y riendo, aún a sabiendas de que su amigo no le confesaría nada. Escudero se limitó a sonreír mientras negaba con la cabeza para luego seguir con tono grave—. Sí, sí, tú sabes algo de tus contactos militares…
—Aquí a los que hay que parar como sea es a los separatistas y a los terroristas —contestó Escudero con su voz profunda cambiando de tema y adoptando un tono agresivo—. ¿Sabéis cuánta gente han matado desde que murió Franco? Yo los tengo contados. Uno en 1975, dieciocho en 1976, doce en 1977, sesentaicinco, ¡sesentaicinco que se dicen pronto en 1978!, ¡ochentaiséis en 1979 y ochentaiocho este año hasta la fecha!
—¡Qué barbaridad! —dijo el abogado.
—Y este año pasaremos de noventa —aventuró Fulgencio.
—Seguro —asintió Juan Ignacio.
—Y por eso ahí hay que actuar como sea, con el Batallón Vasco Español o como sea. Pero no se puede consentir esa sangría —remató Escudero.
—Claro, claro —asintieron los dos amigos.
—Y todo porque esta puta democracia ha abolido la pena de muerte y hay que hacer a hurtadillas lo que antes se hacía a plena luz del día —dijo con rabia el joyero
—¿Y el cachondeo que hay ahora en las cárceles? —dijo Juan Ignacio.
—Con Franco eso no pasaba —replicó rápidamente Fulgencio con una ráfaga indignada.
—Todo es una mierda —zanjó el abogado con voz asqueada.
Los tres amigos volvieron a quedar en silencio, compadeciéndose del porvenir de España.
— Es una época de confusión —acabó por decir Fulgencio—. Y ya lo dice el refrán. A río revuelto, ganancia de pescadores…
—Eso es verdad y de eso quiero que hablemos todos esta tarde con un amigo que he invitado a tu fiesta… —se animó Escudero.
—Joder, qué libertades te tomas —sonrio el joyero.
—Para eso están los amigos —le guiñó el ojo el gigante.
—¿Y quién es?
—Un policía amigo mío de la comisaría de la Estrella.
—Perfecto. Perfecto, no hay problema —repuso el joyero— Donde follan tres, follan cuatro.
Los tres amigos callaron un momento, mecidos por el alcohol, haciendo volutas con el puro mientras anticipaban la juerga que se iban a correr. Por fin, Escudero volvió al tema anterior.
—Porque lo que os decía antes. —insistió el gigante desde detrás de sus párpados cárdenos y su mirada de hielo—. Aquí no hay peligro. Nuestros comunistas son unos santos.
—¿Y entonces por qué vas tú a los mítines de incógnito y te cargas a los que te encuentras? —le preguntó Fulgencio bajando el tono de voz hasta hacerlo casi inaudible.
—¿De verdad? —dijo Juan Ignacio divertido.
—¿Este? —repuso el joyero a su abogado ahogando la voz en un rumor sordo—. Este llega a los mítines con su brazalete de Fuerza Nueva o de Falange o de lo que sea y su nueve corto bajo el abrigo. Y se queda deambulando por los alrededores, deseando que algún rojo le increpe o le diga algo… ¿Pues no sabes que este era el cincuentón del abrigo que decía la prensa, el que se cargó al rojo del cine París este año?
—Cincuentón, dijeron en la prensa, sí que me conservo bien —rio Escudero con franqueza—. Y no cumpliré ya sesenta…
—¡Que hijo de puta! —dijo riendo el abogado mientras miraba a los ojos de Escudero, que los entornaba, como halagado por lo que decía su amigo. Juan Ignacio disculpó a los testigos, pues efectivamente José aparentaba bastantes menos años de los que tenía.
—Y en cuanto uno le dice una palabra más alta que otra, saca la pipa y se lía a tiros… —remató el joyero imitando el gesto de disparar con sus pequeños y gráciles dedos.
Todos estallaron en una carcajada sorda que acabó por humedecerles los ojos.
—A ver, ¿por qué haces eso, cacho cabrón? —le acabó por preguntar Fulgencio cuando las risas se apagaron un poco.
—Te voy a decir la verdad —le contestó entonces el gigante mirándoles con repentina seriedad tras sus párpados cárdenos—. Me encanta matar. Todas las personas que matamos y no lo hacemos en legítima defensa, lo hacemos por placer. Los de la ETA incluidos.
Hubo un silencio valorativo. El joyero y el abogado miraron a Escudero con detenimiento comprobando en su mirada de hielo que hablaba en serio y pensando que por nada del mundo desearían enfrentarse a un tipo como ese. Escudero disfrutó orgulloso de las miradas de admiración que entreveía en sus amigos. Al final, acabó por decir.
—Por cierto, que habrá que llamar a otra chica más.
—No hay problema —repuso el joyero sonriendo—. Siempre estamos dispuestos a hacer un favor a los agentes del orden.
Francisco López Castro y su esposa deciden volver de su humilde chalecito de la sierra nada más comer. Cada domingo por la tarde, todos los afortunados que en los últimos años del franquismo pudieron comprarse su chalé y su utilitario colapsan, ya en plena democracia, las vías de entrada a Madrid. Y al matrimonio López Blanco no le gusta encontrarse con el atasco que suele haber en la carretera de La Coruña, a la altura de Villalba, Torrelodones o Las Rozas. La tarde va declinando entre grises peñascos y bosques de coníferas mientras el viejo coche sube trabajosamente el puerto de la Paramera. Pronto se encuentran en la Cruz Verde, desde donde se aprecia una magnífica vista de El Escorial, ahora azulado y frío. La madre conduce, apretada contra el volante y el padre va dormitando mientras escucha en el programa deportivo de Radio Intercontinental la retransmisión del partido del Salamanca contra el Atlético de Madrid.
Javi va en silencio en el coche, concentrado en sus pensamientos, sin responder a la conversación que, de vez en vez, su padre intenta trabar. Sus hermanos sí contestan al padre y comentan la evolución del partido. Están líderes y el Madrid va ganando 1 a 0 al Hércules. Hay que intentar ganar en Salamanca para que no se acerquen los merengues. Pero Javi calla con terquedad a pesar de que le interesa el resultado del partido como a los otros. Está enfadado con sus padres, porque él ya no quiere ir al chalé los fines de semana. La pandilla que tiene allí le gusta mucho menos que la de Madrid. Le parecen casi todos unos idiotas que pretenden ir de pijos sin tener dinero. Solo porque casi todos ellos tienen moto y se pasan el tiempo echando gasolina y dando absurdas vueltas por el pueblo sin más objetivo que quemarla, se creen que son ricos. Algunos incluso lucen pegatinas de Fuerza Nueva en los depósitos o en el cierre de la pulsera del reloj. Javi tiene una bicicleta, se considera izquierdista y en ese grupo se siente extraño. Además, nota una diferencia cultural. Casi ninguno de sus amigos del chalé está estudiando bachillerato. Sin embargo, sus padres le han obligado a ir otro fin de semana más, sin respetar que ya no es un niño. Y luego, para mayor enfado, cuando él ya se resigna, se aclimata y desea pasar también la tarde del domingo para echar un partido y volver hacia Madrid como casi todos sus amigos, bien entrada la tarde, sus padres se empeñan en volver nada más comer. Javi no entiende a sus padres. Mientras todos los padres salen de Madrid el viernes por la noche o el sábado de mañana; los suyos se empeñan en irse el sábado a media tarde para volver el domingo nada más comer. Él jamás actuaría de forma tan estúpida y está deseando hacerse un poco mayor para negarse rotundamente a acompañarlos en sus absurdos viajes y quedarse solo en Madrid, como hace su amigo Riqui.
Así que cuando el padre, que esa semana no tiene fútbol en el Manzanares porque el Atlético juega en Salamanca, enciende la radio del coche para escuchar la narración del locutor argentino Héctor del Mar, Javi sabe que aprovechará el partido, el territorio común del Aleti, para congraciarse con él, pues a Francisco no le gusta el estilo desenfadado e histriónico del locutor argentino, sino los comentarios mesurados y funcionariales de la Radio Nacional. Su padre es un oficialista en todo, piensa Javi despectivamente. Por eso lee el Pueblo y el ABC, porque son los periodicos de la oficialidad del franquismo. Así que Javi no agradece públicamente esa deferencia radiofónica de su padre y se obstina en su silencio. De esa forma le demuestra que su malhumor no ha terminado. Ni siquiera cuando ya cerca de Madrid marca el Salamanca, contesta al comentario pesimista del padre. Ya palmamos, le dice Francisco. Todavía queda media hora, dice esperanzado su hermano Enrique. Javi se calla mientras contempla la silueta parda de Madrid al fondo de la Cuesta de las Perdices. Pasan Puerta de Hierro y el Palacio de la Moncloa escoltados por las llamaradas anaranjadas de las farolas.
—Hoy te podías haber metido por la M-30 —dice entonces Francisco.
—¿Y eso? —le contesta Mariluz.
—Porque es la manifestación de Franco y lo mismo hay gente por la calle cortando el tráfico… —dice el padre.
—Anda, anda —le contesta la madre.
Pero, efectivamente, al llegar a Moncloa, a la altura del Ministerio del Aire, ven un grupo de un centenar de militantes vestidos con camisas azules, portando banderas nacionales con el águila de san Juan apostados en uno de los soportales al comienzo de la calle Princesa. Con el viejo Arco del Triunfo a la espalda, el disco se pone en rojo y la madre de Javi se ve obligada a detener el coche. A su lado se para también un joven motorista, cuya melena sobresale por fuera del casco hasta salpicarle los hombros. Entonces se ven obligados a observar cómo el grupo se acerca en masa hasta él y lo rodea, intentando arrebatarle el casco hasta que lo consiguen. Es un joven que se muestra medroso y les pide que lo dejen tranquilo. Javi y sus padres se callan y quedan inmóviles, con la mirada imantada en el grupo que rodea al chico, increpándole, gritándole a voces que cante el Cara al sol. Los más agresivos llevan una boina negra en la cabeza. Mariluz se ve impotente, las palmas de las manos se le humedecen, está deseando que se abra el semáforo para poder irse de allí, siente que le están entrando ganas de llorar. No le quita ojo al semáforo, pero el disco sigue en rojo. El griterío es ahora unánime. Comienzan a cantar el Cara al sol, con la camisa nueva, que tú bordaste rojo ayer, pero es evidente que el chico de la moto no se sabe el himno falangista y alguno le golpea en la mejilla. El chico aguanta el puñetazo a pie firme sobre su montura, acelerándola y tratando de escapar entre el grupo, pero sin acabar de lanzar su moto; pues teme ser derribado en el empeño. Mariluz cree que no va aguantar más y va a pisar el acelerador y va a salir disparada de allí sin respetar el semáforo en rojo. El padre eleva el volumen de la radio, para evitar que el griterío llame la atención de sus hijos menores. No desea que vean la agresión. En ningún momento se plantea salir a ayudar al motorista. No se va a jugar la vida. La voz de Héctor del Mar retumba dentro del empañado coche.
—Amigos del deporte, amigos de Radio Intercontinental: tomen sus aparatos de radio porque esto puede estallar. Ahí va Bosanova Dirceu. Coloca la pelota, se echa dos pasos atrás, mira la barrera, tira, rechaza D’Alessandro y gol, gol, gol, gol, gol, gol. Gol, gol, gol, gol gol, gol, gol. Goooooooooooooooooooooool —grita entonces el locutor secundado por los dos hermanos menores de Javi—. Goooooooooooooool del Atlé-ti-co de Ma-drid. Remató con fuerza, con vigor, con todo… ¡Cómo le queremos, cómo le queremos! ¡Bo-sa-no-va!, ¡Bo-sa-no-va!, ¡Bosanova!, ¡Diiiiiiiiirceeeeeeeu! Minuto 33 de la segunda parte: empata el líder en el Helmánticooooo por mediación de José, ¡José Dirceu Guimaraes! ¡Te queremos, Bosanova!
El estruendo del gol sorprende a los fascistas que están rodeando al joven. Uno de ellos se encara con el padre de Javi y le pregunta con la barbilla quién ha marcado. El Atleti, responde el padre asustado de que pueda tratarse de un madridista. Pero el chico sonríe feliz y la buena nueva corre entre el grupo fascista. Hay algunos atléticos que se alegran y se mofan de sus camaradas madridistas. Entonces el chico de la moto aprovecha el instante. Acelera y escapa con la cara ensangrentada por varios puñetazos. Sabe que ha perdido el casco, pero cree que ha salvado la vida. Justo un instante después, el disco se pone en verde y Mariluz también acelera con fuerza para dejar atrás a esos tétricos militantes de boina negra.