(Sábado, 21 de junio de 1980)
Lo lleva unido al pie, como un equilibrista unido va a la muerte, / lo esconde –no se ve–, le infunde magia y vida y luego lo devuelve, / y se escapa, lo engaña, lo deja, lo quiere, /y el balón le persigue, le cela, le hiere, / y se juntan y danzan y grita la gente, / y se abrazan y ruedan por entre las redes,/ ¡y se estremece la gente, y lo ovaciona la gente!
(Garrincha, Alfredo Zitarrosa)
La industria del fútbol generó en 2023 28.400 millones de euros. Solo en España hay 194.000 empleos que, directa o indirectamente, viven del fútbol. Eso no se explica por razones deportivas, sino emocionales. Los futbolistas son nuestros representantes y sus victorias y sus derrotas son también las nuestras. El fútbol es el deporte que, desde la infancia, concita nuestros sueños. Y hay muchos niños que sueñan cada noche con ser futbolistas. Solo unos pocos elegidos lo consiguen.
Todo tiene un límite: Madrid también. A las espaldas de sus últimos edificios, frente a los campos de hierbas ralas y escombreras, junto a los torcidos barrancos, escondidos en los oscuros espacios vacíos entre bloques, estaban los descampados. Y en ellos, en sus suelos duros, de arenas golpeadas por el viento y cicatrices agrestes trazadas por los charcos, siempre había un grupo de chicos corriendo detrás de una pelota.
Porque no existía ciudad sin barrios de arrabal; ni arrabales sin descampados, ni descampados sin niños jugando al balón. El fútbol es el deporte de los chicos de barrio. El único deporte. Se juega desde siempre y no se olvida nunca. En las afueras de la ciudad, el fútbol se extiende como un horizonte infinito y móvil, como una duna que el viento mueve mientras dura la vida. Las fronteras de la ciudad se marcan con escuadrillas de pelotas volando por el cielo.
En aquellos tiempos había una ley no escrita que regía en todas las plazoletas del barrio: “Amad al fútbol sobre los otros juegos y proteged a los mejores jugadores”. Ser alguien con un balón en los pies era una divisa y un salvoconducto en Moratalaz.
El refrán reza que todos los niños nacen con un pan bajo el brazo, pero todos decían que al Ratón su madre lo había echado al mundo con un balón de fútbol. María se alegraba contando que de bebé, mientras otros niños dormían con muñecos, su Gerardito ya dormía en su cunita abrazando su pelota de goma. Fuera verdad o mentira, lo cierto es que cualquiera que hubiera visto a aquel niño menudo con cinco o seis años en su plazoleta, solo podía recordarle de una forma: con una sonrisa de oreja a oreja y un balón cosido a la puntera de su pie izquierdo.
Gerardo era un niño de pelo negro y encrespado como el océano en una galerna. Los ojos chispeantes, la nariz algo chata y dos dientes incisivos enormes alumbrando su eterna sonrisa le daban un aspecto simpático y perspicaz. Ni guapo ni feo, lo más llamativo de su persona, lo que asombraba a los desconocidos era su escasísima estatura. Cuando ya contaba diez años, Gerardo aún no aparentaba más de cinco o seis. Sus padres eran también bajitos y además el niño siempre había comido poco y a deshoras. La madre, que arrastraba una depresión perpetua, algunas mañanas ni se levantaba de la cama y desde la penumbra de su dormitorio ordenaba de manera desgalichada las operaciones del desayuno sin ocuparse de peinar o vestir a sus hijos. Los niños desayunaban poco, rápido y mal. “Son los nervios” decía el padre justificando a su mujer. Lo cierto es que Gerardo se iba muchos días al colegio sin más que un vaso de leche y algo de pan duro en el estómago y era el único niño de la clase que no llevaba bocadillo para media mañana, así que mataba el hambre regateando rivales en el recreo. A la vuelta de la escuela, la comida tampoco estaba preparada a tiempo y el niño esperaba en la calle dando patadas a su pelota de goma contra las paredes de la plazoleta hasta que su madre lo llamaba desde la terraza. Comía rápidamente cualquier cosa para volver a tiempo al colegio. Dos horas más en clase y luego por la tarde, con un bocadillo en la mano, siempre jugaba uno o dos partidos más en la plazoleta. La cena era la comida más suculenta y organizada de aquella casa, pero aun así siempre eran platos de escaso valor nutritivo que resultasen muy baratos. Los padres habían vivido los tiempos de la posguerra en Madrid, habían conocido la borona, la huevina y las mondas de patatas fritas y les parecía que aquellas chuletas, siempre de cerdo, aquellos filetes de merluza congelada o aquellas acelgas eran mucho más de lo que ellos mismos habían disfrutado en su infancia. Era una dieta raquítica y miserable. El padre, además, con estas economías, podía ahorrar para el supuesto de que un día le echasen del trabajo y la situación se les complicase o quien sabía, estallase otra guerra el día menos pensado. En verdad, lo único que parecía preocupar a aquel hombre afable era llevar a sus hijos todos los domingos al estadio del Manzanares para transmitirles lo que él consideraba el mayor de los tesoros: ser del Atlético de Madrid.
Mientras tanto, sus hijos no crecían y llamaban la atención de vecinos y familiares, aunque solo algunos se lo manifestaban a los padres:
—Hay que ver este Gerardito. ¡Qué pequeño está…!
—Es su naturaleza —contestaba el padre alegremente ante Gerardo, que doblaba el cuello desde abajo para mirarlos—. Tampoco nosotros somos altos… Además, no he conocido un buen jugador de fútbol que no fuera bajito. Collar tampoco era alto y ha sido el mejor extremo de la historia ¿o no? ¿Tú qué quieres ser de mayor, hijo?
Gerardito entonces sonreía de oreja a oreja y afirmaba con seguridad.
—Extremo izquierda del Aleti. El número once.
Y efectivamente, ese mismo año, por Reyes, Gerardo recibió como regalo una equipación del Atlético de Madrid con su pantalón azul, su camiseta rojiblanca y sus dos números uno de color negro que su madre le cosió cariñosamente a la espalda para formar el simbólico once. Durante días no se quitaba la rojiblanca más que cuando su madre la echaba a lavar.
Es muy posible que en su escasa estatura estuviera alguna de las claves del crecimiento de Gerardo como futbolista. En sus primeros años de vida, en el colegio y en la calle, el más pequeño tuvo que esquivar como podía los empellones y los insultos de los niños más fuertes y altos que él. Con cinco o seis años, Gerardo no era un valiente, pero mucho menos un estúpido y como estaba convencido de que peleándose con cualquiera de aquellos gigantones que le sacaban una cabeza él se llevaría la peor parte; o mejor dicho, la única parte mala, esquivaba las peleas e intentaba ser amable con los demás para que todos, en justa reciprocidad, lo fueran con él. Lo conseguía con ciertas dificultades, pues la tendencia a la crueldad o a probar las propias fuerzas es algo natural en la infancia. Lo conseguía también a un precio elevado, pues se ganó fama de cobardica. En esos primeros años acabó encontrando la paz gracias a Vicente, el líder de la plazoleta, que lo tomó bajo su protección. Cuando otro niño insultaba o golpeaba a Gerardo, allí aparecía Vicente para meter en cintura al agresor. En muy poco tiempo, nadie se atrevió a molestarle. Gerardo devolvía estos favores del grandullón del grupo con una mezcla de devoción y servilismo, regalándole pases de gol.
Pero en cuanto los niños alcanzaban una edad en la que su inteligencia podía retener y respetar las normas de una actividad social, la agresividad dispersa y generalizada de la primera infancia se encauzaba en torno a los juegos, con lo que las peleas eran menos habituales. A partir de esa edad, los empellones y los golpes absurdos, que tanto habían aterrorizado al niño en sus primeros años, eran sustituidos por el juego organizado. El enfrentamiento físico entre ellos era más ocasional, obedecía a unas causas más racionales y seguía unas pautas y unos estadios (desde la mera discusión verbal hasta estallar en abierta pelea) que lo hacían mucho más predecible y controlable. Es decir, para alguien inteligente, la violencia era más fácil de prever, evitar, encauzar o utilizar conscientemente. Con ello, y gracias al fútbol, Gerardo se sintió mucho más cómodo en la calle.
Así que el balón lo salvó y él lo convirtió en su salvoconducto, su escudo y su espada. Mientras otros niños seguían jugando a perseguirse o a pelearse con cualquier pretexto, mientras otros jugaban con soldaditos, chapas o peonzas, Gerardo se consagraba a su pelota de goma y sin hacer caso de los demás, se entretenía en la plazoleta golpeándola durante horas contra las paredes, ensayando mil regates y tratando de realizar malabarismos con ella. Y la pelota, que era su amiga desde el principio, acabó siendo su esclava. Escudándose en su manejo del balón, el Ratón fue capaz de sobrevivir en un medio agresivo y hostil. Tuvo la suerte de que el fútbol fuera el deporte de los chicos de la calle y de que, en cada plazoleta, quien jugaba bien al fútbol, pasase a ser considerado alguien insustituible. Vicente y los demás chicos comenzaron a estar orgullosos de que Gerardo fuera su compañero: Todos los niños lo querían de su lado y era el primero en ser elegido cuando se organizaban los partidos en la plazoleta o el recreo del colegio.
La imagen de su menuda figura embutida en la minúscula camiseta rojiblanca, recortada contra los ladrillos de los bloques, formó parte del paisaje invariable de su plazoleta. A primera hora de la mañana, cuando las madres iban con su bolsa al mercado, antes de comer, cuando los hombres volvían del trabajo o ya en noche cerrada, cuando los enamorados se daban los últimos besos en los bancos; siempre, allí estaba Gerardo con su pelota en el aire, como un prestidigitador. Le encantaba el fútbol. No había nada en el mundo que le gustase más que la sensación que sentía al pisar la plazoleta o el barranco cercano para echar un partido. Una excitación alegre le aleteaba en el corazón. Era como si él mismo flotase en un mundo distinto, ideal, perfecto. Le gustaba volar por los descampados conduciendo la pelota a toda velocidad, sorteando a otros niños que le iban saliendo al paso para arrebatársela. Era un vertiginoso eslálom de veinte o treinta metros, un recorrido velocísimo que Gerardo realizaba directo hacia la portería rival. Conducía la pelota a pequeños toques, muy pegada al pie izquierdo, utilizándola como cebo, mostrándosela al rival mientras la pisaba con la suela, esperando a que éste lanzara su pierna con violencia, para entonces esconderla de repente, quebrar al contrario y escapar a toda velocidad con el balón controlado hacia la portería rival. Le encantaba correr y fintar a los defensores en plena carrera, calculando exactamente el espacio que le separaba de ellos y le permitiría esquivarles. Le volvía loco tocar suavemente la pelota y luego saltar por encima de una pierna que aparecía violenta para arrebatársela, burlándola. Y lo mejor de todo, estallaba de alegría cuando disparaba al marco contrario y metía gol, sobre todo si el tiro antes tocaba el poste y mucho más si tocaba ambos postes y después se introducía en la portería. Entonces un grito de alegría le salía de lo más profundo del corazón.
Una de las leyendas que circulaban en la plazoleta era de dónde había surgido su mote: el Ratón.
Las madres de otros chicos, sentadas en los bancos para vigilar a sus mocosos, no entendían de fútbol, pero les hacía gracia ver al pequeñajo de la María con la pelota imantada a su bota izquierda, como una camiseta sin piernas, como si un fantasma rojiblanco llevase un balón amaestrado.
—¡Mira al hijo de la María! ¡Cómo corre el renacuajo! ¡Se parece al ratón ese de la tele! –se reía Mari, la madre de Vicente refiriéndose a Speedy González.
El mote fue celebrado por las otras madres y todas comenzaron a referirse al niño con aquel sobrenombre.
Sin embargo, lo cierto es que a Gerardo también la hermana de su madre, su tía Juana, le llamaba Ratón de forma habitual porque al niño desde pequeño le gustaba corretear, husmear en las conversaciones de los adultos con gesto vivaz y meterse debajo de las mesas para fisgonear o esconderse,
—¿Dónde está mi ratoncito? —solía decirle su tía con voz cantarina.
El apodo se difundió entre los chavales de la plazoleta el día en que Vicente, su antiguo defensor, durante un partido en que Gerardo estaba en el equipo rival y le regateaba una y otra vez, comenzó a exclamar con cierto aire de venganza sarcástica el mote que le había escuchado a su madre.
—¡Joder con el Ratón este! —repetía para afirmar quien seguía mandando en la plazoleta.
Los otros niños de su improvisado equipo, enrabietados por el desarrollo del partido, secundaron al líder haciendo ver a Gerardo que su mote respondía a su escasa estatura y a esos dientes enormes que no le cabían en la boca. Gerardo se iba enfadando conforme le motejaban una y otra vez, por lo que se burlaba de los niños rivales cada vez que les regateaba o les marcaba otro gol. Los dos equipos empezaron a propinarse patadas en cada ocasión que podían. Fue Pablo, que era compañero esa tarde de Gerardo, quien procuró rebajar la tensión:
—Es verdad. Se parece al Ratón Ayala. ¡Ese Ratón Ayala!
El Atlético había fichado ese mismo año a un extremo argentino de gran calidad y con un gol suyo el equipo se había proclamado campeón de la Copa Intercontinental, la competición más importante de clubes del mundo. Gerardo admiraba profundamente a Ayala y en sus sueños infantiles se imaginaba dominando como él la banda izquierda del Manzanares. Incluso tenía su autógrafo, conseguido con esfuerzo a la salida de un partido. Así que cuando los jugadores de su propio equipo comenzaron a afirmar que, en efecto, Gerardo se parecía al Ratón Ayala, el mote no le pareció ya al niño peyorativo, sino un orgullo con el que enfrentarse al mundo.
A veces, los mayores de la plazoleta, adolescentes de quince y dieciséis años, los echaban del descampado para jugar ellos un partido. Ni siquiera a Vicente, a Juanjo o a Pablo les permitían jugar con ellos. Los niños se retiraban a regañadientes, temerosos de llevarse algún pescozón si se hacían los remolones. Todos menos el Ratón. Mientras el resto se tenía que conformar con mirar el partido desde fuera del campo, el más pequeño jugaba con esos bigardos a los que no llegaba ni a la cintura. A los jóvenes les divertía ver a aquel criajo, que no abultaba más que un comino, regateándoles o haciéndoles una cacha. Muchos de ellos jugaban al fútbol federados en distintos equipos del barrio e incluso alguno militaba en el Rayo Vallecano.
Pronto la fama del Ratón iba a extenderse de plazoleta en plazoleta por todo el polígono. Y ello fue gracias al Foro, que organizó el primer campeonato de fútbol de Moratalaz. Era Juan Antonio hijo de un portero del barrio, pero todos le llamaban el Foro porque él mismo solía contar que a todos los miembros de su familia les llamaban los Foros en el pueblo de Ciudad Real del que eran originarios. El Foro, chaval poco agraciado, rechoncho, picado de viruelas y afeado por unas terribles gafas ahumadas, contaba entonces algo más de veinte años y se mostraba apocado y taciturno entre los de su edad: no tenía amigos ni amigas conocidos. Si alguien se hubiese molestado en analizar su comportamiento, quizá hubiese llegado a la conclusión de que debido a sus problemas de relación con sus iguales se había refugiado en el trato con niños.
Fuera por una razón u otra, el Foro gastó su tiempo libre en organizar el campeonato. Durante meses se le había visto con su mirada huidiza y su sempiterno periodico deportivo bajo el brazo pateándose todo el polígono. Él había convencido a los niños más activos de cada plazoleta de que reclutaran un equipo entre sus amigos; él mismo había buscado para ellos árbitros y entrenadores entre adolescentes de catorce a dieciocho años. Inspirándose en la prensa deportiva, había redactado reglamentos y disposiciones regulatorias para fichajes y campeonatos imitando completamente la realidad futbolística profesional. En pocos meses había creado una pequeña federación deportiva de barrio de la que era presidente y en la que aglutinaba a ocho equipos con sus ocho presidentes, sus ocho árbitros, sus dieciséis técnicos y sus ciento sesenta jugadores. Él mismo, como presidente in pectore de aquella estructura, llevaba todo el apartado burocrático personalmente. Había que manejar una amplia documentación: fichas de jugadores, actas para los partidos y hasta contratos para los propios jugadores. También había organizado con los presidentes un comité de designación de árbitros y otro comité de sanciones que él mismo presidía.
El Foro había creado, por tanto, un país futbolístico imaginario, un mundo de ficción donde los chavales disfrutaban porque día a día eran tratados como si fueran futbolistas profesionales de verdad: con su contrato, su entrenador, su presidente y su ficha. Durante el año hasta recibían diferentes ofertas de fichaje de otros equipos. Todo lo controlaba el Foro, pues era su estructura quien validaba las fichas de los jugadores, supervisaba los contratos y permitía los fichajes. En toda aquella inmensa tarea de organizar perfectamente lo que años después realizarían varios funcionarios municipales cobrando sus buenos sueldos del erario público, el Foro invertía todo su tiempo libre sin pedir nada a cambio.
Como no existían campos de fútbol en el barrio, el Foro, aprovechando que Moratalaz crecía a las afueras de la gran ciudad, se recorrio todos los páramos más allá de lo construido buscando descampados en los que se pudiera jugar mal que bien. No tenían nada que ver con campos reglamentarios; algunos eran terrenos tan inclinados que cuando se jugaba cuesta arriba costaba trabajo avanzar con la pelota pegada al pie mientras que al atacar cuesta abajo a los jugadores se les escapaba el balón; otros de sus campos de juego tenían forma trapezoidal en vez de rectangular y alguno era un aparcamiento que tenía el firme irregular, marcado por boquetes o rodadas de camión ya secas. Las líneas del campo no estaban pintadas con cal y los postes eran simplemente dos piedras separadas a la distancia justa. Lógicamente no había larguero, con lo cual la labor de los árbitros era de lo más conflictiva, pues debían decretar si un balón había pasado o no por debajo del imaginario travesaño. Los que habían disparado a puerta pedían gol mientras que sus rivales replicaban: “¡ha sido alto!”. Todas esas carencias materiales, eran suplidas por la imaginación del Foro.
Y en ese universo de ilusión deportiva que los niños debían al esfuerzo y la constancia del Foro, el Ratón se convirtió en el rey. Era el jugador más hábil, el máximo goleador, el chaval más cotizado entre todas las escuadras del barrio. Le llovían ofertas de fichaje de todas las plazoletas y el Foro se las trasladaba con la misma felicidad infantil con que el niño las recibía: como si su representante le trajera la oferta del Milan AC.
—¡Rata, tienes otras dos ofertas! El Pavones y el Ataque también quieren ficharte. Y me han dicho que te darían la equipación y la ficha gratis y a lo mejor hasta unas botas de fútbol nuevecitas.
— Yo solo me iré del Olympic para fichar por el Aleti, Foro. Nunca jugaré en ningún otro equipo –replicaba bromeando el Ratón, como si su futuro como jugador profesional estuviera garantizado.
Lo cierto es que sus amigos de la plazoleta estaban convencidos de que sus triunfos en los campeonatos del barrio se debían sobre todo a él. Cuando el Ratón faltaba a algún partido, solían pasar dificultades. Pero si el pequeño jugaba, todo era coser y cantar. Eso cambió la visión que él tenía de sí mismo y la que tenían los demás de él. Vicente se había convertido en su guardaespaldas dentro y fuera del campo, hasta el punto de que si algún rival le daba una patada al Ratón, el más fuerte de la pandilla aparecía con su tremenda envergadura para vengar a su pequeño amigo. Esa posición de fuerza dentro del equipo le permitió al pequeño futbolista volcar toda su agresividad dentro de los terrenos de juego. Al comenzar el partido, ese niño apacible y respetuoso se convertía en un líder agresivo que mandaba y posicionaba a sus compañeros; un pequeño sargento que se desgañitaba animándolos en los momentos difíciles o recriminándoles su falta de lucha o sus errores. Incluso el Ratón se empleaba durante los partidos con cierta dureza, dando patadas o lanzándose al suelo para zancadillear a los rivales y no consentía a sus compañeros que no jugasen con la misma agresividad que él.
El Ratón, allá en la cancha, se sentía seguro porque la violencia estaba regulada hasta el límite de la zancadilla, el empujón, el zarandeo o la patada. Era muy difícil que un choque con un rival acabase en una pelea abierta. Eso contradecía las normas del fútbol. Antes de que se llegase al puñetazo aparecían Vicente, los otros compañeros, el árbitro… y la trifulca se transformaba en una tangana de empujones e insultos de todos para todos que resultaba hasta divertida. En esa violencia controlada, el Ratón era feliz, pues él podía dar patadas y zancadillas como los demás, mientras que para el resto era mucho más difícil golpearle, pues él era menudo y ágil y sabía fintar, saltar y quebrar como ninguno.
El rival más importante del Olympic en aquella liga era el Artilleros, llamado así en honor a una de las calles del barrio. Este equipo resultaba temible porque en él militaban algunos chicos del barrio de las Latas. Junto a amigos de las plazoletas vecinas como Álex, estaban los antiguos chabolistas realojados hacía poco tiempo en el distrito, los chavales más temidos de Moratalaz. Allí jugaban Félix y su primo Javi, los parientes del Heredia, el gitano que tenía atemorizado a todo el colegio Pío Baroja. Como la mayor parte de sus jugadores eran muy pobres, habían elegido por indumentaria el color blanco, de modo que pudieran utilizar para jugar al fútbol sus camisetas interiores. Y aunque habían acordado que sus pantalones serían también blancos para imitar al Real Madrid, cada jugador acababa llevando los primeros que encontraba por casa, por lo que la mayoría se acababan poniendo pingos de cualquier color, siempre desgastados o deshilachados. Se sabía que los jugadores del Artilleros aplicaban un rito a los neófitos que fichaban por el equipo. El aspirante a jugar en aquella temible escuadra debía atravesar un pasillo que le hacían sus compañeros sufriendo todo tipo de patadas y puñetazos. Su aspecto y fama eran tales que loso otros equipos amenazaron al Foro con abandonar la competición si se permitía que aquellos quinquis participasen. Pero el Foro dijo que el campeonato sería abierto a todos y que no se discriminaría a nadie, aunque para tranquilizar a los temerosos les aseguró que se aplicarían con dureza los reglamentos si había brotes de violencia. Así que finalmente los chavales del Artilleros compitieron con todos los demás.
Sin embargo, a pesar de las promesas del Foro, los partidos contra el Artilleros siempre fueron diferentes. Nadie se atrevía a devolverles una patada, pocos osaban reclamarles una falta y la mayoría ni intentaba ante ellos un regate. Los chavales del Artilleros se empleaban con una agresividad normal; pero los rivales, asustados, simplemente, se dejaban avasallar por miedo. El Artilleros ganaba casi todos los partidos a pesar de que sus jugadores eran técnicamente mediocres y tácticamente un anárquico desastre. Sin embargo, el Artilleros no conquistó ni una sola liga del barrio. Todas se las arrebató el Ratón. Él no los temía. Era tal su superioridad técnica y tan eléctricos sus regates que hasta los propios jugadores del Artilleros le felicitaban tras algún jugadón que hubiera acabado en gol. Asumían que con aquel enano era imposible. Eso hizo que el Ratón fuera famosísimo en todo el barrio. Hasta los jugadores del Artilleros le apreciaban y los demás, hartos de temer a aquellos quinquis dentro y fuera del campo, lo erigieron en el paladín que ponía las cosas en su sitio y salvaba el honor de todos ante los macarras.
Aunque hay un mandamiento no escrito del fútbol que reza que lo que ocurre en un campo no debe salir de él, lo cierto es que esto nunca es así. Y el respeto que el Ratón se había ganado dentro de la cancha se extendió a las calles de Moratalaz y así, cuando los de las Latas se lo encontraban en la Lonja, los recreativos o en el parque, solían saludarle con un gesto cariñoso o incluso dándole la mano afectuosamente.
Nadie sabe que hubiera sido del Ratón si no hubiera existido el fútbol, si él no hubiera tenido aquella zurda ni una pelota cosida a su pie. Desde luego no hubiera sido el monstruo de los descampados y es muy posible que con su escasa estatura lo hubiera pasado mal en las calles. Pero el fútbol lo salvó y lo convirtió en un chico de barrio, el más famoso y popular de todos.