Capítulo 14. ¡Campeones!

(Sábado, 21 de junio de 1980)

We are the champions, my friends /And we’ll keep on fighting till the end. / We are the Champions / We are the champions / No time for loosers, / Cause we are the champions… Of the world.

(We are the Champions, Queen)

          

  Paqui seguía acodada en su terraza de la decimotercera planta mirando a los chicos en el fondo del barranco. Adoraba contemplar a su hijo en cualquier circunstancia. Había visto el partido entero y ahora que iban a entregar a su Miguelito el trofeo ardía en deseos de bajar a besarle efusivamente. Pero no lo iba a hacer. Miguel se enfadaría porque los otros chicos se reirían de él. A ella ya le hubiese gustado filmar el partido con su tomavistas, pero ningún padre ni ninguna madre asistían a aquellos partidos arrabaleros y le parecía que allí podría, ella sola, hacer el ridículo. Para la mayoría de los padres, los juegos eran cosa de chavales en la que los adultos no debían intervenir, así que Paqui se tendría que conformar con verlo todo desde lejos y luego besar a su campeón en cuanto entrara por la puerta de casa. 

El 4-0 era un resultado justo. El partido estaba a punto de acabar, apenas faltaban cinco minutos y los jugadores del Artilleros sabían que era casi imposible marcar cuatro goles en ese tiempo. Como el año pasado, el campeonato estaba resuelto a favor del Olympic gracias a una brillante actuación del Ratón, que había marcado dos goles y había participado en la jugada de los restantes. 

            —Venga, Joaquín, prepara la cámara, que esto está para acabar.

            El Foro sonrio sentado ante su mesa plegable de excursionista y contempló con orgullo la copa y la medalla que entregaría en pocos minutos. Las había comprado en Deportes Rafa, la tienda del barrio, tras varias visitas y algunas horas revisando de arriba abajo varios catálogos, buscando algún trofeo que, resultando barato, fuera lo suficientemente bonito para cerrar su campeonato brillantemente. Tras muchas dudas, sopesando pros y contras, valorando la opinión de los dependientes y la de los chavales que lo acompañaban, el dinero le había llegado para comprar una pequeña copa plateada con una base de piedra negra en la que había hecho grabar la inscripción “III Liga de Moratalaz 1980”. También tenía sobre la mesa una sencilla medalla con baño dorado que representaba a un jugador de fútbol golpeando con su pie una pelota. En ella había hecho grabar la inscripción “Máximo goleador Liga Moratalaz 1980”. El Foro sacó un trapito que llevaba en una bolsa de deporte y dio lustre a los trofeos cariñosamente.

            Eduardo estaba contento: no había tenido que sacar ni una sola tarjeta. El partido se había desarrollado con gran corrección. El Ratón había marcado dos goles en los primeros quince minutos y eso había calmado a todos los jugadores que desde ese momento comprendieron que la suerte estaba echada. Sí; los del Artilleros, siempre más fogosos, habían dado más patadas de la cuenta, alguna zancadilla por aquí y un empujón por allá; pero el joven árbitro había seguido los consejos del Foro y no había amonestado a nadie porque tampoco habían sido faltas excesivamente violentas. Los agredidos del Olympic no se quejaban ya que iban ganando el partido con claridad. Eduardo miró su reloj y vio que quedaba solo un minuto. 

            Fue en ese momento cuando el joven árbitro oyó un grito y al mirar otra vez hacia el juego se encontró con que un jugador del Artilleros estaba tendido sobre la dura tierra gimiendo de dolor. Era Félix, uno de los chicos del barrio de las Latas. Mala suerte, una putada, el partido se le podía complicar ahora que ya iba a acabar. Un jugador del Olympic le había zancadilleado sin otra intención que arrebatarle el balón, pero al caer contra la tierra, Félix se había hecho un gran rasponazo que ensangrentaba todo su muslo y la rodilla derecha. El chaval se revolcaba de dolor en el suelo y Vicente, el jugador que lo había derribado, se había acercado a su lado para disculparse. A Eduardo se le ocurrio que lo mejor era amonestar al agresor: el partido estaba a punto de acabar y esa sanción calmaría a Félix y no disgustaría a Vicente, que ya se sabía campeón.  Dicho y hecho, se echó mano al bolsillo y mostró una tarjeta amarilla al espigado jugador del Olympic.

            —Le han gasgao a tu plas —le dijo el Papilla al Heredia.

            En ese momento, Paquillo acababa de saltar la valla de hormigón y miraba hacia el campo de fútbol ganado a la antigua dehesa, justo a los pies de las flamantes torres amarillas. El Ruso y Antonio saltaron tras él. Frente a ellos, a unos cincuenta metros, estaba el campo de fútbol improvisado. Un portero rubio con los brazos en jarras era el jugador más cercano. Más lejos, por allí correteando con su ridículo traje deportivo, estaban los juláis que veía todos los días en el colegio. Los mismos que se habían reído de él cuanto habían podido, los mismos que se chivaban a don Federico de cualquier tontería que hiciese. Antonio sacó un perdigón de su cajita de  metal y cargó la puscana; el Papilla lo imitó. 

            —¿Quién ha sido? 

            —El alto, ese gue lleva la gamiseta roja —dijo con ingenuidad el Papilla.

            —Todos llevan camiseta roja, Paquillo —le contestó el Ruso.

—Goño, el gue está ahora hablando gon el Ratón —replicó el otro picado.

            Antonio sintió ese impulso, esa descarga de fuego que lo impelía siempre a la violencia. Se iba a enterar ese julái. En esos momentos no veía nada, no lo detenía nada, Era como si su cerebro se anegase de una fuerza ciega que lo obligaba a actuar sin pensar en las consecuencias. No importaba quién tenía razón, no importaba quién era aquel agresor, no importaba lo que podría ocurrir si le acertaba con la escopeta. La lengua entonces se le encajaba entre los dientes y le confería una expresión feroz y ridícula a la vez. Se iba a cagar ese julái. Había que defender a Félix, pero no solo por justicia o por restañar la humillación sufrida por su hermano, sino por imponer su fuerza, por hacer su voluntad, por demostrar de forma fehaciente quien detentaba el poder, quien podía decidir como un dios improvisado sobre la realidad. El Heredia era el único que podía hacer lo que le diera la gana. Poco importaba quien fuera el otro, ni se fijó en su cara.    

Paqui sintió como si un pinchazo de hielo le recorriera la espina dorsal cuando vio al quinqui aquel echándose la escopeta al rostro. Su pequeño Miguel, su pobre Miguelito estaba ahí abajo, a merced de ese loco, de ese animal, de ese posible asesino. Sintiendo que le faltaba hasta la respiración se lanzó al teléfono a llamar a la Policía.           

El grandullón de rojo ya había dado la mano a Félix para ayudarle a levantarse y ahora volvía corriendo de espaldas hacia su posición de defensa central, bien cerca de su propia portería. Se encontraba entonces a menos de cuarenta metros del Heredia, que se echó a la cara su escopeta de aire comprimido y disparó. El perdigón pasó silbando entre Arriola y Vicente y rasgó el aire entre el resto de jugadores sin acertar a ninguno. Incluso los que estaban de espaldas no se percataron de nada y siguieron atentos al partido unos instantes más. El Papilla también apretó el gatillo. Este segundo disparo tampoco hizo blanco, pero ya alertó a todos los chicos. Al mirar de dónde provenían los tiros y reconocer a los famosos Ninchis, que estaban otra vez cargando sus escopetas, los jugadores echaron a correr hacia las cuestas de salida del barranco, presos del pánico. Eduardo, el árbitro, se fue a buscar refugio junto a la mesa de camping del Foro. Éste último, consciente de ser el único adulto en el lugar, se dirigió con los brazos abiertos hacia los de las escopetas, gesticulando y gritando con la intención de evitar más disparos.

            —¡Estaros quietos, joder, que no ha pasado nada!

            Antonio Heredia estaba cegado y ya había vuelto a cargar su escopeta con un nuevo perdigón. Félix, al verlo, echó a correr hacia su hermano, gritándole para que no disparase de nuevo. Pero Antonio apretó el gatillo y esta vez sí acertó a Vicente en una pierna. El perdigón se había incrustado en su bíceps femoral derecho de forma superficial, pero muy dolorosa. 

            —¡Hijo de puta, me has dado!

Al sentir el agudo dolor, Vicente perdió los nervios y, de forma impulsiva, se lanzó a hacia Antonio Heredia en una furiosa carrera de diez metros. El Papilla todavía efectuó otro disparo contra él cuando ya lo tenían a tan solo cinco metros y el perdigón le pasó a Vicente cerca de la cabeza con su inconfundible silbido, pero sin acertarle.  En ese momento, Antonio Heredia levantó la mirada y vio una mancha roja lanzándose contra él. Con la lengua fuera, de forma nerviosa, echó mano a otro perdigón. Estaba intentando cargar su escopeta de nuevo cuando Vicente se abalanzó sobre él y lo lanzó al suelo de un empellón. La escopeta se le cayó de las manos y fue a parar un par de metros fuera de su alcance. 

Ambos se enzarzaron en una pelea en el suelo, con furia. Vicente le dio un par de puñetazos, pero Antonio lo enganchó por el cuello con su brazo izquierdo mientras con la otra mano le daba golpes en la cara. Por fin, Vicente consiguió sujetarle el brazo con que le agredía y ambos rodaron por el suelo. Mientras, el Foro había alcanzado al Papilla y le había arrebatado la escopeta. A la carrera llegaban corriendo Javi y Félix intentando separar a los que peleaban en el suelo. Por fin Vicente había conseguido impactar un fuerte puñetazo sobre los labios del Heredia. Luego, nervioso, sin saber muy bien lo que hacía, lo había enganchado de los pelos y había golpeado su cabeza contra la tierra. El Heredia se defendía a rodillazos, a codazos. La pelea seguía. A lo lejos, el resto de los chicos que hacía un momento habían huido despavoridos subiendo por los senderos del barranco, volvían ahora a cruzar la vía del tren atraídos por la pelea. Allí vio Paqui a su Miguelito, corriendo otra vez hacia el peligro. Le gritó histéricamente que se detuviera, pero su pequeño no le oía, por lo que salió de su casa dejándose la puerta abierta para rescatarlo del peligro.

—¡Agua, agua, la madera!

La voz del Papilla sonó estridente, nerviosa. Al oír el grito de alerta, el Ruso echó a correr intentando saltar la valla de hormigón otra vez para poner tierra de por medio. A lo lejos ya se podía distinguir el uniforme marrón de dos policías que bajaban atropelladamente por el barranco. Uno cayó al suelo mientras lo intentaba. El agente Juanjo Moreno se levantó rápido para evitar las risas de los chavales y siguió la carrera palmeándose las piernas para quitarse el polvo. Se había puesto furioso y echó mano al arma. Lo iban a pagar los quinquis estos. Ya había dos que se le escapaban saltando la puta valla esa.

—¡Alto, Policía! —gritó a la carrera.

Su compañero viéndole desenfundar echó a correr con más ímpetu, temiendo que cometiese una locura. Antonio Heredia vio de soslayo a los policías que se acercaban a la carrera y luchó por zafarse. Vicente, sin saber muy bien por qué, quizá por una cierta compasión, no lo sujetó con suficiente fuerza y el Heredia, ágil como un tigre, se soltó de su abrazo, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la valla.

—¡Vamos, vamos!

            Fuera por instinto, por reacción simpática o por identificarse con su familiar, tanto Félix como su primo Javi echaron a correr tras Antonio saltando la valla tras él. 

            A los pocos segundos llegó el primer policía hasta donde se encontraba Vicente. Era un hombre fuerte, con rodelas de sudor bajo las axilas.

            —¿Qué ha pasado aquí?

            Juanjo Moreno corría tras los quinquis perseguido por todos los chavales que ahora, ya sí, disfrutaban excitados del espectáculo. El policía no se detuvo en averiguaciones e intentó saltar la alta valla con su arma reglamentaria en la mano. Cuando lo consiguió, los cinco chavales, en desordenada carrera, ya desaparecían tras una elevación. Echó todavía a correr una decena de metros, pero desalentado, se dio media vuelta andando.

            —Ya os cogeré algún día, hijos de la gran puta —masculló el policía.

            Los policías querían llevarse a Vicente, al Foro y a Eduardo para interrogarlos.

            —Espere un momento, por favor, que entregue los trofeos.

            Más calmados, aunque todavía sobrecogidos por los perdigonazos, los jugadores volvieron al terreno de juego. Allí, sobre la mesa de campista estaba la copa y la medalla que distinguían al mejor equipo y al mejor jugador del polígono. El Foro, cuyo rostro granujiento bañado por el sudor mostraba que no estaba acostumbrado a las carreras y los sobresaltos, ofreció a Joaquín la mejor sonrisa que era capaz de dibujar.

            —Sácanos guapos.

            Primero entregó su medalla de máximo goleador al Ratón y se hizo una foto con él entre los aplausos de todos. Después entregó a Vicente, capitán de los campeones, la copa. Los chavales lo celebraron imitando a los profesionales. Tomaron la copa, se  la fueron pasando uno a uno mientras daban correteando una vuelta de honor al campo en mitad de un barranco vacío. Incluso Vicente les acompañó cojeando. En esos momentos, aquel era para ellos el mejor estadio del mundo y lo imaginaban repleto de un público que los aclamaba. Los policías seguían la escena infantil de forma escéptica. La madre de Miguel lloraba, alterada por tantos sucesos. El Foro sonreía orgulloso.  

            Como colofón, el equipo campeón, el Olympic con su alineación de gala posó con orgullo para la inmortalidad. Hasta el Peonza, el chico gordo de la plazoleta que no formaba parte del equipo, se unió al grupo situándose junto a su vecino, el portero. Fue entonces cuando Joaquín les sacó aquella foto. Unos jugadores, los defensas y el portero se mantuvieron de pie con los brazos cruzados; mientras otros se agachaban delante de ellos imitando la pose de los equipos profesionales. El Ratón mostraba sonriente y orgulloso su medalla de máximo goleador. A su lado, sobre el suelo, descansaba la copa. Félix y Javi habían vuelto a apostarse contra la valla y por entre sus rendijas observaban la escena con tristeza y algo de envidia. No podían imaginar que verían esa misma imagen inmortalizada en la pared de un bar años más tarde.

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