Capítulo 13. Campo abierto

(Sábado, 21 de junio de 1980)

Solo miráis, me miráis a mí / y a cualquiera / que pueda enseñaros / algo… / A cualquiera capaz / de reconocer los letreros de las calles. / A cualquiera capaz de recordar / el juego del tula. / A cualquiera capaz de recordar / la formula del dola, / el color de sus bolas / y las últimas que perdió / jugando / en la valla del barrio / antes / de robarnos el juego / a cambio de un libro / para ser mayores. / Por eso ahora os robo / el sueño y os quito / la vida cada vez que os grito. / Me siento orgulloso de ser / un barriobajero /un barriobajero / un barriobajero.

(BarriobajeroRamoncín, 1979)

—Vamos al parque del bebedero. 

            Antonio Heredia siempre convencía al Ruso y al Papilla de lo que debían hacer. Y como casi todos los sábados, salían de las Latas en dirección al lejano parque del polígono Zeta con intención de disparar a los pájaros que con la llegada de la primavera poblaban los árboles de Moratalaz. Había cerca del barrio de las Latas otros bebederos que atraían a las pequeñas aves, pero Antonio nunca iba allí por dos razones. La primera, porque en los más cercanos había menos árboles que en el parque del Zeta y por ello acudían menos pájaros; la segunda, porque ir hasta aquel lejano parque le permitía darse una vuelta, pavonearse orgulloso con su escopeta ante los juláis, asustarles y en ocasiones, hasta robarles alguna bicicleta, un balón, una peonza o lo que se le antojara. Antonio Heredia estaba lleno de razones para odiar a los pringaos. En el colegio eran ya muchos años los que llevaba sufriendo su desprecio. Durante las clases, los maestros siempre aprovechaban sus carencias intelectuales para ridiculizarle o mostrarle como modelo negativo de conducta. 

Muy al principio, con cinco o seis años de edad, Antonio aún no se daba cuenta de que otros alumnos sabían muchas más cosas que él. No captaba que otros niños eran capaces de resolver problemas o escribir textos que para él eran incomprensibles. Le importaban tan poco las cuestiones escolares que ni se fijaba en esos detalles. A él solo le gustaba moverse de un lado para otro, empuñar objetos o golpear con ellos en juegos y diversiones que él procuraba mantener en cualquier circunstancia, dentro de la clase incluso, con los consiguientes enfados y regañinas de los maestros. 

Fueron ellos quienes le hicieron tomar conciencia de su inferioridad intelectual,  pues, descolgado del ritmo de aprendizaje de sus compañeros, comenzó a aburrirse durante las clases. Estar sentado allí cinco horas seguidas oyendo cosas que no entendía ni quería entender era una tortura. Para pasar el rato, Antonio se levantaba de la silla, jugaba, charlaba con otros alumnos con dificultades como él o disturbaba a los demás. El maestro creía que, para defender a los alumnos aplicados de su perniciosa influencia, lo mejor era ridiculizarle ante ellos una y otra vez. Antonio era alternativamente un borrico, un animal, un tonto de capirote, un payaso, el más tonto de la clase, un imbécil, un idiota y, en ocasiones, un gilipollas con todas las letras. 

Al niño, acostumbrado a dominar a los demás en los recreos y fuera del colegio, aquellas bromas le molestaban profundamente. ¿Qué culpa tenía él de que su madre apenas supiese leer y se pasase el día fregando, arrodillada, las escaleras de los ricos? ¿Qué culpa tenía él de que su padre, seguramente mucho más inteligente que su madre o quizá un zopenco, quién sabe, hubiera desaparecido cuando ellos eran niños y nadie supiese de él? ¿No era por esa razón por la que los juláis se sabían los ejercicios del colegio y él no? Y si él no se sabía todas esas tonterías, ¿qué más daba? Pronto, Antonio Heredia abominó de las Matemáticas, de la Lengua, de las Ciencias Sociales, de los ejercicios, de las clases y de todo lo que significara colegio o educación en general. Ni siquiera entendía la mayor parte de las palabras que allí se empleaban: sintagma, función, dicotiledónea, citoplasma… ¿Pero para qué querrían chanelar aquellas cosas los payos, Dios mío? Él no tenía el menor interés en aprender aquel galimatías. Cuando le preguntaban en voz alta por aquellas palabras, Antonio contestaba lo primero que se le ocurría, cualquier cosa… Y entonces los juláis se burlaban de él a hurtadillas, mientras él los miraba amenazante. 

Un día don Federico se rio de él precisamente por ser gitano, algo que el Heredia nunca olvidaría. Estaban leyendo una poesía muy tonta y el maestro, que tenía allí a sus chicos inteligentes, le preguntó precisamente a él lo que era un tricornio. Seguro que un gitano lo sabía, dijo riendo. Antonio Heredia negó. ¿Pero cómo todo un Antonio Heredia no sabía lo que era un tricornio? ¿Y tú eres gitano?, le dijo sarcástico “Ni tú eres hijo de nadie, ni legítimo Camborio” le dijo leyendo en el propio texto. Antonio no entendió aquellas palabras, pero creyó que su intención era burlarse de la desaparición de su padre y de su propio origen calé. A partir de ese día, odió la lectura de poemas y se negó a contestar las cuestiones referentes al vocabulario. Cuando el maestro le preguntaba un vocablo, Antonio exhibía una mueca de asco y decía algo así como “Y a mí que me importa…”. Muy pronto, sus comportamientos indisciplinados en la clase se multiplicaron. Entonces llegaron las sanciones: expulsiones de clase, regañinas del tutor, citas con su pobre madre en la dirección del centro, expulsiones del colegio… Antonio lo pasaba mal, pero se iba endureciendo. 

Fue entonces cuando descubrio que las palabras, que siempre habían sido sus enemigas, podían ser también un arma. Le camelaba hablar caliente, para que los gachés no chanelasen lo que chamullaba. Esa forma de hablar le hermanaba con su raza, le traía recuerdos de su padre, de sus primos, de sus abuelos a los que ya casi había perdido la pista por culpa de su madre. Y, además, servía para que los julianes no se coscasen de nada y para abuchararlos, porque Antonio se había dado cuenta de que a muchos payos, solo con oír caliente, les entraba la jindama. Se rajaban y se empequeñecían. Bajaban los acáis y no se atrevían ni a mirarle: entonces él se agigantaba aupado por sus palabras calorras y la pelea estaba ganada antes de empezar. Para eso servía naquerar.

En los recreos el podía imponer su ley. Al jugar al fútbol se preocupaba más de dar patadas, empujones y derribar a otros niños que de perseguir al balón. También amedrentaba a otros chavales para robarles el bocadillo o los cromos, amenazándoles con pegarles a la salida si se chivaban a los maestros. Cualquier palabra, incluso una mirada que le pareciera desafiante, era suficiente motivo para golpear al compañero. Se rodeó además de otros chicos de su barrio, algunos de ellos tan indisciplinados y con tantas dificultades de aprendizaje como él. Allí estaban juntos en el recreo el Papilla, el Ruso y algunos más. Se hicieron los amos del patio. Si en el recreo y a pesar de la desmayada vigilancia de los maestros imponían sus leyes; mucho más dominaban el momento de la salida de las clases, donde ningún adulto podía reprimir su violencia. Veinte metros más allá del colegio robaban, amenazaban o pegaban con total impunidad, cobrándose las deudas de la jornada escolar.

Durante los últimos cursos, a los juláis se les acabaron las tonterías. Ya nadie secundaba las burlas del profesorado. Los maestros les seguían ridiculizando, sacándoles a la pizarra para distraer a los demás con su ignorancia y su estulticia, sí; pero se extrañaban de que ya nadie secundara sus chistes. Pronto comprendieron la razón: todos estaban amenazados. Quien se atrevía a reír las gracias de don Federico era luego golpeado a la salida. Quien denunciaba ante los maestros o el director sus robos o humillaciones era también golpeado por la banda. Antonio no consentía ni una burla ni un empellón contra el Tato o contra aquellos que caían bajo su manto protector. En cuanto alguno de las Latas se veía envuelto en un lío, acudía él presuroso con el Papilla y el Ruso para imponer su ley. Pronto tuvieron acoquinados a todos los niños del centro. Antonio Heredia se sintió entonces satisfecho: era el alumno más poderoso del colegio. Había pasado por encima de todos aquellos juláis, niños de papá que se creían que por saber resolver una ecuación o escribir sin faltas de ortografía eran más que él. Mentira. Jujana. Él estaba más alto. No había más verdad que la fuerza de sus puños. Valían más sus dos cojones que todos los cerebros de los juláis juntos. A partir de entonces se iban a reír de su puta madre.

Así que a Antonio le gustaba salir de las Latas y pasearse por los barrios de los gachés con su escopeta. Había dos maneras de portarla que le camelaban cantidad: en ocasiones la llevaba sobre el hombro derecho, sujetando el cañón con su mano diestra mientras la culata caía por detrás de su espalda; otras veces la llevaba apoyada sobre su cuello mientras sus dos brazos se colgaban del cañón y la culata como si fuera un crucificado. Le parecía que ambas posturas le conferían el aspecto fiero que se suponía en un pirata o en un jefe de bandoleros. Cuando se paseaba con su arma por los barrios de los juláis, se sentía como un pirata y la energía del poder le recorría de los pies a la cabeza. Era un volcán, no había fuerza mayor en el mundo que la que brotaba de su corazón y se extendía hasta sus manos. Era invulnerable. No había quien fuera más que él. Iban por los barrios amedrentando a los otros chicos, chamullando caliente. Llegaban a cualquier plazoleta y su mera presencia interrumpía los juegos de los otros chavales. Unos huían sin reparo, otros sujetaban su balón o su bicicleta con manos firmes para evitar el robo y aguantaban su miedo con la mayor dignidad posible hasta que se iban. Antonio y sus compañeros se complacían entonces en cargar sus escopetas y pegar algunos tiros contra los pájaros de los árboles. Luego, por el mero placer de paladear el miedo de los juláis, les pedían el balón o la bicicleta para jugar un poco. En ocasiones, tras pedirles la bicicleta, se iban montados en ella para no volver, dejando al chaval triste y humillado, pues había sido robado con la mayor impunidad y sin ofrecer resistencia por temor a ser golpeado.

Aquella mañana, como cada sábado, los Ninchis, como ya les conocían algunos en las Latas, habían salido de lo que ellos llamaban su barrio. Mientras que para la mayoría de la población la palabra barrio designaba a toda Moratalaz, para ellos, su barrio se limitaba al polígono de viviendas de realojo entregadas de forma gratuita por el IVIMA, en Moratalaz Este. El resto de Moratalaz era para ellos un territorio ajeno al que casi nunca llamaban barrio, sino de formas más concretas como Donde los pringaos, Abajo, El parque, la Lonja, los billares del Jiménez o el Mikay. Pensaban que su identidad no tenía nada que ver con los pringaos que vivían allí. Niños de papá que tenían dinero para comprarse todo lo que querían, pero que luego no tenían cojones para defender sus pertenencias. Con ellos no debía haber identidad porque no había semejanza: los de las Latas eran tíos chachis que se tenían que buscar la vida y a los pringaos sus padres se lo daban todo hecho. Así que cuando cruzaban la calle de Pico de los Artilleros y entraban en el polígono I ya se sentían en territorio extranjero, donde podían cometer cualquier tropelía de forma natural y justificada. 

Como cada mañana de sábado, se habían cruzado al polígono de los pringaos y se habían pavoneado por varias de sus plazoletas haciendo su ronda hasta bajar al parque del Zeta. Lo recorrieron matando aves tranquilamente hasta acabar en el sitio favorito de Antonio. Era éste un pequeño promontorio que imitaba una isleta rodeada por el agua de una fuente artificial. A Antonio le gustaba porque, aunque solo se elevase un metro y medio de altura, allí se sentía en el lugar preferente del parque. Bajo un árbol, se sentaban en un banco y esperaban pacientemente la llegada al bebedero de los pajarillos que, uno tras otro, iban abatiendo. El Ruso, que tenía una vista de lince, les señalaba los pájaros ocultos entre el ramaje. Cuando tumbaban alguno, el Papi corría hasta el pajarillo y se lo entregaba al Heredia que le retorcía el cuello por si no estaba muerto del todo y lo echaba en una bolsa de plástico blanca que llevaba colgada de su cintura y que poco a poco se iba tiñendo con la sangre de las avecillas muertas. El Papilla y el Ruso mataban por el placer de satisfacer su instinto y su puntería de cazador; pero le regalaban al Heredia todas sus presas porque sabían que su madre las echaba siempre en el arroz de los domingos. Así que los diez o quince pájaros que caían cada sábado de primavera acababan todos con su cuello partido en la bolsa ensangrentada de Antonio.

Después, con la escopeta al hombro y la bolsa llena de pájaros anudada a una trabilla del pantalón, salieron del parque y cruzaron la última carretera del barrio. Más allá de ella comenzaba el campo. Apenas a dos docenas de metros del asfalto se abría el barranco por el que serpenteaba la vía olvidada del viejo tren de Arganda. Bajaron atropelladamente por un desgastado sendero hasta los oxidados raíles y luego, con más dificultad escalaron el lado opuesto del pequeño desfiladero hasta dejar la vía abandonada a sus espaldas. 

—Vamos al cerro.

El Papilla y el Ruso ya sabían a qué lugar se refería el líder del grupo. A lo lejos sobre la inclinada pradera se alzaba un pequeño altozano de unos veinte metros de altura. Escalaron por una de sus senderos resbalando aquí y allá. 

—¡Al rey de la montaña! —dijo entonces el Heredia corriendo con la escopeta en la mano.

Era ese uno de sus juegos favoritos ya cuando vivían en el verdadero barrio de las Latas, aquel poblado de casas bajas, junto al arroyo Abroñigal, donde luego hicieron la M-30. Consistía el pasatiempo en encaramarse a cualquier lugar elevado y proclamarse su conquistador y rey, impidiendo a golpes y de cualquier otra manera, que los demás niños pudieran expulsarle de la cima. Los rivales intentaban llegar a lo más alto para desde ahí derribar al antiguo rey y usurpar su reino. 

—¡No hay huevos a subir!

Al llegar Antonio arriba la emprendió a terrones de los que por allí abundaban contra sus dos amigos, que de forma atropellada buscaron refugio para contestar la drea. Estuvieron lanzándose pedazos de tierra seca durante un buen rato. El Heredia tenía una posición de privilegio porque era el único que ya no llevaba la puscana en la mano y además la cuesta del cerro era muy empinada. Cada vez que los otros intentaban su ascenso un par de terronazos les hacían desistir. 

—¡Soy el rey de la montaña!

Al cabo de un rato, el Heredia se cansó de ser un rey solitario e invitó a sus amigos a su imperio. Era su cima una planicie de unos quince metros de lado con algunos árboles esqueléticos. El suelo estaba cubierto allí de una hierba silvestre y rugosa. A un lado, bajo unos escombros de hormigón humeaban los rescoldos de una hoguera y a su alrededor una botella de vino vacía, un jergón y una manta denunciaban la presencia humana.

—Me juego el cuello a que ha estado sobando aquí el Macario. Guipa el mollate —dijo el Heredia.

Macario era un desequilibrado mental, un alcohólico que vagabundeaba por el barrio con un carro de la compra, recogiendo cosas de las basuras con la intención nunca cumplida de venderlas. 

            —¿Le guemamos el golchón? —propuso el Papilla divertido. Paquillo había aprendido a hablar muy tarde y seguía sin pronunciar correctamente muchas palabras. Algunos decían que su mote precisamente provenía de ahí, porque a veces en clase, don Federico se burlaba de él. “Quítate la papa de la boca antes de hablar”, le decía con su gracejo andaluz. 

            —¿Para qué? —replicó el Ruso.

            Paquito no respondió, pero cogió uno de los tizones y lo puso sobre el colchón, que comenzó a quemarse. El Heredia dio una patada al rescoldo y apagó a pisotones la incipiente quemadura.

            —No me seas gilipollas, Paquillo, coño. ¿Qué te ha hecho el Macario?

            El Papilla se rio por toda contestación. No le gustaba mucho hablar; prefería la acción y los gestos inequívocos.

            Antonio se sentó justo en el borde del cerro para admirar el paisaje que se divisaba. Allí sí que se estaba alto, más que en el bebedero. Estaban sobre uno de los lugares más altos de la capital. A su derecha, se rendía el barrio: el parque desde el que habían llegado y las torres de ladrillo rojo que lo rodeaban por casi todas partes coronadas por su antena de televisión. Antonio se complació en comprobar que ahora mismo él se encontraba a la misma altura que el vecino que se asomaba al último balcón de los bloques de cuatro pisos que tenía enfrente. Más cerca, justo a sus pies, el altozano se quebraba en una ondulante pradera salpicada aquí y allá por montículos de escombros. 

            Frente a ellos, mirando hacia el oeste, podía ver la silueta del centro de Madrid. Y es que la pradera que se abría a sus pies seguía su ondulante superficie hasta alcanzar camino abajo, el anillo de circunvalación de la capital. Era posible seguir sobre ella el viejo recorrido de la vía férrea abandonada unos centenares de metros hasta que era tapada por una carretera nueva. Allí, a lo lejos, justo por donde había discurrido durante miles de años aquel arroyo humilde del Abroñigal, allí donde bebieron mamuts y al final se levantaron huertos y vaquerías, ahora se adivinaba la cinta de asfalto que separaba su barrio del centro de Madrid. Antonio todavía recordaba que allí había estado su antiguo barrio, el verdadero barrio de las Latas o del Abroñigal. Aún recordaba la gran fiesta que hicieron para celebrar que el Ayuntamiento les cambiaba aquellas viejas casas bajas, aquellas chabolas, por viviendas nuevas en Moratalaz.  Pero tras la fiesta vinieron las lágrimas de los vecinos los días antes del realojo, el abandono de las cabras, de los arriates de geranios, del pozo, del transformador de carburo. Ahora, su viejo barrio estaba sepultado bajo una gran autopista, que desde allí solo se intuía, al fondo, como una posibilidad grisácea, adivinada por el rumor sordo de aquel torrente de coches que discurría a velocidad de vértigo. Más allá, al otro lado del antiguo cauce y de la nueva autopista de circunvalación, se divisaba con cierta nitidez en la mañana primaveral lo que a Antonio le parecía el centro de Madrid, un lugar ignoto para él y que se imaginaba lleno de millonarios y policías. Los edificios de aquel otro Madrid, recortados contra el azul del cielo, le parecían una muralla medieval, un obstáculo insalvable que separaba la riqueza y el reconocimiento social de la realidad primitiva de Antonio y sus amigos.

            —Estamos más altos que nadie. Y además aquí no tiene huevos a venir nadie más que nosotros—. Como los otros callaban admirados de la vista que desde allí se procuraban, Antonio prosiguió levantándose y mirando hacia la capital.— Cuando sea jayero, me compraré todo el cerro y me levantaré aquí mi cai. 

            Heredia se abrio la bragueta y sacó su pene meando generosamente la tierra. El Papi y el Ruso lo imitaron.

            —A ver quien llega más lejos —retó el Heredia a los otros.

            Recogieron otra vez sus escopetas y bajaron el cerro por la ladera opuesta, en dirección al este, dejando el centro de Madrid a la espalda. Siguieron caminando hasta topar con la tapia del cementerio de la Almudena, con sus viejos ladrillos rojos, mudos testigos de violaciones, robos, asesinatos y viejos fusilamientos. Por allí discurría un sendero estrecho, caminado solo por gentes solitarias y extrañas que vivían al margen de la sociedad. De vez en vez encontraban junto a los ladrillos restos de fogatas y hasta pequeños chamizos que excitaban su curiosidad. El Papilla y el Heredia se quedaban rebuscando objetos interesantes por allí mientras el Ruso vigilaba que el vagabundo no volviese a su guarida en ese momento. Siguiendo la tapia en dirección a su propio barrio, paralelamente a la línea que trazaba el barranco y la vía del tren, dando la espalda al centro de la capital, acabaron llegando a un campo ante el que se alzaba una tapia de hormigón.

            Allí acababa Moratalaz. Justo frente a las torres amarillas, Urbis había vallado una extensa superficie de su propiedad. En los despachos de la inmobiliaria se sabía que en cuanto se animase la demanda de viviendas, aquellos terrenos valdrían oro y lo mejor era evitarse problemas y desalojos que siempre ralentizaban las promociones y dañaban la imagen pública de la compañía. Aquella valla impedía la entrada de los indeseables chabolistas.

            La chavalería de los polígonos cercanos, sin embargo, había abierto pequeños agujeros en algunas zonas de aquel misterioso territorio vallado y algunos se atrevían de continuo a realizar por allí excitantes incursiones. Poca cosa había que ver: algún depósito de agua, alguna caseta de obra y unas extensas praderas. Lo único interesante: lo que llamaban las Charcas, que eran unos extraños socavones de unos dos metros de profundidad y media hectárea de extensión cuya finalidad nadie conocía, pero que recibían su nombre por almacenar las lluvias del invierno albergando un ecosistema de charca con sus ranas, insectos y otras criaturas afines. 

            Se acercaron a un depósito de agua de unos diez metros de altura, que la inmobiliaria había construido allí antes de que la crisis paralizase las obras. Era una estructura cilíndrica de hierro cuya pintura verde ahora mostraba los efectos rojizos de la oxidación. Por uno de sus costados había una pequeña escalerilla que permitía subir hasta su techo. 

            Entonces apareció un perro. El Ruso lo apuntó con su escopeta, pero el Heredia lo detuvo. 

            —No le tires, coño —le ordenó. 

Era un galgo decrépito y sarnoso que al ver a unos seres humanos se acercó de forma sumisa implorando protección. El Papilla estuvo jugueteando con el animal y hasta pensó en llevárselo hasta su barrio. Dio unas vueltas por las escombreras y al final volvió con una gruesa y larga cuerda que encontró por allí abandonada y comenzó a atársela al cuello del perro. El animal se asustó y mordió al Papilla en una mano.

            —¡Será hijo de puta! —le dijo al Heredia mientras se miraba la muñeca. Y luego dirigiéndose al perro, forzó un tono cariñoso —. ¡Ven aguí, bonito!

            El Papilla cogió la cuerda y, entre juegos y caricias, acabó por pasarla por el cuello del animal. Le hizo un nudo de horca y se ató el otro extremo de la cuerda a su propia muñeca. Después guió al perro silbando alegremente hasta el depósito. Una vez allí, el Papi empezó a trepar por la escalera de hierro hasta alcanzar unos ocho o nueve metros de altura. Entonces pasó el extremo de la cuerda por uno de los peldaños de hierro y comenzó a bajar mientras el perro comenzaba a sentir la cuerda tirándole del cuello. El Papilla seguía bajando con rapidez, mientras el viejo animal, algo inquieto, intentaba zafarse de la soga. Llegó un momento en que el chaval utilizaba toda su fuerza para bajar y el perro, que ya sentía la cuerda hiriendo su cuello comenzó a aullar desesperado y a debatirse furiosamente. Entonces, el Papi pegó un salto desde casi dos metros hasta el suelo con la cuerda bien afirmada en sus manos. El viejo galgo sintió un golpe seco en el cuello y se vio levantado sobre el suelo algo más de un metro. El Papi lo acabó de izar con brío. El animal se balanceó entre gruñidos y estertores hasta que rindió su vida. El Papilla y sus amigos aún lo contemplaron oscilando como un péndulo unos minutos más. 

            —¡Qué bestia eres, Paquillo! —le dijo el Heredia.

            —¡Joder! –se quejó el Ruso—. Y a mí me dijiste que no le disparase…

            —Ya está atasabao, trongos. Por hijo de puta. Vámonos.

            Paquillo sintió algo de lástima y remordimiento y una idea luminosa brotó en su cerebro. No quería que al pobre animal lo despedazasen las aves carroñeras. 

            —¿Lo guemamos?

            —Anda, Paquillo, tronco. Bastante le has hecho al pobre chusquel —le espetó el Ruso.

            Pero el Papilla miraba todavía a Antonio esperando su aprobación. 

            —Otro día, Papi, que hoy no tenemos gasofa y vamos a tardar un huevo –repuso el jefe.

            —Es chachi. Gasofa —repitió Paquito que nunca había oído llamar así a la gasolina antes. 

            El Papilla comprendió la idea enseguida y se alejó con su puscana al hombro. Otro día, pronto tal vez, volverían con gasolina y pasarían un rato agradable prendiendo el cuerpo del animal y viendo los lametazos que le daban las llamas hasta carbonizarlo. Los otros dos lo siguieron charlando alegremente.  

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