(Lunes, 23 de febrero de 1981)
All that you touch. / All that you see. / All that you taste, / All you feel. / All that you love, / All that you hate, / All you distrust, / All you save. / All that you give, / All that you deal, / All that you buy, / Beg, borrow or steal. / All you create, /All you destroy, / All that you do, / All that you say. / All that you eat, /And everyone you meet, / All that you slight / And everyone you fight. / All that is now, / All that is gone, / All that’s to come / And everything under the sun is in tune / But the sun is eclipsed by the moon.
(Eclypse, Pink Floyd)
Si pinchas este enlace, a partir del minuto 4’24» puedes ver la manifestación contra el golpe de Estado que aparece reflejada en la novela.
Aquel día, Bartolomé Muñoz finalizaba el servicio a las dos de la tarde. Pero cuando el capitán Herrera entró en el Parque Móvil y pidió cinco conductores voluntarios para un servicio muy especial, decisivo dijo, que comenzaría a las cuatro de la tarde, él no lo dudó. La mirada brillante del capitán y la solemnidad de sus palabras le hicieron comprender, sin saber nada más, que aquello iba a ser importante. Bartolomé dio un paso al frente y dijo con voz firme: “puede usted contar conmigo, mi capitán.” Al mismo tiempo otros cuatro o cinco de sus amigos se presentaron voluntarios como él. El capitán les dijo que llamasen a casa para avisar a sus familias y almorzasen con normalidad en el comedor, esperando después nuevas órdenes.
El Parque Móvil quedó a partir de ese momento en una tensa calma. El comedor estaba lleno de otros guardias civiles de tráfico a los que, igual que a Bartolomé, se les había ordenado que comieran allí sin volver a casa. Nadie sabía a ciencia cierta en qué consistiría el servicio especial, pero su carácter extraordinario y el secretismo alimentó los rumores que volaron de mesa en mesa por todo el comedor. Lo más probable es que fuera una importante intervención contra la ETA, decían los más. ¿Y para eso hace falta tanta gente?, recelaban algunos. Bartolomé y sus amigos, los únicos voluntarios, se miraban con ojos expectantes. Era el momento de ser cautos.
La sospecha de que la vida, y quizá la historia, les embarcaba en un acontecimiento decisivo se convirtió en certeza para Bartolomé y sus amigos conductores cuando les ordenaron dirigirse a cocheras a por cinco autocares de la empresa La Sepulvedana. Ni uno de ellos rechistó, aunque resultaba más que evidente que la utilización de autocares privados y no oficiales significaba de forma clara que la misión no era oficial o al menos, que se trataba de una operación por sorpresa.
Bartolomé condujo el autocar comercial de color crema y con las letras en granate desde las cocheras al patio de armas, donde esperaban ya unos doscientos guardias civiles de tráfico armados con fusiles de asalto. Los militares fueron subiendo a los distintos autocares de forma disciplinada cumpliendo las órdenes que se les daban. En la primera fila de su autocar, justo detrás de Bartolomé, se sentó el teniente coronel Tejero junto a su hombre de confianza. La cosa iba en serio, pensó el veterano conductor, con un pálpito de emoción bailándole en el pecho. Todos conocían la fama del teniente coronel y su implicación en alguna intentona golpista. Pero Bartolomé no era de los que se arredraban. Cuando las cosas se ponían tensas, él era de los que se mantenían con pie firme. En realidad, era un honor participar en aquel servicio.
Tejero le indicó que dirigiera el autocar hacia la carrera de San Jerónimo, porque iban a tomar el Congreso de los Diputados en nombre del Rey y de España.
—Es un honor, mi teniente coronel —contestó Bartolomé apretando el acelerador.
—En cuanto nos deje en las escalinatas del Congreso, conduzca el autocar de nuevo al Parque Móvil y espere allí órdenes.
—A sus órdenes, mi teniente coronel.
Bartolomé conducía con tranquilidad, sin sobresaltos. Iba contento, casi exultante. Lo único que le fastidiaba es que en un momento tan importante no pudiese cantar algún himno que le enardeciese todavía más. Pero el autocar iba en silencio y cuando miraba por el retrovisor, el conductor podía ver la incertidumbre pintada en el rostro de sus compañeros.
Bajó el paseo de la Castellana en cabeza del convoy de incógnito, paladeando la emoción de participar en un acontecimiento histórico. Más de doscientos guardias civiles iban a entrar en el congreso. Salvo que hubiese un comando etarra en las Cortes y tuvieran que desalojarlo, aquello solo podía ser un golpe de Estado. Bartolomé iba valorando la situación mientras guiaba el volante y atendía al tráfico. Era imposible lo de los etarras, concluyó. Si eso hubiera ocurrido, mandarían a los GEOS y no a guardias civiles de tráfico. Además, ya se habrían enterado por la radio. No, aquello obligatoriamente era un golpe. ¿Iba a salir bien la intentona? ¿Estaría bien organizada y sería secundada en otras regiones militares? ¿Se uniría la Acorazada Brunete, las más poderosa división militar de España, cuyo cuartel estaba a menos de cuarenta kilómetros de Madrid? Si la Brunete sacaba sus tanques a la calle, el golpe triunfaría indudablemente. Estaban a un paso de la gloria, sí; pero también del fracaso y del deshonor. ¿Deshonor? No, no era el deshonor, sino la condena judicial de aquella sociedad podrida lo que les esperaba si fracasaban. Al encontrarse con la fuente de Neptuno, unos agentes de paisano retiraron unas vallas metálicas para permitirles acceder a la carrera de san Jerónimo. Eso tranquilizó a Bartolomé. No estaban solos.
—No se preocupe —le animó Tejero—. Son guardias del dispositivo que están al corriente de la operación. Todo esto se hace en defensa del Rey y con conocimiento de la Casa Real.
Por fin, estaban frente a los leones del Congreso. Visto tan de cerca, el edificio histórico resultaba más impresionante. El teniente coronel Tejero se puso en pie:
—¡Atención! —gritó Tejero—. Vamos a entrar en las Cortes para realizar una misión en defensa del Rey y garantizar la unidad de la patria. Cumplan las órdenes de sus capitanes. ¡Viva España!
Un viva atronador respondió a sus palabras. Bartolomé vio como los guardias civiles, pertrechados con su fusil y una pequeña mochila, se dividían en pequeños grupos con un oficial al frente y luego se introducían rápidamente tras la gran puerta de bronce. Bartolomé entonces cerró las puertas del autocar y se dispuso a volver al Parque Móvil. Eran las 18:20 horas cuando el conductor encendió la radio.
En ese momento se estaba produciendo la votación nominal de la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo y Bustelo como presidente del Gobierno tras la dimisión del presidente Suárez, ocurrida algunos días atrás. Bartolomé oyó la voz del presidente del Congreso que en esos momentos llamaba al estrado al diputado Manuel Núñez para que votase. Pero, de improviso, la voz del locutor radiofónico, se demudó en un hilo agitado, en la voz temblorosa y entrecortada por la respiración que produce el miedo real, el miedo físico al dolor y quizá a la muerte y cubrio con palabras dubitativas la llamada al diputado. El propio Bartolomé, al escuchar el miedo en la garganta del locutor, sintió en su estómago la tensión del momento y se lamentó de no estar dentro con sus compañeros de armas. Decidió subir el volumen de la retransmisión, que ahora retumbaba en el autocar vacío.
—Algo… En estos momentos se ha oído un golpe muy fuerte en la cámara… (Bartolomé escuchó otra voz al lado del periodista que decía “un disparo”. Sí, “un disparo” había comentado esa otra voz, quizá un técnico u otro periodista a su lado. El locutor seguía hablando en voz cada vez más baja y entrecortada.)… No sabemos lo qué es, porque la policía… La guardia civil… La guardia civil entra en estos momentos en el Congreso de los Diputados… Hay un teniente coronel que con una pistola sube hacia la tribuna. En estos momentos apunta… Es un guardia civil… Está apuntando con la pistola… Entran más policías… Está apuntando al presidente del Congreso de los Diputados con la pistola, y vemos cómo… (El locutor calló un instante y Bartolomé aguzó el oído porque se oían algunas voces gritando en la cámara de oradores, aunque en la algarabía le era imposible saber qué estaban diciendo. Al poco la voz del locutor seguía en un susurro)… La policía… (Entonces, sobre la voz aterrada del locutor, Bartolomé escuchó con claridad varios gritos de “¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!”). No podemos emitir más porque nos están apuntando… Llevan… Llevan metralletas… (En este momento, Bartolomé escuchó claramente disparos atronadores y gritos en el interior del hemiciclo, mientras una voz firme, marcial, la de un compañero exclama: “Desenchufa eso… Desenchúfalo… Desenchufa eso…” y casi al mismo tiempo otra voz advierte con más dulzura: “Tranquilo, tranquilo, que no pasa nada”.
La emisión se había cortado de forma abrupta justo cuando a Bartolomé lo había detenido un semáforo en rojo. ¿Se habrían visto obligados sus compañeros a hacer uso de las armas contra los diputados? ¿Había habido un enfrentamiento dentro del congreso? Miró por el retrovisor. Los cinco autocares que habían conducido a los golpistas al Congreso se dirigían ahora pacíficamente a las cocheras. Los acontecimientos se habían iniciado y él estaba orgulloso de estar participando en ellos. En esos momentos, cuando la patria necesitaba hombres, él no se había escondido. ¿Pero cómo acabaría todo aquello? ¿Vencerían y España volvería a ser lo que nunca debió olvidar? ¿O fracasarían y serían fusilados? ¿O quizá se iniciaría una nueva guerra civil, como en 1936? Bartolomé no era capaz de pensar con claridad ni establecer perspectivas, pero tenía una cosa clara: allá donde le necesitase la patria, él acudiría.
A los dos minutos, cuando ya enfilaba la glorieta de Castelar, la cadena SER empezó a emitir música clásica.
Aquella tarde, contrariamente a su costumbre, José Escudero estaba oyendo la radio con atención. En cuanto comenzó el asalto al congreso, no pudo evitar una sonrisa alegre y se sintió rejuvenecer cincuenta años. Era un chaval, eran los tiempos en que Madrid era un territorio en disputa y él se paseaba por sus calles luminosas y agrestes con una pistola bajo la axila, limpiando las calles, matando marxistas. El dieciocho de julio de 1936, día del Alzamiento, él se refugió hasta que cayó la noche en su viejo barrio del Ciego, allá por Sainz de Baranda, en la casa baja donde vivía junto a su madre. Llevaba su pistola del nueve corto y de allí no le iban a sacar vivo. Se llevaría por delante al que cruzara la puerta de su casa. Luego, al amparo de la oscuridad, esquivando la luz incierta de las farolas, caminó por las calles hasta llegar al centro con la intención de organizarse con otros camaradas de Falange. Esquivando grupos de milicianos socialistas y anarquistas armados, acabó acercándose a un camarada, portero de un hotel cercano a la Puerta del Sol, que le recibió aterrado y le pidió por favor que se marchase de allí cuanto antes para no comprometerle. Antonio, que no quería volver a las calles cada vez más repletas de milicianos, le pidió que le franquease el paso hasta la azotea del edificio para huir por los tejados. Al llegar a la azotea, Antonio sintió el pesado calor de aquella noche de verano. Algunas columnas de humo y diversos resplandores le dieron a entender que algunos edificios estaban ardiendo. Probablemente se trataría de conventos e iglesias que habrían incendiado los rojos, razonó Escudero. Desde allí, junto al emblemático cartel del Tío Pepe de la Puerta del Sol, asomado cautelosamente al pretil, Escudero podía ver a la muchedumbre enfervorizada, pidiendo armas a gritos frente a la Casa del Reloj. Entonces apuntó a la abigarrada multitud que gritaba y el rugido de su pistola repiqueteó sobre el aire de fuego de aquella noche. Sin verlos, pudo escuchar los gritos de pánico, imaginar a las turbas corriendo de un lado para otro, presas del terror y supuso que varias personas habrían resultado heridas y alguna quizá muerta. Sin detenerse a pensar nada más, Escudero saltó a la azotea contigua y así, de azotea en azotea, se alejó hacia el Congreso de los Diputados. Aquella noche, como tantas otras de aquella bendita guerra, Escudero se la pasó disparando contra esos comunistas, salvajes, bárbaros, orientales. Disfrutaba de cada descarga de tiros, de cada salto por los tejados de Madrid, de cada huida a una nueva posición.
Sí. Habían pasado de aquella noche salvaje casi cincuenta años. Él y toda su generación ya no eran aquellos chavales animosos de 1936. Ahora la cosa no iba a ser igual porque el mundo se había amariconado. Pero podía ser parecida. Y solo había una manera de saberlo, la misma de aquella noche. Él vivía mejor que bien en la nueva democracia. Sus negocios iban como un tiro, ganaba dinero a velocidad vertiginosa. Pero no podía evitar sentir un aleteo en el corazón cada vez que la acción le llamaba. Era superior a sus fuerzas. Así que Escudero tomó su Star del nueve corto una vez más y con la decisión de siempre. Mientras iba introduciendo con destreza los proyectiles en sus tres cargadores, pensó que también sería buena idea sacar de paseo esa tarde su Walther P—38 del 45, la extraña pieza de coleccionista que le regalaron en la División Azul. También rellenó un par de sus cargadores. Antes de salir de casa, cogió dos cajas de cincuenta balas y se las guardó en los bolsillos de su cazadora. Sí, aquella podía ser una gran tarde.
Gonzalo, Javi y los demás estaban en clase de Matemáticas, la última antes del recreo de las siete y media, cuando el conserje llamó a la puerta. Al darle permiso la profesora, entrevieron en el umbral a un padre que, con aire de urgencia, preguntaba por su hijo. La profesora, algo perpleja por el rostro tenso del padre, le dijo que allí estaba.
—Ha habido un golpe de Estado. Un teniente coronel de la Guardia Civil ha entrado en el Congreso y tiene secuestrados a todos los diputados. No sé sabe si sacarán los tanques a la calle.
Toda la clase se agitó en apagados murmullos. ¡Un golpe de Estado! ¡Qué significaba eso? ¿Qué podía ocurrir? La profesora de Matemáticas no dijo nada, pero la noticia no le gustó. Ella era una mujer católica, muy conservadora y no tenía miedo alguno de una dictadura militar; pero también era guipuzcoana y sentía cierta simpatía por el PNV y pensaba que si triunfaba el golpe, la autonomía vasca se perdería. Aún con todo, Pepita Lasa siguió impartiendo su clase con su tono autoritario y su acento abrupto de siempre.
Pero los alumnos estaban distraídos y la clase se desarrollaba en un ambiente extraño. Mientras oscurecía, a través de las ventanas, Javi podía ver que la calle de acceso al instituto se estaba colapsando por los coches de muchos padres que aparcaban como podían, entraban y salían, presurosos, seguidos a paso ligero por sus hijos renqueantes, cargados con sus mochilas. Al cuarto de hora, el Jefe de Estudios dio orden de suspender las clases y en menos de diez minutos, todos los alumnos estaban en el patio o camino de su casa. La mayoría caminaba con su mochila en bandolera con una cierta alegría: por un día habían suspendido las tediosas clases y ellos podrían dedicar el resto de la tarde a jugar o a vaguear. Pero otros alumnos, más conscientes de la gravedad de la situación política, comentaban en corrillos el golpe con gestos de preocupación. Los delegados hacían corro en el patio, a la luz de las débiles farolas, alrededor de Pepe y Alicia. Javi y Gonzalo dejaron el grupo de su clase un momento y se acercaron al grupo.
—Pues yo esta noche no duermo en mi casa ni de coña —decía Pepe frunciendo sus pobladas cejas mientras le quitaba a su gorra de pana la estrella roja de cinco puntas—. Si triunfa el golpe, puede pasar perfectamente lo de Chile o Argentina. Cada uno debe buscarse una vivienda franca para esta noche. Sobre todo a los que os detuvieron en las últimas manifestaciones.
Pepe y Alicia y otros dos alumnos más habían sido detenidos en las manifestaciones ilegales contra la LAU, celebradas hacía menos de un mes.
—¿Nos vamos al chalé de mis padres en la sierra? —propuso Alicia.
—¿Y si tienen tomadas las estaciones de tren? —preguntó con gesto resabiado Pepe. Alicia le miró con preocupación y sin contestarle—. Además allí nos vería también la gente del pueblo al llegar a la estación y podrían chivarse a la Guardia Civil. Si tuviéramos un coche sería distinto…
Javi estaba tranquilo, casi alegre de que ocurrieran acontecimientos históricos. Él no había hecho nada. Al fin y al cabo era casi un niño. No creía que los militares, aunque triunfaran, fueran a hacerle el menor daño. Otros alumnos miraban a los líderes estudiantiles con la misma tranquilidad y curiosidad como él mismo. Era como si estuvieran viviendo una película ajena, con los actores protagonistas desarrollando sus papeles ante sus ojos.
—Yo me voy a ir a casa de mi abuela —anunció otro de los detenidos, un tal Luis, con gesto de inteligencia—. Desde allí llamaré a mis padres para que me avisen por teléfono por si me van a buscar a mi casa. Y si me llaman mis padres, pues me voy al metro. Voy de tren en tren hasta que todo se calme…
—Lo mejor es que nadie diga ahora donde va a ir y lo que va a hacer, porque si nos cogen y nos torturan podríamos delatarnos los unos a los otros –le cortó con energía Pepe—. Venga, vámonos, cada uno por nuestro lado.
Javi y Lito vieron entonces que los líderes se marchaban presurosos, al parecer sin destino cierto. O a lo mejor habían dado pistas falsas de lo que realmente pensaban hacer por si alguien se iba de la lengua. Ellos se quedaron allí, sin saber muy bien qué hacer. Riqui y Torres se habían sentado en un banco del patio, decidiendo cómo aprovechar lo que les quedaba de aquella tarde sin clases.
—¿Y a ti no te viene a buscar tu viejo? —le dijo Torres a Riqui con ironía.
—A ver si te crees que mi viejo es tan gil como el de estos pringaos. Mi viejo pasa de mí totalmente —le contestó riendo el otro.
—Pues vaya un socialista…
Se acercaron al quiosco a comprar una cerveza de litro y se sentaron en un banco del parquecito adyacente al instituto. Ya era noche cerrada y hacía frío. Torres compró unos cigarrillos sueltos y les ofreció tabaco. Javi y Lito aceptaron. Allí, sentados en el banco, comprobaron que el patio del centro y las calles colindantes se habían quedado desiertas. Era como si todo el mundo hubiera decidido, de repente, que lo mejor que se podía hacer en Madrid era encerrarse en casa, como las hormigas en invierno.
—¡Pero si no os tragáis el humo…! —se burló Torres al verles fumar torpemente—. Tenéis que fumar así, aspirando aire a los pulmones a la vez que lo sacáis del cigarrillo. Del tirón —Y Torres les mostraba de la mejor forma que podía—. Bueno, también lo podéis meter en la boca y luego de un golpe a los pulmones, pero yo creo que es más difícil.
Los dos amigos lo intentaron y rompieron en una tos fuerte y seca cuando sintieron el ocre sabor forzándoles la garganta. El humo les salía de la boca entre toses y salivazos. Con la parte anterior de la garganta gorgoteaban intentando limpiarse aquel desagradable sabor. Torres se rio abiertamente.
—Es así las primeras veces —aseguró—. Pero pronto te acostumbras. Darle más caladas.
—Vaya gilipollez —les dijo Riqui—. Joderse así la garganta. Sois unos gilipollas. ¿Para qué hacéis eso?
Pero Javi y Lito no le atendían. Por fin estaban aprendiendo a fumar de verdad, como los hombres. Y no se iban a arredrar por unas toses de nada. Siguieron fumando y, efectivamente, a la tercera o cuarta calada fueron capaces de controlar la tos.
—Y ahora viene lo bueno —le anunció Torres jocoso a Riqui—. Apuesto a que ahora estos primaveras se marean. Ya verás…
El timbrazo del teléfono arrastraba un rasguño de alarma. Cuando Bartolomé hacía servicios especiales, Candelaria estaba con los nervios tensos, acordándose de los malnacidos de la ETA. Ya habían sido muchas las viudas de guardias civiles por culpa del terrorismo. Así que, sin quererlo, fue a la carrera desde la cocina al salón y lo tomó con manos ligeras.
—¿Estás oyendo la radio? —oyó la voz urgente de su marido.
—No, ¿qué pasa?
—Ha habido un golpe de Estado. Hay mucha confusión… ¿Dónde está Bartolo?
—No lo sé… se fue a la biblioteca.
—En cuanto vuelva, dile que se vaya, que hoy no duerma en casa.
—¿Y eso?
—Yo qué sé, por si las moscas…
—¿Y dónde se va a ir? ¿Al pueblo?
—No, al pueblo no —dijo tras una pausa el marido—. Si se lía bien liada, el pueblo no será un buen sitio porque allí todos saben que es rojo….
—Ya.
—Espera —dijo con alegría el padre—. Voy a llamar a mi hermano para que se acerque desde el pueblo a Madrid y lo lleve a Alarcón de madrugada. Así nadie lo verá llegar. Dile entonces a Bartolo que espere en casa o en un sitio seguro donde pueda ir a buscarlo mi hermano y que te dé la dirección.
—Vale.
Javi y Gonzalo estaban en silencio, pero efectivamente, comenzaron a sentir unas bascas repulsivas y unos sudores que les perlaban la frente y el cuello. Torres se empezó a reír a voces.
—¿Has visto? Se han quedado pálidos como muertos —seguía con sus carcajadas—. Ahora lo mismo echan la pota.
—¡Qué gilipollez! ¿Para esto sirve fumar? Yo no fumaré en mi puta vida —anunció con acento firme Riqui.
Pero Javi y Gonzalo ya no atendían, pues el mareo les había dominado. Levantaban la vista al cielo buscando aire puro, mientras las ganas de vomitar les subían a la garganta.
—Voy a echar la pota —anunció Javi. Y se levantó tambaleante hasta un parterre, donde comenzó a vomitar. Gonzalo seguía en silencio, con la cabeza mirando el cielo y los ojos cerrados. Torres se reía estruendosamente.
—¡Ay, gañanes, qué poca vida teníais! ¡Ahora sí que os estáis haciendo hombres! Mira Lito, está más pálido que nunca…
Riqui se reía. Javi ya no entrecerraba los ojos como antes.
—Uf, ya me encuentro mejor, mucho mejor. Echa la pota —le recomendó a Lito, que seguía con los hombros apoyados en el banco con la nariz mirando al cielo—… y se te pasa.
—¿Qué, otro cigarrito? —le ofreció Torres burlón.
—Paso —denegó Javi.
—Venga, anímate. Si eso es solo la primera vez —reía Torres—. Esto ha sido vuestro bautismo de fuego.
—¡Vuestro bautismo de gilipollas! —terció Riqui exagerando la pronunciación de la ese final.
Por fin, Gonzalo salió de su ensimismamiento y pidió agua. Los demás se rieron y le recordaron donde estaba la fuente más cercana. Gonzalo se levantó y se perdió vacilante en la oscuridad.
—A ver si se va a marear y se cae —dijo Javi con preocupación, pero sin ánimo para ayudar a su amigo, esperando que los otros lo hicieran.
—No pasa nada —repuso riendo Torres.
Al fin volvió Gonzalo, ya con su color habitual en el rostro. Lo primero que hizo fue echarse un largo trago de cerveza y luego soltar un potente eructo que les hizo reír a todos. Torres le ofreció otro cigarrillo riendo. Pero Gonzalo denegó con la cabeza.
—Yo me pasaré a los porros directamente —les anunció.
— Pero si no estás acostumbrado al tabaco, te marearás y no te gustará el chocolate. Eso dice la gente —contestó Torres.
El frío arreció. Un viento seco bajaba por la calle doctor Esquerdo y se colaba por aquel pequeño callejón, hasta clavarse como alfileres en sus huesos. Ninguno llevaba una buena cazadora. Todas eran vaqueras o de pana. El mareo ya se les había pasado, pero también les había quitado las ganas de seguir allí. Lo mejor era irse. La vuelta en el autobús al barrio fue un tanto extraña. El conductor tenía puesta la radio a gran volumen y los pasajeros, en silencio casi total, escuchaban la música clásica. A Javi le pareció que todo estaba envuelto en un halo de irrealidad, como si aquello estuviera ocurriendo en un país muy lejano y no fuera con ellos. Nadie daba ninguna opinión. La gente, sentada en su asiento del autobús o bien sujeta a los pasamanos del techo, bamboleándose, como recién levantada de un sueño, sabía que los diputados estaban secuestrados, que el país podía entrar por un camino nuevo y seguramente más conflictivo; pero a nadie se le ocurría oponerse al golpe o acudir al Congreso a liberar a los diputados. Todo lo que hacia la gente era callar y oír. Esperar acontecimientos.
Ricardo Ballesteros se enteró del golpe en su despacho de concejal presidente de la Junta de Distrito de Moratalaz, porque se lo dijo Loli, su secretaria. Lo primero que hizo fue intentar hablar con la Casa de la Villa, con el alcalde o con alguno de sus hombres fuertes, pero le resultó imposible. Tierno Galván, el alcalde, también era diputado y se encontraba dentro del Congreso. Así que decidió acercarse al local del PSOE. Allí se encontró con algunos cargos menores de la ejecutiva provincial y con Santiponce, el secretario de organización de la Federación Socialista Madrileña, uno de los hombres fuertes del aparato. El partido, con casi toda su Ejecutiva Federal secuestrada en el Congreso, estaba descabezado e impotente, así que era Santiponce quien estaba al mando de todo. Pero el burócrata, un joven obeso que nunca había caído bien a Ricardo, estaba paralizado, sin saber qué hacer. Sudaba copiosamente y fumaba sin parar. Fue Ricardo quien organizó a los presentes: recogieron todas las fichas de afiliación y los documentos que les parecieron importantes. ¿Era mejor quemarlos o ponerlos a buen recaudo esperando acontecimientos? Ricardo dijo que lo mejor era esconderse en algún sitio seguro y preguntó a Santiponce si conocía alguno. El responsable de organización dudó unos instantes, sopesando las consecuencias personales que podían acarrearle esas cajas llenas de documentos, pero al final le propuso a Ricardo trasladar los documentos y pasar la noche en una casa que tenía en la sierra, en una urbanización que se llamaba Ciudad Ducal, en las Navas del Marqués, a menos de 40 kilómetros de Ávila. Si las cosas se ponían mal, podrían quemar los documentos en la chimenea. Ballesteros y Santiponce compraron algo de comida en un supermercado cercano y se fueron para allá en un coche escuchando la radio para ver si daban más noticias. De paso podrían disfrutar de una buena cena junto a la chimenea y charlar como un par de amigos. Ricardo llamó a su casa nada más llegar al chalé.
—Soy yo, Mari Carmen. ¿Te has enterado de las noticias?
—Sí.
—Estoy fuera de Madrid por motivos de seguridad.
—¿Y nosotros?
—A vosotros no os puede pasar nada.
—Eres un egoísta —le escupió la mujer con rabia. Ricardo se quedó en silencio unos momentos. No era momento de discutir.
—En cuanto esto se aclare te vuelvo a llamar, cariño.
Cuando Mari Carmen colgó el teléfono y vio la mirada de sus hijos clavada en sus ojos, se sintió tan desvalida como una niña. Y se compadeció de si misma. Rompió a llorar.
Cuando Javi llegó a casa, su madre estaba escuchando también la radio.
— ¿Sabes lo que ha pasado? —le saludó Mariluz temerosa—. ¿Qué crees que ocurrirá?
Javi no decía nada porque, aunque su madre estaba muy nerviosa y él hubiera querido tranquilizarla, tampoco sabía qué decir. Al rato llegó su padre con aspecto más cansado que de costumbre.
—Ha habido un golpe de Estado —les dijo lentamente al entrar en casa al verles frente a la radio.
—Dicen que puede hablar el Rey dentro de poco —contestó Javi mirando la radio como si fuera una persona más.
Cenaron en silencio, con la radio puesta. No había nuevas noticias. Tras la cena, oyeron estupefactos que los tanques habían salido a las calles de Valencia. El padre cayó entonces en un profundo mutismo. No decía absolutamente nada. Los locutores repetían una y otra vez las mismas informaciones fragmentarias e incompletas. Al pronto llamó su tío Luis, maldiciendo contra los militares, blasfemando. Su hijo Luisito estaba haciendo la mili en Valencia y el jefe de aquella región militar había sacado los tanques a la calle. Luisito podría estar en ese mismo momento movilizado. Javi oyó cómo su padre intentaba tranquilizar a su tío. La conversación se alargó en un bucle circular, volviendo en varias ocasiones a decirse las mismas palabras. Tras ella, el padre se fue a la cama. Javi se avergonzaba de tener un padre así, una persona sin ningún compromiso político. La madre le preguntó:
—¿Tú qué crees que pasará, hijo?
—Yo no creo que haya una guerra —le dijo por tranquilizarla y por cumplir con la imagen de jovencito responsable e informado que tenía ante la familia.
Y allí estuvieron oyendo la radio, los dos juntos, mientras entraba la madrugada. A las dos horas oyeron la voz del Rey, solemne, histórica, conminando a todos los militares a respetar la legalidad constitucional. Pronto se informó de la tranquilidad que se respiraba en todos los cuarteles del país y de que la División Acorazada Brunete, el cuerpo del ejército más poderoso de España, no había salido de sus cuarteles. España parecía en calma de nuevo. El golpe había fracasado.
—Bueno, esto se ha acabado, mamá. Vamos a dormir —le dijo Javi algo cansado.
—¿Tú crees? —le preguntó la madre para que la tranquilizara más aún.
—Pues claro —le contestó alegremente su hijo.
—Menos mal —respiró aliviada Mariluz.
Javi se fue a la cama con un transistor y se durmió escuchando en la Cadena Ser a José María García que ese día se había ido al Congreso a pasear su vocecita atiplada y el mensaje del Rey que repetían de vez en cuando por si alguien no lo había oído.
Santiponce no había encendido la chimenea por temor a que eso delatase su presencia. Los dos políticos se aprestaron a pasar la noche en la fría casa, calentándose a base de coñá. Pronto estuvieron algo borrachos. Ambos se sentían hermanados. El destino de centenares de hombres y mujeres descansaba en ese momento sobre sus hombros. Comentaron las posibilidades de triunfo del golpe, pero al ver salir al Rey por la televisión se tranquilizaron y la conversación giró hacia terrenos más personales.
—Estoy hasta los cojones de mi mujer —le dijo Ballesteros cuando ya estaba algo achispado—. En cuanto se apruebe la ley del divorcio, me voy de casa.
—¿Y es que te crees que hay algún matrimonio que funcione bien? A mi mujer tampoco hay quien la aguante. Menos mal que en la cama es un volcán –le confesó Santiponce.
Ballesteros, que conocía a la esposa de Santiponce de algunas reuniones, alabó su belleza y se animó a pedirle detalles riendo. Santiponce, enterrando el miedo que había sufrido durante toda la noche, se sintió reconciliado con la vida; y mecido por el alcohol, le narró exageradamente algunas de sus experiencias sexuales, poniendo el acento en la fogosidad de su esposa y en su asertividad. Era una mujer caprichosa e insoportable, pero tan apasionada que quería sexo diariamente. Ricardo reía y dejaba volar su fantasía imaginándola junto a él. No pudo evitar una tremenda erección y entonces echó de menos a su secretaria.
El viernes, cuatro días después del golpe, todos los partidos políticos y los sindicatos convocaron una manifestación en favor de la democracia. Comenzaría en el paseo de las Delicias y terminaría en la Carrera de san Jerónimo, ante las mismas puertas del Congreso de Diputados, donde se iba a leer un manifiesto.
—Tenemos que ir —les insistió Javi a todos sus amigos y compañeros de la clase—. Hay que demostrar que queremos democracia.
Javi estaba convencido de que aquella manifestación iba a ser histórica. Irían centenares de miles de personas y, como un solo hombre, gritarían consignas contra el fascismo y cantarían La Internacional o El pueblo unido jamás será vencido. Nunca antes en su vida había ido a ninguna manifestación. No se había aventurado a ir a las manifestaciones ilegales de estudiantes, en las que la gente se aprestaba con decisión a hacer saltos para enfrentarse a la policía. Javi estaba tranquilo: no pensaba que aquella fuera una manifestación similar. Ésta era legal y no se preveían enfrentamientos, sino un clamor de toda la sociedad pidiendo democracia y paz. Y para allá fueron Javi y sus tres amigos del Montserrat con algunos otros de la clase. Según bajaban por Delicias, vieron una tienda de ultramarinos abierta. Pillaron unos litros de cerveza y se sentaron a bebérselos en la acera, mientras la manifestación arrancaba.
—Podemos esperar aquí y cuando llegue la cabecera con los políticos nos incorporamos.
Esa fue su idea. Pero no la pudieron llevar a cabo. Nadie sabía si la manifestación había empezado ya, porque una riada de gente caminaba tanto hacia el inicio del paseo de las Delicias donde en teoría se iniciaba el cortejo, como subía a buen paso en dirección a Atocha, hacia el final de la marcha. La cabecera no aparecía por ningún sitio, ni se veía ningún cortejo organizado. Todo eran grupos de gente que se paseaba arriba y abajo como las hormigas junto a su hormiguero. Torres le ofreció un pitillo a Javi y entre todos apuraron las cervezas. Ya ni siquiera se plantearon acudir al inicio de la manifestación. Prefirieron seguir a la abigarrada multitud que, casi a la carrera, subía por el paseo de las Delicias para llegar a Atocha. A la altura de la estación de tren, casi no se podía continuar. La enorme plaza del emperador Carlos V estaba atestada de gente.
—¿Y si nos subimos al escaléxtric? —se le ocurrio a Gonzalo.
El antiguo escaléxtric de Atocha estaba casi igual de atestado que las calles, pero se podía andar aunque fuera arrastrando los pies y teniendo cuidado de no tropezar con la multitud. Había más de tres personas por metro cuadrado. Caminaban todos muy juntos, sin bracear, casi chocando el pecho contra la espalda del siguiente. Apenas se gritaban consignas, pero el ambiente era muy alegre. A Javi le pareció que la gente estaba contenta de que el golpe hubiera fracasado. La mayor parte de los manifestantes eran obreros, trabajadores sin cualificar. Javi y Riqui no habían visto nunca a la clase obrera como conjunto. Y les parecieron gentes toscas, pero muy afables. Por todas partes se oían bromas infantiles, casi como las que se hacían ellos, entre obreros de más de cuarenta años.
—Mira, mira, el escaléxtric está temblando —dijo Torres bromeando—. ¡Ay, madre! ¡Javi, esto se va a hundir y aquí nos matamos todos!
Y era verdad. Era tanta la gente que se había subido a aquel ingenio de acero y asfalto, que el escaléxtric estaba vibrando levemente, como un junco ante un ligero soplo de aire. Javi intentó acelerar el paso, pero era muy difícil avanzar y se dedicó, desde ahí arriba, a contemplar la inmensa masa de gente que abarrotaba la plaza. Allí podía haber un millón de personas. Nunca había visto una muchedumbre igual. Allá donde miraras, las calles estaban repletas de personas: hombres, mujeres, jóvenes, ancianos… Y la cabecera seguía sin aparecer. Desde la calle Atocha, el paseo de María Cristina, el de las Delicias o desde la calle Embajadores fluía tal torrente de gente que en la plaza de Atocha había un tapón gigantesco. Al fin, allá a lo lejos, a la altura de la entrada del Jardín Botánico, justo ante la fuente que hay antes del Museo del Prado, Javi entrevió la pancarta detrás de la que iban los políticos. Era imposible que hubiesen salido desde el inicio, tenían que haberse incorporado más tarde, seguramente desde el Ministerio de Agricultura, en Atocha.
—Mira, mira. ¡Ahí está la cabecera! —saludo Torres cuando ya todo el mundo la había visto.
—Es imposible que hayan salido desde abajo. Los habríamos visto.
—Les vamos a adelantar gracias al escaléxtric —dijo Torres—. Ellos no se mueven casi. Nosotros vamos mucho más rápido.
Pero se equivocaba, porque según iban descendiendo por el escaléxtric para incorporarse al grueso de la manifestación, les costaba más y más trabajo avanzar. Cuando ellos llegaron abajo, la pancarta ya estaba acercándose a Neptuno. Le habían ganado terreno, pero todavía no la habían alcanzado.
—Pues yo quiero oír los discursos y verlo todo bien —dijo Javi.
—Vamos por una calle lateral. Por ahí habrá menos gente y llegaremos al Congreso de los Diputados antes que ellos —propuso Riqui.
Subieron por la calle de las Huertas con gran dificultad porque también había mucha gente, pero luego, al doblar por la calle del Duque de Medinaceli, era algo más sencillo avanzar. Les costó trabajo, pero efectivamente, cuando llegaron frente al Congreso de los Diputados, justo ante la puerta del Hotel Palace, podían adivinar la pancarta todavía en Neptuno; no porque la vieran, sino por las luces de las cámaras de televisión y los flashes continuos de los fotógrafos que la acompañaban. Ya era noche cerrada, pero no hacía frio: había tal aglomeración de gente, que estando en plena calle y en un frío invierno madrileño, parecía una tarde de primavera. Pasaban los minutos y nadie se movía. Tan solo algunos grupitos ultraizquierdistas se abrían paso cantando consignas que pedían la huelga general y la organización de soviets. La inmensa mayoría ya no se movía del sitio: era imposible. Se comentaba la gran cantidad de gente que había y la dificultad que iban a tener los líderes políticos para acceder al estrado instalado sobre la escalinata de acceso al Congreso de los Diputados desde el que se iban a leer los manifiestos. Era materialmente imposible moverse: la gente ocupaba la Carrera de san Jerónimo de forma absoluta.
Finalmente, en mitad de un murmullo incesante, se oyó a lo lejos, muy apagada por la pésima megafonía, la conocida y cálida voz de la presentadora de televisión Rosa María Mateos. Javi trató de entender lo que decía, pero le resultó imposible más allá de oír palabras sueltas como democracia, libertad y golpe. En dos minutos terminó todo. Los líderes no habían llegado a donde tenían que llegar y ellos no habían oído el discurso. A la vuelta, los chicos tardaron más de una hora en encontrar un autobús en el que poder volver al barrio. Todos los colectivos pasaban abarrotados y sin detenerse en la parada de Cibeles. Javi estaba algo decepcionado. Él imaginaba que iba a asistir a un acontecimiento histórico en el que con consignas, cánticos, seriedad y organización se demostrase la voluntad firme de los españoles de resistir contra el fascismo. Un acto inolvidable y grandioso. Y había participado en una marcha bulliciosa y mal organizada, en la que no se había podido entender el breve discurso de la locutora y los líderes de la patria no habían podido llegar al Congreso. Pero a pesar de todo, creyó que había participado en un hito importante en la historia de España y estuvo muy orgulloso por ello. Así de sencilla, al parecer, era la verdadera historia cuando uno la vivía.