(Domingo, 31 de agosto de 1980)
When I’m ridin’ round the world, and I’m doin’ this and I’m signin’ that /And I’m tryin’ to make some girl, who tells me /Baby, better come back maybe next week /’Cause you see I’m on a losing streak /I can’t get no. Oh, no, no, no. Hey, hey, hey /That’s what I say. I can’t get no, I can’t get no /I can’t get no satisfaction, no satisfaction /No satisfaction, no satisfaction.
(I Can’t get no satisfaction, Rolling Stones)
(I Can’t get no satisfaction, Rolling Stones)
Ricardo Ballesteros González no destacaba por su capacidad de abstracción, era incapaz de realizar un elaborado razonamiento lógico y las sutilezas del pensamiento hipotético deductivo definidas por Piaget le resultaban un arcano. Algunos de sus profesores apostaban a que nunca alcanzaría la fase de las llamadas operaciones formales o superiores. Su discurrir por el sistema educativo no había sido ni siquiera discreto; es más, tenía fama de torpe y sus compañeros de colegio le despreciaban intelectualmente. Este trato cruel y despectivo fue iniciado primero y alentado después por algunos maestros durante los primeros cursos de primaria a pesar de que iba a un colegio de pago. Estos docentes se complacían en ridiculizarlo ante sus infantiles condiscípulos sacándolo a la pizarra para que tratara, abrumado por los nervios, de resolver en vano tareas que los maestros sabían perfectamente fuera de su alcance. Por aquel entonces, con seis o siete años, Ricardo escuchaba su nombre en boca de un maestro dentro del aula y su cuerpo reaccionaba al instante. De forma casi automática, el niño percibía físicamente cómo el sudor brotaba en sus manos, cómo las glándulas salivares parecían secarse como por ensalmo y hasta su lengua parecía independizarse de los impulsos cerebrales. En aquellos años, antes de dominar su ansiedad, Ballesteros, salía hasta la pizarra con paso vacilante, sin mirar las sonrisas crueles de sus compañeros. Tomaba la tiza con manos sudorosas, respondía trabándose a las preguntas del maestro de turno y enrojecía violentamente ante sus comentarios hirientes. Pero él era un luchador y soportaba el coro de risas estúpidas de sus compañeros mientras volvía a su pupitre con una sonrisa bobalicona en el rostro, intentando demostrar a sus compañeros que aquel trato denigrante no le afectaba, intentando tranquilizarse y olvidar el mal trago lo antes posible. Sin embargo, a pesar de su forzada indiferencia, lo cierto es que Ricardo admiraba a sus compañeros y en su fuero interno se preguntaba por qué razón la naturaleza había sido tan injusta con él, al negarle el don de la inteligencia.
Pero incluso al principio, cuando aquellas burlas infantiles le herían de verdad, Riqui nunca consideró aquella conducta de sus profesores y compañeros moralmente reprobable. Simplemente ocurría. El mundo era así. Los que destacaban en algún ámbito intentaban rentabilizar su capacidad. Las cosas eran de esta forma porque naturalmente no podían ser de otra distinta. Lo habían sido siempre, lo eran en los tiempos de esos hombres de la Prehistoria que él veía desnudos en los libros de texto, lo seguían siendo hoy bajo las corbatas y los uniformes y lo serían en cualquier posteridad imaginable. Y las cosas funcionaban así porque el propio ser humano era así. ¿O acaso, Ricardo Ballesteros, él mismo, no había intentado siempre estar por encima de su hermano menor? ¿Acaso no había sido él quien había bautizado a su hermano con el mote de Calimero como una forma más de mantenerlo bajo su dominio? Por supuesto que sí. Y él no era malo. También algunos, los listillos de la clase, le llamaban a él el Babas, porque se le escapaban perdigones de saliva a veces al hablar. Nadie era malo. Las cosas eran así. Simplemente. Y no había que intentar cambiarlas, sino aprovecharse de su discurrir natural, de igual manera que nadie en su sano juicio debía intentar remontar un caudaloso río a nado, sino dejarse llevar aprovechando su corriente para nadar hasta el destino apropiado. No había que hundirse ni dejarse vencer jamás por las circunstancias, sino luchar por adaptarse, por mantenerse a flote de la forma que fuese como un corcho.
Cuando llegó a la madurez, Riqui siempre decía que su mayor acierto en la vida fue asumir desde bien pequeño que no triunfaría jamás en los estudios. Quizá en alguna parte de su fuero interno tenía que agradecer a sus maestros la crueldad que le manifestaran cuando no contaba todavía ni ocho años. Eso le aclaró su camino, le facilitó el encuentro con su destino y fomentó el uso de sus mejores virtudes. Porque Ricardo no era un prodigio en lo relativo a las cuestiones abstractas, pero era un lince en todo lo referente a las relaciones humanas concretas.
Y así, mientras los otros, los listos, los niños dotados con aquel extraño don del razonamiento abstracto, eran aventajados alumnos de Matemáticas, Lengua, Ciencias Sociales o Ciencias Naturales; mientras aquellos otros perdían el tiempo devanándose los sesos con problemas sobre la velocidad de los móviles en el espacio, sumando de forma mecánica interminables rosarios de cuentas o buscando las figuras retóricas presentes en un aburrido texto de Platero y yo, Riqui invertía sus horas observando los comportamientos de los seres humanos que le rodeaban y el suyo propio para extraer de forma intuitiva las leyes naturales que realmente (y no según los libros), gobernaban las conductas de las personas y las relaciones que las unían. Y todo ello, no para alcanzar vagos conocimientos psicológicos ni una inútil cultura general, sino con el fin de emplear a los demás para sus propios fines personales. El cerebro, ese órgano gris donde otros almacenaban conocimientos, usándolo como un armario inerte donde iban colgando ordenadamente el teorema de Pitágoras, los distintos nombres de los huesos y órganos del cuerpo humano, la tabla de los elementos químicos o los nombres de las distintas estrofas españolas; Riqui lo usaba intuitivamente como una calculadora, para establecer de manera simple y directa, sin muchas complicaciones, las operaciones que conducían desde las raíces de los deseos humanos más primarios a su satisfacción. Y todo ello en la vaga convicción de que esas eran las leyes que le conducirían al triunfo sobre el medio. Poco a poco aquella presunción se iría convirtiendo en una certeza. Él no destacaría jamás en los exámenes, pero se impondría a todos por su astucia.
De niño, Riqui ya había percibido observando a sus familiares, que actitudes y comportamientos como la mentira, la crueldad o el chantaje emocional eran muy utilizadas por los adultos tanto en su trato hacia los niños como entre ellos mismos. Ricardo tenía problemas de expresión y a menudo no encontraba la palabra precisa que reflejara sus pensamientos; pero por el contrario, sabía callar con mirada distraída y en toda reunión observaba con vivo interés cómo se relacionaban sus padres entre sí, cómo lo hacían con sus abuelos, cómo era el trato de cada familiar hacia cada niño. Sobre todo era un experto en su propia familia. Su padre era evidentemente quien detentaba el poder y, de hecho, era común que en público ironizase de forma sibilina sobre la inteligencia de su madre. No la llamaba tonta directamente, pero de sus palabras se extraía implícitamente ese mensaje de manera continua. Por toda respuesta, la madre se limitaba ante los demás a callar sonriendo, intentando demostrar que ella no se ofendía, porque todas aquellas barbaridades que le decía su marido eran simplemente una broma. Al principio, Riqui sintió que el odio le arañaba el corazón y deseaba que su padre no actuase así. Su madre era lo que más quería en el mundo. Sobre todo le dolió comprobar que la sonrisa de su madre era muy parecida a la que ensayaba él cuando era ridiculizado en el colegio. Pero su padre nunca acababa de gastar su ironía contra ella ante quien estuviera delante y Riqui no sabía cómo pararla. El ascenso meteórico del padre dentro de las filas del Partido Socialista Obrero Español y su elección como concejal afilaron todavía más el lápiz de sus sarcasmos.
Riqui también observaba cómo era el trato de los mismos niños entre sí. Donde los niños sabihondos, los pitagorines que se reían de él en clase, no veían más que una telaraña inextricable de acciones adultas sin mayor interés; él era capaz de desmadejar aquel tejido social identificando cada uno de sus hilos y explicándose las causas del comportamiento de cualquier adulto a través de las relaciones con el resto de los hilos del telar. En este apartado, su mente actuaba a una gran velocidad: le hacían falta escasos minutos para captar cuáles eran las relaciones de poder en un grupo de adultos. Y además lo hacía con placer: era para él gratificante analizarlos. Era como dar la vuelta a un reloj, quitarle la tapadera y observar atentamente y con fruición cómo se movía su oculto engranaje.
Y apoyado en este conocimiento, Riqui hacía lo posible para que a él se le tratara mejor que a los niños de su entorno ocasional, a sus primos, a sus amigos o a su propio hermano. En las distancias cortas, en los recreos, al salir de clase, en los cumpleaños, en la plazoleta, en la familia, allá donde la lógica pura y la razón fueran destronadas por la simpatía y la antipatía, la bondad y la maldad, el amor y el odio, la pobreza y la riqueza, Riqui conseguía sus propósitos muy a menudo gracias al adecuado manejo de sus potencias terrenas. En otras ocasiones, cuando le era necesario el uso de la fuerza, la utilizaba de forma pragmática y selectiva, solo cuando estaba seguro de vencer al rival. Pero no dejaba pasar ofensa sin venganza y si le era preciso, establecía las oportunas alianzas con otros chicos para castigar más tarde o más temprano a su ofensor.
Mientras tanto, una lucha sorda se mantenía entre los dos hermanos para monopolizar el cariño de la madre. Y en un determinado momento, Riqui sintió que ella había elegido, por la razón que fuera, quizá por su mayor debilidad, a su hermano menor. Su madre lo había preterido, desplazándole en su cariño al lugar del segundón. Eso le dolió tremendamente. A partir de ese momento, Riqui se alejó de su madre y abandonó internamente su defensa. Solo una tonta podía proteger a su hermano Quico malcriándole, disculpando todas sus faltas y permitiéndole todos los caprichos. Riqui comenzó a darle la razón a su padre. Su madre era tonta. El mundo era de los fuertes. Quien aceptaba el trato que ella recibía con una sonrisa en los labios, sin contestar, sin rebelarse, solo podía ser una imbécil. Tenía en su casa un egoísta y dos idiotas.
Bien pronto intuyó que además de los sentimientos, en la vida de las personas tenían una gran importancia los objetos. Su posesión tenía varias virtudes. Por un lado, permitía a su propietario la utilización del objeto para el fin que le estuviera destinado: un balón servía para jugar, una bicicleta servía para montar en ella, un tirachinas servía para lanzar piedras. Dotado de una extraordinaria inteligencia espacial, todos los juegos y deportes que implicasen el desplazamiento o el lanzamiento de objetos contra blancos móviles o fijos le provocaban un evidente placer. Conduciendo una bici, montando en monopatín o jugando a la peonza, la lima, las bolas o las chapas no tenía rival. Cuando veía los grabados de los libros de historia se imaginaba a sí mismo como un arquero medieval abatiendo enemigos con sus flechas o como un astuto navegante manejando el astrolabio y la brújula, dirigiendo hacia las Indias las naves que le harían rico. En todos esos ámbitos, en la guerra y el comercio, se sabía poderoso y tenaz, invencible.
Pero, además, Ricardo se dio cuenta pronto de que la posesión de los objetos también confería un estatus a su propietario, elevando el valor de éste en su grupo social. Y como él quería ser siempre el más amado en cualquier grupo, comprendió que poseer objetos le haría ser más querido por los demás niños. ¿Qué niño no deseaba jugar al fútbol con un balón de cuero? ¿Qué niño no ansiaba montar en una flamante bicicleta? La posesión de esos objetos atraía, con su refulgente brillo, a todos los niños ansiando que el rey Riqui tuviese el gesto gracioso de prestárselos.
Poco después aprendió que todos los balones, todos los monopatines o todas las bicicletas no eran iguales. Los objetos de marca eran mejores y conferían a sus poseedores una posición de privilegio en la escala social. Los comentarios de su padre sobre los tipos de viviendas de Moratalaz, los tipos de colegios, sobre marcas de coches y vehículos de todo tipo, sobre los barrios o sobre la jerarquía social nunca le pasaban desapercibidos a Riqui, que los anotaba en su pequeña memoria cuidadosamente. Con doce años, aquel niño torpe para las matemáticas, era capaz de clasificar adecuadamente a los adultos y a los niños en capas sociales según sus coches, barrios de residencia en Madrid, tipos de vivienda, colegio al que asistían o lugares de veraneo. Mientras tanto, sus inteligentes compañeros de clase se burlaban de él por sus errores al resolver sistemas de ecuaciones. Riqui sonreía como si fuera un imbécil o aquello no le importase.
Luego, el niño también comprendió una tercera virtud de los objetos: su portabilidad y por tanto su capacidad de préstamo. Los objetos que uno poseía podían ser disfrutados por otros y, si el propietario los prestaba adecuadamente, podía obtener extraordinarias recompensas. Riqui tenía una buena bicicleta, la mejor del barrio, una bicicleta por la que él había luchado denodadamente desde los ocho hasta los diez años pidiéndosela a su padre una y otra vez. Y Ricardo padre, que tenía un cierto sentimiento de culpa, pues sabía que por sus actividades políticas dedicaba muy poco tiempo a sus hijos, accedió por fin a comprársela. Una vez que aquella magnífica bicicleta roja fue de su propiedad y Riqui se la bajó a la calle, vio que todos los niños le rodeaban para verla, tocarla, deseando que se la prestase para darse una pequeña vuelta. Riqui observaba sus miradas de deseo. En esos momentos, sabía que aquel simple vehículo de dos ruedas era la palanca, el punto de apoyo con el que movería a todo el grupo. Él prestaba la bicicleta a las personas en función de lo que esperase recibir de ellas. Si eran fuertes y podían serle útiles en su defensa, les dejaba la bici; si eran divertidos y le caían bien, les dejaba la bici. Pero si uno había sido descortés con él o le había molestado, si uno se había reído de él, Ricardo apuntaba en su pequeña memoria su cara y su nombre y esperaba el momento de su venganza. Riqui disfrutaba visitando a los compañeros de clase de otras plazoletas vecinas para mostrar sus habilidades haciendo caballitos o simplemente, para mostrarles su preciosa posesión. En esos momentos calibraba la mirada de deseo del estudioso y esperaba sonriendo que le pidiera como los demás una vueltecita. Algunos, los más orgullosos o astutos, se limitaban a mirarle y no se atrevían a pedírsela, temerosos de su humillante negativa. Pero otros sí picaban. A ti no, que me la rompes, que eres muy torpe. Nada había más dulce que ver sus caras humilladas y el coro de sonrisas que jaleaba sus palabras. En la calle no servían las jerarquías del colegio. Ricardo comprobó una y otra vez como la posesión y el préstamo de objetos atractivos predisponía al resto de los niños a su favor: querían estar con él porque eso suponía poder utilizar sus objetos o simplemente sentirlos físicamente a su alcance. Y por ello acababan aceptando sus puntos de vista o su manera de organizar los juegos, convirtiéndolo de hecho en uno de los líderes del grupo. Su situación en el colegio fue mejorando paulatinamente. Mientras que los pitagorines veían declinar su estrella, el encanto y el brillo de Riqui los eclipsaba. Solo algunos más altos no aceptaban ser inferiores a aquel presuntuoso e intentaban arrebatarle por la fuerza sus propiedades, solo para demostrarle quiénes dominaban la pandilla. Riqui trataba entonces de contemporizar, pues no quería llegar a una pelea que sabía que le iba a resultar desfavorable.
Finalmente, Riqui descubrio que los objetos tenían una última virtud y era su capacidad de intercambio. Las bicicletas, los patines, las peonzas o el bate de béisbol se podían cambiar por otros objetos de manera que uno tuviera a su disposición todos los productos que daban la felicidad, pero que todavía no eran nuestros. Además, el trueque estratificaba socialmente el grupo de niños, pues solo se intercambiaban objetos de un valor semejante: nadie dejaba un objeto tan valioso como una bicicleta por una miserable peonza. Así, Riqui cultivaba la amistad de niños cuyos objetos estuviesen a la altura de los suyos.
La posesión de los objetos acababa, por lógica, convirtiéndole en el centro, el astro rey de un sistema solar de pequeños amiguitos, el inevitable eje por el que todos los demás tenían que pasar para relacionarse entre sí. Y el centro de aquel universo radial, el que abría y cerraba las esclusas que permitían o no la navegación por aquella red de canales intercomunicados era él mismo, Riqui, el niño torpe que no sabía dividir con lápiz y papel sin equivocarse.
Riqui también aprendió que había un objeto superior al resto, pues era la medida real de todos los demás e incluso de todas las cosas: el dinero. El dinero era la posesión más importante del mundo, pues equivalía a poseer potencialmente todos los objetos en uno mismo, ya que cualquiera podía emplearlo para adquirir con él lo que se necesitara en cada momento o situación. Por tanto, tal y como colegía de las conversaciones de sus familiares, el dinero era lo más importante que había en la vida y su posesión, la verdadera razón y causa de la existencia humana.
Pero a los doce o trece años, Riqui sufrio un terremoto que modificó parcialmente sus tesis. Estaba un día jugueteando con su miembro viril como hacía desde pequeño, cuando sintió como éste, endurecido y alargado, parecía pedirle con pequeñas cabezadas de excitación de su glande que siguiera con sus tocamientos. Él ya había oído hablar de la masturbación, por lo que estaba deseando eyacular para después contarlo en el colegio o en la calle, como ya hacían orgullosamente algunos de sus amigos. Ricardo siguió, siguió y siguió tocándose cada vez más excitado hasta que al fin, unas convulsiones eléctricas, unas sacudidas sorprendentes, silenciosas y tan placenteras que hasta le hicieron entrecerrar los ojos, le anunciaron su primer orgasmo. Sintió con aquella descarga un placer inigualable, mucho más excitante que deslizarse por un helado de crema en unos poderosos esquís, patinar sobre el hielo a toda velocidad o dejarse caer por una montaña rusa. En ese mismo primer estremecimiento, Riqui creyó entender cuál era el motor real del mundo.
A la mañana siguiente, todos sus amigos del colegio sabían que Riqui ya era púber. Los mayores le dieron la enhorabuena por pertenecer al elegido grupo de los hombres. Los otros niños, los que todavía no habían alcanzado aquella cima, callaban algo avergonzados y se consolaban pensando que ya les llegaría el turno; los demás, aprovechaban los gritos de Riqui para alardear de sus masturbaciones explicando pormenorizadamente de qué medios se valían para obtener sus orgasmos.
En las semanas siguientes Riqui aprendió muchas cosas nuevas. A él las chicas siempre le habían gustado y, alto y simpático como era, brillante deportista y no mal parecido, siempre había tenido a su alrededor alguna niña interesada por sus ojos verdes y sus rizos morenos. Pero ahora, tras su entrada en la pubertad, Ricardo pasó a mirar a las mujeres con verdadera lascivia. Empezó a valorar sus cuerpos, su cara, sus bocas y sus cabellos no solo como portadores de belleza en sí mismos, sino en función de su capacidad de excitarlo. Comenzó su aprendizaje en la aquilatación de la potencialidad sexual de una mujer en una breve mirada. Se estaba convirtiendo en un hombre como los demás. Habló con los chicos de su clase y les propuso su primer negocio: adquirir a medias unas revistas porno.
Riqui entró en una fiebre masturbatoria que le obligaba a eyacular cinco y seis veces diarias. Tumbado en su cama, fantaseaba con la posibilidad de que aquellas espléndidas mujeres de papel cuché fueran reales o se masturbaba como un mono pensando en las tetas de sus vecinas, de las madres de sus amigos, de sus compañeras de clase; en fin, de todas las mujeres con las que se cruzase a diario y le hubieran excitado. Por aquellos días se veía obligado a caminar por las calles con las manos en los bolsillos para disimular una erección que brotaba de forma misteriosa e intempestiva en cuanto se sorprendía mirando embobado algún escote, imaginando la línea sutil de unas bragas bajo una faldita o fantaseando con cualquier mujer que se le cruzase y le resultase atractiva. El sexo se convirtió en el aire que lo envolvía todo y llenaba sus pulmones hasta casi ahogarle. Sus ojos ya no podían mirar a las mujeres o a las chicas de su edad como hasta entonces. Al contemplarlas, de forma inconsciente, se activaba en su cerebro un resorte que lo obligaba a calibrar las posibilidades sexuales que había tras cada una de ellas. Y luego, le resultaba imposible no elucubrar planes que acercaran sus fantasías a la realidad.
A las pocas semanas comprendió que para él tener novia era una verdadera necesidad. Sí, necesitaba alguien que convirtiera aquellas experiencias fantásticas en actos reales. Por ahora, no se planteaba todavía penetrar a una mujer, se veía poco preparado; pero sí quería encontrar una chica con quien tener algunas experiencias.
Eran los meses finales del último curso de primaria y se acercaba el viaje final de curso. En su colegio era tradición realizar como despedida de la etapa escolar un viaje de fin de curso en algún camping. Como su padre poseía una tienda de campaña magnífica, Riqui le convenció de que se la prestase para llevarla al campamento, con el objetivo de convertirla en el eje de la diversión y de los encuentros nocturnos durante aquellos días de convivencia escolar. Era una tienda muy moderna, con dos habitaciones separadas, ventanas con mosquiteras y un gran avancé. Era mucho mejor que las modestas tiendas canadienses que el colegio alquilaría para los demás. Una vez dueño de aquel objeto tan preciado, lo empleó como señuelo para atraer a las tres niñas de la clase que más gustaban a todos sus compañeros. Ellas aceptaron encantadas. ¿Cómo no iban a querer dormir en la mejor tienda del campamento y en una habitación propia? ¿Acaso no eran las reinas de la clase? Ricardo tenía que invitar a otros dos niños para que compartieran con él la otra habitación y sopesó cuidadosamente su elección, invitando a los más populares, de forma que su palacio fuera el más admirado por todos. Por las noches, tras la hoguera habitual, su tienda de campaña era el lugar de las confidencias y los escarceos amorosos, el alcázar privilegiado al que todos deseaban ser invitados. Finalmente, una noche Riqui consiguió que una de aquellas niñas consintiese en ser besada. Fue ella, que ya tenía alguna experiencia, quien le enseñó que se besaba con la lengua. Y fue luego él quién metió sus manos a bucear bajo la camiseta de la niña. Aquella experiencia no era gran cosa, pero era lo máximo a lo que había llegado sexualmente ninguno de sus compañeros de clase. La acampada había sido un éxito y él volvió a Madrid siendo el más envidiado por sus compañeros, pues de una forma u otra, él mismo se encargó de difundir sus hazañas eróticas.
Pero todavía fue más importante para él aquel verano de 1980. Durante la estancia en un complejo turístico de la Costa Brava con sus padres y su hermano, conoció a una niña francesa que le pareció preciosa, encantadora. La veía en la piscina: rubia, delgadita, con pechos breves pero firmes y un culito respingón que le atraía irresistiblemente. Se masturbó un par de noches pensando en ella antes de atreverse a actuar. Una mañana la sonrió en la piscina, puso su toalla cerca de ella y procuró tirarse de cabeza al agua de la forma más gallarda posible. Le pareció que sus rizos morenos y sus ojos verdes tampoco le eran indiferentes a la niña extranjera, pero no pasó de ahí. No sabía qué hacer hasta que al final se le ocurrio que lo mejor era invitarla al cercano parque de atracciones todo un día. Él conseguiría como fuera el dinero necesario para las entradas, la comida, los refrescos, los helados y los caprichos de su acompañante. Esa misma noche, le sisó a su padre algunos billetes de la cartera y al día siguiente invitó a la niña acompañándose de muchos gestos. Chantal accedió encantada a acompañarle al parque de atracciones. Pasaron allí juntos un día inolvidable. Él solo se atrevió a abrazarla en la montaña rusa y en los coches de choque, pero no supo decirle nada, aunque tampoco evitó que en algunas atracciones, al sentarse detrás, su miembro erecto se hiciese notar sobre el trasero de la niña.
Volvieron finalmente al complejo turístico y aquella noche, como todas las del verano, había fiesta. Era un baile infantil en el que los padres estaban presentes y por eso Riqui no había ido ni un solo día. Pero Chantal dijo que asistiría esa noche porque no había visto a sus padres en todo el día y Riqui se vio obligado a acompañarla, olvidando a su hermano Calimero, que se fue solo a la discoteca del pueblo vecino.
Allí estuvieron bailando y sonriéndose al ritmo de las canciones del verano. Pero a mitad del baile, Chantal le dijo que la acompañase. Al salir del hotel, lo llevó de la mano a la cercana playa. Allí, bien cerca de la orilla, se tumbaron sobre la arena y se estuvieron besando durante mucho rato, disfrutando de sus lenguas que sabían al helado de fresa que acababan de tomarse. Riqui sintió como ella manoseaba dentro de su pantalón y le tocaba el pene torpemente. Él le desabotonó la blusa y contempló por primera vez en su vida, los pechos de una mujer como una posesión propia. No había bicicleta, ni monopatín, ni balón que pudiera competir con la madre naturaleza. Aquellos senos, azulados a la luz de la luna, eran tersos, firmes, duros, con pezones pequeños y puntiagudos. Y en ese momento, aquellas dos maravillas de la creación, aquellas dos joyas de la evolución humana, eran suyas. Las acarició con la escasa ternura a la que le obligaban sus trece años mientras sentía que ella le bajaba la bragueta y sacaba su miembro al aire.
—¡Qué grande! —le dijo ella riendo en un español de acento afrancesado.
Y Riqui se sintió más feliz que nunca, como si el vínculo que le unía en ese momento con aquella muchacha, ese pene orgulloso y enhiesto encerrado en el anillo de la pequeña mano fuera el centro de su vida y hasta del propio universo. Estremecido de placer, manoseó torpemente el sexo de Chantal, que le apartó la mano con dulzura haciéndole callar. Y él se quedó inmóvil mientras las olas del mar seguían su eterno vaivén.
Fueron solo dos noches más de encuentros con Chantal hasta que ella y sus padres se volvieron a Francia. Pero Riqui ganó en esas noches un orgullo y una confianza en sus posibilidades sexuales que, estaba seguro, le darían enormes triunfos en su vida.
Ricardo se pasó el resto de sus vacaciones recordándola y reflexionando. A pesar de que una avalancha de pensamientos lascivos acudía a su cerebro cada breve lapso de tiempo, comprendió que él no podía ser una excepción. Sus amigos también hablaban constantemente de chicas y todos los hombres miraban a las mujeres en la playa, en los supermercados, por la calle, en todas partes. Bastaba con que una mujer pasase por la calle para que todos los ojos de los hombres se posasen en su trasero nada más les daba la espalda. Así era el mundo y por tanto, Riqui concluyó que, para los hombres, en realidad y dijeran lo que dijeran, no había nada por encima del sexo. Y puestas así las cosas, sin lugar a dudas, el dinero tenía que ser simplemente el pasaporte que les permitía llegar a la posesión del objeto más preciado: las mujeres atractivas. Aquello cambió su forma de ver el mundo.
Riqui volvió a Madrid lleno de orgullo: no tenía nada que envidiar a nadie. Y eso que en esos momentos sus compañeros de clase ya sabían resolver ecuaciones de segundo grado y él todavía no sabía que algunos de ellos no acariciarían los pechos a una mujer hasta pasados los veinticinco años.