Capítulo 36. Historia de Gonzalo

(Miércoles, 31 de diciembre de 1980)

It is the springtime of my loving, / The second season I am to know. / You are the sunlight in my growing, / So little warmth I’ve felt before./ It isn’t hard to feel me glowing, / I watched the fire that grew so low.

(The rain songLed Zeppelin)

Imaginad un amanecer brumoso, de contornos grises y estrellas de zafiro; y en la cima de un prodigioso promontorio, la difusa silueta de una muralla centenaria. Imaginad un atardecer anaranjado, el sol que huye hacia un horizonte pálido y, en las alturas, unas almenas foscas recortando sus ángulos rectos contra el cielo. Imaginad la luna blanca y enorme de una noche de verano proyectando su luz sobre la majestuosa barbacana. Imaginad un invierno de lluvias pertinaces y tormentas salvajes, y sobre la verde montaña, la hilera rojiza de su muralla. Suponed la impresión inolvidable con que esas imágenes se grabarían en vuestro espíritu y, aun así, no estaréis ni a mitad del camino de lo que sentía Gonzalo cada vez que evocaba su pueblo. Porque él había crecido al socaire de aquella muralla, porque su espíritu se había construido con el rumor de aquellas piedras. Cada vez que su padre conducía desde Madrid y la estrecha carretera les acercaba al pueblo de sus antepasados, Gonzalo sentía un pálpito de alegría anticipando cada uno de los virajes, cada una de las vistas que le restaban por contemplar hasta llegar a casa, reconquistando con la mirada aquel territorio que consideraba suyo. Ya veía la barbacana y el alarconcillo, y sabía que tras la siguiente curva a la derecha divisaría la gloriosa puerta de piedra y que, entonces, si miraba hacia lo más alto, vería la impresionante torre del homenaje y las almenas a cuyas sombras había jugado desde antes de aprender a hablar. Los recuerdos más imborrables de su infancia estaban unidos a aquellas piedras legendarias: para Gonzalo, su obligación era convertir su propio espíritu en un reflejo de aquella fortaleza inigualable.

El viejo castillo, levantado en el siglo VIII por los musulmanes, era casi inexpugnable. Construido en un alto promontorio y rodeado por todas partes por las escarpadas hoces rocosas del río Júcar, tan solo un exiguo brazo de tierra comunicaba al pueblo con el resto de la Península ibérica. Era una extraña península defendida por un río en mitad de la meseta. Fueron necesarios nueve meses de asedio para que en 1184, Hernán Martínez de Ceballos, capitán de las tropas de Alfonso VII, conquistase la plaza fuerte para el reino de Castilla. Fue entonces cuando el pueblo se repobló con hombres procedentes de Navarra y mejoró su sistema defensivo con una extensa muralla y algunas torres y barbacanas que, alejadas centenares de metros del propio castillo, estructuraban una segunda y tercera línea defensiva que demostraron su utilidad resistiendo el acoso de los almohades. Mil doscientos años después de su construcción, la plaza fuerte seguía en pie, como prueba inmortal de la fe y el coraje de sus pobladores.

Durante la Edad Media, el pueblo se convirtió en un importante centro de poder en el que vivieron y por el que combatieron los reyes y las familias nobles más importantes de Castilla. De los antepasados de Gonzalo habían salido las tropas con las que el rey Alfonso VII había vencido a los moros en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212. Peones, ballesteros, caballeros, guerreros a pie y a caballo que habían consagrado su vida a ensanchar Castilla, desplazando durante siglos el límite de la frontera contra los musulmanes, siempre sobreviviendo a sangre y fuego en unos territorios del sur donde no había más ley que la que imponía su espada. Y más tarde, en aquel glorioso castillo de su pueblo, tras aquellos gruesos muros, habían vivido reyes, reinas, importantes señores de la villa que habían escrito obras inmortales; como por ejemplo, el infante don Juan Manuel y el enigmático marqués de Villena. 

Aunque su madre lo había traído al mundo en Madrid, Gonzalo estaba convencido de que su espíritu era una prolongación de aquellos hombres legendarios que habían abandonado la seguridad de sus castillos para aventurarse más allá, arrastrando consigo las fronteras de la civilización cristiana. Desde niño jugaba con la idea de que él realmente era un caballero medieval y quería ser enterrado, tras una vida larga y azarosa, a los pies de su castillo. 

Cuando nació Gonzalo, sus padres ya no esperaban otro hijo. El matrimonio discurría tibiamente entre la comprensión y la rutina, sin grandes arrebatos pasionales. Bartolomé ya había aceptado para entonces que su mujer siempre antepusiera su amor de madre al de esposa, también que fuera su hijo Bértold quien impusiera sus ideas en múltiples aspectos de la convivencia familiar o incluso presidiera la mesa durante las comidas, así que no se manifestó en contra de que el nombre de su nuevo hijo fuera decidido por el primogénito. Gonzalo fue bautizado por su hermano mayor atendiendo al significado del nombre, pues Gonzalo significaba en germánico “dispuesto a luchar” y por aquel entonces, Bértold ya estaba convencido del origen germánico de su familia por parte de su madre y creía que no podía haber un destino más deseado por nadie que el de convertirse en un luchador, un guerrero. Además Gonzalo era el nombre del padre de los siete infantes de Lara y del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, cuya figura Bértold admiraba. Así que durante sus primeros años, Gonzalo creció entre la vigilancia cariñosa de su madre, que como una leona siempre estaba atenta a servirle de muralla contra cualquier peligro o incomodidad que pudiera acecharle y las enseñanzas de su hermano Bértold, que quiso dar a su hermano menor la educación que le hubiera gustado recibir él mismo para convertirse en un caballero, un príncipe legendario. Y no es que Gonzalo no admirase a su padre. Los primeros años de su vida, Gonzalo estaba convencido de que su padre era un héroe que defendía España con su vida y corría a darle un beso cuando volvía del trabajo con su uniforme militar y se descolgaba la pistola, le quitaba el cargador y la guardaba en el dormitorio. A veces, su padre le dejaba empuñar el arma y Gonzalo lo hacía con ambas manos y apuntaba como podía, sintiendo como el peso de la pistola le temblaba en sus tiernas manecitas. Pero Bértold fue para él mucho más que un hermano y Gonzalo le reverenciaba desde niño. Afortunadamente, antes de hablar, el hermano menor apuntó los rasgos físicos que Bértold mismo también mostraba: el cabello claro, unos profundos ojos grisáceos y una piel blanquísima.

La infancia de Gonzalo transcurrio entre caballeros, batallas, torneos y romances. Durante los largos veranos infantiles, su hermano Bértold alimentó sus sueños jugando con él, tratándole como si fuera un príncipe medieval y en los largos paseos matinales a la sombra de las murallas, le instruía diariamente en la esgrima con espadas de madera o le enseñaba a escalar la fortaleza apoyando sus pies y sus manitas en los salientes de los muros. Por las tardes, cuando el sol calmaba sus rayos furiosos, Bértold guiaba al niño por las breñas que descendían desde la alta muralla hasta las tranquilas aguas del Júcar para practicar allí la natación o el remo. Era desde abajo, hundidos en aquellas rojizas hoces de roca cuando a Gonzalo le parecía más impresionante la silueta del viejo castillo. A la incierta luz crepuscular, recortada contra el cielo almagrado, cárdenos sus muros, Gonzalo sentía que toda la historia de sus gloriosos antepasados, todas las energías de los viejos guerreros, se concentraban en aquellas piedras. Y era entonces cuando comprendía que el orgullo de la fortaleza formaba parte de su propio ser, que él mismo no era más que otra de las imponentes torres, uno más de los miles de afanados guerreros que habían entregado su vida por hacer inexpugnable sus muros.  A la noche, junto a la chimenea entonces apagada o a la blanca luz de la luna, su Merlín particular le leía los mismos romances castellanos que habían resonado por las calles del viejo pueblo ochocientos años atrás y le relataba, con todos los detalles, los hechos y las leyendas de los nobles que habían sido señores del pueblo. Entonces, el infante don Juan Manuel, los siete infantes de Lara, el marqués de Villena o el rey Alfonso VII, que para otros niños no eran más que caprichosas reuniones de letras en libros que se apolillaban en las estanterías, se convertían para Gonzalo en personas reales, de carne y hueso, con fuertes brazos que empuñaban espadas, con manos que escribían obras literarias que durarían mil años. Esas hazañas de armas y letras se le mostraban con nitidez, como ejemplo de lo que habría de ser su vida. También aparecería algún día su princesa, la hija de un emperador encarcelado al que le habían arrebatado el reino y entonces él sería la mano de Dios, devolviendo el trono al padre y casándose con su dulce y bellísima hija. No había mirada más embelesada y soñadora que la de Gonzalo cuando su hermano le llevaba de la mano por las salas del viejo castillo, contemplando las imponentes armaduras, las espadas, los tapices; ni mayor emoción que cuando subían las escaleras de la vieja torre del homenaje y contemplaban desde su almena, bajo el azul del cielo, la dentada silueta de la extensa muralla y las poderosas barbacanas que lo defendían centenares de metros más allá. Nunca habría un tiempo más feliz para Gonzalo que aquellos veranos en que todo era posible y su hermano le enseñaba el arte de la espada y el valor de las letras. 

Cuando el niño volvía entonces a la rutina polvorienta de su plazoleta en Madrid, una parte de él seguía en el pueblo, saltando de peña en peña, escalando las murallas o nadando en el Júcar. No podía haber comparación entre el mundo de piedras legendarias de su castillo y la tristeza cotidiana de los ladrillos de su plazoleta. Pero incluso en Madrid, los comentarios constantes de la madre y de su hermano le hacían rememorar, revivir casi, las emociones vividas en su pueblo. Más adelante, cuando la realidad le hizo reconocer los contornos de su fantasía, cuando supo que aquel maravilloso castillo con sus armaduras y sus caballeros, que él siempre imaginaba habitado por seres extraordinarios, era en realidad un parador nacional de turismo; cuando admitió que él no sería un caballero, que nunca pelearía como paladín por una dama ni se enfrentaría a un dragón, que jamás escalaría una muralla valiéndose de dos dagas o sería atendido por las damas más hermosas al volver de Bretaña, aún guardó para sí el espíritu de aquella fantasía.

Al llegar al colegio, Gonzalo no aprendió a leer con la cartilla escolar de la maestra, sino con la colección de tebeos del Príncipe Valiente de su hermano Bértold. De entonces nació también su interés por el dibujo. Cuando su madre aprovechaba cada mañana los recreos para acercarse hasta la valla del colegio, echarle un vistazo y darle el bocadillo, Gonzalo le enseñaba los dibujos que había hecho durante la clase. Y es que, a escondidas de los maestros, el niño de clara mirada, buscaba la forma de dibujar batallas medievales ambientadas en su castillo. En el estrecho marco del folio, decenas, centenares de diminutos caballeros se enfrentaban con sus espadas, mazas, arcos y lanzas. En ese folio blanco estaban el señor y el paje, el caballero y el escudero. Allí estaban los arqueros asomados a las almenas, los peones acercando las catapultas, los caballeros afirmando las escalas para asaltar la muralla o peleando ya cuerpo a cuerpo con las espadas desnudas. En ese folio estaban los valientes que arriesgaban su vida escalando el muro junto a los que caían despeñados hasta la hoz; los que resultaban heridos y los muertos, desmadejados en un charco de sangre. A veces, incluso, asomada a alguna ventana de una altísima torre, se podía apreciar la silueta de la princesa del castillo, sobrecogida ante el espectáculo grandioso de la sangre y la muerte. Gonzalo hacía estas obras de miniaturista medieval con el detallismo del Bosco o de Brueghel el Viejo y sentía en su corazón, mientras los representaba, el dolor de cada caballero herido y la alegría salvaje del que acababa de matar a un enemigo. En los recreos, mientras la mayoría jugaba al fútbol, Gonzalo disfrutaba recreando con otros niños mil y una batallas. Con los canutos, con las postas, con las piedras, con las castañas… el juego era siempre el mismo: las escaramuzas, las emboscadas en algunos rincones del  patio, por los pasillos de las clases, en los servicios del colegio. Todo se convertía en un breve lapso de tiempo en el foso de un castillo, las almenas de una fortaleza o la llanura para enfrentarse en una batalla campal. 

Cuando comenzó a bajarse a la plazoleta, Javi y los demás chicos lo recordaban siempre rodeado de decenas de soldaditos de plástico, levantando su mundo particular con murallas de piedras y palos, escarbando pasadizos, empleando montones de arena para esconder a sus soldaditos y emular tremendas batallas. Gonzalo estaba enfrascado en un mundo donde ocurría exactamente lo que él deseaba y no prestaba mucha atención al fútbol, aunque participase en los partidos con sus amigos. Y mientras Javi, el Ratón o Pablo se pasaban las horas muertas detrás del balón, Gonzalo, con un tirachinas, se dedicaba a derribar soldados hasta no dejar uno solo en pie. Mientras Juanan o Vicente se extendían elogiando las excelencias de los jugadores madridistas o el Ratón explicando las tácticas que deberían aplicar los del Olympic para vencer en el próximo partido, Lito les escuchaba en silencio, pero sin atenderlos, porque seguía en su mundo de aventuras y batallas, ganándose una merecida fama de ensimismado que a los demás les divertía y al propio Gonzalo le enorgullecía, pues le parecía que aquel era un rasgo de independencia y firmeza de carácter propia de un príncipe. Poco a poco, según fue ampliando sus conocimientos históricos y viendo películas bélicas, Gonzalo incorporó a su imaginario los hechos más decisivos de la Segunda Guerra Mundial. Sus batallas dibujadas en sus folios o representadas por soldaditos de plástico en el barranco eran cada vez más cruentas y al tirachinas añadió el estampido seco de los petardos, que hacían volar a algunos metros de distancia a los infortunados combatientes. Los demás, a veces, participaban con él en aquellas voladuras, pues les gustaba el sonido y los efectos destructivos de las explosiones. 

Lito también recordaba los últimos tiempos antes de la muerte de Franco. Y no lo hacía con cariño, porque fue por entonces cuando su hermano dejó de prestarle la atención constante que hasta entonces le había dedicado. Además, se empezaron a producir tensas discusiones entre Bértold y su padre. Al principio Gonzalo se angustiaba, sobre todo al ver el rostro congestionado de su madre o los puñetazos del padre contra la mesa; más tarde, el niño las toleraba porque sabía que al final nunca pasaba nada grave, aunque en cuanto se iniciaban, él ya estaba deseando que acabasen cuanto antes. En su fuero interno, Gonzalo siempre daba la razón a su hermano y también comprendía que ahora Bértold le prestase menos atención, preocupado por importantes asuntos políticos. Aún así, cuando Bértold formó La Larga Marcha, llevaba a veces a Gonzalo a los ensayos y pronto el niño oyó hablar con naturalidad tanto de Marx, Lenin o Mao como de Jimmy Hendrix, Janis Joplin o Led Zeppelin. Los camaradas del líder juvenil le hacían carantoñas y disfrutaban viendo la cara embelesada del niño mientras contemplaba a Bértold cantar con su guitarra eléctrica en bandolera. Gonzalo pensó que Bértold mantenía el espíritu de caballero que le había inculcado y la lucha por esa revolución de la que tanto hablaban era en realidad una adaptación a nuestros grises tiempos de aquellos maravillosos asaltos contra fortalezas inexpugnables. Al llegar al instituto, Lito seguía dibujando sus batallas medievales, indiferente a las miradas escépticas de Torres o Riqui.

—Es que Lito está un poco en su mundo. Siempre ha sido así —le disculpaba Javi.

Por eso, cuando Bartolomé les propuso pasar aquella noche de Navidad en el pueblo, todos aceptaron contentos de volver a sentirse una familia unida en la tierra de sus antepasados. Gonzalo y sus padres se fueron el lunes 22 en el coche mientras que Bértold prometió llegar el mismo día 24 en el coche de línea. 

—¡Cuánto has crecido, zagal! —le espetó a Gonzalo su tío Pedro nada más verlo—. Ya estás hecho un hombre.

—Madre mía lo que ha crecido desde el verano… —insistió su tía María.

—Es que son ya catorce años los que tiene —le contestó orgullosa la madre.

—Y que ha salido a nosotros —insistió su hermano Pedro dándole una fuerte palmada en los hombros con sus rudas manos de campesino—. Mira ya la altura que tiene.

Gonzalo se ruborizó un poco, pues nunca le había gustado ser el centro de los comentarios de los mayores.  Pero él mismo se había dado cuenta de que en los últimos meses su crecimiento había sido espectacular. Lo notaba en la ropa o en las dimensiones de las puertas, que ahora le parecían más pequeñas. Y sobre todo, lo sentía, lo percibía en su propia musculatura, que parecía manifestar sus crecientes fuerzas con un hormigueo constante que le impelía a la acción y al movimiento. Su pecho se había ensanchado y sus brazos habían ganado en volumen. Ahora, cuando se miraba en el espejo, Gonzalo se complacía llenándose los pulmones de aire y tensando los músculos, comprobando que al fin su cuerpo iba pareciéndose a los de los caballeros medievales que había dibujado desde niño. Además, con aquella incipiente melena que ya le tapaba el cuello, parecía el mismísimo Príncipe Valiente. Aún tenía un aspecto algo ridículo, pero pronto sus cabellos claros le cubrirían los hombros hasta darle el aspecto de un temible caballero germánico. Era triste, sin embargo, que justo en el momento en que su envergadura y sus fuerzas le hacían aspirar a convertirse en un guerrero, él había llegado a comprender que ese mundo de caballeros, donde el arrojo y la fortaleza eran decisivos, ya no existía. Ahora, el dinero gobernaba el mundo. Y si había que recurrir a la violencia, cualquier cobarde, cualquier alfeñique podía vencer a un caballero con una simple pistola. Gonzalo ya había comprobado también que ahora sujetaba la pistola de su padre con soltura y podía sostenerla y apuntar con tranquilidad sin que la mano le temblase. De todas formas, en su primer paseo, en su primera visita al parador de aquellas navidades, no pudo evitar sentirse orgulloso de su cuerpo: él era más grande que las armaduras y las espadas le parecían asequibles a sus fuerzas. Ojalá él hubiera vivido la época gloriosa de sus antepasados, porque estaba seguro de que hubiera ganado, por su valor, un título nobiliario en alguna batalla.

Bértold llegó la misma tarde de Nochebuena, con el tiempo justo para dar una pequeña conferencia en el pueblo. El párroco, un vejete leído y siempre preocupado por ilustrar a sus paisanos, le había organizado una charla en una de las bellas iglesias de la localidad. Bértold disertaría brevemente sobre la vida del Infante don Juan Manuel y los años en que había vivido en el castillo del pueblo. El pequeño templo gótico, a pesar del intenso frío que hacía dentro, estaba abarrotado. Allí, en los bancos de la primera fila, absortos, orgullosos, se sentaron Gonzalo y sus padres, pendientes de cada una de las palabras de su hijo mayor, cuyo eco rebotaba en los centenarios muros de la iglesia. Tras la conferencia, Bértold, el cura y algunos más propusieron tomar un café en el parador. Gonzalo se decidió a acompañarles. Mientras, sus padres se fueron a casa a preparar la cena. Cuando salieron de la iglesia, una ligera lluvia les obligó a abrir los paraguas. Las calles, que ahora parecían alargarse más allá de las afueras del pueblo, estaban casi a oscuras, pobremente iluminadas por las bombillas de algunas casas y sus voces se elevaban alegres, contentas de reencontrarse, sobre el silencio de la noche. Gonzalo caminaba junto a su hermano y se complacía en aspirar el olor a encina ardiendo que provenía de las chimeneas. 

El castillo les recibió iluminado. Potentes reflectores blanqueaban su silueta de piedra contra la negra noche. Una hilera de anaranjados faroles enmarcaba el camino de los turistas hasta su interior. Una vez pasada la puerta y la recepción del parador, hacía un intenso calor que les obligó a quitarse los abrigos y los jerséis. Gonzalo, en mangas de camisa, tomó conciencia de la línea invisible, pero nítida, que el frío trazaba entre las clases sociales y se imaginó cómo podría haber sido la vida de sus mayores en el pueblo, condenados, como campesinos que eran, a vivir trabajando la tierra, obligados a pasar frío y vivir sin luz ni velas mientras allí, a escasos metros, los señores, al abrigo de esos gruesos muros, se solazaban al calor de la enorme chimenea y a la luz de decenas de candelabros y antorchas. Pero ahora, las cosas habían cambiado y ellos, los pobres, podían entrar en el palacio de los señores y sentarse a tomar un café en la misma sala en la que había cenado el rey Alfonso VII o el infante don Juan Manuel. Todos se sentaron en una mesa del salón cerca de la enorme chimenea y tras pedir café reiniciaron la conversación. A Gonzalo le enorgullecía comprobar que su hermano Bértold  era el centro de la reunión; en verdad era la persona más inteligente que él conocía. Todos le escuchaban con respeto y cariño. Era el primer licenciado que el pueblo había dado. Otros universitarios, era cierto, habían ido a Madrid antes que él, pero eran hijos de algún rico, por lo que los campesinos no consideraban sus logros como algo propio. Pero Bértold era diferente, porque era de los suyos, hijo de gentes humildes y siempre se había mostrado ante ellos como uno más, sin remilgos ni encumbramientos, y hasta había dedicado siempre una parte de sus esfuerzos de erudito a engrandecer su memoria colectiva. Y por eso, cada vez que visitaba el pueblo, el cura organizaba una pequeña conferencia y el centenar de vecinos del pueblo le escuchaba con atención, pues aunque no entendieran algunas cosas de las que decía, sabían que todas aquellas palabras las dictaba el orgullo por sus antepasados comunes. 

Del parador, Bértold y el hermano fueron hacia casa.

—Ya eres casi tan alto como yo, Gonzalo —le dijo Bértold.

La cena discurrio con cordialidad y cariño. Bértold presidió la mesa como siempre y se encargó de ir alabando todos los platos que su madre iba sirviendo. Todavía resonaban en los oídos de sus padres los ecos de los aplausos en la húmeda iglesia de un rato antes. Bartolomé sacó un vino criado con mimo y lo sirvió generosamente. La familia contaba con algunos viñedos y él mismo lo había vendimiado y producido.

—No le eches tanto al chico —le regañó la madre cariñosamente.

—Ya es un hombre, coño. ¿No ves que es más alto que yo? —le dijo el padre con alegría y orgullo.

—Es cierto —admitió Bértold, aprovechando para alabar a su padre—. Y además, no es solo que ha crecido en estatura, sino todo lo que ha ensanchado ya. Y lo que le queda… Ha salido en esa fortaleza a tu familia, papa. Porque yo soy alto, pero tengo los huesos más finos, he salido más a la familia de mamá en eso. Pero Gonzalo no solo es alto como nosotros, sino que va a ser mucho más fuerte que yo.

Gonzalo se sintió enrojecer levemente mientras veía que su padre lo contemplaba en silencio con secreto orgullo y complacido de que en una noche como esa, su hijo mayor, por una vez, no buscase la confrontación y la pelea, sino la armonía. Bartolomé en esos momentos tuvo un leve momento de recuerdo para sus padres ya fallecidos e incluso para Dios, agradeciéndole que le hubiera dado unos hijos tan maravillosos como esos. Gonzalo se bebió varias copas de vino con el asado de cabrito y acabó sintiendo la euforia del vino en su cerebro. 

A las doce de la noche, los padres marcharon hacia la misa del gallo, mientras los hermanos se iban a la plaza, donde había un par de bares que reunían a todo el pueblo. Gonzalo caminaba al lado de Bértold con el espíritu enardecido por el vino. El olor de las encinas y los asados recorría las callecitas del pueblo.

—¿Te acuerdas de cuándo me enseñabas a ser un caballero? —le preguntó Gonzalo a su hermano en la oscuridad amarilla de la calle.

Bértold asintió y rio recordando aquellos veranos, aunque se sentía también algo avergonzado de sus ideas pasadas y de las ingenuas tonterías que entonces infundía en el corazón impresionable del niño.  

—Vaya ideas te metía en la cabeza —se disculpó riendo.

—Esos fueron los veranos más felices de mi vida —le dijo Gonzalo con agradecimiento mientras contemplaba la blanca torre del castillo.

Al llegar a la bella plaza porticada, Bértold se metió en uno de los bares, mientras Gonzalo se quedaba en las escaleras de acceso al establecimiento, sentado junto a viejos amigos suyos. Eran todos esos chicos los hijos de otros antiguos vecinos del pueblo que, como sus padres, habían emigrado a Madrid o a Valencia y que se veían y jugaban juntos de verano en verano, de navidad en navidad. Todos habían crecido y alguno de ellos lucía un incipiente bigotillo. Se alegraron de reconocerse otra vez, ahora sintiendo la independencia que les daba su edad. Alguno la quería manifestar llevando una botella de whisky con cocacola de la que todos bebieron alegres a la luz de la farola en un ritual novedoso que parecía conducirles a la edad adulta de forma directa. Entre ellos estaba Guillermo, el más bromista de todos, que había traído petardos y carretillas de Valencia y los lanzaba de vez en vez desde el centro de la plaza. El estruendo de las explosiones alegraba la noche y acallaba por instantes la música del bar. Llegaron otros chicos y se sentaron junto a ellos en la escalera del garito, dejando las bicicletas a sus pies.

Fue entonces cuando salió del bar el Gasolina. Llamaban así a un hombre alto y desgarbado que veraneaba en el pueblo desde siempre porque su mujer había nacido allí. Realmente, el Gasolina era de un pueblo de Badajoz, pero había emigrado a Madrid de niño y a todos les contaba que había nacido en el Foro. Para demostrarlo, se empeñaba desde chico en exagerar el acento achulapado que había visto en las películas del género chico. Rondaba los cuarenta años y en alguna ocasión había protagonizado alguna bronca en el pueblo por su lengua afilada y sus rápidos puños. Según bajaba las escaleras un poco borracho, tuvo que abrirse paso entre los chavales, que conocía desde que eran niños.

—Joder con los niños estos… ¿No os podéis poner en otro sitio, coño?

—Es que aquí hace más calorcito —le contestó Guillermo jovialmente, ignorando su áspero tono.

Al bajar los últimos peldaños, se encontró con las ruedas de un par de bicicletas y al intentarlas sortear a la engañosa luz de la farola, cayó torpemente al suelo. A algunos chavales se les escaparon unas carcajadas. El Gasolina se levantó encolerizado y blasfemando.  No le había dolido el golpe, sino las risas de aquellos criajos.

—¡Puta bicicleta! ¿De quién es?

—Mía —le contestó uno de los chavales.

—Pues te voy a decir donde tienes que ponerla —y entonces cogió la bicicleta con ambas manos y la lanzó con fuerza contra la pared. Los chavales le increparon entonces a voces y el dueño se levantó a coger su bicicleta.

— ¡Como te pegue una hostia, te entierro! —le dijo el Gasolina creyendo que el chico iba contra él.

—¡A ver si tienes cojones! —le dijo entonces uno de ellos levantándose. Los otros chicos se incomodaron con la respuesta. ¿Quién de ellos se había atrevido a enfrentarse al chulo?

Y allí estaba Lito, quien sin pensárselo dos veces, se le había puesto enfrente subido en el último peldaño de la escalera. Los otros chicos se callaron medrosos. El Gasolina era un hombre fuerte, al que siempre habían tenido miedo. Ver enfrente de él a Lito les asustó: su amigo se iba a llevar una paliza por altanero. El Gasolina se sonrio, alentado por el alcohol. Aquel mozalbete había crecido, sí; pero todavía él le sacaba media cabeza y sus brazos eran finos como los de una mujer, como los de su hermano, ese listillo comunista. 

—A ver si te voy a tener que cortar esos pelitos de nena que tienes –se le acercó un par de pasos mientras le sonreía amistosamente y justo cuando esperaba que Gonzalo estuviera confiado, le lanzó un puñetazo al rostro.

Pero Gonzalo esquivó el golpe. Ese truco traicionero lo había vivido muchas veces en su solitario mundo de caballeros, lo había visto en muchas películas de espadachines, en muchos tebeos del Príncipe Valiente. Y su gesto de esquiva lo había ensayado mil veces con su hermano Bértold y en las peleas de mentira en su colegio. Contra lo que esperaba el Gasolina, Gonzalo armó su brazo, ese que todavía no había ejercitado nunca en serio y le soltó un directo que estalló en la cara del borracho. El Gasolina recibió el golpe, se trastabillo, tropezó con la otra bicicleta, cayó al suelo de golpe de forma ridícula. Gonzalo esperó a que se levantase con la guardia arriba.

—Ahora vas a ver tú —le amenazó de nuevo el hombre mientras se lanzaba vacilante a darle un cabezazo en el vientre. Pero Gonzalo lo volvió a esquivar saltando de las escaleras al suelo. El Gasolina se dio la vuelta para acometerlo y en ese momento, Gonzalo le dio un rodillazo en el pecho que lo volvió a derribar. Para entonces, Bértold y otros lugareños salían del bar en tropel para detener la pelea. Muchos se asombraron al ver a Gonzalo, con una decisión desconocida hasta entonces en sus ojos grises, concentrado en hacer frente al Gasolina que se levantaba a duras penas del suelo.

—Vete a dormir la mona, Gasolina —le amenazó el Gabriel, uno de los hombres más fornidos del pueblo.

El Gasolina miró un momento hacia el bar y comprendió que una nueva época se abría para él en el pueblo de su mujer. Probablemente al día siguiente tendría un par de moratones en la cara y al llegar a Madrid contaría que se había pegado con un paleto y él se había visto obligado a ponerle las pilas; pero la vergüenza de haber sido vencido por un chaval, un niñato, no se borraría en toda su vida. Se fue andando lentamente. No pensaba volver a aquella plaza jamás.

Tras la huida, Lito estaba exultante. ¡Ojalá lo hubiese visto Patricia! Recibió las felicitaciones de sus amigos y la mirada amistosa de los demás, pues el Gasolina no caía bien a casi nadie. Aquel chulo se lo tenía bien ganado. Unos sacaron unas botellas de sidra para invitar a los chavales. 

—¡Sácales unos whiskis, joder! —le animó otro—. ¡Pues no ves que ya no son unos niños!

Gonzalo sonrio. Sus amigos estaban a su alrededor y él se imaginó que esa misma sensación debía de tener el rey Arturo, cuando presidía las sesiones de la Tabla Redonda. Sí, él también se sentía ya preparado para el liderazgo. Estaba pensando en que alguien le debería poner de rodillas y darle un espaldarazo, porque él ya no era un niño, sino un caballero. A lo lejos, bruñida por los focos, la torre del homenaje se elevaba magnífica buscando la luna.

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