(Sábado, 21 de junio de 1980)
How I wish, how I wish you were here. / We’re just two lost souls swimming in a fish bowl, year after year, /Running over the same old ground. /What have we found? The same old fears. / Wish you were here.
(Wish you were here, Pink Floyd)
Allí mismo acababa Madrid. La magnífica torre de dieciséis pisos de ladrillo amarillento era en aquel tiempo el límite de la capital de España, la pálida muralla que defendía la urbe del campo. Nada tenía que ver aquel baluarte con la mayor parte de los bloques de Moratalaz, casas de cuatro pisos de setenta metros cuadrados y sin portero. Y mucho menos se podía comparar aquella majestuosa barbacana con las viviendas de realojo que habían surgido en los últimos años en otras zonas del barrio como una indeseable urticaria. Aquella torre era la mejor casa del barrio, el buque insignia, la joya de la inmobiliaria Urbis.
Al promocionar la venta de esas viviendas a principios de los años setenta, Urbis había comprobado que los que se acercaban a visitar el piso piloto no provenían de fuera del barrio como habían previsto, sino que eran básicamente gentes que ya vivían en Moratalaz; personas que se amontonaban en pequeño piso comprado unos pocos años atrás y que ahora podían permitirse una mejora en sus condiciones de vida. La mayor parte eran los profesionales, los comerciantes o las gentes de las capas medias que, aprovechando la última ola del crecimiento económico producido bajo el franquismo, habían aumentado sustancialmente sus ingresos. Allí estaban el antiguo empleado que había ascendido hasta alcanzar la dirección de la oficina, el joven comerciante que había visto progresar su negocio, el jovencísimo abogado que veía florecer su bufé, el joven dentista que ya tenía una clientela más amplia y el ambicioso trabajador que había creado una pequeña empresa. Todos ellos ahora podían permitirse el lujo de elegir la ubicación de su vivienda. Podían elegir entre quedarse en Moratalaz o irse a otras zonas más cotizadas, mejor equipadas o en barrios más céntricos y prestigiosos de la capital.
Y sin embargo, habían preferido quedarse allí, en el último límite de un barrio de las afueras, en aquella frontera donde acababa Madrid. La inmobiliaria ofrecía una vivienda de excepcionales calidades a un precio competitivo. Los comerciales ponían el acento en los materiales, en los acabados, en los ciento cincuenta metros cuadrados que tenía cada piso, en los amplios dormitorios, en la perfecta distribución de las habitaciones, en las ventajas de tener portero y en la tranquilidad de ver crecer a sus hijos en un entorno que ya conocían, sin peligros, sin coches ni polución y en contacto con la naturaleza. Moratalaz, ya lo sabían, era uno de los mejores y más tranquilos barrios de Madrid. Una isla de serenidad alejada del ajetreo, las prisas y los nervios del centro de la ciudad. También habían destacado las impresionantes vistas que se disfrutarían desde sus amplias terrazas. Madrid entero se podría ver desde aquellas alturas como un pueblecito de juguete, diminuto, sumiso y manejable, como una caja de peligros conjurada por la lejanía, como una graciosa maqueta domesticada. Tranquilidad, paz, sosiego, calidad: esas eran las ideas—fuerza de la campaña de promoción. Viva en plena ciudad conservando la tranquilidad del campo. Para mejorar sus condiciones de vida, para que sus hijos tuvieran una habitación más amplia, para tener portero como señores y un salón como Dios mandaba, no era preciso romper con las relaciones de amistad creadas en los años de convivencia en el barrio. Quedándose en Moratalaz, los padres mantendrían su círculo de amigos y sus hijos el suyo. Para dar satisfacciones a la familia y colmar el orgullo de sentirse un hombre no hacía falta desarraigarse.
A la espalda de la torre amarilla se abría el barranco, la grieta de diez metros de profundidad por la que se había deslizado durante décadas el tren de Arganda. El camino allanado, sin hierba, los dispersos restos de grava y algunas traviesas aquí y allá permitían seguir la antigua vía con facilidad. Aquella senda de hierro que desde 1886 hasta 1953 uniera la estación del Niño Jesús, construida junto al parque del Retiro, con el pueblo de Arganda; aquella ruta doméstica que atravesara las barrancas, las huertas y las dehesas de Moratalaz, eran hoy oxidados raíles que solo caminaban chatarreros, misteriosos solitarios y algunos pastores; delgadas líneas metálicas que fijaban los límites del mismo Madrid, separando lo urbanizado de lo virgen. Más allá de la vía, por su lado oriental, se abrían los campos que todavía separaban la capital de Vicálvaro: terrenos de pastoreo para algunos rebaños de ovejas que, sin que se supiera de dónde procedían, todavía podían verse balando alegremente casi a diario con sus esquilas colgando del cuello, con sus perros ladrando a sus costados y su asombrado pastor encabezando la anacrónica procesión.
La madre del Arriola salió a la amplia terraza buscando a su hijo allí abajo, siempre atenta a los posibles peligros que pudieran amenazarle. Era preciso estar siempre vigilante y más en aquella escombrera que a ella no le hacía ninguna gracia, pues seguro que escondía botellas rotas, latas oxidadas o cosas peores. Cuando a Miguel, su hacendoso marido, lo ascendieron a la dirección del hipermercado de Barajas y él le planteó la posibilidad de cambiar de domicilio, Paqui sopesó la decisión cuidadosamente. Miguel prefería irse a un piso a la Alameda de Osuna, una zona más señorial, más acorde con su nueva posición y desde donde estaría a tiro de piedra de su trabajo. Pero Paqui impuso su criterio: se quedarían en Moratalaz. Ella ya se sentía del barrio, tenía amigas y conocía a los tenderos. Y además, ¿qué iba a hacer ella entre las señoras de la Alameda de Osuna? En Moratalaz estaba tranquila, segura de su posición social. Mejor ser cabeza de ratón que cola de león. ¿Para qué cambiar? Y así acabaron comprando uno de los pisos más altos de aquellas orgullosas torres amarillas. No había familiar al que Paqui no le hubiese sacado a la terraza para que contemplara todo Madrid.
Hacía unos diez minutos que Miguelito se había bajado a la calle vestido con su uniforme de portero. Pantalón negro, camiseta azul marino, medias rojas y unas preciosas botas de fútbol, todo comprado en la única tienda de deportes del barrio, la de Rafa, su vecino del sexto. Allí veía ahora la cabecita rubia de su único hijo descendiendo trabajosamente junto con sus nuevos amigos los diez metros de pronunciada pendiente que todos en el barrio llamaban el Barranco. Le acompañaba dos zancadas por detrás José Antonio, el gordito, el hijo de la vecina que le había metido en aquel equipo de fútbol tan simpático. Había pequeños senderos para bajar la cuesta, pero de tan transitados, resultaban resbaladizos, pues la vegetación había desaparecido por el trasiego continuo de chavales durante sus juegos y al llegar el verano resultaba difícil que el pie se afirmase en el suelo. Los resbalones y las caídas eran constantes, aunque nunca de gravedad; pues la pendiente no era exagerada y los chicos que tenían la mala suerte de resbalar acababan por agarrarse a los secos matojos y simplemente se levantaban con algún rasguño. Paqui sintió una cierta angustia observando deslizarse por el empinadísimo sendero a su hijo, viendo sus pies resbalar sobre la arenilla, como si fuera un esquiador. Al fin, Miguel Arriola llegó al fondo del barranco en una carrera alegre que acabó exactamente sobre la oxidada vía del tren. Entonces Paqui oyó el sonido del teléfono y entró en su casa para contestar la llamada. No tuvo tiempo de ver como José Antonio, el gordo, se pegaba un costalazo entre las risas de los demás.