(Domingo, 22 de junio de 1980)
I am hot /and when I’m not, /I’m cold as ice, / See me comin’ (get out of my way) /Step aside (just step aside) / Or pay the price /What I want I take /What I don’t I break /And I don’t want you /With a flick of my knife /I can change your life /There’s nothing you can do /’Cause I’m a problem child.
(Problem Child, ACDC)
El Yin era adoptado. De su padre nunca tuvo noticias, aunque él siempre fantaseó con que sus ojos grises fueran su herencia. A su madre sí la conoció. Era hijo de una prostituta alcoholizada y marchita. Hasta que perdió la custodia, el Yin vivía con ella en una caravana destartalada, cerca de un poblado de chabolas, en la cuneta de una carretera. Era muy buen sitio porque estaba en las afueras de la ciudad y la carretera era muy frecuentada por camioneros y gentes de la construcción, con lo que la madre siempre tenía clientes. Los obreros salían de las obras, se tomaban sus solisombras en cualquier taberna de por allí cerca y luego iban a follarse a la Maika, como ella se hacía llamar, aunque su nombre verdadero fuera Pepi. Eran polvos rudos y agrestes, descargas rápidas como las de una hormigonera. Ellos iban a la caravana como salían de la obra, sucios, sin afeitar, sudorosos y medio borrachos.
—Chúpamela bien, Maika, y te doy otro talego.
—Maika, ¿cuánto te tengo que dar más para metértela por el culo?
Y el Yin, con dos, tres, cuatro años, en la litera de enfrente, una y otra vez, mirando a su madre espantado de pena y temor. Creía que aquellos hombres malos la podían matar cada vez que comenzaba todo. El Yin lloraba muchas veces y lanzaba los brazos a su madre para que le consolara y aliviara su terror. Pero ella, en mitad de la faena, se levantaba medio desnuda, medio sudorosa, medio sucia y le mojaba el chupete en ron, en ginebra, en caballo, en lo que hubiera por aquellos desordenados anaqueles con tal de que se callase, porque aquel llanto espantaba a los clientes que no se podían concentrar y tardaban más. Cuando el Yin tenía cuatro años, había visto y oído follar a su puta madre con centenares de bestias y aquello había dibujado en su rostro la mirada de horror y desesperación que luego pasearía por Moratalaz. Fue entonces cuando intervinieron los servicios sociales del Ayuntamiento y le quitaron a la prostituta la custodia, pero al Yin ya se le quedó para toda la vida aquella cara que tenía de niño desvalido de tristes ojos grises.
En el orfanato, al que la sociedad denominaba eufemísticamente centro de acogida, las cosas no mejoraron. Las monjas que custodiaban la institución no se hacían respetar por los niños más mayores que, gracias a su mayor fuerza física, imponían sevicias de todo tipo a los menores. Todo se arreglaba a golpes. Con tan solo cuatro años y sin hermanos mayores allí, el Yin tenía poco que ganar: pocas manos para defender tan frágil vida. Tampoco tuvo suerte aquí y ocurrio lo inevitable: a los cinco años fue violado por un chavalín de trece, un animal recién desembarcado en la pubertad. Después de este, fueron otros mayores los que agredieron sexualmente al Yin. Y las monjas, cuando él y otros niños de su edad se les quejaban, no les dejaban completar su relato. Esas historias eran demasiado brutales para sus oídos rendidos a la meditación y al rezo. No querían escuchar aquellas guarrerías ni investigaban las denuncias en profundidad. Les daban la razón, reconocían que algunos niños mayores les hacían cosas sucias; pero no tomaban otras medidas contra los agresores más que castigarles a limpiar las instalaciones y a rezar el rosario. Y al Yin se le iban pintando en el rostro esas ansias de venganza que siempre tuvo.
Cuando alcanzó la respetable edad de diez años, el niño había sido violado en tantas ocasiones que ya era difícil distinguir, sobre todo en los últimos tiempos, cuando se trataba de una violación, cuando de un juego que acababa en agresión sexual o cuando de una deliberada y apócrifa búsqueda del propio niño de una relación morbosa.
Al llegar a los doce años, el Yin ya era lo suficientemente alto y fuerte como para evitar las violaciones de otros chavales. Y fue entonces cuando descubrio al sexo femenino. Forzó a un par de niñas del internado, medio en juego, medio en serio. Sobó sus tetitas incipientes y duras, palpó sus sexos de púberes y hasta penetró a una. Pero no le satisfizo la experiencia. No es que le disgustaran las mujeres, pero esos fugaces encuentros le hicieron comprender que le atraían más los individuos de su mismo sexo y más concretamente, los niños. No tuvo ningún problema de conciencia al reconocer sus tendencias sexuales, ni había razón alguna para que lo tuviera. Se consagró a los niños con toda naturalidad y sin hacerse más preguntas. Y a partir de entonces, forzó a muchos recién llegados al internado impulsando varias vueltas la misma rueda en la que él mismo había sido iniciado.
A esa edad de trece años, inesperadamente, alguien se interesó en adoptarle. El Yin se sorprendió. Todo el mundo en el internado sabía que nadie quería adoptar adolescentes. Al rumorearse que tras la adopción había en realidad un hombre soltero, sus alarmas se dispararon. ¿Quién iba a interesarse en un chaval como él sino era más que un bujarrón para usarlo sexualmente? El Yin aceptó la adopción asumiendo que para salir de aquel infierno, quizá tendría que entregar su cuerpo a un viejo asqueroso como peaje. No había problema. Saldría adelante.
Pero el Yin acertó en una cosa y falló en todas las demás. No se equivocaba en que aquel hombre era homosexual; pero sí en la otra predicción. Don Félix le adoptó simplemente porque quería dar a alguien desvalido su amor, su nombre y una herencia. No tenía hijos ni hermanos y, llegado a la fase final de su vida, quería aprovechar su tiempo educando a un joven que verdaderamente le necesitase y comprendiera el gran favor que le hacía. Aquel hombre maduro y culto, un anticuario de obras religiosas, buscaba alguien que le agradeciera en vida el enorme don que pensaba entregarle: su cultura y su posición social.
Pero las cosas no salieron como él pensaba. Don Félix era un hombre ya mayor y sin mucha energía y el Yin no hizo otra cosa que darle quebraderos de cabeza y llevarle por la calle de la amargura hasta la muerte. Al principio, el anciano se mostró didáctico y paternal, intentando, con su afecto más puro, limpiar lo que años de desamor e ignorancia habían emponzoñado en el alma del Yin, aconsejándole con su experiencia de vida sobre los caminos del estudio o el trabajo y evitando en todo momento forzar al chaval a hacer nada contra su voluntad. El viejo anticuario le vistió con elegancia, lo llevó a conciertos y a exposiciones y le presentó a su círculo de amistades.
Después de no haber conocido más que la molicie, la estupidez, la violencia y la ingratitud, al Yin le resultaba imposible encontrar dentro de sí otros sentimientos distintos. Así que pronto las atenciones de don Félix acabaron pervirtiéndose, convertidas en la simple satisfacción de la voracidad caprichosa del chaval. Ropas caras e infantiles, juguetes propios de niños mucho más pequeños y otros mil caprichos estúpidos se amontonaban de cualquier manera en su desordenado cuarto. El agradecimiento pasajero que otorgaba el regalo de última moda era sustituido de nuevo al rato por la arrogancia, el despotismo y la crueldad para con el anticuario. El anciano comprendió que estaba en un callejón sin salida, pero no sabía qué hacer, salvo desheredarle, como hizo donando en vida su fortuna a una organización cristiana para que su trabajo de toda una vida no se tirara a la basura en un par de meses. Pero mientras el viejo vivió, el Yin campó en su vida y en su cuenta corriente como mejor quiso. Don Félix no tuvo valor para negarle techo, comida, ropa o dinero. Al fin y al cabo, sentía que al sacarle del reformatorio, al alzarle de la miseria, al acogerlo bajo su abrazo protector, había adquirido una deuda con él de la que no se podía sustraer. No tenía valor para destronar a aquel príncipe de barro. Además, y aunque no se lo confesase abiertamente, también tenía miedo del Yin, de su mirada torva y de algunos gestos que le habían producido escalofríos: aquel gusto por la estética militar, aquella obsesión por la muerte, aquellos atisbos de crueldad para con los gatos de la casa, algunos de los cuales habían desaparecido sospechosamente.
El Yin hablaba poco con don Félix, no iba al instituto ni a trabajar y hacía su vida en la calle, relacionándose siempre de forma muy superficial con distintas bascas. A la gente de la calle el Yin le caía bien. Era simpático y sus estrafalarios atuendos militares, con botas y uniforme de camuflaje, su voz carrasposa y su cara de cuervo les resultaban entretenidos.
Le gustaba mucho ir a los billares del Jiménez. Se pasaba allí las horas muertas, aunque no hubiese nadie. Se dejaba mucho dinero en las máquinas de matar marcianos y frecuentemente invitaba a otros chicos a jugar, lo que le hacía grato a los ojos del dueño de los recreativos. El Jiménez no tenía mejor cliente que él.
La pandilla de la plazoleta iba a los billares de vez en vez. Les pillaban algo lejos, en el polígono del Centro Cultural y la biblioteca y además para llegar tenían que atravesar zonas del barrio donde paraban pandillas de jóvenes drogadictos a los que temían. Pero a veces, cuando había algo de dinero y ganas de jugar al futbolín, se acercaban allí y pasaban divirtiéndose un par de horas. Aquella era una de esas tardes y además tenían algo que celebrar: su victoria en el campeonato de fútbol.
Las dos fotos en las que los campeones del Olympic habían posado con la copa todavía no habían sido reveladas, pero el Foro ya había ido con el Ratón y otros niños a la tienda de fotografía del barrio. Habían encargado veinte copias, una para cada uno del equipo y otras para los entrenadores. El Ratón era el más ilusionado de todos, pues había posado con la medalla de máximo goleador y quería algunas copias más para sus familiares.
Así que para celebrarlo habían ido a los billares todos los integrantes del equipo. Hasta se les había unido Álex, el portero del Artilleros, que era muy amigo del Ratón, y también José Antonio el Peonza, que aunque estaba tan gordo que era incapaz de jugar al fútbol, parecía siempre uno más del equipo. De su mano había venido también aquella tarde el tímido Arriola, el portero, que hasta entonces se había limitado a disputar los partidos del campeonato sin llegar a trabar amistad con nadie.
Miguel Arriola miraba a sus compañeros de equipo con cierto desapego, lo que le permitía enjuiciarlos con frialdad y espíritu crítico. Lo cierto es que si estaba allí con ellos era por obedecer a su madre, siempre presionándole para que se relacionase con otros chicos. Ella era la que le había echado en brazos de José Antonio, el idiota de su vecino, que solo sabía oponer una sonrisa a las continuas humillaciones que sufría del resto del grupo. A él, en realidad, aquellos chicos no le acababan de atraer. Algunos le parecían buenas personas como Lito o Román, pero los líderes del grupo le repelían. No veía grandes diferencias entre los animales que dominaban el patio de su colegio y Vicente o Juanan, que utilizaban los mismos argumentos para establecer su dominio: su mayor fortaleza física y una cierta dosis de crueldad. Dominaban simplemente porque eran los mayores y querían imponerse a todos. Los dos vestían sendas zamarras de camuflaje con orgullo, como si aquellas tristes prendas les confiriesen su estatus dominante. Y los demás aceptaban sumisamente su mandato.
Mientras caminaban todos hacia los billares, Miguel se avergonzó de volverles a oír entonar a voz en grito los mismos cánticos de “campeones, campeones” que habían resonando en el descampado mientras daban una ridícula vuelta triunfal al imaginario estadio, pasándose la copa unos a otros ante el mudo paisaje del barranco. Le avergonzaba ir entre aquellos chicos que no tenían el menor reparo en ir cantando el nombre de su equipo a voz en grito por todo el barrio. Y tampoco le agradó ver cómo los compañeros más serviles rodeaban al héroe, a Vicente, como una guardia pretoriana desordenada y exultante. Le recordaban una y otra vez, con todo lujo de detalles su victoria. Porque había vencido a puñetazo limpio al Heredia. Sí, aquello sí que había sido un partido de verdad. Nunca habían estado tan orgullosos de ser los campeones del barrio. No lo olvidarían jamás.
Arriola contempló a Vicente que caminaba orgulloso, en el medio de todos, con paso decidido. Vicente era alto y delgado. Sus facciones le parecían tan vulgares como la zamarra del Ejército que vestía. Moreno de pelo liso, tan solo destacaba en su cara su enorme boca de cocodrilo, sus ojos saltones y una poderosa nuez que bailaba arriba y abajo cada vez que tragaba saliva. Aquel adalid sabía que su pelea con el Heredia le había abierto un hueco en la leyenda. Los ecos de su hazaña ya se estaban repitiendo desde ayer en todas las plazoletas del polígono y de casi todo el barrio. Los niños caminaban a su alrededor, contentos de tener un amigo tan valiente como él. Aquella tarde no perdían detalle de sus palabras: en cuanto abría la boca los chavales torcían la mirada para ver qué decía su líder. Vicente era la primera persona que se había atrevido a levantarle la mano al Heredia. Y además le había vencido con claridad y eso a pesar de haber resultado herido previamente por un disparo de escopeta. Le habían extraído el perdigón en el ambulatorio de Pavones y la policía había interpuesto de oficio una denuncia. Pero él no había querido decirles quién había sido el agresor. No era un chivato, sino un héroe.
A pesar de todo, Vicente no las tenía todas consigo. Era más que probable que en cualquier ocasión el Heredia quisiera vengarse, por lo que con cierto disimulo buscaba con su mirada a los macarras al doblar cualquier esquina. Tampoco había que preocuparse en exceso: nunca se habían encontrado a los gitanos por allí. Los macarras no solían ir a los billares; preferían andar con sus escopetas por el parque o por el barranco.
Nada más llegar a los billares, José Antonio el Peonza se fue directamente a jugar a la máquina de los marcianos. De esta forma, el gordo se evitaba la humillación de que nadie quisiera ser su pareja de futbolín, pues era conocida de todos su torpeza con las barras de acero en la mano. Los demás formaron parejas y comenzaron a jugar un pierde-paga. Tras cada partida la pareja ganadora tenía derecho a seguir jugando en el futbolín gratis con una pareja entrante que debía pagar la nueva partida. De esta forma, los distintos futbolines del Jiménez se convertían en un hervidero de parejas de chavales que iban allí con el deseo de jugar gratis, siempre y cuando fueran capaces de ir venciendo rival tras rival.
Además, allí estaba el Calimero, otro fanático de las moscas como él y uno de los chicos más populares del barrio. Todo el mundo lo conocía. El Cali era un chico bajito y simpático, del que no había que temer ni siquiera un insulto. Siempre alegre y sonriente, era más fácil ver sus crenchas negras en los billares que en el colegio, donde al parecer, le quedaban todas las asignaturas. Y sobre todo, era famoso en el barrio por su generosidad, pues invitaba a todo el mundo a refrescos y cigarrillos. Lo que a veces se preguntaba el Peonza es de dónde sacaría el dinero.
Lito, al ver que Miguel Arriola se iba a quedar solo, hizo pareja con él, mientras Ferrera se emparejaba con Pablo, el Ratón con Álex, Vicente con Juanan y Javi con Jorge. Allí pasaron un buen rato con los jugadores de madera, haciéndoles fintar, disparar o blocar los disparos del adversario y respetando las distintas reglas que el futbolín tenía en Madrid. No valía molinete o dar vueltas a la barra del futbolín y no valía hueco o lo que es lo mismo, disparar a gol con el delantero derecho aprovechándose del defecto de diseño de todos aquellos futbolines, según el cual era imposible defender a este delantero cuando se escoraba arrastrando la bola hacia el centro.
Vicente y Juanan eran muy buenos jugadores y pasaron largo tiempo defendiendo su vitola de campeones. De las nueve bolas de que constaba la partida, ellos siempre marcaban al menos las cinco que les daban la victoria y expulsaban a la otra pareja, abrazándose alborozados y ruidosos como si hubiesen conquistado la copa de Europa. Lito y Arriola eran la pareja más débil y, conscientes de ello, tampoco ponían mayor empeño en las partidas, con lo que eran derrotados con facilidad. A Arriola le daba igual, porque lo que a él le gustaba más era jugar en solitario a los marcianos. Su timidez le hacía envidiar solo por un instante a su vecino José Antonio, al que veía con el rabillo del ojo concentrado en matar marcianitos con su cañón láser. A una máquina de este tipo se dirigió Arriola tras la tercera derrota mientras Gonzalo se quedaba acodado sobre el futbolín viendo una nueva partida.
El Yin vio entonces un púber, casi un niño, de piel muy blanca, rubio y con algunas pecas y algo en él se despertó. Sintió la llamada en su nuca, en su estómago y en su sexo. Y cuando vio al chavalín abandonar a sus amigos en los futbolines para irse en solitario al rincón de los videojuegos, esa llamada le obligó a ir hacia allá. Se puso tras el niño, observando cómo manipulaba con sus dulces manos los mandos intentando derribar las naves enemigas. El Yin se mostraba entusiasmado: le daba consejos, se alegraba ruidosamente cuando algún marciano era destruido o avisaba alarmado de cualquier nave amenazante que acosase el cañón láser de Arriola. Miguel estaba asombrado de que un desconocido pudiera disfrutar de su partida más que él mismo. En un momento indeterminado, justo cuando la partida se hallaba en un momento álgido, cuando Arriola tenía que poner los cinco sentidos en las naves enemigas que ya le rodeaban y en disparar fuego a discreción en todas direcciones, el niño rubito y pecoso sintió una húmeda calidez en su cuello mientras una mano le palpaba el trasero. El lengüetazo viscoso del Yin le produjo un escalofrío. Arriola se volvió horrorizado y vio una mueca sonriente y unos grisáceos ojos saltones que se asomaban descaradamente a los suyos buscando complicidad o miedo. Miguel abandonó los mandos y las naves enemigas se abalanzaron sobre su láser.
—¡No, no lo dejes, que te van a matar! —ahora la mueca del Yin era una sonrisa abierta y los ojos le guiñaban chispeantes—. Ha sido una broma.
Pero una nave lo había destruido: la partida estaba perdida. Arriola golpeó con rabia el cristal de la pantalla.
—No te mosquees, chaval. Yo te invito a otra partida.
El chaval de piel delicada había envejecido de pronto y ya no quiso jugar más. El Yin se quedó solo jugando en la máquina, como si no le importase otra cosa. Arriola volvió despacio hacia el futbolín meditando qué debía hacer. Aquella ofensa merecía castigo, pero no le gustaba la pinta de aquel tipo. Por otro lado, lo cierto es que no tenía confianza con aquellos chicos a los que había acompañado a los billares. Al fin y al cabo, su relación con ellos se había limitado hasta entonces a jugar unos cuantos partidos de fútbol por mediación de José Antonio, su estúpido vecino. Comentarles el incidente solo podía tener consecuencias negativas: quizás entrar en una pelea abierta en la que aquel tipejo pudiera incluso sacar una navaja o seguramente ser ridiculizado por los demás como un mariquita que había consentido que un bujarrón le besara en el cuello. Lo mejor era callar. Al fin y al cabo, tampoco había pasado nada. Desde ese momento hasta que se fueron una hora más tarde, Arriola estuvo en la mesa de futbolín, sin despegarse de ella.
A la salida, mientras volvían hacia la plazoleta, su vecino se dirigió en voz alta y risueña a su vecino.
—¡Vaya muerdo que te ha pegado en el cuello el tipo ese!, ¿eh, Miguel?
En ese momento, Arriola sintió las miradas inquisitivas de todos clavándose en sus ojos y se ruborizó completamente sin saber qué responder. Los otros estallaron en carcajadas mientras José Antonio el Peonza contaba con detalle lo que había visto. Era una buena ocasión para convencer a los demás de que había en la jerarquía otro más débil contra el que podían ejercitarse.
—¡Mentira! ¡Pero qué dices, gilipollas! —fue lo único que acertó a decir Arriola cuando fue capaz de reaccionar, mientras se juraba a sí mismo que aquella sería la última tarde que pasaría con aquel gordo asqueroso, aunque su madre se lo pidiera de rodillas. José Antonio insistió en que era cierto y Arriola en que era falso.
—¡Vete a la mierda! —acabó por contestarle Miguel con la cara enrojecida.
—No te pases, que te pego dos hostias, Miguelito —repuso el Peonza con sarcasmo ante la sorpresa de los demás, porque a José Antonio nunca le habían visto amenazar a nadie. Pero el gordo parecía dispuesto a traspasar a su vecino el papel de chivo expiatorio que en ese grupo siempre le había correspondido.
—Menos lobos, Caperucita —se oyó decir entonces a Vicente riendo por encima del cuello de su zamarra de camuflaje. Al líder tanto le daba quién fuera el último en la jerarquía del grupo, pero por alguna razón no le parecía bien que esos cambios fueran establecidos por aquel gordo y menos contra el portero que les había ayudado a ser campeones de Moratalaz. Ese gesto de autoridad fue suficiente para que el Peonza callase un instante y se contentara con mirar de forma agresiva a su vecino. Ya le ajustaría otro día las cuentas. En cuanto llegaron a la plazoleta, Arriola se fue camino de su casa, mientras el Peonza aprovechaba para contar de nuevo el episodio insistiendo ahora en que Arriola se había dejado besar.
El Yin, ajeno a todo esto, acabó su partida y luego dirigió su atención hacia el billar. Dos adolescentes se apoyaban alternativamente sobre la mesa para hacer sus carambolas y le ofrecían atractivas perspectivas de sus rotundos culos masculinos, bien apretados contra el pantalón. Pero luego, cuando unos niños de diez u once años entraron para jugar a las máquinas de marcianos, el Yin sintió otra vez ese deseo punzante, imposible de dominar, y se dirigió hacia donde ellos estaban con su sonrisa de todas las tardes.