Capítulo 20. Demasiado amor

(Jueves, 17 de julio de 1980)

Way, way down inside, / I’m gonna give you my love. /I’m gonna give you every inch of my love, / Gonna give you my love. / Way down inside… /  Woman…  / You need… love. / Shake for me, girl. I wanna be your backdoor man.  / Keep it coolin’, baby. 

(Whole lotta loveLed Zeppelin)

            El verano ya había apresado Madrid con sus tenazas de hierro. Durante las mañanas, conforme el sol iba escalando hacia el cenit, un aire seco y tórrido, una flama asfixiante aplastaba a los habitantes de la ciudad. El asfalto se dilataba, como una masa blanda y porosa sobre la que los habitantes caminaban con dificultad. Sin respiro, sin aire fresco que llevarse a la garganta, la vida se desarrollaba sobre una alfombra de fuego. Los mayores se refugiaban en la penumbra de los bares, bajo las cornisas de las bodegas; los trabajadores sufrían poniendo ladrillos bajo un sol sofocante o sintiendo su sudor empapando la camisa contra la tapicería de los coches. En las plazoletas, los niños se arracimaban como pájaros a disfrutar la sombra de los árboles.   

El Ratón nunca estaba contento en verano porque se jugaba poco al fútbol. Unos chicos se quejaban del calor y no querían jugar; otros ya se habían ido de veraneo. Al final, en su plazoleta, lo que quedaba era jugar con las chicas. Y eso a él le parecía una absoluta pérdida de tiempo. Menos mal que le quedaba la plazoleta de Álex, el último paraíso donde se jugaba al fútbol a todas horas. Desde finales de junio, su relación se había estrechado. 

—¿Nos vamos a hacer la prueba del Atleti? Es este jueves, en un campo que se llama Cotorruelo, por Carabanchel… Mi padre nos lleva en el coche.

Para allá fueron los dos chavales. Álex y su padre estaban tremendamente excitados, haciendo bromas y lanzando carcajadas nerviosas mientras atravesaban la M-30. El Ratón, contrariamente, se sentía muy tranquilo. Estaba convencido de que no les iban a fichar y se tomaba aquella prueba como un partidillo más. 

Al llegar allí se encontraron con una muchedumbre de más de cien chavales arremolinados en torno a los vestuarios. Muchos de ellos llevaban su camiseta del Atleti puesta y golpeaban el balón sin que cayera al suelo o correteaban haciendo torpes ejercicios de calentamiento. Algunos padres les alentaban mientras vigilaban con el rabillo del ojo, intentando adivinar quiénes serían los entrenadores que decidirían el destino de sus hijos. 

Por fin salieron de los vestuarios unos cuantos hombres vestidos con el chándal del Atlético de Madrid portando en sus manos unos conos de tráfico. Un utilero les seguía con una red llena de balones que dejó en un lateral del terreno de juego. Los técnicos utilizaron los conos para improvisar unas porterías y dividieron imaginariamente el terreno de juego en cuatro campos. Luego se repartieron el centenar largo de chavales y comenzaron a disputarse cuatro partidos simultáneamente. Aquello, visto desde la valla lateral, era un enjambre de niños que corría como poseído por aquel campo de arena detrás de cuatro balones. Los gritos, el polvo, el bote de los balones y los pitidos de los entrenadores se elevaban al cielo despejado y ardiente de la capital como una ofrenda. El Ratón contemplaba la escena en un silencio resignado. En ese espacio reducido, entre tantísimos niños iba a ser imposible brillar.

—Yo soy extremo izquierda —le había dicho el Ratón a su entrenador cuando le llamó para sustituir a otro niño tras un cuarto de hora de partido.

A pesar de que no quería hacerse ilusiones, el Ratón salió al campo y corrio con más brío que nunca, mirando disimuladamente hacia el entrenador cada vez que tocaba la pelota. Era difícil destacar, porque la mayor parte de los niños procuraban monopolizar la bola para mostrar sus habilidades. Todo se realizaba a un ritmo frenético. El Ratón corría y corría intentando controlar un balón que le permitiera lucirse. Por fin, realizó un eslálom de los que a él le gustaban sorteando contrarios hasta que pudo centrar al delantero centro que remató a puerta vacía. ¡Gol! El Ratón corrio hacia su compañero con los brazos abiertos para demostrar así su participación en la hazaña y recibir su premio. Pero el otro le abrazó fríamente, como si no quisiera cederle ni un ápice de protagonismo. Al poco rato, el Ratón volvió a enganchar la pelota en su banda izquierda y fue sorteando contrarios hasta llegar al área. Aunque tenía otra vez al delantero centro bien situado, no le pasó la pelota, sino que prefirio disparar él mismo. El balón se estrelló contra el poste. El delantero centro le hizo un gesto de desdén. Al poco, el Ratón fue sustituido. Salió del campo con la misma sensación de irrealidad que había entrado. Solo había tocado dos veces la pelota y en una de las ocasiones había sido demasiado individualista. Muy poco bagaje para que se fijaran en él. 

Se apostó junto a la valla del campo y al rato se le unieron Alex y su padre. Acabaron los partidos y les dijeron que en una hora harían pública la lista de seleccionados. Algunos padres marcharon hacia el bar y otros se sentaron en las gradas aprovechando que el sol ya iba debilitándose. La hora transcurrió rememorando las jugadas de la prueba entre el temor y la esperanza. 

Al tiempo, un operario salió con dos hojas y las clavó en el tablón de anuncios. Todos corrieron hacia allá. El padre de Álex, aprovechando su magnífica envergadura se abrio paso junto al tablón donde el operario estaba poniendo la lista. Volvió corriendo.

—¡Te han cogido, hijo mío! —dijo mientras abrazaba a Álex levantándolo al aire por los hombros y besándole sin contener su alegría—. ¡Y a ti también! ¡Os citan para el dos de septiembre!

El Ratón abrio los ojos desmesuradamente, pero no fue capaz de decir nada. El corazón le latía con fuerza y creyó que se iba a poner a llorar. ¡Le iba a fichar el Atlético de Madrid! Se fundió en un abrazo con Álex, sin prestar atención a decenas de niños que se iban del campo decepcionados. El padre les animó a volver presurosos al barrio para contárselo a todo el mundo. Por el camino, al Ratón le parecía que aquello era lo más importante que le había pasado en su vida. No había nada en el mundo que hubiese deseado con más fuerza que lo que le acababa de ocurrir. 

En la plazoleta, con sus amigos, cuando Vicente y Juanan le felicitaron efusivamente, con abrazos y hasta algún beso, el Ratón fue tomando más conciencia de lo que había conseguido. Sí, había dado el primer paso de un largo camino. Quizá Álex y él acabaran siendo futbolistas profesionales. La noticia corrio como un reguero de pólvora por todas las plazoletas del polígono. Esos dos, el Álex y el Ratón, el portero del Artilleros y el delantero del Olímpic, los dos canijos que todos conocían desde pequeños, eran ahora nada más y nada menos que jugadores del Atlético de Madrid. 

Desde ese día los dos chavales pasarían mucho tiempo juntos, soñando su futuro. El Ratón se tiraba las horas muertas en la plazoleta vecina ya que, además, Álex y los suyos seguían jugando al fútbol todo el día como en invierno, mientras que en la plazoleta del Ratón, ahora que muchos se habían ido de vacaciones, sus amigos perdían demasiado tiempo jugando estúpidamente con las niñas o hablando de ellas sentados en los bancos. ¿Para qué perder el tiempo con chicas cuando existía algo tan perfecto y agradecido como la esfera de un balón?

Otra tarde de aquel caluroso verano, cuando se bajó con Álex y sus amigos, se encontró con que la plazoleta estaba vacía. El Ratón sabía perfectamente dónde estaban todos, pero prefirio darse media vuelta y volverse a su propia plazoleta. Allí, sentados bajo un árbol, estaban los de siempre. 

—¡Vete con tus nuevos colegas! —le gritó Juanan bromeando cuando le vio aparecer conduciendo su inseparable pelota.

—¡Eso, eso! —le secundó Vicente con más acritud—. ¡Desde que te ha fichado el Aleti ya no te acuerdas de los colegas! 

—Se le ha subido a la cabeza —dijo Román en broma.

—Y eso que todavía no le pagan nada —insistió Juanan con un bufido que pretendía ser gracioso.

El Ratón sonrio humildemente por toda respuesta y siguió en silencio golpeando el balón arriba y abajo. La verdad es que creía sentir remordimientos: le parecía que era verdad que había abandonado a sus amigos; aunque, al fin y al cabo, se decía el Ratón con una sonrisa, él siempre había dicho que solo abandonaría el equipo de su plazoleta por el Atlético de Madrid. 

—¿Echamos un partido? —les preguntó casi al instante.

—¡Joder, Ratón, coño! —le dijo Vicente, que últimamente decía mucho esa palabra porque se la oía decir a su padre y a sus amigos en el bar y le parecía una expresión de hombres hechos y derechos—. ¡Si es que eres un vicioso con la puta pelotita de los cojones!

—Hace mucho calor. Luego jugamos… —le consoló Ferrera.

El Ratón volvió a sus malabarismos con la pelota mientras los otros comenzaban a hablar de mujeres una vez más. Vicente recordó una vez más la cálida lengua de Patricia que sabía a menta. Al final el Ratón se lanzó.

—Pues en la plazoleta del Álex hay una tía a la que se la follan todos.

            —¡En la plazoleta de al lado, en la plazoleta de al lado…! ¡Pues vete con tus nuevos colegas! —le dijo en broma Juanan otra vez.

            —¿Tú te la has follado? —intervino Vicente cortando la broma. 

            —Yo no —repuso el pequeño—. Pero porque no he querido.

            —Ya. ¡Hala vete a Alpedrete, Ratón! —respondió Juanan con una tremenda risotada. 

            El Ratón insistió. Era la hija de un madero. Y la niña, no se podía decir otra cosa, era gilipollas perdida. El Babel, uno de los chicos de la plazoleta del Álex, le había hecho creer que era su novio y le decía a la chavala que si quería seguir siendo su pareja se tenía que acostar con todos los que él le mandara. Allí subían todos los de la plazoleta de Álex algunas tardes, cuando la madre, que era comercial de Avón, salía a vender sus productos y la chica se quedaba sola.

            —¡Y voy yo y me lo creo! — decía Vicente a gritos—. ¡Hala vete por ahí, Ratón!

            —Pues no te lo creas —insistía el Ratón—. Pregúntaselo al Babel. O al Álex.

            —Vale, vale. Claro que se lo voy a preguntar. ¡Vete a la mierda, Ratón!

            El pequeño se limitaba a reírse. Oponerse podía ser sinónimo de pelearse con Vicente y en ese combate él no iba a ganar nada. Sonreía con sus dos dientes apoyados en el labio inferior e insistía.

            —Pues no te lo creas…

            Pero lo que decía el Ratón era verdad. Era verdad que en la plazoleta de al lado había una chavala morena, menuda, que era la hija de un policía. Era verdad que la chavala bordeaba la imbecilidad, era verdad que el Babel le hacía creer que era su novio y era verdad que algunos chicos de su plazoleta, los más mayores, subían a la casa y se sentaban en el salón. Babel se iba con ella al dormitorio y cuando recogía las primicias, salía satisfecho e iba ordenando la entrada en la habitación de los invitados.

            El Ratón había subido en una ocasión, casi sin querer, solo por curiosidad, por no negarse a la petición de Babel. Aunque una vez arriba, en aquel salón, siendo el único pequeño entre aquellos chicos mayores, un sentimiento de vergüenza lo había embargado. Se había sentado en el sofá, rígido, coreando estúpidamente las bromas nerviosas de los otros y pensando qué haría cuando le tocara el turno. Se masturbaba a menudo, claro, pero un pudor invencible le impedía entrar en aquella habitación, traspasar aquella puerta. Guardaba un secreto que no quería que nadie supiera. Su prepucio no dejaba salir el glande con libertad y sus padres no le habían llevado de pequeño a operarle de fimosis. Mejor era sentarse en el sofá. 

Por lo que decían los otros, el Babel disfrutaba como el que más mientras ellos mismos la penetraban. Se tumbaba a su lado en la cama y le decía sucias palabras de amor mientras la tomaba de la mano o le introducía su pene en la boca. A pesar de su excitación, vigilaba que sus amigos se pusieran un condón y que ella no se quitase la venda con que le cubría los ojos. El Ratón pasó un mal rato, escuchando los gemidos sordos de la chica, sintiendo como los demás, que comentaban riendo lo que les había ocurrido dentro, le miraban con el rabillo del ojo, extrañados de que él no se uniera a su alegría. El Ratón sufría esperando el momento en que el Babel se dirigiera a él para invitarle a pasar, deseando el instante en que volvieran otra vez a la calle, a jugar a la pelota.

            —Venga, Ratón, te toca —le dijo al fin el Babel con orgullosa generosidad.

            —Yo paso —le contestó el niño.

            —Venga, tío, si tiene ya el coño que se le derrite —le animó el Babel.

            —Es mantequilla caliente —le seguía la broma otro de la pandilla.

            —Yo paso —contestó el Ratón las dos primeras tardes.

            —¿Y eso? —le preguntó el Babel con un deje de reproche.

            —¡Pfff! —lanzó el Ratón una interjección despectiva mientras entrecerraba los ojos. Cuando le insistían, se limitaba a encogerse de hombros para contestar a sus bromas. 

            A Babel le gustaba que todos participaran de aquel festín que su generosidad les brindaba. No follarse a aquella chica era hacerle un feo. Además, la indefensión y sumisión de la chica acababa excitándole tanto que cuando el último de sus amigos ya se había ido, se quedaba un rato más para volverla a penetrar y decirle cosas bonitas al oído. La relación entre ellos duró hasta que la hija del policía, en un momento de debilidad, acabó por contárselo todo a su madre. La vendedora de Avón no se lo confesó al policía por temor a su reacción, pero no volvió a dejar sola nunca a su hija. La obligaba a acompañarla en sus recorridos de casa en casa, aunque la estorbase. La niña y el Babel no volvieron a hablarse. Se veían pocas veces y a la distancia, ella bien escoltada por la madre. Y nada más hubo entre ellos. Hasta que, al poco tiempo, aquella familia vendió su piso y desapareció del barrio. 

Lo que no sabía el Babel, ni el Ratón, ni siquiera la madre, era que la chavala se pasó toda su vida añorando aquellas dulces tardes cuando su novio le vendaba los ojos. Porque después del Babel, no le volvió a vendar los ojos nadie. Ni a decirle cosas tan bonitas y tan excitantes al oído. 

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies