(Miércoles, 3 de septiembre de 1980)
One of these mornings / You’re gonna rise, rise up singing, /You’re gonna spread your wings, child, /And take, take to the sky, /Lord, the sky.
(Summertime, Janis Joplin)
La grana del sol crepuscular teñía los últimos pisos de los bloques, mientras abajo en la plazoleta, bancos y arena ya eran sombra. Era septiembre de 1980 y parecía que aquel atardecer traía a la ciudad un aire final y definitivo. El propio vientecillo que se levantó aquella tarde parecía silbar una canción de despedida, cárdena y triste, arrastrando algunas nubes blancas y altas que acariciaban la belleza del cielo de Madrid.
El verano languidecía ante ellos. Los días eran más cortos, la temperatura más soportable en las calles y la capital iba recuperando a todos los veraneantes que volvían para incorporarse de nuevo a su latido enérgico. Las chicas y los chicos ya formaban grupos lo suficientemente numerosos como para volver a sus juegos tradicionales, separándose de nuevo por sexos como antes del verano. El espíritu de unión, los lazos que habían estrechado, parecían a punto de disolverse como las ondas concéntricas que una piedra provoca al caer sobre el agua acaban por deshacerse en la inmensidad del lago.
El final del barranco, que decenas de obreros, con sus camiones, sus excavadoras, sus apisonadoras, sus hormigoneras, sus arquitectos y técnicos municipales a cuestas estaban convirtiendo a marchas forzadas en un parque, parecía indicar que una nueva época se inauguraba ante sus vidas. Se terminarían las escapadas al barranco a jugar al fútbol, a tirarse por sus pendientes o simplemente a esconderse de los ojos de los mayores para sentirse en un territorio indómito, ajeno a la civilización. Ahora los chicos pasaban las horas en la plazoleta, a tiro de las miradas de los vecinos, justo enfrente de los portales donde, bien cerca de sus madres, seguían jugando y charlando alegremente las chicas.
Inmóviles, sentados en los bancos que el Ayuntamiento clavaba en la arena o de pie ante ellos, estaban allí casi todos los de la pandilla. Todavía eran visibles en sus rostros los efectos de las vacaciones de verano. Los más pudientes, como Ferrera o Román, hijos de padres ya nacidos en Madrid, volvían morenos de la playa. Otros, como Gonzalo, se tenían que conformar con ir a la casa de sus abuelos, allí al pueblo, y volvían con sus coloretes campesinos y algún kilo de más. Muy pocos, tan solo Juanan, Vicente o el Ratón, se habían visto obligados a aguantar todo el verano en Madrid.
El partido de fútbol había terminado hacía un rato y el sudor de sus cuerpos ya se había secado. Los partidos cada vez eran más breves y se jugaban con menor intensidad. A unos cuantos ya les asomaba pelusilla en las mejillas o sobre el bigote, muchos hacía tiempo que no vestían pantalones cortos, y casi todos consideraban que pasarse la tarde entera jugando a la pelota era propio de niños. Y ellos ya querían ser hombres. Incluso, algunos elegidos, como Vicente, ya fumaban delante de sus padres y casi todos se habían emborrachado en alguna ocasión durante el verano. O habían fingido una borrachera para parecer más hombres, tanto daba. Aquella cálida tarde de septiembre, más de uno estaba pensando que si no fuera porque sus madres podían estar al acecho desde los balcones o les pudiera ver una vecina, lo suyo sería beberse después del partidillo que habían disputado un litro de cerveza, ese líquido que era amargo y desagradable, pero certificaba el paso de la infancia a la juventud, repitiendo el rito que ya habían protagonizado alguna vez en el pueblo o en la playa sin que lo supieran sus padres. Así que, finalizado el partido, solamente el Ratón seguía dando toques al balón de manera incansable, arriba, abajo, arriba, abajo, tacón, empeine, muslo, hombro, cabeza, intentando que éste no tocara nunca el suelo mientras atendía de manera descuidada a la conversación que los demás mantenían sentados en los bancos.
—Vaya rollo tanto hablar —les dijo al poco—. ¿Echamos otro partido?
—¡Joder, qué pibe! Vete con tu colega el Álex a su plazoleta… —le respondió bromeando Vicente— que esos siguen jugando al fútbol a todas horas.
—¡Eso! —siguió Pablo la broma— ¡y de paso te follas a la hija del madero!
—¡Qué pringaos! —se quejó también en broma el más pequeño de la pandilla.
La conversación recayó unos instantes en las anécdotas del verano. Todos procuraban imitar a Vicente, que con su zamarra de militar puesta, salpicaba sus intervenciones con vocablos cheli disfrazando su discurso de un espíritu rebelde y juvenil. Las narraciones se centraron en las borracheras que se habían cogido, en la cerveza, en el calimocho, en los cubatas que se habían bebido y en sus efectos, en la forma en que se había manifestado su personalidad al liberarse de las ataduras de la obediencia. Se sentían orgullosos: ya hacían cosas que estaban vedadas a los niños. Porque mientras habían estado borrachos, las normas sociales se habían aflojado y ellos habían entrado en un territorio sin leyes, difuso y muy divertido. Se habían tambaleado caminando con torpeza, como buzos o astronautas, tropezando, abrazándose a sus compañeros de borrachera, cayendo al fin entre risas contra la hierba mullida de un parque. Habían dejado que su boca fuera un surtidor de palabras pastosas, absurdas, alocadas, hirientes, burlonas, divertidas. Se habían paseado ante las chicas orgullosos de su estado, escudándose en él para atreverse a decirles lo que de otra manera hubiera quedado oculto en su corazón.
—Pero muchos se lo hacen. Dicen que están pedo y es mentira. Y lo único que hacen es el payaso —se quejaba Javi.
—Pintar la mona como niñatos —asintió Vicente con suficiencia.
También algunas chicas habían bebido, contaron algunos, y en su desinhibición habían permitido tocamientos, atrevimientos que de otra forma hubieran vedado.
—Yo te digo que ellas tienen tantas ganas como nosotros, lo que pasa es que son más cortadas y por eso tienen que fingir que están borrachas para dejarse meter mano —insistía Javi intentado dar a sus palabras una liturgia de adulto que los demás agradecían y secundaban con serios asentimientos de cabeza, como si conversaran sobre un tema muy profundo, pues aquellas palabras eran remos poderosos que les separaban de la infancia que querían perder de vista.
Otros, los que guardaban un avergonzado silencio, no tenían mucho que contar: habían pasado las vacaciones como siempre, bien amarrados por sus padres. Su vida poco difería de la de un niño de nueve o diez años.
El líder del grupo, embutido en su zamarra, volvió a recordar el profundo beso que le había dado a Patricia en el viejo barranco añadiendo ahora que también le había tocado los pechos.
—En cuanto vuelva de vacaciones la pienso invitar a salir… —y luego añadió como si se le acabase de ocurrir la idea—. Oye, ¿qué os parece si vamos un día de estos al cine con las chicas? Luego podemos ir a una discoteca a la salida y allí nos tomamos unos cubatas y nos enrollamos con ellas.
Los chicos miraron hacia el portal donde se veía a las niñas, que sonreían charlando y mirándolos también de vez en vez. Todavía no se habían disuelto en la rutina invernal los efectos del verano y ellas esperaban, incluso deseaban, que ellos abandonaran sus juegos infantiles para que la unión entre sexos del verano perdurase para siempre. Allí, sentadas en las escaleras del portal, estaban Sofía y Azucena, pero también las que ya habían vuelto de vacaciones como Rosa Mari, Mari Carmen o Laura. Anabel era ahora quien hablaba con seriedad adulta mientras las otras parecían prestarle gran atención. En una sola mirada, cada uno de los chicos valoró las posibilidades y las ganas que tenían de enrollarse con ellas, tal y como había propuesto Vicente. Un coro de intervenciones acabó saludando con alegría el plan. Sí, era muy buena idea llevar a las chicas al cine y luego a bailar a algún sitio. Seguro que las chicas beberían y ellos tendrían posibilidades de abrazarlas bailando, besarlas y hasta, tocarles los pechos. Solo Javi y Lito pensaron que aquello no era más que otra estratagema de Vicente, que quería formar todo un rebaño para luego utilizarlo a su antojo como un lobo. Javi pensó en Anabel y se alegró, seguro de que ella jamás caería en las redes de aquel zorro. Gonzalo, a pesar de que intentaba olvidar a Patricia, sintió una punzada en el estómago pensando en que probablemente ella acudiera inocentemente a aquel reclamo vil para ser luego atacada en la oscuridad del cine. Ninguno de los dos tenía la menor intención de dar cobertura a las intenciones de Vicente; pero no dijeron nada, aunque intercambiaron una mirada de inteligencia. Llevaban muchos años juntos en el colegio y no hacía falta más entre ellos.
—Pues hablando de la reina de Roma, por la puerta asoma… —anunció Ferrera con un deje de alegre expectación dedicado a Vicente.
Efectivamente, todos sabían, porque habían mirado en alguna ocasión con disimulo, que las persianas de la casa de Patricia habían vuelto a subirse hacía dos días, pero todavía ella no se había dignado a bajar a la plazoleta. Por fin sus delicados pies medían las calles. Allí estaba, por fin, acompañando a su madre. Las dos lucían como dos joyas idénticas en belleza y frescura. Madre e hija volvían de su veraneo más rubias y atractivas que nunca. Los chicos las contemplaron como siempre, en silencio casi religioso. Sus piernas bronceadas por el sol mediterráneo brillaban bajo sus minifaldas, impresionantes y sublimes. Las acompañaba también la fornida nani británica, un paso por detrás en su caminar ligero, diez mil peldaños por debajo en cuanto a su belleza. Las dos salían del portal con la majestuosidad de unas reinas, manteniendo una animada conversación y sin fijarse en nada más. Vicente levantó la vista hacia Patricia con cierto temor y sin sostenerle la mirada: no estaba seguro de que ella fuera a contestar su saludo de ninguna forma y temía quedar en ridículo ante toda la pandilla después de pasarse todo un verano alardeando de la pasión con que se habían besado. Los demás esperaban aquel intercambio de miradas con curiosidad. Patricia pasaba a su lado hablando animadamente con su madre, como si ellos no existieran, sin mirar en su dirección. Vicente estuvo a un punto de enrojecer de vergüenza, pero al final ella le dedicó una breve mirada y una sonrisa y él le guiñó el ojo. Era suficiente.
—Te ha sonreído —le animó Juanan apoyando ante todos el triunfo de su líder.
—Lo que pasa es que iba con su madre —le apoyó Pablo.
Javi extrajo una lección diferente. Sea lo que hubiera conseguido Vicente aquella tarde, Patricia no lo tomaba como algo serio y mucho menos como el inicio de un noviazgo. Lito también se alegró. Patricia ni siquiera había hablado a aquel petulante. Había vuelto a ser aquella princesa inalcanzable de antes del verano.
—El próximo día, cuando se baje a la calle sin la madre, le digo lo del cine —se atrevió a anunciar Vicente.
—Yo se lo voy a decir también a Sofía —anunció Juanan— para que se lo diga a las demás chicas.
Y así quedó acordado que un fin de semana próximo saldrían todos juntos al centro para ir a la discoteca y ligar con las chicas.
Al momento vieron a Alberto que entraba en la plazoleta charlando animadamente con su padre.
—Ahí está el empollón —dijo Vicente al verle con su habitual paso cansino—. Se ha dejado el pelo largo.
—¡Empollón, empollón! —dijo Juanan escondiendo su verdadera voz tras un tono chirriante, ridículo.
—No te pases, que va con su padre —intentó pararle Pablo, aunque Juanan había hablado en voz baja y era imposible que Alberto y su padre le hubieran oído.
—Claro, ahora Pablo defiende al empollón —dijo Vicente con tono burlón—. Como se han hecho tan colegas en el instituto y le deja copiar en los exámenes… Si no fuera por él, no aprobarías, ¿verdad? Y por eso él se está aprovechando para pegarse a nosotros.
—Ahora, como se aburre, quiere que seamos colegas, ¿no? ¡Que se hubiera bajado cuando éramos pequeños! —insistió Juanan con acritud, aunque barnizando sus palabras con ironía.
Cuando pasó por su lado, Pablo estaba todavía avergonzado por las recriminaciones de sus amigos y le miró con el rostro enrojecido. Alberto habló a todos, pero le miró a él.
—¿Vais a estar aquí?
—Sí —contestó Pablo carraspeando con cierta inseguridad.
—Debuti. Pues acabo una cosa que estoy haciendo en casa y me bajo un rato —dijo Alberto mientras su padre seguía andando hacia el portal.
—Vale —le respondió su compañero de clase.
—¡Debuti! —le imitó burlonamente Vicente en cuanto se marcharon como si le hubiese robado aquella palabra.
—Es un empollón, siempre con su papá —zanjó Juanan en cuanto se hubo marchado—. ¿O es que no te acuerdas cuando pasaba de la mano de su padre y ni siquiera nos miraba?
—Ese no ha jugado con nosotros nunca —terció Ferrera.
—Yo es la primera vez que le veo los ojos —dijo Román riendo.
—Y luego su madre, siempre vacilando a las nuestras de lo listo que es su hijo, de las notas que saca… —insistió Juanan.
—Gilipolleces —zanjó Vicente con autoridad.
Los chavales vieron a Alberto entrar en el portal tras su padre que lo esperaba con una cariñosa sonrisa. Javier aprovechó entonces, como si el paso de Alberto se lo hubiera recordado, para sacar el tema de los institutos. La mayor parte de aquellos chicos estaban a dos o tres semanas de ingresar en uno de ellos para iniciar el bachillerato, pues habían nacido en 1966 y habían aprobado el curso en sus respectivos colegios. Salvo Vicente, Juanjo y Pablo que eran, como Alberto, nacidos uno o dos años antes, todos sentían aquellos días de espera una mezcla de ansia y temor. Por un lado, ingresar en un instituto era la constatación de que ya no eran niños, sino jóvenes con mayor responsabilidad y libertades; por el otro, ir al instituto les introducía en un nuevo mundo del que casi nada sabían.
Vicente y Juanan dieron ciertos consejos, pero nadie les hacía mucho caso porque todos sabían que ellos cursaban la denigrada FP y además eran alumnos mediocres, siempre cargando con asignaturas suspensas que recuperaban en septiembre. Más atención ponían a las palabras de Pablo, que iba a un instituto de bachillerato y había alcanzado ya tercero de BUP sin suspender ninguna asignatura nunca. Cuando él comenzó a explicar cómo era el funcionamiento de su centro, todos escucharon con suma atención.
Porque lo cierto es que a todos les embargaba un cierto sentimiento de temor y curiosidad. Y callaban pensando en que a pesar de lo que dijera Pablo o cualquier otra persona, era ahora a cada uno de ellos y a nadie más a quien correspondería enfrentarse a un nuevo medio. Algunos partían con ventaja. Román o Ferrera iban a proseguir sus estudios en la sección de bachillerato de los mismos colegios privados en que habían realizado la educación primaria, con lo que no cambiarían de centro ni de compañeros. Lito y Javi estaban casi en el mismo caso, porque compartirían clase en su nuevo instituto con muchos otros chicos de su colegio, pues su centro, al carecer de bachillerato había recomendado a todos sus alumnos proseguir estudios en el colegio Montserrat, donde los habían agrupado a todos en la misma clase del turno vespertino. Entrarían en clase a las 17:15 y saldrían a las 22:00. Serían seis clases de cuarenta y cinco minutos con un recreo de quince a las siete y media. Ir a nocturno tenía sus ventajas: no había que madrugar, te quitaban las asignaturas más estúpidas como Educación para el Hogar o tonterías similares y las clases duraban quince minutos menos que en un centro diurno. Los institutos nocturnos habían surgido con la finalidad de dar a los trabajadores la posibilidad de continuar su formación académica; pero luego, debido a la explosión demográfica de los años sesenta y a la escasez de plazas escolares a principios de los ochenta que absorbieran la enorme demanda, eran muchos los adolescentes que, de forma obligatoria, tenían que ir al instituto por la noche, pues no obtenían plaza en ningún centro por la mañana.
El Ratón también se enfrentaría en solitario a una nueva clase en su instituto de más de mil alumnos, el Felipe II, construido a marchas forzadas en los límites del barrio y de Madrid, en un descampado junto a la carretera de Valencia, frente a Vallecas. Solo le quedaba el consuelo de que Anabel, Álex y algún otro de su clase le acompañarían en aquella aventura, quizá en su misma clase. También estaban en ese centro Alberto y Pablo, lo que garantizaba gente para verse durante el recreo y sentirse arropado.
Lo más importante sería el contacto con un nuevo medio social: ante ellos se mostraba un nuevo grupo de personas en el que desempeñarían una función, un desconocido engranaje en cuya maquinaria deberían ocupar un lugar. Algunos chicos intentarían repetir el papel de gracioso, de valentón o de líder que tenían en sus anteriores colegios; otros, sin embargo, los que habían sufrido el aislamiento, la silenciosa mediocridad, el temor o las burlas expiatorias, esperaban un cambio y se animaban pensando que el contacto con personas distintas les permitiría unirse a la nueva función escogiendo un papel más grato en el nuevo reparto de máscaras.
Lo que todos percibían ya desde antes de tomar contacto con sus nuevos centros de estudio es que tendrían mucha más libertad que antes. Viajarían más lejos de sus casas, permanecerían más tiempo fuera del control y de la protección de sus padres o de cualquier otro adulto. Pablo explicaba que en los institutos los profesores se preocupaban de los alumnos mucho menos que los maestros y que ahora sería cada uno de ellos quien tendría que resolverse sus propios problemas, porque los profesores no les vigilaban en los recreos como si fueran niños, ni les confinaban en las clases cuando uno de ellos faltaba, sino que les mandaban al patio con un balón o les dejaban salir a la calle. Y además tampoco se enfadaban si un alumno no hacía los ejercicios o no estudiaba: simplemente lo suspendían sin miramientos y a otra cosa, mariposa. Otros chicos también hablaron: amigos suyos les habían referido que en los institutos había más libertad y se podía fumar en el patio y en los pasillos sin que nadie lo impidiera. Se contó, con la anuencia de Pablo, que durante los recreos podrían salir del centro a comprar su bocadillo o lo que quisieran por lo que muchas de las cosas que antes eran inaccesibles, como el alcohol o el tabaco, se podían alcanzar ahora fácilmente incluso durante el horario escolar. Lo único que hacía falta para fumar o tomar una cerveza en horario escolar, era la voluntad de hacerlo.
Pero además de la libertad, también se decía que había que estudiar mucho más que en el colegio. Se había acabado el trato cercano y paternal de los maestros, su implicación vocacional y cálida. Se temía la dureza del instituto en la corrección de exámenes y en la realización de deberes. Comenzaba el reino de la libertad y convenía enfrentarse a su reto con las ideas claras. Nadie se iba a preocupar de ti más de lo que tú te ocupases de ti mismo. O estudiabas, o no aprobabas. Recordaron los casos de otros chicos de la plazoleta, sobre todo de aquellos que iban a los institutos privados del centro de Madrid, mártires que habían dejado de bajar a la calle porque literalmente no tenían tiempo para jugar, abrumados por los deberes escolares. Hubo un momento de silencio. ¿Acaso ellos mismos abandonarían la calle? ¿Su propio grupo estaba en peligro?
—Joder —dijo Esteban—. No creo que sea para tanto.
—Pues fíjate si bajan a la calle Fernando o Joaquín —reconocieron otros acordándose de chicos de la edad de Vicente y Juanan a los que ya no veían el pelo.
También conocían a algunos que no habían conseguido aprobar ni una sola asignatura en 1º de BUP y habían terminado probando suerte entre el pelotón de los torpes, en la Formación Profesional. El posible fracaso les atemorizaba. ¿En cuál de todos esos grupos estarían ellos?
—Pues yo voy a ir al Montserrat —dijo Javi con alivio—. Al final he convencido a mis padres.
—Ahí hay que pagar, ¿no? —preguntó Vicente y sin esperar la respuesta afirmativa prosiguió riendo—. Vamos, que si le digo yo a mi viejo que me lleve a un instituto privado, me corre a hostias. Me dice: “Pero peazo desgraciao, ¿pa que quieres ir tú ahí si no pegas golpe?” ¡Se pasa todo el puto día diciéndome que me ponga a trabajar!
Todos rieron, pero Javi no tenía por costumbre dejar nada sin contestar, aunque fuese en broma.
—Es un centro subvencionado. Por eso no cuesta mucho dinero.
Pero Vicente ya no le atendía. A él lo de los institutos le daba lo mismo. Había iniciado el curso pasado la formación profesional y avanzaba en sus estudios a trancas y barrancas. Se iba a poner a buscar trabajo a la primera ocasión.
—Menudos fachas estáis hechos yendo a colegios privados, como los pijos —dijo Pablo.
—Ya te digo, son unos fachitas —le siguió la broma Juanan por pura simpatía.
—No son institutos caros, porque los subvenciona el Estado. Cualquiera se los puede pagar –les contestó Javi con cierta acritud quisquillosa—. Solo hace falta que tus padres se esfuercen un poquito y se preocupen por tu educación.
El Ratón sintió un cierto estremecimiento al escuchar las palabras de su amigo. Él también estaba matriculado en un instituto público y realmente creía que sus padres no se preocupaban suficientemente de él y sus hermanos. Aquello, aunque le fastidiase el tono de superioridad de Javi, podía ser verdad. Era una muestra más de la dejación de funciones de sus padres.
—¡Bueno, bueno, no te piques! —rio Vicente festivo ya que aquel tema le traía sin cuidado.
Y Javi se mordió la lengua, aunque en su mente iba desarrollando la argumentación que les habría expuesto en caso de que la conversación se hubiera alargado. Les podría decir que si sus padres no se querían gastar dinero en la educación de sus hijos era simplemente porque eran unos ignorantes que no comprendían la importancia de ir a un buen colegio. Y él sí la comprendía, y muy bien. Por eso, tras haberse inscrito en el instituto público y en el subvencionado, había insistido durante todo el verano a sus padres y los había acabado convenciendo. El Montserrat le había sido recomendado en su colegio por los profesores como un centro progresista, liberal y de calidad. Y la opinión de sus antiguos profesores, para él, era definitiva. Que Pablo se quedara con su mierda de instituto del barrio, que él iría al Montserrat.
De igual modo pensaba Gonzalo. Compañero de clase de Javi en el mismo colegio subvencionado desde hacía años, también había escuchado esa recomendación de los profesores y se había apuntado al Montserrat. No era un centro caro y estaba a cuatro paradas de metro, en el distrito de Retiro. Además, su hermano Bértold le había apoyado, pues había escuchado la fama de su profesorado progresista.
—Lo chungo del Felipe II es que hay que pasar por el barrio de las Latas para llegar. Y allí está el Heredia con el Papilla y el Ruso para daros todo el palo —rio Juanan dirigiéndose al Ratón.
—Buah, yo no tengo problema —aseguró Gerardo mientras seguía golpeando su pelota—. Yo me llevo bien con todos.
—Ni yo —dijo Pablo en tono de broma—. El Heredia y el Ruso fueron a mi clase antes de que repitieran y acabaran en la del Ratón… ¡Y no les he dado yo collejas a esos dos pringaos!
Los otros reían, porque sabían que era imposible que Pablo tocase un pelo de la ropa a los dos tíos más peligrosos del barrio. Luego Pablo relató, para hacerles reír, algunas hazañas de las que estos dos elementos hacían en clase. Al principio, iban al colegio cuando querían y se ponían a fumar. El Heredia incluso arrancó una puerta un día.
—Os lo juro. Doña Rosa le dijo “Coge la puerta y vete a la calle” y el Heredia levantó la puerta, la sacó en un momento de sus bisagras y se la llevó debajo del brazo al patio.
—¡Venga coño, Pablo —reía Lito mientras le daba un puñetazo cariñoso en el hombro— menuda trola!
Pablo recordó algún episodio más de aquellos años de escuela con la intención de hacer reír a sus amigos. Habían sido cursos en los que él se había divertido mucho. Los pobres maestros, salvo el facha de don Federico, bastante tenían con controlar el orden de la clase, los robos, las agresiones y otras fechorías cotidianas. El resto de los alumnos, atemorizado o divertido, asistía a un espectáculo de humor clase tras clase, sin avanzar demasiado en sus estudios. Tan solo a partir de Séptimo, cuando muchos de los quinquis dejaban de ir a clase, había sido posible la educación.
“¡Y todavía dice que es igual un colegio que otro!” seguía Javi con su perorata interior, convencido orgullosamente de su superioridad académica e intelectual sobre Pablo. “¿Pero, qué habrán podido aprender en ese colegio, rodeados de quinquis?”.
—¿Nos vamos a tomar una cerveza de litro al Polonio? —cortó Juanan alegremente aquella conversación que ya le aburría tanto como a Vicente. Era mejor demostrar a los demás que, aunque no fueran buenos estudiantes, seguían siendo los mayores de la pandilla.
La propuesta sorprendió a casi todos. Sería la primera vez que beberían alcohol delante de sus vecinos. Hasta entonces, hasta antes de ese mismo verano, los partidos de fútbol de la plazoleta acababan en los bancos tomando un polo o un flash, ese helado de caramelo líquido que se sorbía de la alargada bolista de plástico que le servía de envoltorio. Y si bebían cerveza, iban al viejo barranco.
—Vamos a poner pasta. ¿Cuándo dinero tenéis? —dijo Vicente con alegría por cambiar de tema.
Cada uno hurgó en sus bolsillos. Mientras tanto meditaban someramente en las consecuencias directas que aquella acción podía tener. Todavía era de día, y la terraza del Polonio estaría atestada. Además, el bar estaba en el recorrido entre la salida del metro y su plazoleta, con lo que era probable que un vecino o incluso el padre de alguno de ellos les pudiera descubrir bebiendo cerveza. Y eso podría tener consecuencias. Ni Gonzalo, ni Javi, ni Román, ni Perico, ni Juan Martín, ni Ferrera, ni Esteban, ni Juan Ignacio, ni Quique tenían ninguna gana de que sus padres les vieran bebiendo en la calle. Al final, con las escasas monedas de unos y otros había lo justo para comprar una botella de litro de cerveza.
—Pero yo paso de cerveza —dijo tranquilamente el Ratón volviéndose a guardar su dinero—. A mí no me gusta. Si queréis, compramos una cocacola de litro.
Vicente comenzó a reírse y algunos lo imitaron.
—¡Hala, vete ya, Ratón! ¡No seas crío, coño!
—No, no; lo digo en serio —insistió Gerardo despreocupadamente mientras volvía a golpear el balón arriba y abajo sin que cayera al suelo—. Yo paso de cerveza. No sé cómo os puede gustar eso.
—A mí tampoco me gusta —le apoyó Román—. Me parece que tiene un sabor amargo asqueroso.
—Bueno, pues no bebáis. Mejor —dijo Juanan alegremente—. Así tenemos más para los demás.
La puesta en práctica de la decisión se fue alargando. El Ratón se hacía el remolón y la mayoría de los que allí estaban, aunque no se atreviesen a decirlo, no querían acercarse al bar por miedo a que se enterasen sus padres. Algunos ni siquiera deseaban beber cerveza, pero no se atrevían a manifestarlo en voz alta por no sufrir las burlas despreciativas de Vicente.
—Yo paso de beber en la terraza del Polonio —fue Román el único que se atrevió a negarse con su voz gangosa y tono algo infantil—. Para que me vea mi padre y luego me la cargue…
—¿Por qué no compramos la cerveza en la tienda de frutos secos y nos vamos luego al nuevo parque y así vemos cómo van las obras? —propuso entonces Javi como salida, pues allí seguro que sus padres no les podrían ver.
—Yo prefiero el Polonio —dijo Vicente, que quería alardear ante los demás—. Mi padre está allí y me puede dar un pitillo.
Pero los demás apoyaron la idea de visitar las obras del parque y Vicente acabó cediendo.
—¿Y Alberto? —preguntó entonces Pablo, recordando que su amigo del instituto había dicho que iba a bajarse con ellos en un rato.
—¡Que le den por culo al Empollón! —le respondió Juanan riendo—. ¿O es que vamos a tener que esperar a que se baje para hacer nuestra vida?
—Vámonos al parque que ahí seguro que no nos encuentra —dijo entonces Vicente riendo mientras era secundado por otros.
—Ese no se sabe el camino —siguió la broma Juanan.
Se levantaron de los bancos. Por no enfrentarse a los mayores, el Ratón les dio las diez pesetas que les faltaban para comprar, pero en el camino hacia el barranco se quedó con los chicos de la plazoleta de Álex, que estaban jugando un partido. Una parte de la pandilla decidió quedarse a jugar también ese nuevo partido con los de la plazoleta de al lado y otros pretextando cualquier excusa, se subieron a sus casas.
Al final solo Vicente, Juanan, Pablo, Javi y Gonzalo cruzaron la vieja carretera que separaba su polígono del barranco. Compraron la cerveza en la tienda de frutos secos cercana y con las cinco pesetas que sobraron, una bolsa de pipas. Vicente llevaba la botella en la mano. Al llegar al antiguo barranco comprobaron que las obras ya habían avanzado mucho. Toda la antigua grieta que se ocultaba a la espalda de los últimos edificios de Madrid había sido rellenada por camiones y camiones de arena de forma que para un desconocido ya era imposible imaginar que allí hubo alguna vez un barranco por el que pasaba el viejo tren de Arganda. Ahora mismo, los partidos de su infancia, sus escondites, sus cacerías de lagartijas y grillos, sus saltos y sus carreras estaban enterrados cinco o diez metros bajo sus pies. Una enorme explanada vacía, que era el nuevo límite de la capital les saludaba con mudo asombro. Unos cuantos bancos clavados aquí y allá, un par de fuentes y los bordillos de los proyectados jardines anunciaban que se iba a construir un parque. El aspecto que aquello tenía al caer la tarde era triste y desangelado. Los amigos se sentaron en uno de los nuevos bancos. Allí ya no les daba el sol, oculto tras las torres que había a su espalda. Al frente, en dirección al este, se abría la amplia dehesa más allá de la cual se adivinaban las antenas militares de Vicálvaro.
—Esos son unos críos todavía —dijo Juanan refiriéndose a los que se habían quedado por el camino mientras esperaba a que Vicente le pasase la cerveza.
—Son unos pringaos que tienen miedo a su papá —le contestó Vicente mientras soltaba un sonoro eructo.
Javi había probado otras veces la cerveza y no le desagradaba. Bien valía la pena pagar el peaje de su sabor amargo para demostrar la hombría. Tras dar un largo trago de la misma boca de la botella en que habían posado sus labios Vicente y Juanan, Javi miró el oscuro horizonte contemplando las pardas nubes que parecían dibujadas con pincel en el azul del cielo y dejó que los demás fueran quienes llevaran el peso de la conversación, ensimismándose en sus pensamientos. No se daba cuenta, sin embargo, de que bajo sus pies estaba enterrada ya una parte de su infancia y de que al aceptar aquella primera cerveza en el parque estaba estableciendo un nuevo rumbo en su vida, diferente al que tomaban los que se habían quedado en la plazoleta, fieles a la pelota y los juegos. Un Rubicón de alcohol amarillo les separaba por primera vez y quizá para siempre. Javi no adivinaba. mientras contemplaba las nubes que detrás de aquel río, al fondo, más lejos a cada trago que daba, iba quedando el temor a la autoridad paterna y a lo desconocido. Y que allí, estaban ellos, sin brújula ni destino definido, soltando amarras para embarcarse en una nueva singladura, la de su propia vida.