Capítulo 25. El Soso

(Lunes, 22 de septiembre de 1980)

We don’t need no education. / We don’t need no thought control. / No dark sarcasm in the classroom. / Teachers leave those kids alone. / Hey, Teacher leave those kids alone! / All in all you’re just another brick in the wall. / All in all you’re just another brick in the wall.

(Another brick in the wallPink Floyd)

Paqui despidió a su hijo con un cierto sentimiento de preocupación.  Miguelito ya iba al instituto y a su madre le pareció que ya había llegado el momento, mal que le pesase, de que fuera solo a clase. Le consolaba saber que ella había ya hecho todo lo posible para que el niño, que es lo que todavía era su pobre hijo, un niño, se sintiera a gusto, rodeado de buenos compañeros, en el mismo instituto privado, prestigioso y selecto en el que había estudiado su marido. Pero aun así, cuando le vio con su bolsa en bandolera cargada de libros y con su bocadillo, dispuesto a irse solito a la calle, un leve sentimiento de angustia aleteó en su corazón. Ella habría querido apuntarle en la ruta del autocar del colegio, pero no había sido posible, pues no había más alumnos en Moratalaz que su propio hijo. Sin embargo, eso le agradó a Arriola. Ya era mayor para ir con los críos pequeños en el autocar del colegio. Le iban a tomar por un imbécil. Él iría en autobús, aunque eso le supusiera incluso hacer un transbordo. Miguelito besó a su madre como cualquier otro día y se fue a la calle. 

En aquel tiempo, el autobús número 30 todavía finalizaba su recorrido justo enfrente de su torre amarilla porque no había lugar más lejano de la ciudad al que dirigirse. Esto le parecía a Miguel algo muy ventajoso, casi un privilegio, porque cuando viajaba al centro de Madrid, subía a un vehículo con todos sus asientos vacíos y se podía dirigir con rapidez por el pasillo hasta alcanzar su sitio favorito, junto a la ventanilla de la última fila del autobús. Ahí, en el último rincón, podría ir tranquilo, sin que nadie le molestase.

Aquella mañana, nada más sentarse, Miguel inspeccionó su cartera asegurándose de que llevaba todos los materiales. Era la primera vez en su vida que iba a salir del barrio él solo. Hasta entonces había ido al centro de Madrid muchas veces: al conservatorio, de compras o a visitar a la familia, pero siempre acompañado. Por primera vez, su madre no estaba ahí para hacerle forzado partícipe de su incansable conversación. 

El autobús, tras unos minutos de espera con el motor arrancado, echó a andar y a partir de ese momento Arriola se dispuso disfrutar del espectáculo que suponía ver desfilar por su costado a todo el barrio en movimiento.  Muchos niños iban a la escuela cargando con sus maletas llenas de libros. Los veía corretear, gastándose bromas. Le pareció significativo que conforme avanzaba el trayecto, las casas eran de mayor calidad. Al cruzar el autobús la M-30, un par de kilómetros más allá, el cambio se hizo más patente.  Cuanto más te acercabas al centro de la ciudad, la riqueza aumentaba: en La Estrella casi todos los portales tenían portero, los balcones eran espaciosos y los jardines estaban más cuidados. Y esa transformación no era perceptible solo en las construcciones, sino también en la gente. Las mujeres que subían al autobús en aquel barrio estaban más delgadas y mejor vestidas que en Moratalaz. Todas iban maquilladas, se habían peinado en la peluquería y olían a perfume. Subían menos hombres y muchos de los que lo hacían, iban trajeados. Algunos ancianos tenían un aire distinguido con su traje, su sombrero y su bastón. Miguel pensó que cuando él fuera anciano, también usaría bastón y sombrero. Aquellos detalles cotidianos, que de la mano de su madre le habían pasado desapercibidos, eran ahora, a solas, cuando adquirían verdadero relieve ante sus ojos y se imprimían con nitidez en su espíritu. 

Miguel pensó que iba a realizar ese trayecto durante los siguientes cuatro años. Todos los días tomaría ese mismo autobús para ir a clase. Y en ese tiempo, también su propio interior iba con seguridad a cambiar. Este iba a ser un buen momento para echar borrón y cuenta nueva en su vida. ¿Cómo sería dentro de cuatro años cuando ya hubiera acabado el instituto y se dispusiera a ir a la Universidad? Se prometió que acabado el último curso, durante el último viaje de vuelta que hiciera desde el instituto hasta su casa, recordaría aquella mañana. Miró la fecha imprimida en su bonobús y lo guardó cuidadosamente dentro del libro de Lengua. Lo conservaría como recuerdo para siempre. 

Ante él se abría una nueva fase de su vida. En los años de colegio no había hecho muchos amigos y en ocasiones se había sentido aislado. Su madre decía a quien le escuchaba que eso se debía a que en aquel colegio de barrio, aunque fuera privado, no había más que salvajes y que por eso, como él era un niño especial, tenía algunos problemas de relación.

—Sin embargo, cuando está con niños como él, no tiene problemas. Mira como en el conservatorio tiene un montón de amigos.

Y de hecho, por facilitarle a su único hijo un círculo de relaciones, Paqui había intentado amistarse con las madres de algunos otros niños del conservatorio y a menudo quedaba con ellas los fines de semana, con el único objetivo de que Miguelito tuviera algún amigo fiable. También se preocupó de relacionarle con algunos chicos de la calle, aunque esas compañías le gustaban mucho menos. Pero había conocido a la madre de Jose Antonio, un niño educadísimo, y por mediación de éste, Miguelito había fichado como portero en uno de los equipos del barrio. Paqui incluso había enmarcado y colgado en el salón la foto en la que se le veía posando como campeón. Precisamente para superar su aislamiento del colegio, la madre había aprovechado el cambio de etapa educativa para inscribirle en un colegio del centro de Madrid, con la idea de que, entre alumnos más escogidos, más cultos, más educados, más distinguidos en suma, su hijo no tuviese los problemas que hasta ahora había mostrado para hacer amistades. Había sido ella quien había alimentado las esperanzas de Miguel en torno al nuevo centro. Allí tendría amigos respetuosos y de modales refinados, futuros universitarios con los que podría establecer unas relaciones que le servirían, cómo decía ella, para toda la vida, porque las amistades de la primera juventud no se olvidan nunca. 

Miguel creía que iba a hacer nuevos amigos, a aprender muchas cosas, a prepararse para ir a la universidad. Era posible que con lo que él ya sabía de tocar la flauta y la guitarra pudiera montar un grupo de música, quizá un grupo de rocanrol y pronto podrían dar conciertos en el colegio y en algunas salas de Madrid. Habría chicas guapas que se acercarían a él atraídas por sus dotes musicales y quizá hasta se podría echar una novia. ¡Una novia, lo que más deseaba en el mundo! ¿Tendrían salón de actos en el centro?

            Distraído por estos pensamientos, sin una madre que se levantara advirtiéndole de que había que bajarse ya del autobús, Arriola no reparó en que se pasaba su parada. Cuando salió de su rincón y se abrio paso a empellones por el pasillo entre los gestos avinagrados de los otros viajeros, era demasiado tarde. Allá detrás se perdía su instituto a dos paradas de distancia. Nada más mirarse el reloj, supo que llegaría con retraso. Llegó al centro a la carrera, tirando de la bolsa cargada de libros, jadeando. Los pasillos desiertos y el silencio le avisaron de que sus nuevos compañeros ya habían entrado en las aulas. Preguntó a un adusto bedel que le indicó con precisión y amabilidad su clase. Aún así, todavía tardó un poco en dar con ella por aquellos pasillos desconocidos para él. 

            —¿Se puede? Es que me he equivocado con la parada del autobús…

            Al chaval se le veía bastante azorado. La profesora era una mujer gorda que intentaba esconder su falta de atractivo tras una máscara de maquillaje. Tendría unos treinta y tantos años y se había propuesto no dejar pasar ni un minuto sin que aquellos mozalbetes se sometieran a su autoridad; si eso no se conseguía en los primeros días, mal le irían las cosas a lo largo del curso. Ella era perra vieja y se las sabía todas. A Miguel le pareció que le escudriñaba con crueldad y eso le intranquilizó. Los otros alumnos guardaban silencio y le miraban fijamente.

            —¿Te parece adecuado llegar tarde el primer día de clase? —le espetó cantarina y alegre.

            —Es que me he equivocado de parada.

            —Pues haber salido antes —siguió con una entonación que pretendía resultar intrascendente e irónica—. Cuando yo fui el primer día al instituto, salí con más de media hora de antelación y eso que aquello era Valladolid y el instituto estaba a menos de quinientos metros de casa. El otro día llevé a mi hijo por primera vez a la escuela infantil y lo hice con antelación suficiente—. Miguel seguía allí de pie en el umbral soportando el chaparrón cuando ella enarcó las depiladísimas cejas y adoptó un tono neutro, como de encargada del Burger King—. Bueno, siéntate donde puedas y anota el horario. Rápido.

Los pupitres estaban alineados en la clase en tres columnas, una de las cuales, la de la izquierda, daba a unos amplios ventanales. Miguel vio un lugar vacío en el pupitre de la última fila y allá se fue lo más rápido que pudo. El suelo estaba recién pulido, o quizá recién abrillantado, y sin saber cómo, mientras miraba su pupitre como el refugio donde resguardarse de la tormenta y daba pasos rápidos hacia él, Miguel resbaló y cayó delante de todos sus nuevos compañeros. La clase estalló en sonoras carcajadas que le hicieron enrojecer de vergüenza. Sintió el fuego a discreción de una treintena de ojos. Todos se reían sin el menor disimulo. Hasta la profesora se carcajeó jovialmente mientras él recogía sus libros y se iba hacia su rincón.

            —Muy bien, jovencitos, ya veo que sois unos salvajes y que no os importa reíros de un pobre compañero —dijo con divertida naturalidad—. No me extraña, porque a mí también me ha hecho mucha gracia. Te has caído igual que Charlot, Arriola.

            Y comenzó a reírse abiertamente, lo que alentó a todos los alumnos a seguir con sus bromas y sus risas. Ya no se reían de la caída, sino que aprovechaban la oportunidad para hablar y bromear sobre cualquier otra cosa, pero a Miguel le pareció que seguían riéndose de él. 

            Cuando regresó a casa, Miguel fingió ante su madre que las cosas le habían ido bien, como hacía desde los tiempos del colegio. Paqui no acababa de creérselo: algo había en su instinto de madre que le avisaba de que le estaba mintiendo. Pero a pesar de su insistencia, Miguel se encastillo en que todo había resultado un éxito. Paqui acabó dando por bueno lo que le contaba su hijo y pensó que quizá aquella falta de entusiasmo que manifestaba Miguel por su nuevo instituto era simplemente la apatía que siempre había mostrado desde niño; la misma desidia que mostraba la madre de su marido, esa mujer taciturna de quien seguramente había heredado su hijo aquel rasgo de carácter. “Ha salido a su abuela en eso”.         

            A los pocos días, los alumnos tuvieron que realizar su primer análisis sintáctico. Miguel Arriola cometía siempre algún error al hacerlos y, como tenía pánico a equivocarse en público, solía ya en el colegio copiárselos a compañeros más avezados. Como luego el profesor le dejaba salir a la pizarra con la solución escrita, él utilizaba su hojita como escudo, copiaba el ejercicio en la pizarra con mucho cuidado de no equivocarse y luego, todavía con el miedo en el cuerpo a una pregunta del profesor que demostrase su ignorancia, se escabullía a su pupitre. Miguel también empleaba una estrategia para que no le hicieran salir a la pizarra: cuando el profesor anunciaba que se iban a corregir los ejercicios, él bajaba su mirada y fingía estar leyendo el libro de texto o el cuaderno para evitar que sus ojos tuvieran contacto visual con los del docente y así, a éste no se le ocurriera de buenas a primeras invitarle a salir ante sus compañeros. Pero aquella maldita profesora seguía escrupulosamente el orden alfabético y él, por su maldito apellido paterno, era el segundo de la lista por lo que pronto tuvo que salir a la palestra. Arriola, como siempre, había copiado el ejercicio a otro chico.

            —No, no. Tienes que salir sin hoja. ¿Qué te has creído, que soy boba? Lo mismo —graznó la profesora irónicamente—, es un suponer simplemente… lo has copiado… Que antes de cocinera he sido fraile, Arriola. 

            Miguel salió a la pizarra con aire de derrotado. Las manos le sudaban al tomar la tiza. La profesora hizo gala de su más fina ironía: fue inmisericorde con él. Al darse cuenta de que Miguel no tenía la menor idea, le fue provocando para que incurriera en un disparate tras otro con intención de hacer reír a sus compañeros. Ese chaval era un filón para su ingenio. A partir de ese día, la profesora, cuando tenía tiempo y ganas sacaba a la pizarra a Arriola para distraer a sus pupilos. Le hablaba sin acritud, había hasta un cierto cariño cuando le decía.

            —Bueno, y ahora vamos a reírnos un poco. ¡Arriola, sal a la pizarra, anda! 

            Los chicos de la clase secundaban con carcajadas cada intervención de su tutora y hasta Arriola acababa riéndose, por no saber qué hacer, de las pullas que ella le lanzaba. Pero al volver a su pupitre, asaeteado por las miradas burlonas de todos, Arriola sabía que había dicho adiós a sus posibilidades de conocer nuevas chicas, adiós a sus posibilidades de ser considerado un ser interesante, valioso, extraordinario, único. Nadie iba a montar un grupo de rocanrol con un tipo como él. Nadie podría mirar a Miguel sin recordarle con sus ricitos rubios e inofensivos, sus pecas, sus ojos tímidos y su cara roja, sonriendo de forma estúpida para ocultar la vergüenza. Pronto se enteró de que ya le habían puesto un mote en la clase: el Soso.

Cada vez que volvía al autobús, el Soso recordaba su angustia; cada vez que se acercaba la clase de Lengua un leve sudor frío humedecía su cuerpo. No llegó a intimar con ningún compañero de su grupo. Había cambiado de centro educativo, había cambiado de compañeros, montaba en cuatro autobuses y se recorría todos los días casi dos decenas de kilómetros. Pero había hecho todo ese esfuerzo para volver al punto de partida: estaba solo como siempre. Se sentaba en la última fila del aula y las pocas veces que hablaba y aunque casi siempre lo hacía con sentido común, sus intervenciones eran saludadas con interjecciones despreciativas o despectivas miradas de inteligencia entre sus compañeros. Los profesores se daban cuenta de que Miguel Arriola era un alumno marginado. Era un buen chico, sí, quizá demasiado buen chico; pero ni sabían qué hacer para arreglar el problema, ni ponían mucho empeño en resolverlo. Allá lo veían en el patio, con la mirada perdida, solo o en uno de los bancos de los pasillos, comiéndose pausadamente su bocadillo. Por otro lado, ellos mismos también le consideraban un ser taciturno, algo torpe en sus gestos y no muy inteligente. Ninguno elegiría como amigo a un tipo tan aburrido y soso como Arriola. No es que no sintieran lástima por él cuando lo veían aislado de sus compañeros o cuando éstos le mostraban su desprecio públicamente durante las clases, sino que los profesores, al salir del aula, se olvidaban de Arriola y sus problemas para zambullirse en su propia vida. 

El Soso tenía vergüenza de contarle su problema a su madre o a cualquier otra persona. Lo peor era la hora del recreo. En las clases, a pesar de que se solía sentar solo en un pupitre mientras todos los demás de la clase estaban sentados por parejas, su mente se hallaba ocupada en seguir las explicaciones y en tomar notas con lo que no tenía tiempo para pensar. Pero en los recreos todo cambiaba. El resto del alumnado, todos menos él, se arremolinaba en grupos. Las chicas, más tranquilas, charlaban y bromeaban entre ellas. Los chicos, menos sedentarios, gritaban entre risas, jugaban al balón o correteaban por el patio ruidosamente. Él, los primeros días, nada más salir al patio, buscaba en todos sus compañeros una mirada cómplice. Pero pronto se dio cuenta de que los demás, en cuanto se topaban con sus ojos, desviaban con rapidez la mirada a cualquier otra parte. Fingían no haber tenido contacto ocular con él, le ignoraban. Miguel dejó de mirar a nadie. Al llegar el recreo, buscaba un banco apartado o junto a la valla del patio, daba igual, y se comía su bocadillo mirando al vacío y pensando. Al fin y al cabo, lo que le pasaba tampoco era culpa de la profesora de Lengua. Lo mismo o algo parecido le había pasado en el colegio. La culpa era de él. Esa era la realidad. Si él tuviera otro carácter, si impusiera más respeto a su alrededor, si fuera más desenvuelto, más divertido, más brillante o más valiente, nada de eso le pasaría. En definitiva, no había que culpabilizar a nadie ajeno a él mismo: aquello era un problema suyo y para resolverlo de verdad, tenía que sacarlo adelante él solo. ¿O es que su madre iba a seguirle buscando amigos y sacándole las castañas del fuego hasta el día de su muerte?

Nadie supo nunca lo que le ocurría a Arriola en aquel maldito instituto. Los chicos de su portal seguían viéndole como el chaval callado y amigable que nunca se metía en líos. Cuando se encontraba a algún vecino y le preguntaba por el instituto, respondía de forma vaga y convencional. Pero desde que habían empezado las clases, bajaba menos a la calle. Arriola se pasaba las horas tocando la flauta en su habitación, haciendo escalas y procurando que el instrumento fuera capaz de expresar sus sentimientos cada vez con mayor sensibilidad. En el conservatorio los profesores le dijeron a la madre que Miguel había mejorado sensiblemente desde que iba al instituto. En opinión de aquellos músicos notables, estaba claro que había madurado muchísimo y estaban convencidos, ahora sí, de que se hallaban ante un músico con grandes posibilidades. Paqui estaba segura por su parte, de que haber sacado a su hijo del barrio había sido la mejor decisión que había tomado en los últimos años.

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