(Miércoles, 11 de diciembre de 1980)
Moooooove! Ask the angels who they’re calling, /Go ask the angels if they’re calling to thee / Ask the angels while they’re falling, / Who that person could possibly be / And I know you got the feeling, / You know, I feel it crawl across the floor / And I know it got you reelin’ / And honey, honey, the call is for war /And it’s wild, wild, wild, wild.
(Ask the angels, Patti Smith)
Real Zaragoza, 0; Atlético de Madrid, 1. Jornada 14. 7 de diciembre de 1980
Aquel domingo Javi se marchó a su habitación nada más comer. Una fría tarde de otoño, amplia y vacía como un páramo, se extendía ante él. Sus amigos se habían ido al cine Rosales, junto a la estación del Norte a ver Sueños de seductor y hasta que no volvieran, a eso de las nueve, no tenía nada que hacer. Sus hermanos menores se habían bajado a la calle, tal como hacía él tan solo un año atrás; su padre se había echado en la cama para dormitar mientras escuchaba el partido del Aleti por la radio y su madre se había apoderado del salón y estaba viendo la televisión tranquilamente, aprovechando su soledad.
Javi se asomó a la ventana de forma maquinal, como si en aquella perspectiva de los bloques circundantes, de las aceras, de la plazoleta y del pedazo de cielo grisáceo que se veía desde su habitación fuera a encontrar la inspiración que le ayudase a combatir la soledad de aquel desierto de tiempo. Eran poco más de las cuatro de la tarde y casi nadie caminaba por las calles, tan solo alguna pareja de novios o un grupo de amigos que se dirigía al cine o a cualquier distracción en la que había que gastar dinero. ¿Qué hacer sin dinero?
Podía escuchar en su radiocasete a una artista norteamericana llamada Patti Smith que había descubierto unos días atrás en Radio 3. Javi solía grabar programas enteros de radio donde pusieran música no convencional, grupos y cantantes que no fueran muy promocionados por las radiofórmulas. Era una especie de cacería en la que muchas veces encontraba grupos buenísimos. Así había descubierto a Mike Oldfield, a Tom Petty and the Heartbreakers y el ultimo día, a Patti Smith, que presentaba su último disco, Wave. Era además una forma de ahorrar en discos, pues las cintas vírgenes que grababa eran mucho más baratas.
Porque el gran problema de Javi era el dinero. Desde hacía un tiempo, nunca disponía del suficiente. Ya no se conformaba con las chapas, las bolas y un balón. Ahora tenía nuevas necesidades: ropa, discos, cine, libros… y no sabía de dónde sacar dinero suficiente para satisfacerlas. Javi se acordó de su padre, siempre reacio a darle su miserable paga. Si no fuera por su culpa, pensó con resentimiento, en ese mismo instante estaría yendo al cine a descubrir una película de Woody Allen que había sido muy alabada por Alberto. A él no le daba la paga alegando que ganaba muy poco dinero, alegando que a él nunca le habían dado paga de joven, alegando que con su edad ya trabajaba y entregaba el sueldo íntegro a su madre, alegando, alegando, alegando… Hacía ya tiempo que Javi se había cansado de mendigar a su padre y funcionaba sin dinero de bolsillo. Tan solo cuando tenía una necesidad imperiosa, le sisaba un par de billetes de la cartera. Y aunque luego se culpabilizaba pensando que era vergonzoso robar a un padre, pronto se absolvía de su pecado diciéndose que su progenitor era un tacaño que le obligaba a robarle. Por eso no podía salir una tarde de domingo, como habían hecho Gonzalo, Pablo y Alberto, que se habían ido al cine Rosales. Javi se había excusado diciendo que no le apetecía, pero era mentira: lo cierto es que no tenía dinero ni para el metro, ni para el cine, ni para las presumibles cervezas que se tomarían después. Un leve desasosiego, triste como un viento del norte, empezó a silbar en su oído. Se acordó entonces del ensayo del día anterior. Le gustaría tener un grupo de rock como La Larga Marcha. Se imaginó cómo podría ser de maravillosa su vida si se convirtiera en una estrella del rock. Pero para llegar a estrella había que comenzar por tener una simple guitarra. ¿Y cómo conseguirla sin dinero?
A Javi se le quitaron las ganas de oír música. Pensó entonces en jugarse un partido de chapas. Sus hermanos se habían bajado a la calle. Mejor. Siempre le había gustado la soledad y disfrutaba jugando solo tanto o más que acompañado. Javi tenía una colección de más de trescientas chapas: todos los equipos de Primera División con sus titulares y suplentes. Con ella solía jugarse él solo el campeonato completo en su propia habitación. Lo hacía porque le divertía practicar su habilidad golpeando con las chapas el garbanzo que hacía de balón y también porque con esos campeonatos desarrollaba su gusto por la organización, ya que él mismo realizaba su calendario liguero y sus clasificaciones tras cada jornada. Mientras tanto, podría escuchar por la radio el partido del Aleti, que jugaba en Zaragoza.
Pero cuando dispuso las chapas sobre el parqué y se fue a la cocina a por un garbanzo que hiciera las veces de balón, dudó. ¿Acaso no era ya muy mayor para jugar a las chapas? ¿todo un tiarrón de instituto se iba a pasar dos horas arrodillado en el suelo golpeando un garbancito con chapas y alegrándose por marcarle goles a una portería de cartón? Desechó la idea y, sin recoger las chapas del suelo, se volvió a asomar a la ventana, sin saber qué cosa mejor hacer. Vio entonces a Juanan y Vicente que se iban camino del metro con sus nuevas novias, Azucena y Sofía. Javi pensó que si él tuviera novia tampoco tendría dinero para ir con ella a ningún sitio y esa idea le enrabietó de nuevo contra su padre. Algún día se vengaría de él, aunque no sabía muy bien cómo iba a hacerlo. Javi sintió que una cierta sensación de desvalimiento aleteaba en su interior.
Al final decidió leer el periodico. Se acercó al salón para coger el ABC, que era el periodico que compraba su padre los domingos y puso la radio para escuchar el partido mientras lo ojeaba. Leyó que habían sido desarticulados seis comandos de la ETA, leyó que la Guardia Civil estaba preocupada por un cargamento de goma 2 robado por los terroristas, leyó sobre el nuevo sindicato Solidaridad y la crisis polaca, leyó sobre la situación de los sandinistas en Nicaragua. Javi simpatizaba con las ideas izquierdistas y con todos los movimientos que estuviesen contra el capitalismo, así que le contrarió el tono adulador y favorable con que se trataba la información sobre Solidaridad por oponerse al Gobierno comunista polaco e incluso pensó que quizá aquel sindicato no fuera tan espontáneo, sino un montaje de la CIA y del papa Juan Pablo II. Aquella idea le volvió a enfrentar a su padre. ¿Por qué seguía comprando un periodico franquista como el ABC en vez de uno progresista como El País? Una nueva oleada de justa indignación contra su progenitor le hizo agitar la cabeza levemente de lado a lado, como si negase.
Pero otro pensamiento se le atragantó entonces. Según lo que le había dicho Pepe en el ensayo del día anterior, el lunes por la tarde habría una asamblea en el instituto y tendría que posicionarse públicamente sobre la huelga y la manifestación. ¿Pensaba él ir finalmente? Javi quería ser un estudiante comprometido, claramente de izquierdas. Y como había dicho Pepe, lo que importaba de una manifestación era su justicia, no su oportunidad. Pero Javi se vio allí en la oscura calle rodeado de feroces antidisturbios, esquivando pelotas de goma, sintiendo el impacto de alguna de ellas en su cabeza, sintiendo una defensa que le golpeaba en la espalda a la carrera. Un estremecimiento le anidó en el estómago. ¿Tenía verdadero valor para arriesgarse a eso? Por otro lado, el propio Bértold, cuyo valor revolucionario nadie ponía en duda, había dicho que esa manifestación era un error político. ¿Pero tendría Javi valor para defender esa postura ante los otros delegados, para enfrentarse con Pepe y Alciia? El desasosiego le encrespó un poco.
A las seis de la tarde marcó Rubén Cano el gol de la victoria del Atlético en Zaragoza. Javi oyó que la puerta del dormitorio de sus padres se abría y que unos pasos rápidos se dirigían a su habitación.
—¡Ha marcado Rubén Cano! —le dijo la cabeza de su padre asomando por la puerta, contento de darle la primicia.
—Ya lo he oído —contestó lacónico el hijo mayor sin volverse.
El padre sacó su cabeza de nuevo al pasillo y cerró la puerta con sigilo. No sabía qué mosca le había picado a su hijo desde hacía unos días.
Javi dejó de leer y escuchó con atención el final de la retransmisión, hasta que el Atlético ganó el partido. A los pocos minutos le llamaron por el telefonillo. Era Gerardo. Se bajó a la calle inmediatamente.
Ya era de noche y quizás por eso, Gerardo iba sin su sempiterno balón. Los dos amigos se sentaron sobre el respaldo de uno de los bancos de la plazoleta, apoyando los pies en el asiento. Hacía un frío tan intenso que le brotaba vaho de la boca al hablar como si fuera un pequeño géiser. Javi en seguida se dio cuenta de que con su cazadora vaquera iba a pasar mucho frío. Se puso de pie mientras escuchaba a su amigo.
—Seguimos líderes con cuatro puntos de ventaja —El Ratón estaba exultante—. ¡Este año, campeones!
—El Madrid también ha ganado —le contestó Javi.
—¡Da igual! Este año, campeones. Tenemos mejor equipo que ellos jugador por jugador… Y ya les sacamos cuatro puntos. Para cuando venga el Zaragoza en la segunda vuelta, ya seremos campeones.
Pero cuando Javi le preguntó por su progresión en el equipo de infantiles del Atlético, a Gerardo se le borró la sonrisa. No jugaba nada más que los cinco o diez últimos minutos de algunos partidos, aquellos que estaban ya sentenciados. Álex, al ser portero, ni siquiera jugaba.
—Ahí solo juegan los enchufados.
El Ratón le explicó que solo jugaban los hijos de los antiguos jugadores, los hijos o enchufados de los directivos, el hijo del entrenador y los amigos de su urbanización y los hijos de los pesados. Los pesados eran algunos padres que iban a los entrenamientos, se pasaban el día persiguiendo al entrenador, le invitaban a raciones tras los partidos o se encargaban, como delegados, de los penosos trámites administrativos semanales; es decir, iban a la federación, llevaban las fichas, estaban al tanto de horarios, actas y reconocimientos médicos; en fin, le liberaban al entrenador de una pesada carga. Todos los que ocupaban el banquillo eran los huérfanos; así los llamaba Álex; es decir, se trataba de los chicos cuyos padres no les acompañaban a los partidos y entrenamientos. Justo esos eran los que no jugaban.
—¿Y nunca dan una oportunidad a nadie?
Gerardo le hizo entonces un discurso más íntimo, en un tono de confesión que sin decirlo explícitamente, parecía pedirle que aquello no se lo contara a nadie. Javi sintió entonces todavía más frío.
—A mí no me sacarán nunca porque soy demasiado bajito. Solo quieren altos. Cuando yo salgo a jugar o cuando hago algún buen regate o un pase, me doy cuenta de que el entrenador no mira o mejor dicho, no atiende. Aunque esté viendo lo que he hecho, es como si yo fuera invisible. ¿Entiendes? No te prestan atención, no te dicen nada luego en la caseta. Y a otros, por mucho menos, les felicita delante de todos. Lo tengo chungo…
—¿Y por qué no lo dejas? —le preguntó Javi.
—¡La esperanza es lo último que se pierde! —le contestó el Ratón mientas se encogía de hombros.
No le quería decir la verdad. No añadió que los titulares miraban con aires de superioridad a los suplentes, no le dijo que el hijo de un antiguo jugador profesional se reía de él y le llamaba enano en ocasiones. No le dijo que entonces él se sentía más indefenso que nunca, no le dijo que cuando entraban con el pase de jugador en el estadio del Atlético y ocupaban su localidad en el Manzanares, los titulares solían ponerse por un lado, menospreciando a los suplentes. No le dijo que muchas veces maldecía su estatura, su cuerpo sin desarrollar y que se dormía cada noche pidiéndole a Dios que le concediera un estirón como el de los demás chicos, que le concediera diez centímetros más, incluso con cinco se conformaría y a veces soñaba con que al levantarse, milagrosamente, su cuerpo se había estirado . No le dijo que en realidad si seguía yendo a entrenar era por el orgullo de que todos en el barrio supieran que era jugador de su equipo del alma.
—Si midiera tan solo diez centímetros más… —se limitó a decir mientras se frotaba las palmas de las manos para entrar en calor.
—Ya estirarás —le dijo Javi sin mucha convicción, pues conocía, como todos, a sus padres. Y entonces, él mismo se arrepintió de haberle llamada enano también o incluso de llamarle por su mote, Ratón. Pero, se corrigió; ¿es que había otra palabra que definiese mejor a su amigo que su mote de Ratón?
Al rato aparecieron los amigos que volvían del cine. Se sentaron todos juntos en el banco y se dieron calor con la cercanía de sus propios cuerpos. La película había sido bastante buena. Sueños de seductor, de Woody Allen. Volvían contentos y recordaron algunas escenas: se habían reído bastante. Javi desvió entonces la conversación hacia el tema de la manifestación del próximo jueves. Lito habló vagamente de solidaridad y de clase y utilizó otras palabras de las que oía a su hermano, pero su discurso resultó confuso y repetitivo. Pablo acabó dándole una palmada en la espalda.
—¡No te enrolles, coño! —le dijo riendo con su bondad habitual.
Alberto les propuso entonces tomarse unas cervezas de litro en los bancos frente al Polonio. Javi y Gerardo no tenían dinero, pero los otros les dijeron que los invitarían. Al llegar a la plazoleta vecina, vieron a Juanan y a Vicente que se estaban tomando unas raciones con sus novias y el padre de Azucena. Alberto y Pablo entraron a comprar las cervezas de litro. Félix les atendió solícito, como siempre.
—Joder, Vicente todavía tiene las marcas de la curra que le dio el Heredia en la cara —dijo Lito.
—Yo no sé si será por eso que ya no para en la plazoleta y está siempre metido en el bar. Por miedo a que le casque otra vez si se lo encuentra por la calle —dijo el Ratón.
—Y la chupa militar no se la ha vuelto a poner… —añadió Alberto perspicaz.
—Pues para Félix también tiene que ser muy fuerte el tema… —dijo Javi riendo entre dientes, recordando que el camarero era hermano del Heredia.
Pablo defendió a su amigo. Les dijo que si ahora paraba menos con ellos era porque se había enrollado con Azucena y además había empezado a trabajar con su padre, ayudándole en las chapuzas y por eso ya no vestía como un mercenario.
—Joder —comentó burlón el Ratón—, sí que ha entrado rápido en la familia.
—Y por eso es por lo que ahora ya no para casi con nosotros —remató Pablo comprensivo.
—Es normal que ya no pare con nosotros —dijo Alberto con frialdad—. Al fin y al cabo, hay una diferencia de nivel cultural entre nosotros y ellos. Juanan y Vicente son dos tíos muy majos, pero en el fondo son dos garrulos. ¿Esta conversación sobre la huelga o sobre cine se podría tener con ellos? ¿Qué es lo que habrían dicho? O nada, o tonterías. Y en el fondo, esa es la razón por la que ya no vamos juntos.
Los demás callaron unos instantes y reflexionaron sobre esas palabras mientras paladeaban la fría cerveza que evidenciaba todavía más la humedad de la noche. Al fondo, veían tras la cristalera, las siluetas de sus dos amigos con sus novias iluminadas por la macilenta luz del Polonio.
Al día siguiente, Pepe fue el encargado por la Coordinadora de Estudiantes de acercarse al Felipe II para extender la huelga. La mañana comenzó para él de mal humor. Había dejado de ganar dinero ese día como mensajero y ahora se encontraba con problemas a la hora de convocar la reunión de delegados. Hacía ya un par de semanas que los profesores de los institutos públicos habían declarado una huelga indefinida que poco a poco iba diluyéndose como un bizcocho en un vaso de leche caliente. Una gran parte de los profesores, día a día, abandonaban el paro y se reintegraban a sus clases por cansancio y falta de perspectivas; otros secundaban la huelga unos días sí y otros no, en función de criterios personales o de las necesidades que les manifestaban los propios alumnos; otra parte, la más ideologizada, pero a la vez menos numerosa, se mantenía firme en su postura, aunque veía con desánimo como el resto de sus compañeros les iba abandonando poco a poco. Se quejaban de que los grandes sindicatos socialistas y comunistas, UGT y CCOO, no les apoyaban; se quejaban de que los dirigentes de las centrales sindicales solo se preocupaban de las reivindicaciones de los maestros.
—Es que los maestros tienen los sindicatos copados —decía alguno de los huelguistas en la sala de profesores.
—Pues metámonos nosotros también —le contestaba otro profesor que no hacía huelga.
—¿Para qué? Yo ya estuve en la UGT y cuando les ganabas alguna votación a la dirección, ellos te decían que eso no se podía cambiar, que era un acuerdo inamovible de algún órgano superior. Siempre se agarraban a un acuerdo provincial o confederal o lo que fuera para no ceder a lo que dijeran las bases. El caso es que no podías hacer nada salvo obedecer… Me salí.
Pero esta huelga deslavazada había desorientado a los alumnos hasta el punto de que cuando iban cada mañana al instituto no sabían si ese día tendrían clase y con quién, por lo que muchos comenzaron a faltar o a asistir de forma esporádica. Cuando sus padres les recriminaban que no se levantasen temprano para ir a estudiar, ellos aducían la excusa de que no tenían clase, aunque fuera mentira y aprovechaban para darse otro día de asueto.
—Ya te decía yo que era mejor ir a la pública —le dijo riendo aquella tarde de sábado el Ratón a Javi en los bancos del Polonio mientras se bebían una cerveza de litro.
Pepe habló con el director del Felipe II para convocar una reunión de delegados. A Jesús, el catedrático de Filosofía, le sorprendió el aspecto de aquel joven cuando lo tuvo ante sí en su despacho. A pesar de que él había militado en la clandestinidad en el PCE, la figura achaparrada de Pepe, con su barba y su melena al estilo del Che Guevara y sobre todo la gorra de pana con la estrella roja de cinco puntas clavada sobre la visera le parecieron una muestra de excentricidad más que de ortodoxia marxista. Cuando Pepe comenzó a hablar y mencionó en su discurso las palabras camarada, proceso, asesinatos, cuerpos represivos y otras vocablos más, Jesús le miró absorto, como si tuviera ante sí un fantasma que le catapultaba cinco años atrás y no tuvo la menor duda de que ante él se encontraba un militante de extrema izquierda y de que, probablemente, ese discurso encubriese las dificultades de un inadaptado social para enfrentarse a la vida o incluso los problemas psíquicos de un desequilibrado mental. Aquel pobre chico que, acercándose a la treintena todavía estaba en un instituto, intentando convocar una huelga de adolescentes, era alguien que seguía en el andén de la estación esperando subir al tren de su vida, sin advertir que éste ya estaba en marcha y que le había dejado abandonado. Sin embargo, Jesús trató al fornido joven con respeto y le puso en contacto con Alberto. El representante de los alumnos en el Consejo de Centro seguía asistiendo a clase todos los días como si la huelga no existiera y se pasaba las clases que se suspendían en la biblioteca del centro, estudiando o leyendo.
Alberto también receló del aspecto estrambótico de Pepe, pero le convocó la reunión que pedía. Al fin y al cabo, también él quería discutir otros temas con el Consejo de Delegados y pensó que era una buena oportunidad tratar los dos temas a la vez.
—Ya había oído por ahí que iba a haber una huelga —le dijo Alberto nada más verle.
—Sí, sí, es lo menos que podemos hacer para recordar a los compañeros caídos. ¿Cuántas clases hay aquí? —le preguntó Pepe mientras caminaban por los pasillos hasta el salón de actos, donde se solían reunir.
—Treinta y ocho. Hay dieciséis grupos de primero de BUP, diez de segundo de BUP, siete de 3º de BUP y cinco de COU.
—¡Joder! —dijo admirativamente Pepe que quería ganarse la voluntad de aquel chico moreno de mirada inteligente y precisa—. Es un instituto enorme.
—Y esto es solo el diurno. También hay vespertino y nocturno. Tres turnos.
—En Moratalaz debería haber otros dos institutos por lo menos, pero al no ser una inversión rentable para la burguesía, no los harán— repuso Pepe con acento sentido para ideologizar la conversación—. Esto no es más que otra muestra de que el sistema capitalista es incapaz de satisfacer las necesidades de la juventud obrera y nos obliga a estudiar en masa, como si fuéramos borregos.
Alberto asintió por toda respuesta. Pepe le pidió también el número de grupos y el nombre del representante de esos dos turnos con la intención de organizar en cada uno de ellos otra reunión, pero Alberto le dijo que desconocía esos detalles.
Al llegar a la sala, Alberto abrió la puerta con la llave que le había dejado el director y se hizo a un lado para que entraran sus compañeros. Una vez todos sentados, sacó su lista y cada delegado fue firmando para reflejar su asistencia a la reunión. Antes de recoger la hoja, Alberto ya sabía, como él había supuesto, que faltaban muchos delegados. A Pepe le contrarió la situación porque eso suponía que la huelga que ellos impulsaban y sobre todo, la manifestación, tendrían menor poder de convocatoria.
Alberto planteó un orden del día sencillo. Por un lado, la convocatoria de huelga y manifestación que traía Pepe y por otro, la huelga de los profesores y sus consecuencias sobre los exámenes de diciembre. El Ratón llegó entonces, con el rostro congestionado por el sofoco, la respiración todavía agitada y su balón bajo el brazo, pues le había pillado la repentina convocatoria jugando un partido de fútbol en el patio. Saludó a Alberto con una sonrisa y una elevación de cejas y se sentó a escuchar a aquel tipo tan mayor que ya tomaba la palabra. El Ratón miraba con curiosidad su gorra de pana y escuchaba con atención su discurso. Pepe comenzó contando a los alumnos, pues muchos eran de Primero y no sabrían lo que iba a decir, lo que había ocurrido hacía exactamente un año. Durante una manifestación estudiantil, los grises habían matado a balazos a dos estudiantes cuyos nombres no retuvo. El Ratón estaba asombrado: no tenía ni la menor idea de que asesinaran estudiantes en Madrid. ¿Cómo no se había enterado de eso? El chico de las barbas les pedía que en recuerdo a esos compañeros hicieran huelga y asistieran a la manifestación que se desarrollaría el jueves once por la tarde exactamente un año después y justo en el lugar en que habían sido asesinados. Se abrió un turno de preguntas en que algunos alumnos manifestaron sus inquietudes. ¿Esa manifestación estaba legalizada? ¿Cómo podían estar seguros de que los policías no dispararían de nuevo? ¿Cómo iban a convocar una huelga si ellos mismos ya estaban inmersos en otra huelga?
Pepe fue aclarando conceptos e intentando relacionar la manifestación con los problemas que tenían en su propio centro.
—La huelga es también contra la LAU, contra la carencia de institutos que nos obliga a estudiar en triple turno o incluso la falta de derechos que tenemos y que hace que no podamos recurrir las notas incluso cuando la tasa de suspensos es muy alta, como os ocurre aquí. Porque en vuestro centro se ve que la criba es tremenda. Fijaos que de dieciséis grupos de primero, solo pasan a segundo diez; es decir, casi la mitad de los alumnos suspende. Y a COU solo llega una cuarta parte de los que empezaron. Yo creo que en cuanto la tasa de suspensos supera el 25% es por culpa del profesor, que no explica bien o que corrige mal.
Esta última intervención de Pepe caldeó la reunión y dividió a los alumnos en dos grupos: los que estaban de acuerdo, generalmente porque suspendían y los que estaban en desacuerdo, generalmente porque aprobaban. Pepe vio que el debate se le desbordaba del cauce huelguístico e intentó reconducirlo hacia la manifestación del jueves.
—Vamos a hacer una votación por las clases —propuso ante la anuencia general—. Y en una hora volvemos aquí, valoramos los resultados y organizamos la asistencia a la manifestación.
Pero Alberto, con un gesto tajante de su mano derecha, cortó entonces la desbandada de los alumnos que ya se ponían en pie para dirigirse a sus clases. No le gustaba que un intruso se tomara aquellas libertades en su propio centro, arrebatándole su posición dominante.
—¡Esperad un momento! –les conminó a sentarse de nuevo—. Tenemos que discutir temas que nos incumben más directamente.
Los alumnos callaron y obedecieron, mientras Pepe se volvía a sentar y cruzaba los brazos esperando a que aquel nuevo tema acabase y él pudiese organizar la huelga y largarse de allí a otro centro a proseguir su labor revolucionaria. Alberto les explicó a sus compañeros que la huelga de profesores estaba afectándoles muy negativamente porque nadie sabía qué clases iba a tener cada día y que incluso algunos exámenes no se estaban haciendo. En su opinión había una cierta desorganización y debían exigir a los profesores que estaban haciendo huelga que dieran un aprobado general en esa evaluación. Todos aprobaron la medida por aclamación. Los alumnos de COU propusieron que se llamase al orden a los profesores y se les pidiese que abandonasen ya su huelga o la organizaran mejor, porque estaban perdiendo muchas clases y no podrían competir en condiciones de igualdad con otros alumnos en el decisivo examen de selectividad, cuya calificación ordenaba las listas que daban acceso a las carreras universitarias. Otros alumnos de los cursos anteriores abuchearon esa propuesta porque ellos querían seguir perdiendo clases. Se agrió el debate. Algunos chicos aprovecharon para pedir que se tomasen medidas contra los macarras que merodeaban por el instituto y les robaban cuando salían del centro a comprarse su bocadillo de media mañana.
—Sí, hombre, vamos a tener aquí a la policía todas las mañanas a nuestra disposición para que nos acompañen a comprar… —le contestó uno.
—Pero no ves que los policías nos están matando en las manifestaciones… —repuso otro burlándose.
Pepe, mientras veía cómo los alumnos se dirigían finalmente a sus clases, temió que por aquellas distracciones la huelga se le escapase de las manos. El Ratón se dirigió a su clase para hablar con su grupo, pero el aula estaba vacía porque el profesor de Matemáticas estaba en huelga, así que Gerardo se bajó al patio con la esperanza de encontrarse allí a sus compañeros. Efectivamente, entre el grupo que jugaba al fútbol y algunas chicas que andaban por la cafetería y los pasillos, logró reunir casi una veintena de alumnos en las escalinatas del patio, pues nadie tenía ganas de volver al aula.
—El jueves hay una manifestación y una huelga para protestar por unos estudiantes que mató la policía hace un año por ir a otra manifestación.
—¿Y si nos matan a nosotros? —dijo uno riendo.
—¿Y por qué fue esa manifestación? —preguntó una chica con gafas de las más estudiosas de la clase.
El Ratón aludió a la LAU y a lo que le había oído decir a Pepe, pero su explicación no le sonó convincente ni a él mismo. Entonces la chica le dijo que sin una información más detallada, consideraba que declararse en huelga no era muy serio. Pero la mayor parte de los alumnos comenzaron a corear la huelga con jocosos gritos. ¡Huelga, huelga!, gritaban.
—Vamos a votar —reclamaban.
La votación resultó un éxito y los alumnos acordaron declararse en huelga el jueves once, para luego reanudar sus juegos y charlas. El Ratón volvió con el resto de delegados. En todas las clases la votación había resultado afirmativa excepto en los grupos de COU y en la clase de Alberto. Pepe estaba satisfecho, pero quiso ir más allá, intentando convencer a los alumnos de que formaran un comité de huelga, un soviet, les dijo, para extender la huelga al nocturno, realizar algunas pancartas y organizar la asistencia a la manifestación. Los alumnos, aunque asentían, le miraban con asombro, como si sus palabras les fueran dichas en otro idioma. Pepe se dio cuenta de que ninguno estaba dispuesto a enrolarse en ese comité y entonces le dijo a Alberto que fuera él mismo quien lo organizara. Pero este denegó con la cabeza.
—Yo ni siquiera pienso ir a la manifestación. No es que no me parezca bien que otros vayan, pero ni sé bien que es la LAU ni tampoco creo que sirva para nada ir a esa manifestación.
Pepe le intentó convencer, pero no obtuvo más que firmes negativas. Al final, el líder estudiantil se fue mientras Alberto se quedaba con los alumnos de COU intentando acordar una postura conjunta ante la huelga de profesores que garantizase su preparación de cara a la prueba de selectividad.
Javi estuvo dudando hasta el último momento si era lo más adecuado asistir a la manifestación o no hacerlo. Pepe y Alicia se esforzaron también en extender la huelga en el Montserrat y convocaron para ello a lo que ellos denominaban Consejo de Comisarios del Pueblo y los demás, más vulgarmente, Asamblea de Delegados, ese mismo lunes a primera hora de la tarde. En esa reunión Pepe intentó desplegar todo su poder de convicción para arrastrar a sus compañeros a la manifestación. Y mientras hablaba con fuerza, casi con ira, los miraba a todos a la cara, animándoles a que asistieran a la manifestación, intentando alentar su camaradería y su espíritu de combate.
—Nuestros compañeros asesinados se merecen nuestro recuerdo y nuestra lucha. Hay que demostrar que no cayeron en balde, que su espíritu sigue entre nosotros.
A Javi le miraba con especial fijeza, lo que a él le intranquilizaba, porque se daba cuenta de que era una forma de presionarle. Y sus temores volvían a danzar en su cerebro. ¿Y si había tiros como el año anterior? Y si no se llegaba al fuego real, seguro que habría violentas cargas policiales y probablemente múltiples disparos de las temibles pelotas de goma o de los botes de humo que en más de una ocasión habían matado a un manifestante. ¿Merecía la pena jugarse la vida por una huelga que ni siquiera entendía? El resto de los alumnos agachaba la cabeza mientras le escuchaba hablar, pero lo cierto es que no acababan de asumir las reivindicaciones por las que se iba a la huelga, muchos no entendían en qué consistía la LAU y mucho menos en qué les afectaba, Tampoco comprendían la razón por la que se podía haber asesinado impunemente a unos estudiantes ni por qué la manifestación que se convocaba era ilegal si España era un país democrático. Javi asentía, pero guardó silencio prudentemente en la reunión de delegados. Después marchó cada uno a su clase y Javi explicó de la mejor forma que pudo entre sus compañeros de grupo los motivos de la huelga.
—Pero vamos a ver —intervino Torres en la asamblea refiriéndose a los asesinados del año anterior—. Si a los del año pasado les había dicho la policía que aquella manifestación era ilegal y que se fueran a casa… ¿por qué se quedaron allí? ¿es que querían que les pegasen un tiro? Es lo mismo de ahora… ¿por qué vamos a ir a una manifestación ilegal? ¿para qué nos peguen un tiro a nosotros? Es que no lo entiendo…
Javi explicó que creía que debía asistir a la manifestación porque el asesinato vil de unos estudiantes a manos de la policía no podía quedar impune: era una cuestión de solidaridad.
—Pues yo creo que hay que ir a la huelga para demostrarles que le echamos huevos y si vienen los maderos, pues nos liamos a palos con ellos —anunció entusiásticamente Riqui—. Venga, vamos a votar.
La votación resultó esclarecedora. Todos los alumnos se manifestaron partidarios de la huelga. Cuando llegó la hora del recreo, todos los comisarios del pueblo llegaron a la sala de reuniones comunicando la misma noticia: la huelga sería total. Pepe y Alicia estaban exultantes y encargaron a los delegados que volvieran a las clases y pidieran dinero para establecer un fondo de lucha con el que se comprara tela y pintura para hacer la pancarta del instituto. El lema sería “Policía asesina. Compañeros Emilio y José Luis: no os olvidamos”. A la vez, habían traído unos centenares de carteles, por lo que también podrían comprar cola, cubos y cepillos para hacer la pegada.
Mientras tanto, el jefe de estudios, alertado del resultado de las votaciones, fue urgentemente a la sala de profesores y se dirigió a sus compañeros con tono resuelto.
—Mirad, hay que evitar por todos los medios que los chicos vayan a esa manifestación. Es ilegal, el año pasado mataron a un par de estudiantes y creo que es nuestra responsabilidad evitar en la medida de lo posible que asistan.
—¿Y qué vamos a hacer? —le contestó la profesora de Lengua, riendo—. ¿Atarlos?
—Hay que fijar en todas las clases a esa misma hora un examen. Eso hará que por lo menos los más estudiosos no vayan a la manifestación.
—Se van a poner a gritar. Y con razón… —dijo el profesor de Historia pensando en que le pudiera dar otro ataque nervioso.
—No hay más remedio. No podemos dejar que hagan esa locura.
Pero contrariamente a lo que pensaba, el profesor de Historia no encontró una fuerte oposición entre los alumnos de primero. Débiles protestas y algún bufido, pero nada más. La mayoría de la clase manifestó, pese a las protestas, que haría el examen. En realidad, en ningún caso pensaban asistir a la manifestación, para ellos la huelga era simplemente un día de asueto. Lo que realmente les importaba a todos en aquel primer curso de bachillerato era aprobar todas las asignaturas, salir con éxito del reto natural que les imponía la vida. Esos exámenes sí que eran de su incumbencia personal y no aquella extraña manifestación. Cuando oyó al profesor de Historia fijarles para esa misma tarde del jueves el examen de la evaluación aduciendo problemas personales suyos, Javi no se quejó como otros compañeros de la premura con que el profesor había fijado la prueba. Antes al contrario, en su fuero interno se alegró de tener una excusa para poder alegarla ante Pepe y Alicia.
Javi volvió a la nueva reunión de comisarios del pueblo con el ánimo dividido. Sentía como si, a pesar de sus miedos, a pesar de la certeza del examen, una voz interior le dijera que debía asistir a la manifestación y que, si en realidad no lo hacía, no era por el examen, sino por simple cobardía. Por otro lado, tampoco quería defraudar a Alicia, así que se comprometió a pegar carteles la noche siguiente con ellos por las bocas del metro de Madrid aún a sabiendas de que los carteles no tenían depósito legal y que, por tanto, podía ser detenido por hacer propaganda de una manifestación prohibida.
Pero al día siguiente, martes, cuando Javi fue a la cita de organización, se encontró con que Pepe y Alicia no estaban. En su lugar había tan solo los carteles de la pegada, dos centenares. Uno de los alumnos de COU les dijo que los dos líderes, estaban en ese momento en otros centros de Madrid, extendiendo la huelga y que el miércoles tampoco irían, pues tenían que asistir a la reunión de la Coordinadora de Centros de Enseñanza Media como representantes del Montserrat. No podían multiplicarse y acudir a todas partes y confiaban en que sus compañeros fueran capaces de organizarse por sí mismos. Habían confiado mal, porque el alumno de COU demostró poco talento organizativo o escaso ánimo revolucionario y no fue capaz de dirigir la pegada. Por alguna de las dos razones, tampoco nadie se erigió en líder de la organización y al final, tras una media hora de dudas y vacilaciones, los alumnos volvieron a sus clases, cada uno con un fajo de diez o veinte carteles bajo el brazo. Javi los contempló detenidamente. En ellos se veía a un policía antidisturbios disparando una pistola y abajo dos consignas en letras grandes: “No a la LAU. Policía asesina.” Javi les propuso a sus amigos pegarlos en la boca del metro de Sainz de Baranda y de Artilleros.
—¿Y con qué los pegamos? —le dijo Riqui con un entusiasmo que animó a Javi, que estaba deseando deshacerse de aquellos carteles ilegales que podrían conducirle a una detención.
—Pues con celo. Yo os puedo dejar este rollo mío —les ofreció Torres riendo—. Aunque a mí no me citéis en la declaración cuando os detengan…
Y efectivamente, a la salida de las clases, los tres amigos tomaron diez de los carteles y los pegaron con celo en la boca del metro de Sainz de Baranda. Desde lejos vieron a los guardias de seguridad que se acercaban y echaron a correr hasta el autobús. Al llegar a Moratalaz, también pegaron otros tantos en la boca del metro de Artilleros vigilando que la policía o los guardias de seguridad no se acercasen. Javi y Riqui los pegaron mientras Gonzalo vigilaba desde fuera de la boca. En pocos minutos el trabajo estaba hecho: allí ridículamente pegados con cinta de celo, diez pequeños carteles ondeaban al viento, temerosos de que una ráfaga se los llevase. Los tres amigos se marcharon exultantes: era la primera vez que realizaban un acto político y encima éste había sido ilegal. Al acompañar a Riqui hasta su portal, frente al Polonio, vieron a Pablo y a Alberto que estaban tomándose una cerveza de litro en sus bancos. Javi y Lito le presentaron a Riqui a sus otros dos amigos y les dijeron lo que acababan de hacer.
—Pues yo ni voy a hacer huelga ni voy a ir a la manifestación —declaró rotundamente Alberto—. A mí me parece que todo esto está llevado por gente muy mayor que lo que quiere es manejarnos para sus intereses políticos.
A la mañana siguiente, Javi se acercó orgullosamente para ver sus carteles en la boca del metro. Se volvió a su casa contrariado. No había ni uno. ¿Los habrían quitado los guardias de seguridad o se los habría llevado el viento? Cuando salió aquella tarde por la boca del metro de Sainz de Baranda tampoco vio ninguno. Se consoló pensando que al menos lo había intentado. Después se puso a estudiar con ahínco su examen de Historia.
El jueves se desarrolló la manifestación. En una tarde muy fría, Pepe y Alicia marcharon a la protesta sin pancarta y acompañados tan solo por una decena de alumnos del instituto, todos ellos chicos muy mayores, casi todos trabajadores, todos de los últimos cursos. Mientras tanto, de forma simultánea, la mayor parte de los alumnos del centro estaba realizando un examen de alguna asignatura. Al llegar a la Ronda de Valencia, ya caída la noche, los escasos manifestantes se encontraron con que a la desvaída luz de las farolas había una veintena de furgones antidisturbios aparcados a ambas aceras. Decenas de policías con su casco puesto, patrullaban activamente por los alrededores, conminando a los estudiantes que veían a que siguieran andando, impidiendo la concentración. Pepe llevaba en su mochila un par de cócteles molotov que, prudentemente, ocultó en una papelera de una calle adyacente para recogerlos después cuando ya se hubiera montado algún salto.
Algunos grupos de alumnos se intentaron concentrar y desplegaron una pancarta mientras otros atravesaban un coche en plena ronda de Valencia. La reacción policial no se hizo esperar. Los antidisturbios salieron en masa de los furgones y cargaron con violencia contra las escasas decenas de manifestantes, obligándolos a dispersarse en la oscuridad de las calles cercanas. Pepe, Alicia y otros dos chicos del instituto fueron detenidos por allí mientras intentaban cruzar un coche para enfrentarse a la Policía. Entre empellones fueron introducidos en el furgón policial y conducidos a la Dirección General de Seguridad donde estuvieron tres días hasta ser puestos en libertad.
Javi mientras tanto estaba con sus compañeros en la cálida clase del Montserrat haciendo un examen de Historia. Se sabía todas las preguntas. Iba a sacar una nota muy brillante con toda seguridad. Pero en su fuero interno, una voz le decía que su deber era asistir a aquella manifestación y arriesgarse a ser golpeado y detenido. Esa misma voz le repetía una y otra vez que era un cobarde. Quizá por eso, a la salida de las clases, les propuso a los demás colarse en el metro.
Y así lo hicieron los cuatro amigos, saltando por encima de los tornos ante la mirada reprobatoria de la taquillera, que inmediatamente salió de su garita.
—¡Volved aquí, sinvergüenzas! —les gritaba mientras ellos bajaban las escaleras de dos en dos.
Una pareja de guardias de seguridad les vieron bajar corriendo y al sospechar de ellos les dieron el alto. Los chicos apretaron la carrera y los guardias comenzaron a perseguirlos. Javi oía sus botas pateando pesadamente las escaleras mecánicas.
—¡Parad ahí!
Pero los pasillos, a esa hora de la noche, estaban vacíos y los chicos corrían ligeros escaleras abajo en busca del andén. Lo malo era que al llegar a la estación se podían encontrar con que no había tren en el que subirse. En ese caso, pensó Javi atropelladamente mientras bajaba las escaleras mecánicas a toda velocidad, no habría más remedio que saltar a las vías y cruzarse al otro lado para seguir huyendo.
—¡Os voy a crujir! —oyó gritar a sus espaldas la voz profunda de uno de los guardias.
Pero al llegar al andén, se encontraron un tren estacionado y con las puertas abiertas. La buena estrella estaba con ellos. Entraron atropelladamente en el primer vagón y se agazaparon entre el público esperando que las puertas se cerraran cuanto antes, deseando que cuando los guardias de seguridad aparecieran en el andén, el tren ya estuviera en marcha. Entonces oyeron el pitido salvador y el mecanismo de las puertas se cerró. En ese momento vieron llegar a la carrera a los dos guardias de seguridad, desfallecidos, descamisados. Eran dos gordos de más de treinta años. Riqui apretó su rostro contra la ventana y sonrio burlonamente a los guardias mientras les sacaba la lengua y les mostraba su dedo corazón enhiesto apuntando al techo del vagón.
—Me he quedado con vuestras caras —le gritó amenazadoramente un rostro picado de viruelas sobre una camisa caqui.
Y Javi se estremeció al oírlo, pero una vez en la cálida oscuridad del túnel, se sintió orgulloso. No había ido a la manifestación ilegal, pero había esquivado la violencia de aquellos guardias.