(Jueves, 7 de mayo de 1981)
Not to hail a barren sky. Sifting cloth is weeping red. /The mourning veil is waving high a field of stars and tears we’ve shed. /In the sky a broken flag, children wave and raise their arms. /We’ll be gone but they’ll go on and on and on and on and on.
(Broken flag, Patti Smith)


A las diez de la mañana, en el opulento barrio de Salamanca, la vida se desliza a un ritmo andante. El cielo está algo nublado y la temperatura es suave, propia de una mañana primaveral que augura un día caluroso. Los frondosos árboles de las aceras, con su algarabía de pájaros y su densa sombra dulcifican el paseo de algunos ancianos y de las señoras que con sus elegantes bolsos se dirigen a El Corte Inglés de Goya. Algunos hombres bien trajeados caminan con pie firme hacia sus oficinas. Es agradable también sentarse en un banco a leer y hasta es posible que el aire del Retiro, que se adivina tras los edificios, contribuya a refrescar algo este ajetreo dulce y vital. En la calle del conde de Peñalver el tráfico es fluido, relativamente escaso. Algún autobús medio vacío, algunas furgonetas de reparto, taxistas con su luz verde y unos cuantos turismos conducidos por caballeros o señoras circulan por el húmedo asfalto de la amplia avenida de seis carriles, recién regada por un vehículo municipal. Entre ellos, por el carril derecho de la calzada, en dirección a la calle Goya, avanza prudentemente un Dodge Dart, con matricula oficial del Ejército de Tierra. En el interior del coche, los cuatro pasajeros viajan en silencio, concentrado cada uno en sus pensamientos. Ninguno ha sentido tanto calor como para bajar la ventanilla.
A esa misma hora, Bértold se levantó de la cama. Aquella mañana había decidido no ir a la universidad. Habían quedado a probar sonido a la una de la tarde en el parque de Martala y si quería estar a esa hora en Moratalaz y además recoger a Manolo en su casa, tendría que salir de la Ciudad Universitaria antes de las doce. Para un par de clases, no merecía la pena acercarse hasta la otra punta de la ciudad. La casa estaba en silencio. Su madre todavía dormía, pues Gonzalo, desde que iba al instituto nocturno, se quedaba en la cama hasta las once; por lo que ella tampoco necesitaba levantarse temprano para prepararle el desayuno y darle el beso de despedida como cuando iba al colegio. Bértold levantó la persiana con cuidado de no despertar a nadie y entrecerró sus ojos grises para evitar que la claridad le deslumbrase. Los rayos del sol entraban diáfanos y a cada golpe de persiana las sombras se iban alzando en líneas intermitentes hasta que la habitación se aclaró por completo. El joven se restregó los ojos con alegría. Hacía un día magnífico. No llovería. Podrían tocar ante toda la juventud de Moratalaz. El concierto sería inolvidable.
Se asomó a la ventana. Lo viejo y lo nuevo se ofrecían con nitidez ante su mirada. A los pies de su casa aún estaban los antiguos barracones de la parroquia en los que el grupo ensayaba, con sus tejados de uralita y su patio de arena. Más lejos, tras la carretera, podía ver la espalda del nuevo parque de Martala, en el terreno que había ocupado durante milenios el barranco. Allí habían levantado los obreros en tan solo un par de meses un parque moderno, con su lago artificial, su césped recién crecido y sus árboles enclenques, esperando para ser inaugurado por el concejal del distrito y el alcalde de Madrid. Frente al lago, ya se alzaba la silueta del escenario a cuyo montaje unos operarios parecían dar los últimos retoques. De un pequeño camión aparcado junto al entarimado, dos hombres sacaban algunos cables y los iban conectando a un generador. Mientras, otros dos operarios estaban sujetando los focos de colores a una pequeña estructura metálica que enmarcaba el escenario. Una corriente eléctrica recorrio el estómago de Bértold. Se alegró de sentir otra vez los nervios de una actuación en directo. Y además ese concierto iba a ser especial. No solo era la reaparición en público de La Larga Marcha tras casi un año de silencio, sino que era la primera vez que tocarían con tantos medios y ante tanta gente. Era un reto apasionante, justo cuando se acercaba el trofeo de rock Villa de Madrid. Lo único malo era que Manolo no se había podido recuperar de su mano izquierda y no podría acompañarles con su guitarra. Pero él mismo se encargaría de recogerlo y llevarle en su silla de ruedas y subirlo al escenario con el resto del grupo.
Ricardo Ballesteros está sentado en su moderno despacho del primer piso de la Junta de Distrito de Moratalaz, solo, planeando su discurso de esta tarde. Es importante hacerlo bien, sobre todo porque le van a acompañar en la tarima el alcalde de Madrid y sus dos hombres fuertes en el ayuntamiento. Ricardo preferiría que Alonso Puerta, el segundo teniente de alcalde, no apareciese. Todo se desarrollaría con más cordialidad y él podría, ante Tierno y Barrionuevo, lucir su mejor cualidad: su simpatía, su versatilidad para conectar con el interlocutor, su facilidad para las relaciones sociales. Pero si viene Alonso Puerta, tendrá que desdoblarse, resultar algo distante con el segundo teniente de alcalde para que los otros dos compañeros se den cuenta de que Ballesteros no le sigue la corriente. Y eso le costará trabajo. Lo primero porque va contra su naturaleza extravertida. Y lo segundo, porque no tiene nada personal en su contra. Pero Ballesteros es plenamente consciente de que hay tensiones dentro del partido y sabe que el sector mayoritario quiere apartar a Puerta de su puesto y hasta del partido por dogmático, por ser incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos. En este año se va a celebrar un congreso importante del PSOE y Ballesteros quiere ir en las listas de la Federación Socialista Madrileña. Hacerse el simpático con Puerta solo puede complicarle las cosas en un momento en que, tras el fallido golpe de Estado, la llegada al Gobierno por parte del PSOE es solo cuestión de tiempo. En cuanto se convoquen nuevas elecciones, ellos van a arrasar. ¿Y quién le dice a él que no puede acabar de director general, secretario de Estado o incluso de ministro? Por soñar…
Esta tarde tan solo tiene que presentar al alcalde, que es quien va a capitalizar políticamente el éxito de la inauguración del nuevo parque. Cinco, diez minutos como máximo. No hay que complicarse la vida. Algo sencillo, que sin robar protagonismo al regidor le permita a él lucirse ante su electorado del distrito y sobre todo lanzar a Tierno y Barrionuevo un mensaje nítido de compromiso con la línea oficial del partido. Ricardo entonces toma su pluma estilográfica y comienza a escribir palabras sobre un folio en blanco. Es importante establecer primero unas ideas-fuerza, un esqueleto de palabras clave sobre el que se levanten todas las demás. ¿Qué palabras elegir? A Felipe le ha escuchado en los últimos tiempos la palabra pragmatismo. Pragmatismo, qué palabra tan moderna. Sí, ese vocablo debe estar presente en alguno de los párrafos de su discurso. A Ricardo le parece un término luminoso, brillante, como todo lo que emana de su líder. Le ha oído decir esa palabra y otras de su misma familia como pragmático asociándola a otros conceptos como el de realidad compleja y plural o a la idea de la modernidad y Europa. Frente a estos conceptos, la línea oficial sitúa otros términos antitéticos, como dogmatismo, atraso, esquematismo o simplificación, a los que procuran siempre cargar con una connotación negativa relacionándolos de paso con las ideas marxistas. El marxismo es una antigualla anquilosada, oxidada, inservible, un estorbo del que hay que prescindir sin ambages, casi una estupidez. La Unión Soviética es la demostración palpable de la falta de libertades, de la bancarrota del marxismo. A Ricardo, como a todos los pragmáticos del PSOE, esa tendencia a abandonar todo dogmatismo teórico sin complejos le parece clave para alcanzar la mayoría social. Sí, Felipe tiene razón. Para ganar las elecciones es necesario conectar con el carácter real, pacífico y cordial del pueblo español. Alonso Puerta y sus amigos de Izquierda Socialista no pueden estar más equivocados: con su insistencia en mantener la ortodoxia del credo marxista no alcanzarán el poder nunca, solo conseguirán asustar al electorado. Y para hacer algo real por la mejora del país, para modernizarlo verdaderamente, para suavizar las diferencias sociales, para incardinarlo en Europa, lo primero es ganar las elecciones.
Para halagar al alcalde, nada mejor que presentarlo con el apodo cariñoso que ya han acuñado los medios afines: el viejo profesor. Además, siguiendo su estilo, puede emplear en su discurso algunas voces propias de la jerga juvenil, del mundo de la música y de las drogas como movida, rollo, colocón, estar al loro y cosas similares. Sí, puede decir, por ejemplo “Nos acompaña esta tarde el Viejo Profesor, que no ha querido perderse esta oportunidad de enrollarse con vosotros y disfrutar de un concierto de rock”. Debe tener en cuenta que el público que le escuche estará formado en su mayoría por jóvenes, más interesados en disfrutar de los grupos que tocarán después que en atenderle a él. Como le ha enseñado el viejo alcalde, conviene mostrarse tolerante ante los jóvenes y sus manifestaciones lúdicas. Puede decir también, por ejemplo, que “este nuevo parque servirá para que podáis hacer vuestras movidas”. Seguro que estas palabras llegarán al corazón de los jóvenes, que lanzarán unos cuantos aullidos de aclamación. Si, dirá algo así, porque hay que ir pensando en el futuro: algunos de esos jóvenes estarán rozando la mayoría de edad y serán votantes efectivos en próximas convocatorias electorales.
Pero en su discurso no se puede olvidar de todos los miembros de la Junta de Distrito y de todas las fuerzas vivas del barrio, a los que también ha enviado un saluda-invitación. Asociaciones juveniles, de vecinos, de comerciantes, de jubilados, a la Iglesia…, en fin a todos los que son alguien en el barrio y se acercan a las reuniones para obtener subvenciones para sus actividades. Todos estos grupos mandarán un delegado con total seguridad. Deberá unir en su discurso ideas como compromiso, esfuerzo, distrito y progreso con la Junta que él preside y su propia gestión como concejal. Ballesteros sonríe en ese momento, porque a todos ellos, pensándolo bien, no hace falta dirigirles muchas palabras: al fin y al cabo, los tiene bailando en la palma de su mano ya que, o bien son subordinados de su propio partido o bien son afines o independientes que consiguen llevar a cabo sus iniciativas solo gracias al presupuesto municipal que él administra y reparte. Le necesitan como a un rey mago que les concede graciosamente sus deseos.
Eso es el poder, la capacidad de convertir las ideas en realidad. A él ahora le llegan decenas, centenares de personas buscando su complicidad, pidiéndole o rogándole, buscando que apoye sus proyectos y los convierta en realidades materiales. Unos quieren un local, otros desean una subvención para organizar excursiones, otros quieren que el Ayuntamiento les permita hacer realidad una obra de teatro y otros quieren que la Junta les conceda la contrata de limpieza del distrito o bien son empresas que le ofertan sus instalaciones, su finca, su granja escuela, su casa de campo perfectamente acondicionada para que la junta financie y promocione allí sus campamentos de verano.
Todas esas asociaciones, todas esas empresas, todos esos particulares quieren un pedazo del inmenso pastel de los contribuyentes. Y él es el guardián que tiene la llave que abre esa gran cueva de oro. El tiene el poder para concederles o negarles lo que anhelan. Puede favorecerles o frustrarles según su santa voluntad. Puede tomar la decisión que le parezca más oportuna: convertir sus ideas en hechos materiales o dejarlas en el limbo de los deseos. Puede, como los emperadores romanos, alzar o bajar su pulgar magnífico.
Desde que es concejal, Ricardo siente el poder cada día llenándole los pulmones, rebosando por cada poro de su cuerpo. Desde que llega a la Junta y le reciben con una sonrisa servicial los conserjes, sabe que durante todo el día, todas las personas con las que se cruce actuarán de forma similar. Le mirarán a los ojos sin distraerse, pendientes de cada uno de sus gestos, como arrobados por su personalidad. Asentirán a sus palabras, reirán sus chistes, saludarán con comentarios apreciativos cada una de sus intervenciones, se interesarán por cada uno de sus pequeños problemas. Guardarán silencio respetuosamente en cuanto él enarque las cejas o entorne los párpados para iniciar un enunciado. Se mantendrán en pie hasta que él se siente y se levantarán en cuanto él lo haga para dar por finalizado un encuentro. Le apretarán la mano con cordialidad sincera y saldrán de su despacho con paso lento y solemne.
Ricardo ha hablado de este tema con otros compañeros, novatos como él en el ejercicio del poder. No hace ni dos años que son concejales y que tienen bajo su responsabilidad y a su mando, con poco más de treinta años, a todo un ayuntamiento con sus funcionarios que casi les doblan en edad. Algunos compañeros del partido le han reconocido que, sobre todo al principio, lo pasaron mal. Por timidez, por humildad, por lo que fuera; no se sentían a gusto cuando veían el servilismo y la humillación voluntaria de los cuarentones y cincuentones que formaban su entorno. Pero a Ricardo no le ha pasado eso nunca. Desde el primer día disfrutó, casi con delicia, de su nuevo estatus. Le gustó modificar su atuendo y vestir traje y corbata, le sedujo ver a los viejos funcionarios franquistas doblar el espinazo a su paso, le encantó invitar a comer a sus visitantes con cargo al presupuesto municipal y observarles arrastrarse ante él. Ricardo ve en todas esas manifestaciones de humillación, el baile necesario para que funcione la maquinaria social. El hombre es un animal social. Y eso implica una jerarquía necesaria, inevitable, que tiene una liturgia a la que uno no se debe sustraer. Por eso mismo, cuando él se encuentra ante un superior, como estará esta misma tarde con Tierno, no le cuesta el menor trabajo comportarse con el mismo servilismo que los demás muestran hacia él. Ricardo está convencido de que esa flexibilidad, esa ausencia de complejos y timideces, es una de sus mayores virtudes.
El poder le encanta. Y sobre todo, le excita comprobar la atracción que el poder ejerce sobre las mujeres. Desde que accedió a la concejalía su vida sexual es mucho mejor. Siempre ha sido un tipo atractivo, alto y bien parecido, pero a esas cualidades añade ahora la fuerza irresistible que emana del poder. Algunas compañeras del partido, alguna funcionaria municipal, su secretaria y hasta activistas de diferentes asociaciones han sido amantes suyas. Ricardo lleva una libreta donde apunta exactamente cada uno de sus coitos: en ese momento son veintiséis mujeres las que ha conquistado y ya se considera lo suficientemente experimentado como para extraer conclusiones. Cuando está con una mujer, Ricardo cree ver en ellas una cara de satisfacción orgullosa, casi de lascivia, cuando al llegar a los restaurantes, los metres le saludan con extremo respeto o cuando, de forma viril, puede demostrar su autoridad ante los policías municipales que se le cuadran.
El poder le ha llevado también al engaño, a la traición. Son ya muchos los fines de semana en que pretexta una reunión política del partido para poder escaparse fuera de Madrid con alguna mujer. Y Ricardo comprueba fascinado, desde el principio, que esa voluntad ciega de amar, ese imperioso deseo que no se arredra ante el dolor ajeno ni ante la traición a su esposa, fascina a las mujeres, las enerva hasta reblandecer su voluntad. Cuando, tras una cena romántica, un par de copas, un baile y unos besos apasionados, se las lleva a la cama, comprueba al bajarles las bragas, que arden de excitación. Es justo entonces cuando él se siente más afortunado que nunca por ser concejal del ayuntamiento de Madrid.
Pero no es un engaño completo, porque su mujer lo sabe. Y lo acepta. Ricardo entonces vuelve a su casa entre el temor a la discusión inevitable, a la mirada torva y la excitación curiosa por lo que ocurrirá después. Es una lástima que ella en el día a día sea tan nerviosa, que se esté dejando llevar por los años, olvidándose de que sus carnes son cada vez más fofas y de que su mirada va perdiendo brillo. ¿Cómo será su cuerpo dentro de cinco o diez años? ¿Le atraerá lo suficiente, lo mínimo? ¿Podrá asistir con ella a una reunión de altos cargos del partido con orgullo de llevarla a su lado? Si estuviese seguro de la respuesta satisfactoria a todas estas preguntas, su matrimonio no correría peligro. Porque ella no puede evitar los reproches ante los niños, los silencios acusadores y los gestos displicentes cuando él vuelve a casa de sus escapadas, pero todo se transforma cuando entran a solas en la habitación. Tras las primeras ausencias, ella seguía con sus reproches, mohína, incluso llorosa, guardaba un obstinado silencio y se daba media vuelta en la cama; pero Ricardo se dio cuenta de que en cuanto ella comprendió que él no pensaba dejar sus reuniones de fin de semana, cambió de actitud y los domingos por la noche nada más apagar la luz, pasó a acercar su cuerpo al suyo bajo las sábanas, a besarle, a buscarle el miembro viril con su mano, a insinuarle que tenía ganas y a tomarle la mano para mostrarle su palpable humedad. Poco tiempo después, ya se acostaba completamente desnuda. Ricardo, al principio perplejo, y luego totalmente complacido en su orgullo, sentía de nuevo la llamada de la carnalidad. Siempre volvía a casa tras eyacular dos veces (le gustaba hacerlo con su amante de turno nada más levantarse los domingos y también después de comer), pero él era lo suficientemente hombre como para cumplir con una tercera. Entonces, él sentía una poderosa erección y no tardaba en demostrársela, en obligarla a que la reconociese con sus palabras. Sí, la tenía muy dura. Él entonces la penetraba con fuerza, como un animal, cada vez más fuerte, cada vez más dentro, hasta que olvidaba que ambos eran personas y se convertían en un macho y una hembra y no había más espacio en el universo que el que recorría su miembro para entrar y salir de su cuerpo, concentrándose tan solo en que su pene se hundía en ella como en un charco de mantequilla ardiente. Nunca la había sentido tan húmeda. Entonces él le demostraba quién era él y de quién era ella. ¿De quién eres? Soy tuya, soy tuya. Él entonces se henchía de orgullo e incrementaba el ritmo de sus embestidas. Todo su ser, toda su existencia se concentraba en su miembro, en su ariete, en esa espada de carne que doblegaba la resistencia, la moralidad y el orgullo de su esposa. Ella ya no era una persona, sino una perra, una propiedad que aceptaba su dominio. Y con esos pensamientos, que a veces incluso verbalizaba, se excitaba cada vez más. En la habitación oscura solo se escuchaba el jadeo de ella y los golpes rítmicos que las caderas de Ricardo hacían al golpear contra su cuerpo. Pero a él le gustaba hablarla, envolverla en una selva de palabras lascivas y humillantes que nunca se dirían en público pero que ambos recordarían siempre, que influirían en su trato cotidiano. Ella aceptaba su papel, se rendía y utilizaba los términos más soeces, los más vergonzosos para alabar su miembro, para pedirle más vigor, para mostrarle su sumisión absoluta. Sí, era suya y podía hacer con ella lo que quisiese. Ricardo se sentía excitado, al borde del precipicio, pero quería dominar la situación antes de lanzarse al vacío porque sabía que ella todavía no había llegado al abismo de su humillación, cuando le volvía a pedir que la penetrase con fuerza mientras le preguntaba si había estado con otra. Él, mientras se hundía en su cuerpo una y otra vez, le contaba los detalles de su conquista y sentía que ella se debatía entre gemidos, como un barco azotado por una tempestad. Controlaba la situación porque quería llevarla al límite, superarla en resistencia, desarbolarla y solo se consentía el orgasmo una vez que ella había gritado su placer. Y ella, perdida en su momentáneo delirio, al llegar al orgasmo le decía borrosamente que sí, que olía a otra, que sabía que la estaba engañando, pero que era su macho. Él entonces, sabedor de su triunfo, consciente de su poder, golpeaba todavía con más fuerza, intentando romperla, abrirla en dos como un animal, hacerle sentir su potencia incansable hasta que al final se quebraba el límite en pedazos y él se lanzaba al orgasmo como una cascada, inagotable, imparable, infinita, desmadejándose sobre ella. Y efectivamente, después, cuando ella le acaricia el pecho, satisfecha, él se siente verdaderamente un hombre.
Como otras veces, ha perdido el hilo de su discurso. Sonríe. Efectivamente, el sexo es su punto débil, piensa, mientras se palpa su pene endurecido y apretado contra la bragueta y lo yergue para que no le moleste al hacer presión contra el pantalón. Entonces llama a su secretaria, por el puro placer de verla. Y Loli entra dócilmente, sonriendo.
—Cada día estás más guapa, Loli —le dice con llaneza y simpatía en cuanto ella abre la puerta, preguntándose qué ocurriría si alargase un poco aquella conversación con ella y luego le demostrase su excitación.
Aunque hay escaso tráfico, el Dodge desciende su velocidad y avanza suavemente al comprobar su conductor que el cercano semáforo de la calle Goya está en rojo. El vehículo ha salido cinco minutos antes del número 42 de la calle Juan Bravo, donde vive el teniente general Joaquín Valenzuela, jefe del Cuarto Militar del Rey, que ocupa como todos los días, el asiento posterior derecho. Se dirige a su despacho en el palacio de la Zarzuela, donde a las once mantendrá una breve reunión de trabajo con don Juan Carlos. Junto a él se sienta su ayudante el teniente coronel Guillermo Tévar Velasco. Delante, junto al chófer, Manuel Rodríguez Taboada, va un suboficial de escolta, Antonio Noguera García. El largo automóvil circula a escasa velocidad, casi parado, cuando pasa frente a una famosa peletería. Los ocupantes del Dodge van ensimismados, apenas hablan. A ambos lados de la calzada diversos transeúntes se dirigen a sus trabajos o a comprar. El dependiente de la peletería, un joven con barba y gafas, se dispone a abrir el cierre de la tienda. A unos cuantos metros, unos peatones cruzan el paso de cebra aprovechando el disco en rojo. En ese momento, el conductor militar ve por el retrovisor izquierdo como una moto roja, montada por dos jóvenes vestidos con chubasqueros negros y gafas de motoristas, se acerca por el carril central. Uno de ellos, el que ocupa el asiento trasero, lleva un voluminoso paquete envuelto en una bolsa de El Corte Inglés. Todo sucede en menos de diez segundos. La moto roja aminora la velocidad y pasa a escasos centímetros del coche. El individuo que lleva el paquete lo deposita en marcha, con el mayor cuidado posible, sobre el techo del coche oficial, justo encima del conductor. En ese mismo momento el motorista acelera la moto a fondo y se salta el semáforo en rojo produciendo un ruido ensordecedor. Un nuevo acelerón de la moto se confunde con un estruendo gigantesco, una explosión espantosa. El plácido escenario urbano se ha transformado de forma instantánea en un espectáculo infernal. El coche negro ha saltado por los aires convirtiéndose en un amasijo de hierros retorcidos del que nace un espeluznante incendio.
La onda expansiva ha segado a más de una decena de transeúntes. Todo se convierte en un maremágnum de gritos, chatarra, sangre y fuego. Una cabina telefónica se ha desmoronado sobre un hombre que sale de ella ensangrentado de pies a cabeza. El cristal de un escaparate, al fragmentarse, ha caído sobre una joven que se retuerce, en estado de shock, con el pie herido por un corte profundo del que mana abundante sangre. El joven barbudo recibe en la cabeza el impacto de la marquesina de su establecimiento que lo sepulta en la oscuridad. Tras la explosión, queda ahora un silencio denso y triste, tan solo rasgado por el crepitar de las llamas y los lamentos de los heridos. Poco a poco, algunos vecinos, que se han quedado sin cristales por efecto de la onda expansiva, se asoman temerosamente a sus ventanas. Al Seat 124, de escolta, que iba detrás del Dodge, se le han roto también los cristales, pero sus ocupantes no han sufrido daños y salen rápidamente a la calle para organizar la persecución de los terroristas y el auxilio a los heridos.
—Ricardo, supongo que ya sabe lo que ha pasado. Hay que suspender la inauguración —le dice Tierno al otro lado del teléfono.
—¿Qué ha pasado?
—ETA ha cometido un atentado en la calle conde de Peñalver con una bomba. Parece que han asesinado a un teniente general, colaborador directo del Rey y a varias personas más.
—¡Joder! —se lamenta sinceramente Ricardo.
—Sí, tremendo —ambos guardan una pausa, hasta que el alcalde prosigue con su tono sereno habitual —. Así que desconvoque todos los actos programados y pásese luego por la capilla ardiente. Tras los últimos acontecimientos, es el momento de demostrar nuestra unidad con la familia militar.
—Muy bien, Alcalde —dice Ricardo con firmeza antes de cerrar la conversación. Sí, ha comprendido que los últimos acontecimientos son el golpe de Estado, tras el cual es conveniente mostrarse cercano a los militares, hacerles ver que todos comprendemos su dolor y les apoyamos, dejarles claro que la democracia es también su sistema político y que los socialistas van a estar siempre de su mismo lado: del de la patria y el orden, desactivando así los deseos de algunos elementos golpistas de embarcarse en otra aventura.
Los terroristas se han escapado saltándose varios discos en rojo por la calle de Narváez. Algunos testigos presenciales han podido identificar la moto: una Ducati Vento, matrícula M-9582-DF. Al llegar a la calle Sainz de Baranda, han girado a la derecha en dirección al Retiro. Los dos asesinos han escuchado perfectamente el bombazo y saben que en lo esencial han alcanzado su objetivo. Se felicitan y gritan alegremente, en plena explosión de adrenalina. Ellos no querían matar a un militar cualquiera, sino a un ayudante del Rey. Y creen haberlo conseguido. Si acaso, el acompañante cree que quizá ha fallado al colocar la bomba algo adelantada, pero se disculpa ante su propia conciencia, porque con la tensión del atentado y la velocidad de la moto en marcha no ha podido hacerlo mejor. Al llegar a la confluencia de Sainz de Baranda con Menéndez Pelayo, frente a la entrada de la Casa de Fieras del Retiro, con gesto rápido, los jóvenes se bajan de la moto, dejan sobre su asiento sus gafas y sus chubasqueros negros, cruzan casi corriendo el pasadizo subterráneo que les lleva al otro lado de Menéndez Pelayo y se internan ya a la carrera en el Retiro, hacia el paseo de Coches, donde un vehículo les espera para sacarles de Madrid por la M-30 antes de que el dispositivo de búsqueda cierre como una jaula las salidas de la capital de España.
La secretaria de Ricardo no tiene mayor problema en localizar a los grupos que van a tocar. Los Ladrillo reciben la noticia casi montados en las furgonetas para acercarse hasta Martala y la aceptan con resignación. Pero con La Larga Marcha la cosa es distinta. No tienen mánager y ninguno de sus componentes está localizable. Son más de las once cuando Ricardo se encarga de llamar personalmente a Bértold y una voz juvenil, adolescente, le comunica primero que no está, pero luego le dice con urgencia que espere un momento, que su hermano acaba de entrar en casa a recoger la guitarra.
—Bértold, tengo que darte una mala noticia —y antes de que el otro pueda contestarle, remata—: la ETA ha matado a cuatro militares en la calle Goya y no se puede hacer la inauguración.
Al otro lado de la línea se abre un pesado silencio. Ricardo sabe que la noticia le habrá sentado fatal, porque el antiguo líder juvenil le ha estado martilleando a telefonazos la semana anterior, cansándole con todos los detalles organizativos del bar, de las luces, del equipo y del otro grupo. Ahora, el viejo conocido de los tiempos de la transición rumia su dolor.
—No veo que eso sea motivo para suspender —responde Bértold por fin—. No son nuestros muertos.
—¿Pero tú estás loco? —le contesta tras otro breve silencio Ricardo. Y en el tono más mesurado que puede, le explica que esa decisión ya está tomada por el alcalde y es irrevocable. Le hace ver la cercanía del golpe militar, la prudencia con que han de actuar dadas las circunstancias e incluso intenta endulzarle la mala noticia prometiendo buscarle acomodo en el engranaje municipal.
—Nosotros vamos a tocar.
—¡Joder, qué cabezón eres! ¡No sé cómo tengo tanta paciencia contigo…! —le dice cariñosamente y es verdad, porque no se explica cómo sigue siendo tan simpático con aquel ultraizquierdista—. Vamos, Bértold, tu cabezonería es lo que te pierde: sé pragmático. Repetiremos el concierto otro día. Vente mañana o el lunes y charlamos tranquilamente de todo y te planteo de una vez el proyecto que te dije para que lleves el Centro Cultural.
—Nosotros vamos a tocar, Ricardo —repite otra vez Bértold, pero ahora añadiendo el nombre del concejal, para que éste se dé cuenta de que su sentimiento amistoso es recíproco.
—No será en Martala, Bertolín —le contesta cariñosamente, de forma paternal, Ricardo, antes de cerrar la conversación. Cuando cuelga, llama al jefe de la policía municipal del distrito y le da órdenes terminantes:
—Manda dos coches patrulla a Martala para que protejan a los operarios mientras desmontan el escenario y se llevan el equipo de luces y sonido. No quiero líos, pero bajo ningún concepto puede quedar el escenario montado.
El ulular de las ambulancias y de los bomberos se acerca al lugar del atentado. Los bomberos se dan prisa en sofocar el incendio y los médicos, los camilleros, con gestos tensos y urgentes, montan a los heridos en camillas y vuelan hacia diferentes hospitales. Los transeúntes son los primeros en ser evacuados. El herido más grave es el dependiente de la peletería, que es sacado de debajo de los escombros de la marquesina con sumo cuidado, pues está inconsciente y se teme que pueda tener una lesión en la médula espinal. A los pocos minutos, nuevas ambulancias trasladan al escolta y al ayudante del general al Hospital Provincial, donde ingresan ya cadáveres. Mientras tanto, el conductor, también destrozado por la explosión, permanece aprisionado por el amasijo de hierros del coche, ante la mirada angustiada de decenas de transeúntes que ven como los bomberos, tras varios intentos para sacarlo del coche, no pueden hacerlo y el cuerpo inerte y desmadejado del joven acaba siendo trasladado dentro del propio vehículo al Hospital Militar Gómez Ulla. Al teniente general también se le ha dado por muerto en un principio, pero al llegar al Gran Hospital del Estado se comprueba que milagrosamente, aún sigue vivo. Todo parece indicar que era el más alejado del epicentro de la explosión y al parecer, los cuerpos del conductor y el escolta, proyectados violentamente hacia atrás por la explosión de la bomba, le han protegido, por lo que ha llegado en estado gravísimo, pero, según creen los médicos tras la operación, salvará la vida.
Bértold baja de su casa con su guitarra y su funda. En el portal le espera Manolo, sentado en su silla de ruedas mirando al vacío. Ya le han dicho que se va a quedar cojo para toda la vida. Sin embargo, sí espera recuperar la fuerza en el brazo derecho, de forma que pueda sustituir la silla por unas simples muletas o un bastón. Y desde luego, volverá a tocar la guitarra. Cuando Bértold le comunica la noticia, tuerce el gesto.
—Joder con los socialistas —se queja.
Bértold pone la guitarra sobre los brazos de Manolo y empuja la silla de ruedas en dirección a Martala. A lo lejos, ven cómo llegan unas patrullas municipales y a los operarios recogiendo el material de nuevo. No habrá concierto.
—¿Y si tocáis en el local, mejor dicho, en los soportales del local? —aventura en ese momento Manolo—. Cuando esta tarde llegue la gente al parque, les decimos que se acerquen al patio de la parroquia.
A las pocas horas, sobre el asfalto todavía es visible, junto al coche calcinado, el enorme charco de sangre y el polvillo blanco de los extintores utilizados para sofocar el incendio. Sobre la sangre, decenas de personas van depositando claveles hasta cubrir por completo casi toda la calzada. Todos los que por allí pasan muestran su tristeza en sus rostros sombríos y en sus comentarios en voz baja. Algunos de entre la multitud silenciosa, gritan brazos en alto pidiendo la libertad de Tejero e increpando al Rey.
—¡Qué vergüenza de socialistas, haciendo luto por un fascista! —se quejó Pepe al llegar para probar sonido y enterarse de la suspensión.
—Pero nosotros vamos a tocar —dijo Bértold con firmeza, mirando a Manolo.
—¡Eso por mis cojones! —le contestó Pepe—. Vamos a montar ahora mismo en el local. Y vamos a poner el estandarte y todo.
A las seis de la tarde decenas de jóvenes de todos los rincones del barrio se dirigen al parque. Allí les están esperando Javi y Lito, indicándoles que el Ayuntamiento ha decidido suspender la inauguración, pero que La Larga Marcha va a tocar en su local, enfrente, nada más cruzar la carretera. No hay bar, por lo que, si quieren, pueden acercarse a una bodega cercana a comprar el alcohol que deseen.
Los jóvenes van llegando en orden y armonía al patio de la vieja parroquia. Hubieran preferido poder escuchar a los grupos tranquilamente tumbados en el césped del nuevo parque, pero al fin y al cabo llevan en las manos litros de cerveza, calimocho y hasta botellas de whisky. Y en los bolsillos, muchos ocultan jachis. La fiesta va a ser por todo lo alto, lo quiera el concejal o no. En torno al soportal del barracón se van arracimando mientras beben y se lían sus porros. Bértold contempla sonriente la escena. Ellos mantendrán siempre arriba la bandera: son luchadores revolucionarios y lo serán hasta el final.
—Compañeros, amigos. El concejal ha decidido suspender el concierto por el atentado de esta mañana en el que han muerto cuatro militares. Nosotros también tenemos muertos y sus nombres los tenéis ahí detrás, bordados en esa bandera. Cuando ellos murieron asesinados por la policía o el ejército, nadie detuvo ninguna inauguración.
La mayor parte de los jóvenes no presta gran atención a las palabras de Bértold y, aunque aplauden de forma cálida, los grupillos de jóvenes siguen charlando despreocupadamente, pasándose las cervezas de litro y los porros, esperando que suene la música por fin. De frente al nuevo parque, La Larga Marcha comienza a tocar Hoy es un día feliz para la clase obrera.
Azucena tiró de la chaqueta de Vicente para sacarlo de allí. No le gustaban los porreros, esos chicos melenudos y desaseados, imprevisibles en sus actuaciones y por tanto, potencialmente peligrosos. Cuánto más lejos estuviera una de ellos, tanto mejor. A ella lo que verdaderamente le gustaba era ponerse guapa y pasear con su novio del brazo por las calles del barrio y ansiaba el día en que pudiera hacerlo con un carrito de bebé y Vicente, colgado de su brazo como marido. Por fin, Vicente cede y la sigue. Sofía y Juanan van, como siempre, detrás de ellos, cogidos de la mano.
—Nos piramos, troncos —les dice a sus amigos guiñándoles el ojo, dando a entender que se van a un sitio apartado para besarse con sus novias. Pero es mentira. Van al bar del Polonio con Antonio, el padre de Azucena. A Vicente ya se le ve muchos días trabajando a su lado con el mono puesto. Quién sabe, quizá en el futuro el padre de Azucena, que no tiene hijos, le haga socio de la empresa o incluso se la dé. A Juanan puede que también le contrate.
Javi y Lito están esa tarde con Alberto, el Ratón, Pablo y otros chicos del Felipe II que se han acercado al concierto. Todos ven marchar a sus antiguos amigos sin hacer el más mínimo gesto para retenerlos. Ya les parecen seres distintos, seres adocenados y convencionales, ajenos a su devenir, temerosos de la existencia más agreste que a ellos les revolotea siempre en el estómago. No importan ya casi nada. Esa tarde la primavera ha comenzado en Madrid y en sus propias vidas y quieren bebérsela, disfrutarla sin dejarse una sola gota. Una euforia nueva les recorre. Nunca serán tan felices como hoy. Las conversaciones son alegres, eufóricas y todos aplauden con entusiasmo cada canción. Lito está orgulloso de lo bien que suena el grupo de su hermano mayor a pesar de que Manolo, sentado en su silla de ruedas, no pueda acompañarlos. Se han hecho varios litros de cocacola con ginebra y Alberto ha pillado también jachís. Gonzalo y Javi beben de la botella de cubalibre a grandes tragos, como si fuera cerveza, pues no están acostumbrados a beber alcohol de tanta graduación. En menos de media hora, se han bebido cada uno casi un litro de cubata. Se ponen a hacer y decir tonterías como si fueran niños pequeños, como si el alcohol fuera un pretexto para comportarse como unos críos. Notan como sus cabezas van perdiendo contacto con el planeta Tierra, como si empezaran a flotar por el espacio, desatendiendo las llamadas de sus compañeros. Desde su mutismo, pues ya no son capaces de hablar, responden con sonrisas condescendientes a las palabras que les lanzan.
—Menudo pedo que llevan estos dos —le oyen decir a Pablo.
—Si es que a quien se le ocurre beberse cuatro cubatas en media hora.
—Pues que no fumen —se oye borrosamente la voz de Alberto.
Y cuando Alberto se hace un porro, ambos ruegan que les den unas caladas, pero sus amigos se niegan entre risas. Javi no está seguro de si ha llegado a fumar.
—Es que si no estás acostumbrado a fumar tabaco, te pega un cebollazo más grande —dice otro amigo del Felipe II.
—Yo ya fumo tabaco —se recuerda Javi insistiendo.
Luego ya no recuerdan nada, porque todo les comienza a dar vueltas. Pierden el sentido del equilibrio y, al poco, la propia conciencia. Cuando Lito despierta, al día siguiente, solo sabe que tiene una sed atroz y que le duele muchísimo la cabeza. No sabe donde está hasta que no levanta su persiana. No se acuerda de que sus amigos les obligaron a pasear por el nuevo parque para que se despejasen, ni tampoco recuerda que le mojaron la cabeza en las fuentes y le llevaron a un bar para darle un café con sal y que finalmente, se lo acabaron entregando a Bértold al finalizar la actuación para que lo llevase hasta su casa. No sabe que su hermano estaba malhumorado, porque la mayor parte de los jóvenes que había asistido al concierto simplemente había ido a beber y a drogarse. No habían atendido a sus discursos, ni coreado sus canciones. Y sin embargo, habían orinado donde habían querido, habían roto botellas de cerveza lanzándolas contra las paredes por pura diversión y habían dejado el patio lleno de basura. Ver además que su propio hermano menor también se había comportado como un vándalo más no le hizo a Bértold ninguna gracia. ¿Por esos borrachos habían hecho ellos tantos sacrificios? ¿En eso se estaba quedando la juventud obrera?