Capítulo 18. La Puri

(Martes, 8 de julio de 1980)

Niña ¿por qué lloras? ¡Que no viene el papa! /Me dio pena de mirar y ver cómo se apenaba /al quedar sola en la vida, al Señor se reclamaba, / Su padre se fue a la Gloria, su madre se echó a la vida, / se quedó sola en su mundo / llorando de noche y día / Niña ¿por qué lloras? ¡Que no viene el papa! / Niña ¿por qué lloras? ¡Que no viene el papa! / Niña ¿por qué lloras?, ¡Que no viene el papa!

(Niña ¿por qué lloras?Los Chichos

            En el barrio de las Latas había una joven deficiente mental. No tenía padre conocido y su madre, una alcohólica empedernida que rozaba la imbecilidad, se desentendía de ella. Era habitual verla mal vestida y desgreñada a cualquier hora del día, vagando por las distintas plazoletas con su sucia muñeca entre los brazos y su triste sonrisa al sol. 

Se llamaba Puri y aunque nadie sabía a ciencia cierta su edad, contaban que tenía unos quince años. Puri había sido golpeada, apedreada, ridiculizada por los demás niños desde que contaba cuatro o cinco años, cuando llegaron a aquel barrio tan fino desde sus casas bajas. Algunos de los nuevos vecinos ataban sus burros en los portales, otros arrancaban el parqué para hacer hogueras en la calle y muchos desmontaban los bidés y los lavabos para venderlos en improvisadas lonjas callejeras. Pero todos los vecinos dieron en llamar a Puri “la Pelegrina”, porque les parecía que tenía la pobreza y los aires de una mendiga.

—¡Pelegrina, Pelegrina! —la gritaban los niños más pequeños antes o después de lanzarle una piedra. 

Puri se alejaba corriendo y llorando, con los mocos amarillentos pegados al rostro, incapaz de articular una sola frase. Ante aquellas agresiones sin motivo, su mente solo era capaz de evocar un concepto difuso parecido a la maldad. Era un sentimiento que aunaba la ira, el miedo y la impotencia. No había nadie a su lado para defenderla o para confortarla. Puri seguía vagando por las calles, pero cada vez se alejaba más de su portal.

El sacerdote de la barriada, don Jesús María Echevestre, un cura joven que había estado en misiones y se había implicado desde su llegada en los movimientos vecinales, la vio un día y se interesó por ella. Habló con Pepe, el representante de la asociación de vecinos que había gestionado el realojo de los antiguos chabolistas en Moratalaz y éste le informó sobre las costumbres y la naturaleza de la madre y sobre las carencias y necesidades de Puri. Jesús Mari decidió actuar y tomó a la niña bajo su protección. La madre, perdida en sus delirios alcohólicos, tomó la aparición del sacerdote en su desvencijada casa como una muestra infalible de la Providencia y se juró ir a misa a partir de entonces todos los domingos. 

Jesús Mari desechó desde el principio la idea de entregar la niña a las instituciones públicas o a las monjas. Por un lado, dudaba de que la madre cediera de buen grado la custodia de la niña; por otro lado, él mismo estaba convencido de que Puri no estaría con nadie mejor que con él. Y así, se llevaba a la niña a la parroquia cada mañana y allí, con la sola ayuda de unos cuantos folios y unos rotuladores de colores, le fue enseñando los rudimentos del alfabeto que hasta entonces Puri desconocía. Tenía entonces siete años y su lenguaje se limitaba a los pronombres, los demostrativos y las formas verbales más elementales. Utilizaba numerosas palabras de forma imprecisa y genérica y así con “agua” se refería a cualquier líquido potable y con “chicha” a cualquier alimento sólido. Desconocía los colores, los días de la semana, las horas del día o la numeración. Era entonces la de Puri una existencia soportada sobre el vacío y no sobre la tierra firme del conocimiento del mundo. 

También se preocupó el cura por su aseo e indumentaria y pronto la imagen de Puri cambió de forma drástica. Ya no era la niña sucia y con vestidos de tallas menores que la gente veía vagar sin rumbo fijo con las piernecitas al aire, la triste criatura que no tenía quien la defendiera del mundo. Era ahora una niña limpia y vestida con humildad, pero con decoro, gracias a las donaciones que recibía la parroquia de sus humildes fieles. La protección de Jesús Mari proporcionó a Puri un aura de respeto. Y a la niña le encantaba poder llamar a alguien “padre” y que fuera verdad.

Pasaron unos años que fueron muy beneficiosos para la niña bajo la protección del joven sacerdote. Coincidió aquel tiempo con el final de la dictadura de Franco y el ambiente de solidaridad y compañerismo que brotó en todo el país también sirvió para que Jesús Mari creyera en el milagro de la integración de Puri en la vida social del barrio.

Pero un par de años después el padre Echevestre sintió llegado el momento de dejar el barrio de las Latas para volver a su Euskal Herría del alma.  Y Puri alcanzó la adolescencia, otra vez sola.

            —¡Eh, Puri! ¿Te quieres venir con nosotros a jugar?

            Antonio Heredia y sus amigos la miraban sonriendo sentados en un banco a la sombra de los soportales, con sus camisetas de tirantes y sus pantalones de campana, comprados en el mercadillo y ya pasados de moda. Puri desconfiaba. Había visto a aquellos niños tirarle piedras de pequeña, los había visto crecer siempre peleándose por cualquier motivo o sin él. Los temía hasta cuando iba de la mano del padre Jesús Mari. 

            Puri ya no era una niña. Contaba quince años y era mayor que ellos. No era guapa, pero sus labios eran carnosos y sus ojos grandes. No estaba bien proporcionada y sus andares eran algo caballunos; pero sus pechos flotaban enormes bajo su camiseta blanca. Eran las cinco de una calurosa tarde de verano y la calle estaba desierta. Un aire abrasador recorría aquel barrio de hormigón y solo daba un cierto respiro bajo los soportales de los bloques. En aquel día de agosto en Madrid, todos los que no estaban trabajando dormían la siesta. Antonio Heredia se levantó del banco sonriendo y la tomó del brazo.

            —Vente con nosotros, Puri, preciosa, y te haremos un regalo —le dijo mientras le mostraba una esclavita de plata que habían sirlado a un chaval hacía una semana.

            Los otros chicos también se levantaron y echaron a andar tras ellos. Puri estaba otra vez sola con su madre, que ahora, completamente alcoholizada, se dedicaba a ejercer la prostitución. 

            —No seas tonta. ¿Quieres un caramelo?

            Antonio Heredia le metió un dulce pegajoso en la boca. Aquello confundió a Puri todavía más. Con el caramelo en su lengua se sentía conducida hacia algo oscuro, pero a la vez, hacía tanto calor, corría tan poco aire que no se sentía con fuerzas, no encontraba la forma de rechazar aquella mano firme que la sujetaba por la muñeca y la llevaba bajo los soportales hacia los descampados cercanos.

            —No.

            Fue lo único que Puri fue capaz de susurrar. Pero nada más decirlo, comprendió que no tendría fuerzas ni valor para zafarse de la fuerte mano de aquel niño tan malo. Porque quizá si intentaba escaparse, aquel chico alto, moreno y de pelo rizado la golpearía como había hecho tantas otras veces. Antonio Heredia iba ahora sonriendo tranquilamente y hasta le dio tiempo de guiñar el ojo al Ruso, que le acompañaba a su derecha.

            —Vamos a jugar a un juego muy divertido —la animó el Papilla viendo su gesto triste.

            —Y luego te regalamos la cadenita —remató Heredia.

            Sin soltarla nunca de la mano, Antonio Heredia cruzó la carretera que conducía al barranco. Caminaban en silencio, sin levantar la mirada del suelo. La vegetación estaba seca, encogida, como un papel arrugado y sucio. Al bajar la cuesta, las zapatillas resbalaban y se levantaba un silencioso polvo. Allí estaba la vía del tren abandonada y en una de sus curvas, en una vieja caseta de los ferroviarios, ellos tenían su pequeño refugio cuya puerta cerraban con una cadena y un candado. La llevaron hasta allí. Puri estaba aterrada y ni siquiera se dio cuenta de que dentro del chamizo, la temperatura era algo más agradable. El Ruso se quedó fuera de la caseta vigilando que nadie apareciera por ningún lado de la curva. Hacía muchísimo calor y se quitó la camiseta. El Papilla y Antonio entraron con la deficiente mental en la garita. Puri hubiera querido gritar y escaparse, pero solo sentía que su corazón latía cada vez más deprisa, que una sensación de ahogo la agitaba por completo y que las lágrimas estaban a punto de asomar a sus ojos. El caramelo seguía seco en su boca.

            —No tengas miedo, Puri, no te va a pasar nada. ¿Nunca habías visto esto? —le dijo el Heredia empleando el tono de voz empalagoso con el que se hubiera dirigido a una niña pequeña.

            Antonio se había sacado su pene de la bragueta y se lo mostraba completamente enhiesto moviéndolo con su mano arriba y abajo. Puri callaba mientras sus ojos se abrían desmesuradamente. Deseó con todas sus fuerzas que el padre Jesús Mari volviera, que se apareciera allí en ese mismo momento y pegase una bofetada bien dada a aquellos niños tan malos. Antonio entonces se acercó a ella y le echó mano a un pecho por encima de la camiseta. Puri entonces, en un gesto inconsciente imposible de evitar, le dio un manotazo. Antonio se echó a reír y con mucha tranquilidad se sacó del bolsillo trasero del pantalón una navaja automática. Desde que comprobara en aquel maldito partido que su escopeta no era más que un juguete incapaz de matar a nadie, la había olvidado y se había agenciado una cheira de quince centímetros de hoja que pasaba horas afilando contra una piedra. Ahora esa navaja estaba frente al rostro de Puri. Antonio la abrio con un gesto rápido de su pulgar y luego sonrio a Puri mientras le mostraba su corte afilado. El propio Antonio se hizo con ella una pequeña raja en el dorso de la mano y observó como brotaba la sangre. Luego le pasó la navaja al Papilla.

            —Sujétamela un rato, Papi.

            El Heredia abrazó entonces a Puri y utilizó su fuerza para tumbarla sobre un sucio colchón de espuma que descansaba en el suelo. Puri estaba aterrada, mirando la navaja abierta en las manos del Papilla, incapaz de moverse.  Solo quería salir de allí. Antonio Heredia le sujetó las muñecas con una mano, le levantó la camiseta hasta el cuello y le bajó trabajosamente el pantalón del chándal. El calor se les hacía sofocante en aquella caseta y Puri quería escapar, pero el niño malo la tenía bien sujeta y el otro le enseñaba aquel cuchillo tan afilado y sonreía en silencio. Ella entonces, aunque no quería hacerlo, intentó zafarse. Pero el niño malo le dio un puñetazo en el estómago que le cortó la respiración. Puri comenzó a llorar en silencio. Antonio Heredia se demoró todo el tiempo que quiso en acariciarle los pechos y luego le obligó a separar las piernas para verle bien el pubis apartándole las bragas. Nunca había acariciado a una mujer y los pechos de Puri, sus pezones negros y su vulva peluda le mantuvieron absorto un tiempo. Después, cuando ya se sintió muy excitado, le bajó las bragas hasta los tobillos y la montó torpemente, como un animal asustado. Puri torcía la cabeza, perdida su mirada en la sucia pared de aquella caseta donde muchos habían garabateado palabras que no entendía. El Papilla seguía la operación excitándose cada vez más y hasta se sacó el miembro para masturbarse viendo a su amigo entrar y salir de aquella chica. Cuando acabó el Heredia, Paquillo entró en Puri mientras su amigo fumaba un cigarrillo, tal y como había visto en las películas después del amor. Luego entró en la caseta el Ruso para satisfacerse, mientras el Papilla retomaba las labores de vigilancia. 

            —¡Joder, qué calor hacía fuera! —se quejó el Ruso mientras sus ojos se aclimataban al interior del chamizo.

            Estuvieron toda la tarde con ella. Puri lloró al principio, sobre todo cuando se vio un hilo de sangre saliéndole de la vagina, pero luego intentó calmarse. Nada irreparable tenía por qué suceder. Parecía que los niños malos se conformaban solo con estar a su lado, acariciarla con cierta rudeza y meterle su cosa dentro. Mientras ella no se lo impidiera, nada malo la iba a pasar. Y a esa esperanza se confió para espantar su terror y esquivar la violencia y quizás la muerte.

            —¿Me dais la cadenita? —les dijo cuando ya se vestían, viendo la esclava que había quedado olvidada sobre la tierra.

            —Pues claro, preciosa —le dijo el Heredia alargándosela con cariño—. Pero te vendrás más veces a jugar con nosotros. ¿Eh, Puri?

            Al caer la tarde, la tomaron de la mano y la condujeron al barrio. Pasaron por delante de la bodega Reina, donde se juntaba medio barrio a tomar botellines. Todos los vieron pasar y algunos extrajeron las oportunas conclusiones, pero nadie intervino. Ya no eran niños a los que hubiera que reconvenir o educar. Antonio, el Papilla y el Ruso, orgullosos y satisfechos, la dejaron de nuevo ante su portal y la despidieron con una sonrisa. Cuando la Puri llamó a la puerta de su casa, ésta estaba abierta como cada noche. Y como cada noche, su madre no estaba dentro. Puri rebuscó algo de comida en la nevera y solo encontró un salchichón a medio acabar. Rendida por el cansancio, se tumbó en la cama a esperar que su madre volviese. Tenía la sensación de que había pasado algo irreparable, pero no sabía muy bien las consecuencias que aquello podría tener en su vida. No tenía más que a su madre para que le intentase aclarar sus dudas. A las dos horas, Puri se quedó dormida con la cadenita entre los dedos. Cuando despertó a la mañana siguiente, su madre todavía no había vuelto.

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