(Lunes, 26 de Mayo de 1981)
Me llaman en mi casa el niño bueno del hogar /porque todo lo que gano se lo entrego a mi mamá. / Ellos no saben nada de la vida que yo llevo. / Se creen que yo trabajo y que gano honradamente / el dinero que gano no me mana de una fuente. / Solo le pido a Dios no me abandone la suerte. / ¡Qué pena me da! / ¡El día que me echen el guante y no tenga libertad / lloraré gotas de sangre si no los puedo ayudar! / ¡Pero sea como sea seguiré luchando por los míos! /¡seguiré robando si es preciso! / ¡y con estas manos noche y día / sacaré adelante a mi familia!
(Sea como sea, Los Chichos)

El Heredia caminaba con orgullo mal disimulado. Le habían ofrecido el primer bisni de su vida. Se dirigía a la bodega con paso resuelto, balanceando los hombros rítmicamente, sintiendo como el viento le aleteaba los rizos de su melena. Andaba sin sentir sus propios pies, como si todos los obstáculos se apartaran a su paso, como si se deslizase sobre unos brillantes raíles dispuestos especialmente para su triunfo. Se sentía feliz. Sus delgadas y largas piernas no cabían en los estrechos vaqueros de pitillo y su pecho sin vello sonreía al viento a través de la camisa entreabierta. Le parecía que algunas chorbas le diquelaban de soslayo mientras otras, las más quedadas o las más atrevidas, le sostenían una larga mirada. Pero ni la Mariche ni la Negri estaban por la calle en ese momento. Lástima, le hubiera gustado que le vieran caminar rumboso, como un torero haciendo el paseíllo. Ahora sí que ya era un verdadero hombre. Y no porque hubiese salido del reformatorio hacía una semana escasa, sino porque por fin tenía entre manos un asunto de verdad. Se había acabado eso de dar tirones a las viejas que iban al mercado o asaltar a punta de navaja a los chavales que se iban al cine. Ahora comenzaba su verdadera vida. Algún día llegaría a ser un tipo tan respetado como el Chele. Mucho más que el Chele. Y más rico. Al doblar la esquina vio el rótulo ajado del tasco del barrio.
Sus colegas seguían parando como antes en la bodega Reina, en el corazón del barrio, frente a la fuente de las Latas. Aquello era un tuguriete mal iluminado de menos de diez metros cuadrados. Apenas una pequeña habitación con un mostrador ante el que se agolpaban ociosos y parados. Era imposible en aquel local ver las paredes. Tras el mostrador, tres grandes toneles de barro pintado de rojo contenían centenares de litros de vino barato que Reina vendía en chatos a los clientes y a granel para llevárselo a casa. Una de los toneles era de tinto, otro de blanco y el último de un moscatel muy dulce que quitaba las duquelas que uno tuviera. A su lado, en tristes anaqueles de metal grisáceo, Reina situaba las botellas de licor, bien alejadas de la clientela, pues quien quitaba la ocasión, quitaba el pecado del hurto y en aquel barrio, el que no saltaba, iba dando botes. Las otras tres paredes del tascucio estaban totalmente tapadas por las cajas de plástico que se apilaban hasta el techo, repletas o vacías de botellas de cerveza, refrescos o vino.
Para celebrar su libertad, se había bajado el Heredia bien maqueado a la calle. Ya era mayo y el aire era cálido y esparcía por el barrio el aroma de la primavera. Los tiestos en las ventanas y el cielo azul recorrido por nubes blanquísimas iban atrayendo alternativamente la atención del Heredia. Era una magnífica tarde de lunes. Solazo. Y el Heredia iba haciendo planes para aquel primer sábado de libertad. Primero estaría con los colegas y luego se dejaría caer por los soportales, a ronear con las pibas y ver si se comía a la Negri o a la Mariche, porque había salido del réfor como un toro. Y entonces el Chele le había chistado desde su ventana haciéndole un gesto con la cabeza.
—¡Ese Toño de moda!
—¿Qué pasa, Josele? —Antonio levantó la cabeza. De una ventana del primero se asomaba la cabeza rubia y sonriente del Chele.
—¿Ya estás en el barrio, tronco? Sube, que te quiero contar una movida que te puede interesar.
Antonio Heredia subió las escaleras de dos en dos, sin fijarse en lo descascarillado de la pintura gris de la escalera ni en la suciedad de las paredes, pintarrajeadas con leyendas de amor y odio entre chavales. Al fin y al cabo, era un portal como todos los demás, como el suyo propio.
Un rato más tarde Antonio entraba en el tasco buscando a sus colegas. No los diqueló. Estarían fuera, entre la basca que se sentaba en las mesas, bajo los soportales de hormigón. Para no tener que volver a entrar le pidió al Reina un botijo de cerveza. A Heredia le daba asco que el bodeguero tuviera siempre el mostrador mojado. Reina enjuagaba los vasos sucios de vino en un barreño lleno de agua con unas gotas de lejía y solo los sacaba de allí, chorreando, cuando un cliente le pedía un nuevo chato de mollate. Al Reina y a los viejos clientes les parecía un método eficaz de garantizar la higiene del negocio. Al Heredia le parecía una guarrería.
El suelo de la bodega era también difícil de ver y nadie recordaba su color original. Reina servía siempre lo mismo como aperitivo gratuito junto al chato o el botellín: una banderilla con su pimiento, su aceituna, su pepinillo, su cebolleta y su trocito de guindilla bien ensartada en el palillo. Los hombres, amontonados junto al mostrador, se metían el palillo en la boca y sujetaban las variantes con sus dientes mientras con la mano tiraban del mondadientes hacia afuera hasta dejar la comida en la boca y el palillo, desnudo y húmedo, en el suelo. Sobre las sucias baldosas acababan también las servilletas de papel con las que los clientes se secaban levemente los labios antes o después de beber, cubriendo casi por completo el angosto pasillo de poco más de un metro que había entre el mostrador y las cajas apiladas contra la pared. Por si eso fuera poco para el sufrido suelo, Reina vendía, como forma de ganar más dinero, unas rifas rápidas con papelillos que metía en una pequeña pecera de cristal, algunos de los cuales estaban premiados. La mayor parte de los papelitos que causaban furor entre algunos clientes representaban figuras de la baraja española y no tenían premio, por lo que acababan también desparramados por el embaldosado. No había ceniceros y la clientela dejaba caer la ceniza a los pies del mostrador o aplastaba las colillas con los zapatos. Nada de esto preocupaba especialmente al Reina, que se limitaba a echar algo de serrín si veía que el suelo estaba muy mojado y a barrer por las noches antes de cerrar. En aquel nuevo barrio de realojo se vivía igual que en el viejo de las Latas, y afortunadamente, no hacían falta remilgos ni tonterías. Antonio pagó su consumición y esperó el cambio. Reina seguía enjuagando vasos en el barreño de la lejía. Algunos parroquianos hablaban del Real Madrid y sus posibilidades de ganar la Liga y otros del asalto al Banco Central de Barcelona que se había producido el fin de semana anterior.
La puerta se la había abierto la chorba del Chele, la Lole. Era una jai morena, alta y de amplias caderas que siempre iba mostrando el canal de sus pechos opulentos: una verdadera jaca, como decían de ella por el barrio. Vestía un alegre vestido de flores y le recibió con una amplia sonrisa. El Chele ofreció tabaco al Heredia, le ordenó a su piba que les trajera dos botellines y comenzó a liarse un porro. La Lole salió contoneándose ligeramente. Bajo su vestido, Antonio adivinaba su bul cimbreándose. Le moló que ella fuera tan obediente. ¿Sería igual de obediente la Negri ? Un día, pronto, él tendría una piba igual o incluso más buena que la Lole y también le ordenaría cosas, lo que fuera, delante de la basca. El Chele no le dejó seguir con sus pensamientos. Se le veía feliz haciendo un favor a un colega.
—Ya sé que acabas de salir de la prote, Toño —le dijo el Chele—. ¿Qué tal por allí?
—Pues chungo, Josele, muchos palos dentro, muchas movidas. Y todo por el hijo de puta del cabo Moreno. ¡Por mi libertad que un día me las paga!
—¿Quién? —dijo el Chele sin reconocer al policía por su apellido.
—El Fitipaldi —ahora el Chele sí asintió. Ya sabía de qué madero se trataba.
Al Heredia se le representaron por unos instantes los tres meses que se había pasado en el reformatorio. Hasta entonces todo había sido divertido. Las sirlas a los pringaos en el polígono I o a los jipis de la Lonja, los tirones a las viejas cuando iban al mercado, la ostentación en anillos y cadenas de colorao al cuello, las invitaciones a las pibas en las discotecas… Incluso cuando le detenían, se aguantaban los tres sopapos del cabo Moreno o de quien fuese con dignidad y se salía a la calle, libre, con la sensación de que uno era más hombre. Pero el cabo Moreno le había tomado manía y lo perseguía sin darle respiro. Hasta que no le viese encerrado, no iba a parar. Eres escoria, Heredia, le había dicho después de escupirle en la cara, un día que le detuvo después de darle un tirón a una vieja. Eres escoria. Y al final, cuando habían ido bajando los juicios, el cabo se había presentado a declarar y lo había exagerado todo. Por su culpa había acabado en la Prote. Y allí había visto de todo. Nada más llegar, le quisieron robar las zapatillas. Era la prueba para ver si era un hombre o un maricón. Se había peleado contra tres tíos y le habían partido la boca, pero las zapatillas seguían en sus pies; sus cojones, en su sitio y el culo, bien cerrado. A otros los había visto violados o como siervos sexuales, como el Yin, al que se había encontrado allí, como efebo de uno de los jóvenes que mandaban en el reformatorio. Pero ese kíe le daba tan mala vida que el Yin le había ofrecido sus servicios al Heredia a cambio de protección. Y Toño le había escupido su desprecio. Aunque comprendía su comportamiento, claro. Jóvenes chacales que se lanzaban dentelladas unos a otros sin que los guardianes lo impidieran. Un mundo asqueroso. Allí dentro todo era violencia y sevicias y no todo el mundo le echaba tantos huevos como él. Porque eso era lo único que había sacado en claro de aquel sitio: que él era un hombre que no torcía la cara ante nadie, ni se arredraba ante nada.
—¡No te hagas mala sangre, Toño, joder! —le dijo el Chele apoyándole la mano sobre el hombro con gesto melodramático.
—¡Si es que ese hijo de perra no paró hasta que no me vio en el réfor, Josele! —se quejó lastimero Antonio—. ¡Venga a meter caña a los jueces…!
—Es que es un tipo raro ese madero —concedió el Chele.
—Va de héroe y un día le daré lo suyo. ¡Por mis muertos! —amenazó rutinariamente el Heredia.
—¡No te busques la ruina, coño! —le siguió la corriente el Chele mientras le pasaba la mano por el pelo en un gesto de cariño, sabiendo que aquella amenaza era puramente convencional—. Y más ahora que ya cumples la edad penal. ¿Cuándo cumples los dieciséis?
—Ya los he cumplido.
—Pues entonces ya no te pringues por tonterías, porque la próxima vez vas al talego…
—Ya, ya lo sé —pareció recapacitar el Heredia.
— Bueno. Lo importante es que ya estás libre otra vez —el Chele le pidió atención porque tenía que proponerle algo importante—. Conozco a un nota que tiene un problema con un pringao y quiere que alguien le haga una buena putada y de paso le dé un susto que se giñe en los gayumbos.
Antonio le escuchaba en silencio sin decir palabra. Sus ojos solo se desviaron para mirar a la Lole que les traía los botijos y valorar unos instantes lo firmes que parecían sus tetas bajo el vestido. El Chele sorprendió al chaval asomándose al escote de su novia y sonrio como quien está permitiendo con orgullo que valoren a su propio caballo. Luego le dio un buchito al botellín y encendió el porro.
—Lo único que hay que hacer es quemarle el buga. Es un Renault 5 Copa Turbo rojo.
—¡Pedazo de bugati! —saltó el Heredia.
—Esta es la dirección —Antonio torció el gesto, porque no conocía los nombres de las calles de Madrid, así que el Chele le aclaró—. Eso está por el barrio de la Estrella. Yo creo que el prenda éste le pone los cuernos a la mujer del otro —se rio el Chele mostrando su dentadura y palmeando al Heredia—. Pero vamos, eso nos la pela. Lo que importa es que paga cincuenta sacos por el trabajo.
Antonio se quedó pensativo unos instantes mientras aspiraba del porro unas fuertes caladas. Aunque nunca había tenido tanta tela en las manos, siempre se podía conseguir más.
—Es poco.
—Es lo que hay. Cincuenta taleguitos. Veinticinco ahora mismo y otros veinticinco cuando el trabajo esté hecho. Hay que decirle al nota donde dejamos el carro porque quiere ir a verlo quemado. Va de listo por la vida el viejo… ¡Qué se le va a hacer!
—¿Tú lo vas a hacer con nosotros?
—No, no. Yo paso de esos rollos: yo, mi chocolate y punto. Pero he pensado en ti y me he dicho: lo mismo al Toño le interesa.
—Se agradece, Josele —le sonrio el Heredia con cierta afectación.
El Chele le mentía. Desde antes de entrar en el correccional de menores, el Heredia y sus amigos le estaban jodiendo su trapicheo de drogas de la Lonja. Le espantaban la clientela, porque se apostaban por allí y atracaban a la gente cuando iba a gastarse su pasta en costo, anfetas o tripis. Y el dinero que tenía que acabar en los bolsillos del Chele acababa en los del Heredia. Además, habían pinchado a varios y el Papilla, que estaba medio loco, iba a veces hasta con un hacha… La basca tenía miedo de acercarse a la Lonja. Ahora que salía el Heredia del réfor, había que pararle los pies para que no volviese a las andadas… Algunos de los camellos más antiguos apostaban por liarse a palos con los Ninchis. El Pedrito llegó a decir que al Papi le iba a meter el hacha por el culo. Ni ellos ni el Mazas iban a consentir que tres chaborrillos les quemasen la Lonja. El Chele se ofreció para encauzar la situación.
—Lo que pasa es que los Ninchis quieren pasta. Es normal. Hay que enseñarles a buscarse la vida un poco y se dejarán de tonterías. Y nosotros seguiremos con nuestro rollo, pasando tranquilamente.
Y rajando por un lado y por otro, se había enterado de que se podía ganar cien talegos quemando un buga. ¿Qué le costaba ofrecerle cincuenta al Heredia y quedarse él con los otros cincuenta como daños y perjuicios por sus últimas pérdidas?
Para el Reina lo único malo de aquel barrio era cuando algunos se ponían pesados con que les fiase. Muchos no trabajaban y algunos eran borrachines que insistían en que les siguiera sirviendo cuando ya tenían alguna copa de más en el cuerpo. Reina lo hacía siempre que el dinero estuviese por delante, encima del mostrador. Era un hombre enjuto y de escasa estatura, pero de mirada vivaz y astuta y sabía hacerse respetar cuando la ocasión lo requería. Bajo el mostrador tenía una tranca y en un cajón una navaja de Albacete que un par de veces se había visto obligado a exhibir amenazante. Afortunadamente, nunca había pasado de ahí la cosa. Por lo demás, su curro era ver, oír y callar. No hacer preguntas y no hablar más de la cuenta. Al principio venía la policía a tomarse algo y husmear. Reina ni les invitaba ni les daba conversación y poco a poco, se convencieron los agentes de que aquel era territorio hostil y no volvieron a importunarle ni a él ni a su clientela salvo en acto de servicio, para detener a alguien.
Reina sacó sus manos del barreño y sin secárselas tomó unas monedas del cajón y las dejó con un golpe secó sobre el mármol del mostrador. Allí estaban las monedas mojadas, como siempre las devolvía. Heredia las cogió con asco, pero sin decir nada y pidió permiso con el botellín bien alto en una mano y la banderilla en la otra para abrirse paso entre los viejos. En la bodega no cabían más de seis o siete personas bien arrebujadas, por lo que el resto de los parroquianos se trasegaba los chatos y los botellines de cerveza ante la puerta. Afortunadamente, el tasco estaba bajo unos grandes soportales y Reina había conseguido unas cuantas mesas y sillas donde los viejos jugaban a las cartas. Los jóvenes se sentaban en los escalones de los comercios adyacentes, ante sus escaparates. Ni el zapatero ni la mercera protestaban por miedo a discutir con los chavales. Era mejor transigir.
Allí paraban todas las mañanas desde hacía algunos meses Heredia y sus colegas. Ya no eran vistos por los demás como simples niños, sino como jóvenes, casi hombres, a los que ya había que ir tratando con respeto. Al fin y al cabo, Antonio ya medía un metro ochenta y al Papilla se le veía siempre junto a la fuente de la plaza, esculpiendo unos espectaculares bíceps levantando sus dos cubos de agua, una y otra vez, de manera obsesiva. Paquillo además se había echado dos perros callejeros y los había bautizado con nombres que a él le parecían sugestivos: Tripi y Chute. Cuando el Heredia salió de la bodega y dio dos pasos, vio allí a sus dos colegas con los perros y una birra de litro entre ellos. Los dos amigos se lanzaron hacia él y lo abrazaron efusivamente. Ya habían ido a visitarle al reformatorio y sabían que le ponían en libertad ese día, pero ahora, al verle allí, una antigua alegría les embargaba. Se felicitaron de estar juntos de nuevo en la calle y el Ruso empezó a hacerse un porro. Antonio estaba exultante y les explicó el nuevo negocio.
—Tenemos un apaño muy debuten que me ha dicho el Chele —les explicó el bisnes en voz baja y de manera un tanto solemne. Al Heredia le parecía que ya eran mayores y, por tanto, se debían comportar con discreción. Los otros le escucharon con el respeto que merecía el tema. Mientras hablaba, Antonio limpiaba la boca de su botellín con una servilleta que luego tiró al suelo—. Total, que nos dan cuarenta sacos por el curro. Veinte ahora y veinte después de quemar el coche.
—¡Que tío más debuten el Chele! —dijo el Ruso mientras lanzaba un eructo bien sonoro.
—Es chachi —el Papilla repetía maquinalmente esa muletilla desde hacía semanas, pero nadie le paraba—. ¿A guánto togamos?
Nadie le contestó de inmediato, porque las divisiones no eran su fuerte.
—¿Dónde podríamos quemar el coche? —salió por otro tema el Heredia.
—En algún descampado, por ahí detrás —propuso el Ruso.
—No me mola, demasiado cerca del barrio. Luego lo mismo se deja caer por aquí la pestañí y la gente se mosquea. Hay que irse más lejos. Podemos quemarlo en la salida del pueblo de Vallecas, por la carretera que va a Vicálvaro.
—Lo suyo sería pillar dos carros. Quemamos uno y nos volvemos con el otro —siguió planeando el Ruso.
—Es chachi, Migue —reconoció el Heredia afirmando con la cabeza mientras gesticulaba con el botellín en la mano.
—Y podríamos ir cuatro. Una pareja en cada carro. Yo sé quién se puede venir con nosotros. Y así tocamos a diez talegos cada uno y ya está —dijo el Ruso, contento de ser útil en la confección del plan.
—¿Quién? —le respondió un tanto altanero el Heredia. No le gustaba que nadie más que él tomase iniciativas.
—El Minuto, mi primo —afirmó el Ruso entrecerrndo la mano para gesticular.
—¿El Minuto? —Paquillo el Papilla preguntó en tono algo despectivo simplemente para que el Heredia viera que su liderazgo no corría peligro.
—¡Mi primo conduce que te cagas, chaval! —levantó la barbilla retador el Ruso.
—¡Pero si es un chinorri! —insistió el otro negando con los ojos cerrados.
—¡Tiene ya trece años y unos huevos así de grandes! —le contestó el Ruso, abriendo sus dos manos y una sonrisa enrabietada—. Ya se ha escapado del réfor dos veces, Papilla . ¡Si se hacía carros con diez años, compadre…!
—No jodas…
—¡Por mis muertos! Ataba ladrillos a los pedales para llegar con los pies —porfió su primo con orgullo, recordándole con sus zancos frente al volante.
—¡Vale, vale! —zanjó el Heredia, que había oído hablar del Minuto en el reformatorio como uno de los mejores conductores de Madrid— que se venga. Tocaremos a diez talegos. Dile que se traiga un bidón lleno de gasofa.
—¿Visteis ayer en la tele lo del banco ese de Barcelona? —recordó el Ruso.
Ninguno sabía nada. No habían seguido nunca un telediario. El Ruso les resumió la información sobre el asalto al Banco Central de la plaza de Cataluña y la actuación espectacular de los Geos, que había acabado con el secuestro de los más de doscientos rehenes. Todo se había retransmitido por la televisión.
—¡Joder, niño, menudo palo! —se emocionó el Papilla.
—Eso es mejor que lo del Quini —terció el Heredia haciendo ver que también conocía noticias importantes, como la del secuestro del delantero centro del Barcelona.
—Pero a todos los han colocado —reflexionó el Ruso.
—¡Pero a muchos no los colocan! —insistió el Heredia—. Yo en el réfor he estado pensando mucho. Ya no somos unos niños. Tenemos que empezar a pensar en cosas grandes. No nos vamos a pasar toda la vida dando palos a dos mataos en la Lonja.
Antonio insistió en que si se hacían las cosas bien, no era tan fácil que te pillaran y puso ejemplos de mucha gente del barrio, como el Basi o el Patachula que habían dado cantidad de palos muy guapos y nunca los colocaban. El Ruso le replicaba poniéndole ejemplos de todos los del barrio que habían visitado el talego, pero luego lo dejó por imposible. Heredia no daba su brazo a torcer y cada vez gritaba más.
Al rato, Miguel Ángel les dijo que se tenía que pirar, que había quedado con una piba. El Ruso era enamoradizo y todos lo sabían. Aunque le gustase tocar tetas y quilar con la Puri, no era como Antonio y el Papilla. Era más blando: le gustaba pasear con las pibas de la mano y abrazarlas y acariciarles la espalda. Además, cuando le molaba una piba, todas las demás dejaban de existir para él. Ahora había encontrado una piba del polígono de abajo, de donde los ricos. Una tal Mamen. Pero no se lo quería confesar a los otros y al Heredia menos que a nadie, porque sabía que para él era un deporte quitarles las novias a los demás. Lo hacía para demostrar quién mandaba. Así que el Ruso se fue sin decir adónde y el Heredia se quedó en la Reina con el Papilla. Cualquier día le seguía al Ruso a ver con quién estaba ahora. Lo mismo era una chorba del quince.
El jueves por la noche, quedaron los cuatro para hacer el trabajito. El Minuto apareció montado en un Seat 131 blanco, impecable y con una cinta de los Chunguitos en el loro. El primo del Ruso era un chaval muy moreno y extraordinariamente bajito, de donde provenía su apodo. Tenía una media melena que peinaba con raya en medio en dos crenchas casi simétricas. El pelo le cubría los ojos y él se veía obligado a soplarse las greñas de vez en cuando para poder ver. El Minuto sonreía feliz asomado a la ventanilla y les hizo una seña para que subieran. Antonio se sentó delante.
—¡Vaya carro que te has echado, primo! —le saludó efusivo el Ruso.
—¿A que mola, eh? —le contestó el niño soplándose las crenchas para poder ver.
—¿Llevas el bidón con el caldo? —le preguntó Heredia mientras se sentaba en el asiento del copiloto.
—Pues claro, ¿qué te crees? Y hasta esta cinta tan debuti —dijo mientras cantaba a voz en grito una rumba. Como el Heredia le miró con gesto despreciativo, el Minuto se sonrio, se apartó otra vez el pelo con un soplido y dijo sonriente—. Es que los Chunguitos son de mi barrio, tronco.
—Venga, vámonos —replicó el Heredia sin hacerle caso.
El Minuto asintió sonriendo con suficiencia, subió el volumen del radiocassete y salió de un brusco acelerón. Los Chunguitos elevaban a la noche su canto de prisión y sangre. Heredia se quejó. No había que dar la nota. Iban en un buga robado y lo importante era hacer el trabajo bien. Luego ya habría tiempo para la diversión. El Minuto no contestó, aunque no le gustaba la gente que se ponía a cortar el rollo a los demás y desde luego, aunque bajó un poco el volumen, no quitó la cinta del loro. Si no había escuchado a su padre cuando le gritaba en su borrachera continua, mucho menos iba a escuchar a ese pringao. A él lo que le gustaba era conducir. Con un volante en las manos, se sentía el tipo más rápido del Universo.
Cruzaron la M-30 por el puente de Vinateros y llegaron al barrio de la Estrella esquivando coches con fluidez. Ninguno de ellos había estado en aquel barrio. En verdad, casi nunca habían salido de Moratalaz. Cuando iban a alguna comunión o alguna boda, pocas veces, salían del barrio con sus padres con mucha antelación porque casi siempre se perdían. El barrio era su territorio, su fortaleza. Fuera se sentían pequeños, intranquilos. Aquellas calles tan iluminadas, aquellos portales tan bien amueblados con sofás y todo, que daba gana de llevárselos a casa, aquellas personas tan elegantes con su abrigo, sus zapatos y su paraguas, les cohibían. Eran todos asquerosos ricos. En realidad eran también choros como ellos, pero robaban con las leyes. Seguramente, los padres o los abuelos de aquellos pijos habían sido tan manguis como eran ellos mismos ahora. También habrían robado o matado y por eso los pijos ahora estaban tan en lo alto. Darles el palo o hacerles cualquier cosa a aquellos tipos era en realidad un acto de justicia. Los ricos les robaban a los pobres en las tiendas al venderles los productos, en los trabajos al escatimarles en sus salarios. Les estafaban legalmente durante toda su vida y a todas horas. Además, aquellos pijos asquerosos eran ricos y sustituirían su coche, sus joyas o su dinero sin ningún problema. Pero sus barrios eran tan pulcros, tan luminosos, tan ordenados, que daba miedo pasear por ellos porque enseguida daban el cante. Ni su vestuario ni su cara de quinquis cuadraban en aquellas calles. Ellos estaban allí de prestado, como polizones en un barco, como invasores bárbaros en la Roma imperial y sabían que en aquellas limpias calles, su propio aspecto de parias era sospechoso y hasta ofensivo. Había que encontrar el coche rápido, hacerse con él y pirarse de allí.
El Minuto disminuyó la velocidad. Ahora se deslizaban en silencio, al acecho como tiburones, ocho ojos mirando hacia las dos aceras buscando el coche rojo y rogando por no encontrarse el blanco con sirenas azules de la madera. El Papilla no sabía distinguir un Renault 5, pero fingía conocerlo, porque el Heredia le había ido mostrando varios en los últimos días cuando iban dando garbeos hacia la Lonja. Pero él no tenía retentiva.
—Allí hay un goche rojo —dijo el Papilla.
—¡Pero si es una cirila! —se oyó la risa del niño.
El Minuto se descojonaba de risa. Era un coche rojo, sí; pero una furgoneta Citröen que no se parecía nada al Renault 5. Heredia le dijo al Papi que se callara y el otro obedeció sin rechistar. Cuando alguien se burlaba de él, entrecerraba los ojos y movía la cabeza como si eso le permitiera salir del aturdimiento. Al Papilla le daba rabia ser tan torpe, pero no podía evitarlo. Lo que sí podía hacer era darle dos hostias al enano del volante. En cuanto pudiera, se iba a enterar el primo del Ruso. Al Minuto le iba a quitar cincuenta segundos.
Fue el Ruso quien avisó triunfante, como Rodrigo de Triana al descubrir la costa americana, de la presencia de su objetivo. Allí junto a una farola, al lado de un Talbot Horizon, junto a la verja del parque de Roma, descansaba el Renault 5 rojo. Se acercaron de un rápido acelerón. Era un buga precioso. Un Copa Turbo rojo con una banda amarilla en el techo tela de guapa. El Minuto se ofreció a hacerle el puente. Heredia no se opuso. Él también sabía hacerlo, pero le pareció que todo lo que significara que otro trabajase para él era una muestra de su jefatura. El Minuto se bajó con su primo, pues el Ruso también había aprendido a arrancar los coches sin llave en el instituto de FP. Para el niño aquello era un juego y a través de los cristales paseó sus ojos por el salpicadero, los retrovisores y el habitáculo. Ya estaba deseando llevar el volante. El carro tenía hasta asientos de competición. ¿De quién sería ese pedazo de buga? El Minuto había aprendido a conducir con diez u once años y a esas alturas, con tan solo trece, había robado ya decenas de tequis. El niño sacó sus tijeras y se apostó en la puerta del carro. En unos instantes abrió la cerradura. Se puso delante del volante y empalmó los cables sin dificultad alguna, utilizando el quinto cable para hacer masa, como un profesional. El coche arrancó y el Minuto bajó la ventanilla, se sopló el pelo de delante de los ojos y le guiñó al Heredia.
—Ya está, tronco. Ni un minuto he tardado… Por eso me llaman el Minuto, por lo rápido que soy —le dijo el niño orgullosamente.
—¡No te gurres la página, gue te dicen Minuto por lo ganijo gue eres! —dijo riendo el Papilla.
—¿Tú qué sabrás? —repuso airado el Minuto.
—¡Vámonos para la carretera de Vallecas a Vicálvaro! ¿La conoces? —cortó la discusión el jefe.
—Pero si yo soy de la UVA del pueblo de Vallecas, coño… —replicó con suficiencia y orgullo de delincuente—. Sígueme a ver si puedes —le retó sonriente el niño.
Y de un brusco acelerón, dio marcha atrás y salió disparado otra vez. La M-30 estaba a escasos doscientos metros de allí y, gracias a un volantazo y a una maniobra prohibida, el Minuto se metió en la vía rápida en unos segundos. Heredia conducía detrás de él, más tranquilo, pero tuvo que pisar el acelerador a fondo porque vio que el niño se le escapaba. El crío cabrón estaba encantado con el coche. ¡Menuda lástima quemar ese carro! Era un Copa Turbo auténtico…, como los de competición. Con ese buga y un patrocinador, él sería campeón del mundo de rallies. Sin embargo, como era un simple chorizo, en un rato, aquella maravilla roja estaría ardiendo en cualquier descampado oscuro. Había que aprovechar esa media horita para pisar el acelerador a tope. El chaval conducía a toda velocidad, zigzagueando por la autovía de carril a carril, comiendo el culo a los coches que iban delante si no se apartaban o esquivándolos con fuertes frenazos y acelerones. Su primo le reía todas las gracias y sacaba la mano por la ventanilla haciendo gestos obscenos al Heredia y a otros conductores. El color rojo del coche con su banda amarilla refulgía como una antorcha bajo la escolta luminosa de las farolas de la carretera de Valencia. Al llegar al desvío de la carretera de Vicálvaro, un par de kilómetros más adelante, el Minuto se salió de la autopista de un volantazo y esperó en el arcén a que llegase Heredia con el Papilla. Les adelantaron y el Minuto les siguió por una sinuosa y oscura carretera junto a una cementera. Ahora iban despacio, parecía que el Heredia estaba buscando algo. Al fin, el coche de delante giró a la izquierda y se salió de la carretera entrando en un carril sin asfaltar que subía por una pronunciada pendiente hasta una loma a unos cincuenta o cien metros de altura. Se bajaron de los coches. Era un sitio perfecto, un cerro rematado por una gran explanada de un par de hectáreas de superficie. Desde el cerro Almodóvar se dominaban todas las luces de Madrid. La visión era espectacular y el Minuto estaba exultante.
—¡No veas que pedazo de buga, tronco! ¿Y si nos lo quedamos? Le engañamos al nota y quemamos otro Renault 5.
—¡No digas gilipolleces, Minuto! —repuso Heredia con fuerza—. Déjate de rollos. Tú luego si quieres te vas a buscar otro carro igual y te lo llevas a tu quelo.
—Pues vamos a quemar ruedas un rato por lo menos —dijo el niño subiéndose al coche alegremente.
Mientras los demás se fumaban unos porros, el Minuto pisó el acelerador a fondo y comenzó su juego por la amplia explanada, frente a las luces de Madrid. El niño venía acelerando el coche desde lejos y al llegar al lugar donde estaban los otros tascaba bruscamente el freno de mano a la vez que daba un volantazo para darle la vuelta al coche, que le obedecía sumisamente girando ciento ochenta grados. Los demás admiraban su pericia y veían la cara del Minuto sonriéndoles desde la ventanilla con orgullo. Luego el motor rugía en primera y segunda mientras el Minuto lo hacía girar sobre sí mismo, como una peonza, levantando una densa humareda de polvo sobre el cerro Almoóovar. El Ruso sonreía también. Su primo estaba demostrando su pericia en una exhibición perfecta. Nunca habían visto a nadie conducir así de bien. Al final, el niño se bajó del coche.
—¿Alguien quiere?
Alternativamente todos se pusieron al volante. El Minuto les estuvo enseñando a hacer trompos mientras se fumaban un porro detrás de otro. El Papilla ni siquiera acertaba a meter bien las marchas y forzaba excesivamente el motor, que se quejaba en rugidos escandalosos.
—¡No des tanto el cante, Papilla, a ver si va a aparecer la madera! —le gritó en broma el Minuto.
—¡Gomo gue lo tuyo no hace ruido, no te jode! —le contestó Paquillo picado.
Heredia se puso nervioso, de repente, al oír la palabra madera. Estaban perdiendo el tiempo en tonterías… Además, era mejor que al coche le quedase algo de gasolina en el depósito para que explotase y ardiera mejor y aquellos idiotas lo iban a acabar dejando seco. Les ordenó bajar del coche y cogió el bidón de gasolina con autoridad. Eso sí que lo haría él personalmente. Roció con el caldo los asientos del coche y el salpicadero, abrió el capó y regó el motor. También esparció generosamente la gasolina sobre el techo y en las ruedas. Ya más calmado, fue alejándose volcando el bidón sobre el suelo, formando un reguero que sirviera como mecha. Después se acercó corriendo al coche, como si se le acabase de ocurrir una idea urgente y tapó el bidón y lo metió dentro del coche con algo de gasolina todavía para que se produjera otra explosión. Se alejaron a paso ligero. A una distancia prudencial, Antonio sacó su mechero y prendió un trapo que lanzó sobre el reguero de gasolina.
Fue alucinante, en aquella oscuridad, mecidos por el cuelgue del chocolate, ver como la llamarada prendía y se acercaba a toda velocidad hasta el coche. El Renault 5, esa maravilla de buga, comenzó a arder, crepitando levemente. Sobre la negrura de la noche, en aquella loma frente a Madrid, se recortaba el coche envuelto en llamas azules, negras y anaranjadas. A su espalda podían verse las luces de la ciudad, titilando pálidas en la negra noche, pero nada se podía comparar a aquella antorcha de acero, a aquella pira atigrada en la que se estaba convirtiendo el coche. Ellos guardaban silencio y el crepitar de las llamas les acariciaba los oídos con un rumor sordo y salvaje. Algo de hombres prehistóricos se agitaba en sus corazones viendo arder aquel coche. Ellos habían buscado a la presa y la habían conducido hasta aquel barranco por el camino de luces. Ahora solo quedaba repartirse los despojos del botín.
El coche acabó explotando. Aquello fue lo mejor de todo. El espectáculo de la deflagración y de las llamas elevándose al cielo como una ofrenda valía más que la pasta que iban a ganar, valía más que muchas cosas. El aire caliente les golpeó la cara. El Papilla pensó que era mucho mejor quemar coches que perros. ¿Y si a partir de ahora quemaban coches de vez en cuando? Ojalá alguien les encargase un bisni así cada semana. Heredia sonrió mirando su obra. Lo habían hecho. Ya se podían ir al barrio a descansar tranquilamente, como unos hombres.
Montaron todos en el 131. El niño se puso al volante y bajaron la loma por el camino de tierra hasta dar con la carretera de Vicálvaro. El Ruso miró hacia atrás con una cierta melancolía alentada por el hachís: las llamas todavía estaban consumiendo el Renault 5. Allí se quedaba, solo, aquel pedazo de buga. El Heredia ejercía de copiloto, indicando al Minuto el camino más rápido para llegar a Moratalaz. La carretera discurría por un páramo oscuro, fuera de todo indicio urbano, rodeada de constantes montañitas formadas por los escombros que las constructoras desechaban allí ilegalmente. Al fondo vieron un resplandor: eran las farolas que marcaban la entrada de Vicálvaro. Había allí una rotonda en la que se podía girar en dirección al barrio. Pero al entrar en la plaza, vieron una lechera que en ese momento accedía a la misma desde Madrid. El cabo primero de Policía Nacional Juan José Moreno vio al 131 y su fino instinto le alertó inmediatamente.
—¡Frena! —le dijo a su compañero.
El coche patrulla se quedó esperando, con el motor encendido, en mitad de la rotonda, pegado al arcén.
—¡Me cago en la puta, la madera! —dijo el Heredia al ver el coche patrulla y luego se dirigió al Minuto sin atreverse a mirar a los policías—. Sigue despacio, como si no pasara nada.
Al pasar junto al coche policial, Juanjo Moreno vio a un niño al volante y el inconfundible perfil del Heredia en el asiento del copiloto, mirando obstinadamente al frente, sin volverle el rostro.
—¡Coño! Mira quién está ahí. Es el Heredia, que ya ha debido de salir del reformatorio. O se ha escapado, vete tú a saber… Vamos a pararlos –le dijo a su compañero Paco sacando su pistola de la cartuchera—. Casi fijo que el coche es robado. Esta vez sí que se va a cagar.
Paco aceleró el coche patrulla con suavidad para alcanzar a los chaborros. Pero entonces, el 131, dándose cuenta de que había llamado la atención de los policías, se lanzó en dirección a Moratalaz a todo gas. Los policías tomaron la matrícula del vehículo, pidieron refuerzos por radio y se lanzaron en su persecución encendiendo la sirena. El Minuto iba disparado por la oscura carretera, como una liebre en una cacería, perseguido de cerca por el coche de los maderos. Las antiguas torres de radio del Ejército, que les flanqueaban a ambos lados de la carretera en mitad del campo, iban apareciendo y desapareciendo con rapidez, teñidas por la luz azulada de la sirena.
—Tenía que haber llevado yo el carro, coño —se quejó el Heredia—. Tú no te conoces el barrio.
La contestación del Minuto fue pisar el acelerador con todas sus fuerzas y dar las dos últimas curvas antes de entrar de nuevo en zona urbana al límite de la adherencia de las ruedas, provocando un agudo chirrido que rasgó la quietud de la noche. Ya entraban otra vez en Madrid y todo se veía iluminado a la luz macilenta de las farolas. El coche de los policías les seguía, aunque le habían ganado algo más de cien metros. Los maderos no le echaban tantos cojones como él. El Minuto miraba por el retrovisor nerviosamente y apretaba los dientes en una extraña sonrisa.
—Como sea el Fitipaldi, ya verás… —dijo agorero el Ruso.
—No me seas agonías, Migue —le cortó el Heredia con furia—. Ya lo que nos faltaba. Y además fijo que no es, porque conduce muy despacio. Nos estamos escapando. ¡Písale a fondo, Minuto!
Juanjo Moreno también apresuraba a su conductor.
—¡Dale caña, Paco, que se nos escapan! ¡Cuando le coja al Heredia le voy a dar hostias hasta en el carné de identidad!
Paco era un tipo bonachón, valiente y serio: un buen compañero que nunca te iba a dejar tirado. Era un tipo fuerte y valiente, con un cañón en cada brazo, algo decisivo en las acciones a corta distancia. Pero tenía un defecto: conducía como un excursionista y en esos momentos Juanjo necesitaba un camicace.
—¡Dale caña, coño!
El cabo primera le había dicho muchas veces entre risas que conducía como un palurdo, que parecía que llevaba un tractor y que en Madrid había que ser más agresivo, sobre todo si lo que se llevaba era un coche patrulla. Juanjo le había demostrado al volante lo que eso quería decir. Pisar el acelerador sin miramientos, apurar las marchas y las frenadas al máximo, llegar al mínimo de adherencia al meterse por bocacalles en giros de noventa grados e incluso utilizar el coche como arma. En ocasiones, el cabo Moreno había detenido a delincuentes cortando la trayectoria de sus vehículos, chocando contra ellos e incluso atropellándolos si iban en ciclomotor o huían a la carrera. Por eso los compañeros y los propios choros le llamaban el Fitipaldi. Pero esa noche que parecía tranquila, por mala suerte, iba Paco y no él al volante.
Nada más entrar en el barrio, el Minuto se saltó el primer semáforo que vio en rojo. Era muy tarde y casi no había tráfico. Atravesaron a toda velocidad la avenida, sin mirar por si venía otro coche que les pudiera embestir.
—¡Sáltatelo tú también! —le ordenó con voz inapelable Juanjo Moreno a su compañero. El cabo iba pensando en la paliza que le iba a dar a esos quinquis cuando les detuviese. Se iban a enterar de quién era él en la comisaría.
Paco no contestó y pisó el acelerador hasta notar que el pedal aplastaba el tope. Nunca había conducido a esas velocidades y mucho menos infringiendo las normas de tráfico; pero era consciente de que ese era uno de los momentos en que había que demostrar los huevos que uno tenía. Si ponían tanto empeño en escaparse los de delante solo podía ser porque el coche era robado o quizá porque incluso tenían algún delito más grave que ocultar. Así que el madero también aceleró todo lo que pudo al saltarse el semáforo, sin pensar en otra cosa que en alcanzar el maldito 131 blanco que iba delante. Aquel chaborrillo conducía en dirección al centro por la avenida de Moratalaz sin hacer caso de las luces rojas de los semáforos. Paco hacía lo propio e incluso parecía recortar la distancia.
—Al llegar a la plaza, gira a la derecha y métete por la primera que te encuentres a la derecha otra vez —urgió el Heredia al Minuto apretando los dientes—. ¡Y al loro, que es prohibida! ¡A ver si tienen cojones a seguirnos por ahí!
El Minuto hizo caso al Heredia y al llegar a la plaza del Encuentro, de dos bruscos volantazos, se metió por dirección prohibida en una calle oscura a toda velocidad. Había muy pocas farolas encendidas en la calle Marroquina y las luces del coche rasgaban a trompicones su negrura. Miraron hacia atrás un momento. El coche patrulla también les seguía arrastrando la estela azul de su sirena. El Minuto aceleró al máximo sin pensar en las consecuencias. Iban como una bala dentro de un túnel. Al final de la calle prohibida, justo al encarar la salida hacia Camino de Vinateros, el Minuto no advirtió que un Ford Fiesta se les echaba encima de frente. Pero al encontrárselo a menos de cinco metros, su instinto le permitió dar un volantazo que casi puso el coche sobre dos ruedas. Lo esquivó como pudo y dobló a mano derecha con un derrape y un fuerte chirrido de sus neumáticos, apareciendo en el luminoso Camino de los Vinateros. El Ford Fiesta también se atravesó de otro volantazo: su conductor perdió el control del vehículo que fue de un lado a otro de la calle. El coche patrulla, que iba detrás del 131 a escasos metros, chocó frontalmente con el Ford. El Minuto no llegó a ver la colisión, pero todos oyeron el ruido del impacto y comprendieron que la persecución había acabado. La sirena había dejado de lanzar su amenazante sonido. El Camino de los Vinateros era un iluminado remanso de paz. Ya podían marchar tranquilos y el Minuto se pegó un momento al lado derecho, aminorando la velocidad. El corazón le estallaba en el pecho. Pero cien metros más arriba, al cruzar la avenida de Moratalaz vieron a otros tres coches patrulla que desde diferentes sitios se acercaban a la calle Marroquina. Otra vez volvió la tensión.
—Esto está lleno de maderos. Van a aparecer por todas partes… ¡Vamos al Torito! —ordenó nuevamente el Heredia—. Tira recto.
El descampado del Torito quedaba a solo doscientos metros de la avenida, entrando por una bocacalle estrecha y oscura. No había aceras ni farolas en ese sitio. Se trataba de un lugar anacrónico, donde el tiempo parecía haberse detenido. El 131 derrapó al internarse en la oscuridad del descampado. Heredia distinguió borrosamente la puerta de la casa baja de su tío con la caseta del perro rematada por aquella inscripción pintada en letra mayúscula: TORITO. El Minuto se quedó sorprendido al llegar.
—Coño, si esto parece un pueblo…
—Nos najamos —dijo con presteza el Heredia y todos salieron corriendo del coche, dejando el Seat 131 con las puertas abiertas en mitad del descampado.
—¿Y si nos pillan las huellas? —dijo el Ruso.
—Déjate de rollos, Migue. No tenemos tiempo —le contestó con agresividad el Heredia—. ¡Está todo lleno de maderos! ¿Es que quieren que nos coloquen?
Salieron a la carrera y acabaron la noche en el Mikay, que estaba a menos de quinientos metros de allí. No había por qué esconderse y apetecía tomarse unas birras. Se las habían ganado a pulso, como hombres. Eran las tres de la mañana y el garito aún estaba abierto. Todos los que eran alguien pasando droga y muchos de los que se buscaban la vida chorando, haciéndose pisos, gasolineras, farmacias y hasta bancos estaban allí consumiendo drogas y alcohol. Al Heredia le pareció que entrar allí aquella noche era simbólico, pues el Mikay era el garito más emblemático de los delincuentes del barrio. Hasta el nombre, con su juego de palabras tan taleguero, tenía sabor a delito. El tascucio estaba también a los pies de la Lonja, en los bajos de un bloque de pisos de gente acomodada. Era un lugar situado estratégicamente para refugiarse y vender chocolate y hasta perico o caballo a cualquier hora de la noche hiciera frío o calor. Todos sabían que el dueño del Mikay, el Mazas, utilizaba el garito en realidad como tapadera para pasar droga. El antro era amplio y tenía buenos sofás para sentarse, pero estaba casi a oscuras, iluminado por unas pobres lámparas que colgaban del techo y algunas lamparillas de sobremesa. Casi una veintena de hombres tomaban allí algo mientras sonaban levemente las rumbas de los Chichos. Era ya tarde y el masca del Mikay se esforzaba en no molestar a los vecinos. Aquel no era un garito de diversión o copas, sino una guarida de piratas.
—La chica está muerta —dijo uno de los enfermeros nada más mirar entre el amasijo de hierros en que se había convertido el compartimento del conductor.
—Menos mal que iba sola —le dijo su compañero.
—¡Estos todavía respiran! —gritó el conductor de una de las ambulancias que también se había bajado a ayudar—. ¡Ayudadme a abrir las puertas!
—¡Madre mía, cómo se le ha quedado la cara! —dijo uno de los policías al ver al cabo Moreno inconsciente y con la mandíbula descolgada sobre el pecho, envuelto en sangre—. Yo creo que tiene la cabeza rota.
Había pasado un cuarto de hora escaso desde el choque y la calle Marroquina estaba completamente iluminada por las luces de las sirenas. El color naranja de las ambulancias se mezclaba con el azul de los coches patrulla policiales en una gigantesca hoguera que se reflejaba sobre los ladrillos de los edificios cercanos. Los vecinos se asomaban a las ventanas para contemplar el macabro espectáculo. Las grúas esperaban para llevarse los coches siniestrados a que el juez levantase el cadáver de una chica que viajaba en el turismo que había chocado con el coche patrulla. Los dos agentes tardaron más de un cuarto de hora en ser rescatados, todavía vivos, pero inconscientes y en estado de suma gravedad. Un coche policial salió del lugar en busca del coche en el que habían huido los delincuentes: un Seat 131 de color blanco, con matrícula M-2567-CS.
El Chele estaba con su grupo habitual: el Basi, el Patachula, el Tarzán y el Kung-Fu. Todos delincuentes habituales desde su infancia y con experiencia en reformatorios y en el talego. Quien más quien menos estaba con la condicional o tenía juicios pendientes. Hurtos, robos con violencia, tráfico de drogas, hasta algún muyao. Cuando el Chele vio entrar al Heredia y a los demás, les sonrio. Fue entonces cuando Toño se dio cuenta de que el Chele podía meter la pata si revelaba delante de todos cuanto valía el trabajo y por eso se acercó hacia la barra a hablarle mientras los otros se sentaban.
—Ya está hecho, Josele —le dijo sonriente.
—¿De verdad?
—Chachi, Josele, ¿para qué te iba a mentir?
—Debuten. ¿Dónde está?
Antonio le indicó con claridad el sitio. El Chele conocía bien esa carretera. De todas maneras, quedaron en acercarse ellos dos solos por la mañana a ver cómo había quedado el carro. Luego iría el tío del encargo y a los dos días, recibiría la pasta que faltaba. El Heredia le pidió que no le dijera a sus colegas que el trabajo valía cincuenta talegos. El Chele se rio mientras le palmeaba la espalda.
—¡Eres un cabrón, Toño! Pero te voy a decir una cosa: es mejor que a partir de ahora les digas a los colegas que quien encuentra los trabajos, se lleva más pasta y punto. Esa es la ley. Ya te iré encontrando más cosillas. Ahora que has demostrado que vales, ya es hora de que dejes de sirlar a los porreros de la Lonja y te dediques a cosas más grandes. ¡Tú no estás hecho para pringarte por tonterías! Os podéis hacer tiendas, almacenes, cosas así. Y luego vendéis la mercancía a alguien. El Basi te puede echar un cable. Si quieres hablo con él.
—Se agradece, Josele.
Heredia abrió los ojos un poco más y se volvió a su mesa más erguido. Desde allí vio como el Chele hablaba a su gente. Los otros callaban y asentían sonrientes. El Papilla hablaba con su lengua de trapo.
—Pues yo gon mis diez talegos, me voy a follar a una negra, gue no lo he hecho nunga. Y luego me voy a poner un pigo de caballo.
—¡No digas gilipolleces! —repondió agresivo Antonio—. Eso es una mierda.
—Toda la basca dice que la heroína es la única droga de verdad —repuso tranquilamente el Ruso—. Quien la prueba ya no quiere otra.
—Si me entero de que os ponéis, os pego una paliza que os mato —les dijo seriamente el Heredia. Luego dulcificó su tono—. ¿Pero tú no has visto cómo se ha quedado mi primo? Que se quedan sin voluntad, Miguel, coño. ¿Tú no has visto a mi primo?
Nadie tenía ganas de discutir con él. El Ruso dijo que se quería comprar una chupa de cuero, pero en realidad estaba pensando que le podía regalar a Mamen un perfume o algo así. El Minuto no sabía en qué iba a gastarse el dinero y lo único que hacía era reírse mientras bebía un cubata detrás de otro. Al final dijo que se compraría un Cristo de colorao como el de su primo, pero al momento dijo que mejor se lo iba a chorar a cualquier primavera. El Heredia callaba y pensaba. Se hizo otro porro tranquilamente mientras les oía decir gilipolleces. Desde luego él no iba a gastarse el dinero en follar cuando estaban por el barrio la Puri y un montón de pibas como la Mariché o la Negri, que estaban coladitas por él. Ni tampoco pensaba comprarse una chupa de cuero o una cadenita de colorao cuando se las podía chorar a cualquier julái. Miraba a los mayores que allí estaban. Ninguno de sus héroes curraba y todos se buscaban bien la vida. No se dejaban mandar por nadie. Tenían sus bisnis. Él iba a ser uno de ellos. En su nube de jachís y whisky, Antonio se sintió plenamente consciente de que acababa de ascender el primer peldaño de la escalera que le iba a llevar al triunfo. Podía empezar a pensar en cosas más serias, que le diesen más pasta. A las chorbas se les caerían las bragas nada más verle. Tendría una queli más guay que la del Chele y una piba más buena que la Lole. Y cuando viniesen sus colegas a verle también le diría a su piba que les sirviese los botijos; pero no en vestido, sino con una minifalda y camisetas que dejaran a bien a la vista las tetas, el culo y el coño, para que sus colegas se pusieran bien cachondos y le tuvieran envidia. Heredia sonreía, empalmado, atornillado en su sofá, embobado en su espiral de sueños. Nada podía salir mal porque él era como su padre: tenía más cojones que nadie y cuando tuviera una pipa iba a ser invencible. Iba a ser el más kíe del barrio. Luego pondría un garito, como el Mikay, y dirigiría desde allí todos los negocios del barrio. Al cabo de un rato, cansado ya de oírles decir tonterías, miró fijamente a sus colegas y les quiso deslumbrar con su grandeza.
—¿Veis todo esto? Un día será mío.
