(Sábado, 6 de noviembre de 1976)
Sé de un lugar / donde brotan las flores para ti, / donde el río y el monte se aman, / donde el niño que nace es feliz. / Sé de un lugar / para ti./ Sé de un lugar / donde pronto amanece, / donde juegan los peces / junto a ti, / donde la lluvia cae / y riega la tierra que se nos dio.
(Sé de un lugar, Triana)
A finales de los años cincuenta, comenzaron a surgir en la periferia de Madrid diferentes barrios residenciales. El Ayuntamiento de Madrid había trazado un plan de urbanismo según el cual, cada uno de ellos acogería un tipo de edificación y, por tanto, un tipo de colectivo social.
La inmobiliaria Urbis, entonces en auge, compró todos los terrenos que hoy conforman el barrio de la Estrella y Moratalaz. De hecho, sus primeras edificaciones fueron las del barrio del Niño Jesús, justo enfrente del parque del Retiro, en la avenida Menéndez Pelayo. En teoría, en la antigua dehesa de Moratalaz tan solo se podrían edificar viviendas sin ascensor y para la clase trabajadora. El gran negocio de Urbis se produjo cuando convenció al Ayuntamiento de que los miles de hectáreas compradas a bajos precios a los campesinos de la zona también se podrían dedicar a construir no solo viviendas para la clase obrera, como en otros barrios de Madrid, sino que se permitirían también viviendas con ascensor y portería, lo que significó un considerable aumento en su cuenta de beneficios.
Surgió así un barrio muy especial, con muchas zonas verdes, en donde los arquitectos más progresistas de la época podían llevar a la práctica sus ideas de convivencia y libertad, sobre todo para los niños, sustituyendo el trazado hipodámico por otro en el que se pudiera caminar durante centenares de metros sin cruzar una sola calle. Convivían en el distrito los obreros industriales con funcionarios y asalariados de oficinas e incluso algunos directivos, de forma que se generó un barrio interclasista que era tan representativo de la capital que se tomaba como muestra infalible en las elecciones, pues reproducía los resultados de todo Madrid. Además, allí acababa Madrid, por lo que los niños podían explorar territorios poblados por pastores, ovejas, las vías del tren o los vagabundos. Todo eso hizo que los niños y los jóvenes fueran felices sintiendo que su barrio estaba diseñado para la libertad.
Hubo unos días gloriosos, allá por los felices sesenta del siglo XX, en que, en mitad del desierto franquista, la villa y corte, la capital del Imperio español, la ciudad del No pasarán y de las concentraciones en la Plaza de Oriente, la sufrida ciudad de Madrid, se quedó pequeña. El último Madrid, ese de los tranvías por el centro, de los adoquines, de los bulevares, de los barquilleros, de los faroleros del Retiro, de los serenos, del tráfico inexistente, de los aprendices en los oficios y los botones en los bancos, de los repartidores de los ultramarinos con su carrito, de los garajes con gasolinera, de la Casa de Fieras, de los guardias municipales con casco y correajes blancos, de los taxis con los colores de Falange, del respeto a la autoridad, del “usted no sabe con quién está hablando”, del “mi padre es policía”, de las demostraciones sindicales franquistas en el Santiago Bernabéu, de los autobuses azules y de las Copas de Europa del Real Madrid en blanco y negro, ese del NO-DO en el programa doble, la radio de Boby Deglané con público en directo y la Hoja del Lunes; ese mismo, se moría.
La industrialización, la inmigración y un crecimiento demográfico incontenible rompieron los diques de la capital. Era necesario ganar nuevos territorios al campo. Y todo aquello se tradujo en ladrillos que llegaron a Madrid desde toda España. Durante unos años, al atardecer, desde el cerro Garabitas, desde el cerro Almodóvar o desde la Cuesta de las Perdices o Campamento, la línea del cielo era un ejército de grúas que tejían sus telas de araña en los límites de la ciudad. Y después, con paciencia de hormiguitas, centenares de miles de ladrillos fueron quedando atrapados en aquellas telarañas grises, sellando unos nuevos cubículos donde convivir o malvivir, donde amarse y odiarse, donde reír y llorar, en la tristeza y en la salud, en la alegría y en la pobreza, en la riqueza y en la enfermedad hasta que la muerte los separase, pero con más metros cuadrados y sin ver a la suegra a todas horas. Y la ciudad cambió de color.
La augusta nobleza de aquellas fachadas del centro de la capital revocadas de cemento, rematadas con aires neoclásicos o imperiales se terminó. Llegaba a las afueras de Madrid el ladrillo, anunciando un tiempo nuevo con su jerarquía cromática. Al principio mandaron a conquistar los barrios obreros a los ladrillos rojos, los más bastos y descarados. Y después, para seducir a los oficinistas y trabajadores de cuello almidonado, mandaron a sus compañeros más discretos, los ladrillos de color teja, blanco o amarillento. La última ofensiva la hicieron los ladrillos foscos, que en atractivos tonos marrones y con preciosas aristas, cautivaron a los más pudientes. Los ladrillos de colores estaban amurallando la ciudad y pronto, en los atardeceres de grana, desde el Puente de Toledo a la Plaza de Castilla, los ladrillos le habían robado los primeros planos al cemento y la pintura.
Madrid ya no era el poblachón manchego de los años cuarenta y cincuenta. Una pequeña ciudad estaba en vías de desarrollo industrial. Y aquel Madrid, que era poco más que un pueblo grande en una España gris y monolítica, como el granito de los edificios franquistas, se iba rindiendo ante los ladrillos de colores en una fusión incontrolada y alegre sin que nadie rechistase. Ahora sí que la guerra había terminado.
Porque en aquellos años sesenta del siglo XX, los arquitectos españoles convirtieron en ladrillo sus ideas de progreso. Los nuevos barrios destinados a las clases trabajadoras se proyectaron olvidando el trazado hipodámico, la cuadrícula del campamento romano con su pragmatismo militar, para disponer los bloques sobre islas de arena con el objetivo de abrir espacios comunes, formando grandes y pequeñas plazuelas que sirvieran de lugar de juego y reunión para niños y mayores. Los bloques de viviendas se edificarían cercanos, casi tocándose, dentro de esos enormes polígonos que no atravesarían los coches. Un niño podría explorar islas de varias hectáreas sin necesidad de cruzar una carretera. Toneladas de arena conectarían los distintos edificios convirtiendo esas islas de asfalto en un paraíso repleto de árboles, jardines, bancos, fuentes, parques y a sus habitantes en unos seres más felices que sus antepasados.
Abrigadas por los bloques de pisos, habían nacido las plazoletas, los puertos seguros que protegían a niños, mayores y ancianos de las carreteras que circundaban cada polígono y lo conectaban con el resto del barrio y de la propia ciudad. Ese mar de asfalto tenía sus pequeñas rías que llegaban a entrometerse en caprichosas figuras hasta formar una bolsa de aparcamiento en cada plazoleta, dando a cada polígono una disposición única. No había polígono igual a otro, ni plazoleta igual a la anterior, ni calles que siguieran una línea recta lógica.
Aquellas islas eran la demostración real, y no con meras palabras huecas, sino con ladrillos y cemento, del compromiso de aquellos arquitectos con la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora. Así era Moratalaz. Nunca había existido un barrio en Madrid con más árboles, parques y zonas verdes. Todo un nuevo continente creado para que los niños ejercitasen su libertad.
—¿Y qué había aquí antes de que estuviera Moratalaz?
Lito miraba a su hermano Bartolomé siempre con los ojos muy abiertos, aguardando cada palabra y cada acto suyo como la semilla espera la lluvia que la vivifique.
—Un campo de tiro del Ejército. Por eso nuestra calle se llama Pico de los Artilleros. Porque desde esta altura se dominaba gran parte de Madrid. Lo que pasa es que ahora han hecho pisos y no se ve nada. Pero mira aquí donde estamos que gran vista tenemos.
¡Un campo de tiro del Ejército!… Lito miró lentamente en todas direcciones y contempló la vista que ante sus ojos se alzaba. El niño podía imaginar las compañías acarreando sus cañones por las cuestas de Moratalaz hasta donde estaba su casa y una vez allí, cargar los cañones y disparar sin descanso.
—¿Y qué hay más allá de Moratalaz? —dijo señalando el campo abierto.
—No hay nada. Aquí acaba Madrid. Nosotros vivimos en las afueras y esto ya es el campo. Bueno, por allá está Vicálvaro. Pero eso ya no es Madrid. Es un pueblo muy antiguo en el que se inició en 1854 una revolución que se llamó la Vicalvarada.
Era una cálida tarde de septiembre y Bertold había aprovechado el domingo para enseñarle lugares desconocidos donde ya no había casas. Habían cruzado la carretera que entonces era la última frontera de Madrid y habían descendido el barranco en cuyo fondo permanecía la vieja y ya inútil vía del tren de Arganda. Los maltrechos raíles se perdían a veces sepultados por arena y cascotes para reaparecer treinta metros más abajo.
—¿Y adónde va esta vía?
—Es la vía de un antiguo tren que iba desde el Retiro hasta Arganda. De ahí viene el dicho de: “vas más lento que el tren de Arganda, que pita más que anda”.
—Porque iba muy despacio, ¿verdad?
—Seguramente.
—¿Hemos ido alguna vez a Arganda?
—Nunca.
—¿Y qué hay allí?
—Vino. Por eso la calle que baja desde nuestro barrio a La Estrella se llama Camino de los Vinateros. Por ese camino venían los carros de Arganda a Madrid para traer su vino.
Los dos hermanos habían seguido el curso de la vía hacia el oeste, hacia el centro de Madrid. Sobre la rala vegetación habían ido encontrando restos de hogueras, preservativos, esqueletos de animales, latas, colchones, excrementos de ovejas… Lito registraba con avidez todo lo que iba viendo y asaeteaba a preguntas a su hermano, que le respondía con placer.
Siguieron caminando hasta subir a un altozano. Desde allí se contemplaba una magnífica vista de la capital, recortándose contra el cielo azul. A su derecha se alargaba una tapia de ladrillos de más de un kilómetro, tras de la cual miles de cruces les saludaban tristemente.
—Ese es el cementerio de la Almudena. Es el más grande de Europa —dijo Bértold.
A la derecha y a su espalda, siguiendo el contorno del barranco, veían su barrio de Moratalaz.
—¿Y ese barrio que hay delante cuál es?
—Es el barrio de la Estrella y el que está más allá es el barrio del Retiro.
—¿Y es mejor que el nuestro?
—Es diferente. Nuestras casas están hechas de ladrillos, que es un material más pobre y las suyas son de cemento y tienen decoración. Nosotros no tenemos portero y ellos sí. También tienen ascensores y nosotros no. Sus casas no están hechas para trabajadores, sino para burgueses. Las nuestras las hicieron a partir de los años cincuenta en las afueras de Madrid para que los emigrantes como nuestros padres se pudieran establecer.
—Allí vive gente más rica.
—Sí. Pero nuestro barrio está hecho para que los niños como tú podáis jugar en la calle libremente, sin peligro ninguno. En los otros barrios hay muchas calles para que circulen los coches y no hay plazoletas. Los niños no se pueden bajar a la calle a jugar.
—Entonces nuestro barrio es mejor.
—Sí. Para los niños es mucho mejor. Tienes descampados y plazoletas para jugar al futbol o a lo que quieras sin peligro de que te pille un coche. Puedes ir al colegio sin cruzar una calle.
—Entonces nuestro barrio es el mejor.
Lito se alegró. Vivían en el mejor barrio del mundo. Estaba hecho para que los niños disfrutasen sin preocupaciones de ningún tipo. Su hermano además le dijo que nunca había existido un barrio en Madrid con más árboles, parques y zonas verdes que Moratalaz. Aquello era como un nuevo continente creado para que los niños ejercitasen su libertad.
Volvieron a casa. Al llegar a la plazoleta, vieron a varios amigos de Bértold arracimados en los bancos. Armando, uno de ellos, gesticulaba y hablaba nerviosamente a los demás.
—Han dicho que van a venir ahora. Así que hay que ir a buscar lo que cada uno tenga para defenderse.
—¿Qué pasa? —dijo Bertold.
—Yo, el Luis y el Míguel hemos dado dos cates a unos gitanos cuando volvíamos del polideportivo porque nos han intentado robar. Eran unos criajos. Los gitanillos nos han dicho que iban a venir para acá ahora con sus primos y que a ver si teníamos huevos entonces.
—¡Pues claro que los tenemos! —dijo uno—. Yo me voy a por mis nunchacus ahora mismo.
—¡Y yo por mi bate de béisbol!
—Nos vemos aquí en cuanto estemos preparados.
Bértold miró a Lito.
—Vete a casa ahora mismo —le ordenó tajante.
Lito no discutió y se encaminó hacia su portal lentamente. No había dado ni veinte pasos cuando le pareció oír los cascos de unos caballos. Aquello le pareció tan extraordinario que al principio, aunque miró en dirección hacia la procedencia del sonido y efectivamente, vio un grupo de ocho o diez jinetes que venían al trote hacia su plazoleta, no lo creyó y se quedó quieto, como si estuviera petrificado. Pero al ver cómo uno de los jinetes golpeaba con una cadena el cristal de un coche, Lito comprendió que aquello estaba sucediendo de verdad. Aquella imagen le aterrorizó. Miró hacia su portal. Le quedaban por recorrer unos veinte o treinta metros. Y los caballos se acercaban a toda velocidad. Todos los jinetes llevaban gruesas cadenas en su mano derecha y golpeaban con ellas coches, árboles y los cristales de los portales por donde pasaban mientras gritaban. Los cascos de los caballos sonaban tan extraños en su propia plazoleta que todo parecía un sueño.
Lito miró hacia donde estaba su hermano con sus amigos y ya no los vio. Se habrían dispersado corriendo en diferentes direcciones. Él mismo echó a correr a toda velocidad. Cuando alcanzó el portal, subió las escaleras de dos en dos hasta llegar a su piso, el segundo. No había pasado tanto miedo en su vida. ¿Dónde estaría Bértold?
A la noche volvió su hermano mayor. Lito le preguntó.
—¿Qué ha pasado con los gitanos?
—No son gitanos. La gente llama siempre gitanos a los quinquis. ¡Qué manía con llamar a todos gitanos!
—Pero ¿qué ha pasado?
—Ha sido todo muy rápido. Los quinquis han roto algunos cristales de los portales y de algunos coches con las cadenas y luego se han ido. Cada uno de nosotros ha ido a su casa a buscar alguna arma para defenderse. Y cuando hemos ido bajando, ya no estaban.
—¿Y ahora qué pasará?
—No lo sé. Pero tú no te preocupes. Aquí no volverán.