Capítulo 27. La conquista del nuevo mundo

(Lunes, 20 de octubre de 1980)

It’s animal / Living in a human zoo. /Animal, / The shit that they toss to you, / Feeling like a Christian, / Locked in a cage, / Thrown to the lions, / On a second’s rage. / If you want blood, / You got it. 

(If you want blood, you’ve got itACDC)

Los primeros días de instituto, Javi y Gonzalo, junto con los demás novatos, observaban todos los detalles para adaptarse cuanto antes al nuevo medio. Ambiente en clases y pasillos, carga de trabajo diaria para llevarse a casa, volumen que iban adquiriendo los apuntes que tendrían que aprenderse para los exámenes, libros de texto, lecturas obligatorias, carácter del director, de los profesores y hasta de los conserjes… A todo había que estar atento.

Ellos cuatro se adueñaron de la zona privilegiada del aula en la que se habían sentado el primer día: los dos pupitres traseros junto a la ventana. Con ello se surtían de distracciones, pues siempre podían echar un vistazo al patio, a la gente que entraba y salía, a los coches que bajaban por el angosto callejón y a las niñas que lucían su tipo por las aceras. Y también se garantizaban la inmunidad, la clandestinidad para cuchichear o distraerse sin que el profesor se diera cuenta. Ningún compañero osó arrebatarles el sitio. Por lo demás, ellos cuatro se intercambiaban los lugares entre sí en esos pupitres de forma indiferente. Unos días Javi se sentaba con Gonzalo en el último mientras los otros dos amigos lo hacían en el pupitre posterior, pero en otras ocasiones podía hacerlo con Torres o Riqui. Tanto daba. Desde el primer día había surgido entre ellos una corriente de simpatía mutua. Eran diferentes entre sí, pero cuando estaban juntos parecían una máquina perfecta de diversiones en la que cada uno de ellos cumplía su misión y servía de contrapeso a los demás.

—Hemos tenido mogollón de suerte con este instituto —le dijo un día Javi a Lito cuando ya estaban de vuelta en la plazoleta, noche cerrada.

—Sí —contestó su amigo. No les hacían falta más palabras. Decir más hubiera supuesto dar rienda suelta a una sentimentalidad para la que se sentían torpes y que consideraban cursi e innecesaria. Con esas simples afirmaciones, ambos sabían que se estaban refiriendo a los profesores, a los compañeros y sobre todo, a los dos nuevos amigos que tenían. 

—¿Qué tal en el nuevo instituto? —le preguntaba Mariluz a su hijo.

—Muy bien, mamá.

—¿Has hecho nuevos amigos? —le preguntaba a Gonzalo su madre.

—Si —contestaba sin dar más explicaciones ante la mirada inexpresiva de su padre.

—¿Y de qué habláis? —insistió la madre mientras cenaban.

—Yo qué sé. De todo —se escurrio el hijo.

—¿Pues de qué van a hablar? —saltó Bartolomé, el padre—. Pues de sus cosas.

Hablaban de muchas cosas, pero sobre todo de las chicas de la clase, sentadas más adelante, tan sonrientes como esquivas. 

—¡Dios mío, cómo está Susana! —les decía Riqui escupiendo perdigones de saliva, como si fuera a comérsela—. Y vaya minifalda ha traído hoy. Se le notan las bragas.

—Menuda paja se va a hacer uno esta noche a su salud —les decía riendo Torres a los demás.

—Y que lo digas —le replicaba sin asomo de vergüenza Riqui—. Y en cuanto llegue el recreo olvidaos de mí, porque me voy a lanzar por ella. 

Aunque se reían, todos admiraban el carácter asertivo que tenía Riqui y le envidiaban cuando, efectivamente, al llegar el recreo trababa conversación con las chicas, aunque fuera con cierto nerviosismo y torpeza. Porque ellos no se atrevían. Por ansiedad, por miedo al ridículo o a la vergüenza de ser rechazado, por inseguridad en su atractivo físico; por una razón u otra, lo cierto es que ninguno de ellos tenía las fuerzas y los arrestos que Riqui demostraba para lanzarse a cortejar a una chica. Lito también las miraba e incluso fantaseaba con la posibilidad de que las más bellas de la clase le sirvieran como modelos para sus dibujos en parajes naturales bellos y solitarios, ocupando el lugar en su corazón que había sido de Patricia. Pero se conformaba con soñar y hacer dibujos de batallas medievales sobre folios en los que centenares de minúsculos guerreros peleaban en el papel hasta la extenuación y la muerte. Torres se traía un walkman y varias cintas y parecía más preocupado por la música que por cualquier otra cosa.

—¿Habéis oído el último disco de los ACDC? ¿El Back is black? ¡Es acojonante!

Pero por aquel tiempo, ninguno de ellos sabía quiénes eran los ACDC. Fue él quien les iba dejando escuchar aquellos discos que tenían un aire salvaje, una potencia espontánea y alegre que les gustaba. Aquella música llena de energía y vitalismo les parecía la banda sonora más adecuada para aquel momento de su vida. Highway to Hell, Autopista al infierno; High voltage, Alto voltaje; School days, Días de escuela; If you want blood, you’ve goti it, Si quieres sangre, la tendrás. Sí, así eran ellos, como esos títulos de las canciones que les dejaba escuchar Torres. Incluso en ocasiones, si el profesor no tenía ganas de llamarles la atención como en Religión o en Plástica, las escuchaban en clase y hasta golpeaban levemente con los pies en el suelo o con las manos en la mesa llevando el ritmo y sonriéndose.

—¡Ay, infelices! ¡Os he mostrado la luz, ignorantes! —les decía Torres, que se sabía los nombres y los datos biográficos de todos los miembros del grupo, la discografía completa e incluso tarareaba algunas letras en inglés mientras escuchaba las canciones. 

—Angus Young, que es el líder, siempre va vestido como un colegial. Pero a mí el que más me mola era el cantante antiguo, Bon Scott, que se murio este año de una borrachera.

Y es que un grupo de música era como un grupo de amigos, como ellos mismos. Cada uno cumplía su papel, lo pasaban bien juntos, se complementaban. Había un espíritu que los hermanaba. También esos amigos bebían alcohol, como ellos mismos. Y uno de ellos bebía demasiado, como habían visto hacer a alguno de sus amigos y acababa muriendo de una borrachera, ahogado en su propio vómito. Algo que le podía pasar a cualquiera si perdía el control. De alguna forma, ACDC y ellos mismos tenían ciertos parecidos. 

A Javi le impactó tanto la música de ACDC y sobre todo el Back is black, que se compró el disco y se pasaba las horas muertas en su casa sintiendo cómo la música lo traspasaba mientras su madre le rogaba que bajase el volumen. Había una canción sobre todo: You shook me all night long, cuya letra no entendía, pero que por su título le hacía suponer que tenía un contenido sexual explícito que cuadraba exactamente con lo que esperaba él en aquellos momentos de una chica, que le estremeciera toda la noche, que lo condujera por una espiral de sexo infinito a paraísos desconocidos, a límites de placer que multiplicaran por mil los orgasmos que conseguía con las revistas requisadas en la casa del Peonza y que todavía seguían intercambiándose semanalmente en el propio instituto. Pero mientras esa ninfa sexual aparecía en su vida, se interesaba por él y se lo llevaba a la cama sujeto por sus partes nobles, Javi, todo timidez, lo que buscaba realmente en el instituto era diversión que no le generase conflictos ni angustias. Y la posibilidad de que una chica le rechazase le generaba ansiedad, que evitaba concentrando su atención en todo lo demás y sobre todo, en reírse; cuanto más, mejor.

En el Montserrat no había timbre de entrada y salida. Más o menos de manera puntual, los profesores entraban en las aulas, cerraban la puerta y comenzaban su clase. En ese aspecto coincidían todos los docentes, lógicamente. En lo demás, casi todo eran diferencias que los alumnos tenían que aprender y tener muy en cuenta. Lo primero que el profesor hacía era pasar lista. Ricardo Ballesteros González, presente; Francisco Javier López Blanco, presente; Gonzalo Muñoz Mora, presente; Juan Carlos Torres Pacheco, presente. Estaban los profes que pasaban y los que no pasaban lista. Estos últimos fueron pronto respetados cariñosamente por ellos, pues les permitían faltar a clase para irse al parque vecino sin que su ausencia se contabilizase en el parte y por tanto, en futuros avisos a los padres. Los profesores que se consideraban más progresistas tenían esta actitud por costumbre, pues les parecía que este uso procedente de la Universidad mostraba la confianza que tenían en la madurez de su alumnado. 

La siguiente división fundamental entre los profesores era la línea que separaba a los amenos de los plúmbeos. Esta frontera era decisiva, pues en un sistema educativo cuyas clases se desarrollaban siempre mediante la disertación del docente, la capacidad oratoria era fundamental, ya que de ella dependía el mayor o menor aburrimiento y comprensión de los alumnos. Los que exponían de manera indigesta (y a menudo incomprensibl) acababan, por norma general, pidiendo silencio; pues era insufrible para los alumnos pasar una hora entera soportándolos sin hablar entre ellos. Gonzalo se ponía en estos casos a dibujar otra de sus batallas en el folio enfrentando centenares de minúsculos soldados. Al lado de su campo de batalla pictórico dejaba el folio para tomar apuntes al que se incorporaba cuando era preciso. Javi, Torres y Riqui se pasaban la hora burlándose del profesor y murmurándose mil cosas en voz baja. ¿Acaso no se burlarían también ACDC de sus profesores en el instituto y no armarían mil broncas?

 En lo que se refiere al trabajo, también había diferencias: estaban los docentes que pedían trabajos que generalmente no leían; éstos eran soportables. Cuando les mandaron el primer trabajo en grupo de Ciencias Naturales, salvo Javi, que en la parte que le correspondía hizo un brillante resumen de su enciclopedia Larousse, los demás amigos se limitaron a copiar descaradamente del libro de texto. Dio igual, todos obtuvieron aproximadamente la misma nota. Estaba también el pesado de Matemáticas que les mandaba mil ejercicios diarios para casa que ellos no hacían y acababan copiando de prisa y corriendo al día siguiente aprovechando la bondad de algún compañero que les dejaba las soluciones. Pero también estaban los profesores que no mandaban nunca trabajo para casa; esos eran los mejores.

Y por fin se llegaba a la clasificación más importante, la fundamental, la que decidía que hubiera verdadera diversión en clase: estaban los profesores que imponían su autoridad a los alumnos y los que eran incapaces de mantener un mínimo orden dejándoles hacer lo que les daba la gana; estos últimos, sin lugar a dudas, eran los favoritos de los alumnos en general y de ellos cuatro en particular. Cuando iba a llegar alguno de estos profesores un murmullo de expectación y nerviosismo recorría los pupitres como si aquello fuera una plaza de toros esperando con impaciencia la salida del nuevo morlaco.

            Porque una gran parte de la energía de los cuatro se concentraba en la búsqueda de las carcajadas. Era preciso reírse a todas horas, cuanto más tiempo y más escandalosamente fuera, tanto mejor. Mejor una risa histérica que nada, mejor una buena risotada que una risa social y mucho mejor un vendaval de risas, un torbellino de carcajadas que unas risas aisladas. Lo suyo era mondarse, troncharse, partirse, morirse de risa. No había nada mejor que hacer en ninguna parte y muchos menos en el instituto.

            La búsqueda de la risa es una de las expresiones más definitorias del ser humano, que bien podría ser llamado ser riente. La forma que adopta esa cacería y consumo de risas diferencia a las personas de igual forma en que la forma de obtener alimento diferencia a los animales en carnívoros, herbívoros u omnívoros. 

Y desde que iban al Montserrat, la risa aparecía como medio de rebeldía frente al mundo de los adultos y sus convenciones, como forma de pasar el rato ignorando las leyes que les intentaban imponer, como antídoto contra el aburrimiento. Y a esa cacería de la risa en cada situación cotidiana se consagraban los alumnos en cuerpo y alma, siempre que se les daba la ocasión. Los profesores debían ser capaces de gestionar las risas de los alumnos o ahogarse en el maremoto de carcajadas.

            En aquellos días, Javi todavía no se había detenido a reflexionar sobre el objeto y la forma en que se buscaban las carcajadas. De igual forma que un comensal inconsciente no analiza en profundidad el delicado plato que está paladeando, Javi se limitaba, como todos sus compañeros, a disfrutar de las risas como espectador y a veces como actor, sin reparar en lo que las carcajadas manifestaban implícitamente. Ya se había dado cuenta de que había personas a su alrededor, como Pablo, cuya función básica en la vida, su objetivo prioritario en el universo, su forma de relacionarse en el grupo consistía precisamente en hacer reír a los demás. Durante mucho tiempo Javi había ansiado tener ese don, ser un rey Midas que convirtiera en carcajadas todo lo que tocara. Y lo había disfrutado, en el ámbito familiar al menos, donde siendo el primer nieto de la familia por parte de padre y madre, se le dispensó atención absoluta y exclusiva. Pero su hermano menor le había usurpado ese papel desde su nacimiento, acaparando la atención de todos por lo gracioso que era y relegándolo a él al papel de chico inteligente y serio.  Luego, perdidas las esperanzas de convertirse en alguien gracioso también fuera de su ámbito familiar, Javi se había conformado con que le hicieran reír.  Amigos como Pablo y ahora compañeros como Torres o Riqui eran los encargados de suministrarle carcajadas. También estaban los tebeos, el cine. Toda la infancia era una búsqueda constante del elixir de la risa. Por sus manos habían pasado las colecciones de tebeos de Magos del Humor: Zipi y Zape, el botones Sacarino, Rompetechos y, por encima de todos ellos, Mortadelo y Filemón. Había reído con Charlot, Búster Keaton, los hermanos Marx, con José Luis Ozores y hasta con Fofó. ¡Que trombas de carcajadas, fuertes, rotundas, hasta doblarse, hasta sujetarse la tripa de la risa! Porque aquello sí que era reírse. Para Javi, el humor era una de las bases del universo. 

Pero ahora las cosas parecían haberse deslizado hacia un territorio más triste, más gris, más alejado de las risas limpias y cristalinas. Ojalá hubiera en la vida de los adultos, por la calle, personajes tan divertidos como aquellos de los tebeos. Pero no era así. El mundo de los adultos, de los profesores, era el territorio de la seriedad. ¿Y había que conformarse? Si las risas no brotaban espontáneamente, sería preciso fabricarlas. 

En una semana, todo el aura que en sus sueños de verano había rodeado al Montserrat: la seriedad que imaginaban en los profesores, la extrema dificultad de los ejercicios y de las propias materias a estudio, las posibles novatadas, las salidas a la pizarra ante la mirada escrutadora del profesor y el silencio expectante de los compañeros, los difíciles exámenes en los que uno se jugaba su porvenir en la vida; en fin, todo lo que les había asustado un poco durante el verano, desaparecía para dejar espacio al verdadero instituto como lugar de encuentro y de estudio. Porque Javi, Gonzalo y todos los demás, superados esos miedos, buscaron en aquel centro acogedor y cálido, la manera de pasar sus cinco horas diarias de permanencia de la manera más divertida. Y curiosamente, contrariamente a lo que habían pensado, resultaba que la manera más fácil de buscar las carcajadas durante las clases era fabricarlas a costa del eje de la clase: el profesor. Bromas, risas, chascarrillos; todo servía para romper el tedio en un centro que se distinguía precisamente por una disciplina lasa.

El clima en la clase cambió. Las carcajadas les unieron a todos. Y en esta tarea Torres y Riqui se convirtieron en los inductores, los verdaderos capitanes de aquella tropa de novicios que constantemente buscaba la risa. Javi comprendió que sus dos nuevos amigos tenían ese don que él tanto valoraba. Y tanto él como Lito, como casi todos los alumnos, entraban cada día en el aula a secundarles bulliciosamente en el pulso que establecían con cada docente siempre con la misma finalidad: provocar el aquelarre de carcajadas de toda la clase. Torres y Riqui, parapetados en el anonimato de la última fila, eran la vanguardia de aquel ejército de risueños. Siempre les secundaban los alumnos más inconscientes, los inmaduros, los insolentes, los exhibicionistas, los más impulsivos, los que se lanzaban al ruedo sin medir las consecuencias. Había otros alumnos más inteligentes como Javi, más comedidos como Lito, o más prudentes como Arturo que disfrutaban con tranquilidad del espectáculo desde la barrera: alentaban a los más lanzados, pero solo en ocasiones, cuando veían que el profesor claudicaba y ofrecía su lomo dócilmente y ya no había peligro de sanciones, saltaban también al ruedo a clavar un par de banderillas o a machetear a ese toro ya vencido. 

Para tentar al ganado y establecer la categoría del toro docente, habían sido fundamentales los primeros días. A los cinco minutos de la primera clase, ya con el morlaco en plaza mirando hacia los burladeros, Torres, con su voz anónima, haciéndose el gracioso, el insolente o el estúpido, lanzaba el primer chiste buscando la carcajada general y anuente de sus compañeros y también de paso, poniendo a prueba la capacidad de reacción del profesor, su bravura y casta. Si éste toleraba la pulla, a los dos minutos surgía otra de Riqui, y al minuto otras más de algún otro compañero, y así hasta provocar un crescendo de descontrol y carcajadas nerviosas que ponían al profesor ante su primera prueba. Torres, Riqui y los demás le rodeaban y confundían como una rueda de peones con su alboroto y sus risas. Se alzaba un murmullo. El resto de los alumnos aprovechaba la confusión para mantener conversaciones despreocupadas y ajenas a la materia de estudio o lanzarse una lluvia de papelitos para comunicarse cualquier cosa. Esta escena se repitió unas cuantas veces durante las dos primeras semanas de clase. El profesor que en este tiempo había sido incapaz de cortar la avalancha de carcajadas y el subsiguiente descontrol, había acabado viendo como aquel guirigay impresionante se convertía en una bola de nieve que acababa aplastándole. El morlaco docente solía acabar cada clase en las tablas, bien pegado a la pared y a la pizarra, refugiándose en sus papeles, mientras los alumnos en rueda cruel, le zaherían de forma continua.

            —¡Torres, cállate! —reprendía el docente demasiado tarde, cuando aquello ya era un murmullo generalizado.

            —¿Y me lo dice solo a mí? ¡Pero si están hablando todos! —se quejaba Torres abriendo los brazos, con su mirada irónica perfectamente medida, lo suficientemente inocente como para que el profesor no se pudiera sentir directamente ofendido, lo suficientemente agresiva para que los compañeros vieran en su actitud un reto y la continuación de la propia broma.

            Como el profesor no supiese manejar ese reto del alumnado, estaba perdido: la presa de su autoridad sería destruida por la presión constante de los alumnos, la muralla de Constantinopla caería bajo los embates de la artillería de carcajadas de aquella tropa de infieles.

Torres, Riqui y los demás graciosos, a partir de que le habían perdido el respeto al profesor, esperaban con impaciencia sus clases como manera de liberar todas las tensiones acumuladas con otros profesores más severos que no les dejaban campar a sus anchas. También utilizaban a estos docentes para pavonearse delante de sus compañeros, mostrando lo valientes y arrogantes que podían llegar a ser con los adultos, representados en la triste figura del profesor.

El docente que se ganó el puesto más brillante y, desde luego, se convirtió en el favorito de toda aquella caterva carcajeante fue el profesor de Historia. Este hombre, minúsculo y saltarín, también tenía un mote: le llamaban Calígula. 

—Pues a este le llaman el Calígula —les dijo Javi que se lo había oído a un alumno más mayor.            

—¿Calígula? ¿Cómo el emperador romano? —le contestó Riqui extrañado. 

—¿Y por qué se le llama así? —preguntó Gonzalo interesado.

—Pues porque es un salido. Fijo —contestó Torres riendo con su voz afilada—. ¿Por qué va a ser si no?

—Ni puta idea. Por lo visto fue de un día que repitió tantas veces lo de Calígula en una clase que ahí empezó el cachondeo —contó Javi tal y cómo se lo habían dicho—. Y cómo le daba tanta rabia, pues por eso se le ha quedado… ¡porque por lo visto si le llamas Calígula, no veas cómo se pone!

Al parecer, como nadie sabía a ciencia cierta cuál era la razón del mote, los alumnos se pasaban los cursos elaborando teorías y se iban del instituto sin descifrar el arcano. Lo cierto es que, por la razón que fuera, al profesor no le gustaba nada que le motejaran así y, de hecho, se enfureció enormemente cuando en mitad de la clase, mientras él escribía en la pizarra, Torres gritó con voz de falsete y a toda velocidad: 

—¡Calígula, Calígula! 

El Caligula se dio la vuelta con el rostro descompuesto.

—¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido? 

Nadie respondió y el profesor prosiguió su clase hasta que Riqui repitió la gracia. Luego fueron saltando sucesivamente más alumnos mientras el pobre profesor iba enrojeciendo de forma más violenta, pero sin hacer otra cosa que preguntar quién había sido. Porque el Calígula era un hombre bajito, de aspecto y espíritu inofensivo y no se hacía respetar.

            Afortunadamente para los alumnos, el profesor de Historia era un hombre a quien le gustaba contar su vida en clase y éstos, que en seguida se dieron cuenta de su debilidad, le lanzaban preguntas envenenadas para que Calígula se enredase en ellas como en celadas:

            —¿Y cómo están sus hijos? —le preguntaba Torres con mucha seriedad después de guiñar un ojo a Riqui.

            Así se conseguían cinco o diez minutos de tregua durante los que no se copiaba. Mientras, Calígula aprovechaba para contar la vida y milagros de sus hijos. Los alumnos (incluido Torres) aprovechaban para contarse chistes o hablar de mil cosas sin prestarle ninguna atención. Cuando el murmullo ya subía de tono, el hombrecillo trataba de volver a sus apuntes:

            —A ver, a ver, muchachos, no os alteréis, que veo que ya os estáis poniendo un poco nerviosillos. Sigamos.

            Al poco le interrumpía Riqui o cualquiera con otra de las preguntas que sabían que le gustaba contestar. Pronto habían aprendido que sus temas favoritos eran su mujer y sus hijos, sus campamentos con el Frente de Juventudes y las canitas al aire que había echado al acabar la carrera en Torremolinos y Benidorm, que él narraba con placer concupiscente, como si sus salidas a las pacatas discotecas de inicios de los setenta fueran viajes a Sodoma y Gomorra. A todos los alumnos aquellas batallitas les parecían historietas infantiles que ellos jamás se atreverían a contar por pura vergüenza. “Pues sí, chicos, aquella tarde le gastamos una broma al revisor del tren porque éramos un poco gamberretes…” o “Y allí en el viaje del Ecuador nos cogíamos unos a otros a hombros y mirábamos por la ventana del servicio de las chicas”. Todos los alumnos se reían a mandíbula batiente. Comenzaban lanzando carcajadas aisladas, artificiales y forzadas, risotadas que eran casi gritos y que sonaban falsas; pero al final se reían sinceramente de lo ridículas que habían sonado las primeras carcajadas espurias y de lo pueril que les resultaba su profesor. 

            Por otro lado, Calígula era un hombre muy formal y educado, de esos que nunca olvidaba saludar con sus “buenos días” o “buenas tardes” y siempre hablaba de su mujer refiriéndose a su “señora”. 

            —Te digo que el mote no puede provenir de que sea un vicioso —decía Riqui—. Este tipo es un católico de misa diaria…

            —Esos son los peores —le contestaba Torres con acento burlón.

También se trataba de un hombre muy cuadriculado en sus gestos y tanto al sentarse como al levantarse procuraba darse un aire marcial que resultaba un poco ridículo dada su reducida estatura. Otra de sus manías era el tiempo. Él tenía previsto qué parte de materia tenía que dar exactamente cada día. Y se ajustaba de forma estricta a ese plan, pasara lo que pasara. Antes de empezar a dictar, se desabrochaba su reloj de pulsera y lo ponía sobre la mesa y cada punto y  aparte consultaba la hora para ver si la clase seguía el ritmo que él quería imprimirle. Por lo demás, procuraba dar a sus dictados un tono solemne que le parecía adecuado a la materia, sobre todo cuando hablaba de una de sus pasiones: la figura de Metternich.

            —¡Metternich, Metternich, que gran hombre! —decía mirando fijamente a alguno de los alumnos más dóciles, como intentándole convencer de la gran verdad que sus palabras encerraban—. Os digo de verdad que si personalidades del fuste de Metternich fueran quienes manejasen la política actual y la ONU, cuantísimas guerras se evitarían y con qué alegría se abrazarían las naciones, como en el Congreso de Viena de 1815…

            Y el Calígula, tras esta arrobada expresión de admiración por la gran figura vienesa, volvía al dictado de sus apuntes. “Y allá en Viena, coma, reunidas las naciones que todavía defendían las esencias del Antiguo Régimen, coma, Metternich, coma, verdadero líder y estadista más destacado del Congreso, coma, propondrá…” Él nunca explicaba ni mandaba ejercicios prácticos. Se limitaba a leer un aburrido dictado que había elaborado personalmente el primer año que dio clases y que desde entonces habían escuchado con idénticas palabras, con exactamente los mismos puntos y comas, doce promociones de estudiantes. Lo más característico de su narración, que los alumnos debían imitar en los exámenes para obtener las máximas calificaciones, era que utilizaba en ella constantemente el futuro con valor histórico y así la clase se desarrollaba del siguiente modo:

            —Napoleón se escapará de su destierro en Santa Elena el 26 de febrero de 1815 mientras el Congreso de Viena celebraba una sesión y acudiendo el Corso, con mayúsculas, pues nos referimos a Napoleón, presto a Paris, coma, ciudad a la que llegará el 20 de marzo, coma, pedirá ayuda a su vieja guardia con un famoso manifiesto, coma, iniciándose el famoso período de los, se abren comillas, “cien días”, se cierran comillas, punto y aparte.           

            —¿Con un famoso…? —preguntaba Riqui que se había rezagado.

            —¿Cómo? —dudaba el Calígula hasta dar con la palabra famoso en sus propios apuntes mecanografiados que ya amarilleaban—. ¿Eh? Manifiesto, Ballesteros, con un famoso manifiesto. Seguimos. 

            —¿Lo de seguimos lo copiamos? —le preguntaba Torres.

            —¡Pero qué gracioso eres, Torres! 

            Se abría entonces el murmullo general. Parece que se toca el cuerno de la cacería, ya está ahí la presa de la carcajada y todos los lebreles de la clase empiezan a salivar. El Calígula intenta poner calma. Lo consigue por esta vez entre maullidos.

            —Venga chicos… Reunido el ejército, coma, acompañado del Mariscal Ney, coma, ¿cómo?, sí Ney, con y griega. A ver por dónde iba… Ah, sí: Reunido el ejército, coma, acompañado del mariscal Ney, coma…

            —¿No será “por”? –le interrumpe Pérez Romero, el alumno más brillante de la clase.

            —¿Cómo? —pregunta el Calígula con verdadero interés.

            —Que si no será “por el mariscal Ney”. Es que a mí me parece que suena mal “del mariscal Ney”.

            —¿Sí?

            El profesor se enzarza con Pérez Romero, su alumno preferido, en una discusión que solo a ellos interesa. Mientras tanto, los demás van dando rienda suelta a su jolgorio y la clase casi acaba desbocada. El Calígula reacciona intentando aparentar firmeza:

            —A ver si me voy a tener que poner serio, ¿eh? Porque yo por las buenas, ya lo sabéis: todo. Pero por las malas, todavía no me conocéis y no soy nada simpático. ¡Pero nada! ¿eh? —dice con vocecita chillona—. Os lo advierto antes de que la cosa pase a mayores. 

            Los alumnos se calman un poco y el profesor abandona la discusión gramatical con Pérez Romero, aunque había quedado inconclusa, pues él tampoco está seguro de si es “de” o “por” y no sabe cómo cerrar de manera convincente el tema ante el alumno, con lo que aprovecha la interrupción para desentenderse de la espinosa cuestión y sigue su interesante e imprevisible relato anual. 

            —Y traspasará la frontera belga el 14 de marzo de 1815 al mando de un ejército de 124.000 hombres, punto. Allí le esperará el excelente general duque de Wellington (que, por cierto, chicos, fijaos que hasta hay un hotel en Madrid con su nombre en el que se alojan los más afamados toreros) al mando de 93.000 hombres, coma, aliado con el mariscal Blücher (con diéresis sobre la u y observad la pronunciación, Blicher, Blicher) con otros 115.000 hombres de guerra, punto. Ambos, coma, el día 18 de junio, coma, ante la pequeña localidad de Waterloo, coma, infligirán a Napoleón su última derrota, coma, que le llevará a abdicar y a ser confinado en la remota isla de Santa Elena, coma, donde morirá en 1822. Punto y final.

            Así eran todas sus clases, salvo cuando los alumnos le iban poniendo zancadillas para que la clase se le escapase de las manos. Un día que Torres se había fumado un porro en los servicios y se sentía más animado a la carcajada, puso en la pizarra antes de que llegase el Calígula un póster de una revista pornográfica donde una despampanante modelo se abría provocativamente los labios vaginales con los dedos. El Calígula, nada más verlo, miró al resto de la clase y dijo con firmeza:

            —¿Quién ha puesto esta guarrería?

            Los alumnos rieron, pero no dejaron de advertir que, en vez de tirar el póster a la basura, el Calígula lo guardo cuidadosamente dentro de su impenitente ABC, el periodico que defendía desde principios del siglo XX ideas conservadoras y monárquicas. 

            —Compro el ABC, no por razones políticas, muchachos; es que es el único periodico que lleva grapa y así no se me caen las hojas —les explicó mientras guardaba la revista entre sus páginas—. Luego la tiraré a la basura.

            —¿Qué os dije? ¿eh? —se ufanaba riendo Torres en el recreo con la mirada enrojecida por el hachís—. Ya os dije que era un vicioso. ¡De ahí tiene que venir el mote!

            Aun así, con su peinado a cepillo y sus apuntes en los que todos los políticos que olieran a Antiguo Régimen o a reacción en general aparecían como los buenos de la película, nunca se levantó la fama de facha entre los alumnos, seguramente por su paciencia y carácter pacífico.

            A los pocos días, Torres, sin haberlo comprobado en verdad, aseguró que el Calígula seguía teniendo el póster pornográfico en su cartera.

            —¡Os digo que éste se ha hecho alguna paja con el póster! —gritaba en la clase con su voz cascada mientras todos los compañeros hacían corro a su alrededor—. Si es un vicioso, hombre.

            Y los demás le reían la broma. Valía la pena tener un compañero tan divertido y lanzado como él. Entonces a Torres, alegre por su éxito entre los amigos, se le ocurrio embadurnar los picos de la mesa del profesor con tiza, pues se había dado cuenta de que se solía rascar con ellos sus genitales. Tendida la trampa en forma de tiza en cada una de las esquinas de la mesa, ahora solo se trataba de esperar a que el incauto acercase salva sea la parte a alguna de las blanqueadas aristas. Comenzó la clase y ahí estaba el hombrecillo dictando sus apuntes, ajeno al interés que los alumnos prestaban a sus evoluciones por la clase. De repente, su bragueta se acercó a la mesa y se oyó un apagado uuuuy, como el que se lanza en los estadios de fútbol cuando un disparo sale cerca del marco, seguido de unas carcajadas. Había sido Torres quien otra vez comandaba el ejército de las risas. El Calígula se quedó desconcertado:

            —¿Pero, qué os pasa?

            Nadie contestó, pero todos los alumnos guardaron un expectante silencio de nuevo. Y otra vez, el dictado. La segunda vez que sus pantalones se acercaron a la mesa, ya hubo contacto entre el pantalón y la tiza. El Calígula se frotó unos cuantos segundos. Los alumnos estallaron en carcajadas, sobre todo al ver el manchurrón blanco que ensuciaba su pantalón. 

            —¡Se ha corrido, se ha corrido! —decía Torres riendo.

            —¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Por qué os reís? —repuso el Calígula.

            En la mirada de los alumnos dirigida a sus genitales, el profesor captó que por ahí debía de andar la explicación de sus carcajadas y al mirarse él mismo a su vez y verse el blanco de la de tiza sobre su terno azul oscuro a la altura de la bragueta, le tembló un poco la voz y una salva de grana se le subió al rostro.

            —¡Ay, vaya; bromitas! —rezongó azorado y ya iba a comenzar la regañina cuando oyó una voz gritando en voz de falsete:

            —¡Calígula! ¡Salido, salido! —Torres imitaba la voz de un cuervo siniestro.

            Entonces, el profesor perdió el control y empezó a entrecerrar los ojos muy rápido. Pareció que iba a apoyarse sobre la mesa; pero, visto y no visto, se dio un trompazo contra la mesa y luego cayó al suelo estrepitosamente.

            —¡Pronto, un médico, que se nos muere! —se burló Torres riendo. 

            Y por un momento, aunque el profesor, presa de un ataque epiléptico, estaba patéticamente caído de costado entre la pared y su propia mesa, gran parte de la clase siguió la broma estallando en sonoras carcajadas. Pérez Romero y otros se levantaron a ayudar al profesor y al poco ya se estaba incorporando. Su expresión de dolor y de un cierto bochorno hizo callar al grupo, que, a su vez, también se sentía un poco avergonzado. 

            —Lo siento. Nunca me había pasado ante vosotros, pero a veces me dan ataques nerviosos. Y me suelo dar cuenta mucho antes de que ocurra… No sé que me ha pasado hoy —dijo el pobre hombre con una sonrisa forzada.

            Y a partir de entonces, cuando la clase le ponía un poco nervioso, el profesor entrecerraba los ojos y detenía el dictado y a veces no podía evitar lo peor. Los alumnos esperaban sus ataques con expectación, pues les resultaba divertido ver los trompazos que se daba el pobre hombre y la cara de vergüenza que se le ponía después. El más divertido de todos, el que todos recordaban con más intensidad y siempre entre carcajadas, el que habían contado a todos sus amigos de los respectivos barrios, era el del reloj.

            Un día, acababa la clase de Historia, cuando el profesor volvía, como siempre, a ponerse su reloj de pulsera de color dorado les contó esta historia.

            —¿Os habéis fijado en mi reloj? Es un reloj bañado en oro de dieciocho quilates. La verdad es que le tengo un cariño especial. Era de mi abuelo, pero me lo regaló mi madre cuando acabé la carrera y desde entonces lo trato con mucho cuidado, porque si se rompiera, no podría arreglarlo… es tan antiguo que ya no quedan repuestos… En fin, es una reliquia, chicos.

            Justo en ese momento, con el reloj apoyado en su muñeca izquierda y con la mano derecha intentando pasar la correa para abrochárselo, el Calígula sintió que se le echaba el ataque encima. Pero ya no le dio tiempo de dejar en la mesa el reloj. Los alumnos vieron como el profesor se tambaleaba y en uno de sus espasmos habituales, el brazo daba un latigazo tremendo, disparando el reloj en dirección a la pared opuesta, contra la que chocó violentamente, cayendo luego al suelo, con el cristal de la esfera hecho añicos. Con el Calígula caído en el suelo entre violentos espasmos, Riqui se acercó al reloj rápidamente y se lo echó al oído:

            —El peluco se ha jodido. Ni se mueve ni se oye.

Aquella noticia elevó una salva de carcajadas como si la rotura de aquel querido reloj fuera lo más divertido del mundo y lo mejor que pudiera ocurrirles en ese momento. Cuando el profesor volvió en sí, se encontró con muchos de sus alumnos riéndose por lo bajo y recordando en alto sus últimas palabras: “A este reloj le tengo gran cariño…si se rompe no hay repuestos…” y venga a reírse. Una de las niñas le acercó el reloj y le dijo que se había roto y a todos les resultó en verdad patético el contraste entre el semblante cariacontecido del profesor recogiendo aquel bonito regalo de su madre, posiblemente destruido para siempre, con las carcajadas descaradas y egoístas de los alumnos. Mientras las niñas levantaban al docente, Torres se puso los cascos para escuchar ACDC. Era ya la hora de irse a casa.

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