Capítulo 17. El arsenal del placer

(Sábado, 28 de junio de 1980)

I met a gin soaked, bar—room queen in Memphis, /She tried to take me upstairs for a ride. / She had to heave me right across her shoulder /’Cause I just can’t seem to drink you off my mind. / It’s the honky tonk women. /Gimme, gimme, gimme the honky tonk blues. 

(Honky Tonk WomanRolling Stones

José Antonio el Peonza nunca había destacado jugando al fútbol: su cuerpo obeso, su lentitud de reflejos, su fofa musculatura, su torpeza natural; en fin, todo él era la negación de la práctica deportiva. Desde pequeño era el último en ser elegido para formar parte de los improvisados equipos que, mañana tras mañana en el colegio y tarde tras tarde en la plazoleta, se enfrentaban de forma continua y sucesiva. Vicente, Juanan y los otros niños le obligaban a ponerse de portero aprovechándose de su enorme tamaño y de su naturaleza transigente y bonachona. Al principio, José Antonio aceptaba de buen grado la situación, pero las burlas y los insultos con que le premiaban sus amigos por sus constantes errores como cancerbero, acabaron por hacerle abandonar su carrera deportiva. Con diez años colgó las botas y se dedicó a ver los partidos de sus amigos sentado en un bordillo o una piedra. Nunca llegó a vestir la camiseta roja del Olympic. Después también se cansó de ser mudo espectador de los partidos y acabó interesándose por juegos más individualistas y sedentarios como la lima, las bolas o las chapas. Y, sobre todo, por la peonza, donde todo se limitaba a enrollar la cuerda sobre el cuerpo abombado de madera para lanzarlo luego a bailar contra el suelo. De ahí le vino el mote; de ahí y del ingenio de la madre de Vicente, que quería así ridiculizar la triste figura de aquel pan sin sal cuyos padres consiguieron cambiar de domicilio y mudarse a una de las torres amarillas, lo que era el sueño de aquella mujer dicharachera. La Mari nunca había perdonado aquel gesto desclasado de su vecina del segundo. Y como José Antonio seguía yendo por la plazoleta para jugar con sus amigos de siempre, no perdía ocasión de lanzarle alguna pulla si lo veía al volver de la compra.

            —¿Qué tal por Villalobillos? —le decía al niño para preguntarle por su nueva casa.

            —Bien —contestaba el niño sonriendo, comprendiendo que en ese nombre se concentraba toda la ironía de que era capaz su vieja vecina.

            —Es una envidiosa la Mari —le decía su madre cuando el Peonza le contaba lo sucedido—. Se quería reír de ti. ¡Villalobillos es el nombre de la finca del Cordobés, tonto! ¡Será desgraciada esa muerta de hambre!

            El Peonza además no tenía gran habilidad para las relaciones sociales: era torpe y corto de ingenio y, cuando trataba con otros niños, en su rostro solo había cabida para una sonrisa bobalicona. Como no mostraba jamás entusiasmo ni alegría, su carácter taciturno no atraía compañeros ni amigos. Pero lo peor es que tampoco era capaz de mostrar ira o al menos firmeza y así, su debilidad no disuadía a potenciales enemigos por lo que era frecuente que le gritaran, le insultaran o le pegaran. El Peonza en esas situaciones componía con sus labios estrechos una triste mueca que simulaba una sonrisa, pero que rogaba compasión. Un argumento muy débil cuando simplemente se es un niño gordito rodeado de otros niños buscando su lugar en la jerarquía de la pandilla. 

            Fue su madre quien, cuando se mudaron a la torre amarilla, le animó a intimar con su vecino Miguel Arriola, pensando que la compañía de aquel niño tímido y bien educado le resultaría beneficiosa. El Peonza accedió y cómo sabía que el Olympic necesitaba un portero, le propuso al Ratón que lo fichase para su equipo. Las cosas parecieron ir razonablemente bien. Arriola no era un portero espectacular como Álex, el mejor portero del barrio, pero cumplía decentemente. Miguel era un portero sobrio que paraba todos los disparos que era posible atajar y encajaba todos los goles que resultaban difíciles de detener. Nunca sorprendía, nunca defraudaba. Así que se ganó el respeto del Ratón y por ello, de todos los demás. Aquel niño tímido comenzó a dejarse caer por la plazoleta algunos sábados por la tarde acompañando al Peonza. A Arriola le cayeron bien alguno de los chicos como Román o Lito y hasta le hubiese gustado acompañar al Peonza los días de diario. Pero él no tenía tiempo para más. Estaba estudiando Flauta y se pasaba las tardes haciendo ejercicios o yendo al conservatorio. Sin embargo, cuando aquel nuevo círculo de amistades parecía consolidarse, José Antonio dejó de llamarle para que lo acompañase a la calle. Estaba claro que José Antonio no quería servirle de nexo con su pandilla y le dio la sensación de que lo esquivaba. Arriola no dijo nada y, enfrascado en su dinámica musical, olvidó enseguida que a doscientos metros de su torre, en aquella plazoleta, estaba ese grupo de chicos.

            —No tienes que dejar que te digan Peonza ni que se rían de ti —le había dicho su madre una tarde al poco tiempo de que Arriola le acompañara a la plazoleta.

José Antonio comprendió que su madre se había enterado de sus humillaciones por Paqui, la madre de Arriola. Sí, seguro que Arriola era el chivato que contaba a Paqui todo lo que pasaba en su pandilla y, entre todas las cosas, las vejaciones a que José Antonio era sometido por los demás chicos, por lo que decidió apartarlo de su vida. El Peonza había sido el necesario chivo expiatorio con que cuenta cualquier grupo humano. Sus simpáticos amiguitos le daban collejas, pescozones y hasta puñetazos solo por divertirse; le birlaban bolas, chapas y hasta los cromos de la colección de fútbol; le ridiculizaban siempre que querían llamándole por su ofensivo mote. Y el pobre Peonza solo era capaz de oponer a esa chiquillería furiosa la sonrisa bobalicona y los brazos cruzados. Cuando vivían en la plazoleta, Mari había visto aquella dolorosa escena en algunas ocasiones y desde que se habían trasladado a la torre amarilla siempre estaba intentando convencer a su hijo de que olvidase a aquellos amigos tan salvajes.

—Son todos unos animales sin educación —le repetía Mari.

—Todos no. ¿Es Lito un animal?

—No, Gonzalo, no. Pero ahí el que manda es Vicente y ese es un envidioso y una mala persona como su madre.

—¿Y eso qué importa?

José Antonio no quería dejar de ir con sus viejos amigos. No quería ser un pringao, un niño de papá como otros a los que había visto abandonar la calle como cobardes, incapaces de enfrentarse al mundo. Sí, era cierto, él a veces lo pasaba mal por culpa de Vicente, de Juanan o de los otros, pero solucionaría sus problemas como un hombre y no huyendo como un mimado. 

Así que cuando al llegar la primavera, una nube de fiebre masturbatoria se posó sobre la plazoleta; cuando Ferrera, Javi y Román se unieron a los más mayores, a Vicente, Juanan o a Pablo para relatar con pelos y señales sus proezas en honor de Onán, cuando los comentarios sobre mujeres, sobre actrices, sobre vecinas, sobre compañeras de clase; en fin, sobre cualquier representante del sexo femenino que hubiesen visto en algún lugar o que pasase frente a ellos se hizo omnipresente en todas las conversaciones, cuando se abandonaron los interminables partidos de fútbol en la plazoleta por la mirada imantada a unas poderosas tetas, a unos labios sugerentes o al contoneo de un buen culo, José Antonio se convenció de que había llegado el tiempo en que dejaría de ser el Peonza y podría convertirse en alguien querido e importante para la pandilla. Por primera vez en su existencia, estaba por encima de los demás chicos en alguna faceta de su incipiente y limitada realidad. Ahora era cuestión de administrar convenientemente esa fuerza. Y se decidió a hacerlo evitando que Arriola pudiera seguirle la pista. Si su vecino quería amigos, se los tendría que buscar por su cuenta. 

El Peonza solía explorar su amplia y pulcra casa con espíritu de conquistador español en busca de El Dorado. En cuanto sus padres abandonaban la vivienda los sábados por la tarde, el niño se disponía a hurgar en todos los rincones de la casa. Era contemplar por la ventana la silueta de sus progenitores perdiéndose hacia el centro comercial del barrio y lanzarse al furioso saqueo. Había que darse prisa para alcanzar el botín antes de que volvieran. Con mano experta abría cajones, sacaba cajas y objetos memorizando su orden y estado. Encontraba tarjetas de visita, cajitas rellenas de botones, cajas con recordatorios de comuniones, sobres llenos de postales o fotos olvidadas. Rebuscaba por todas partes, en las mesillas de sus padres, en los cajones de su ropa, en los armarios de la terraza. No había lugar que estuviera a salvo de su curiosidad. Sobre todo, la nevera y la despensa, donde solía realizar incursiones que indefectiblemente acababan con un ataque de rapiña sobre una caja de galletas, de bombones o una lata de magro de cerdo. Tampoco se olvidaba del bien surtido mueble bar y solía catar todos los licores con alegría. 

Bien sabía el Peonza que a sus padres no les gustaba encontrarse una caja de galletas vacía y el niño se esforzaba en comisquear de distintos alimentos o de beberse los licores a sorbitos de cada botella, de forma que no se dieran cuenta sus padres de sus andanzas. Durante sus correrías por la casa desierta, sus oídos se aguzaban, atentos a cualquier ruido.  El golpe de la puerta del ascensor le avisaba de un peligro que detenía sus actos. Había que captar las voces y actuar con el corazón acelerado si eran las de sus padres en animada conversación. En otras ocasiones, eran vecinos que entraban en sus casas. José Antonio, con el corazón palpitando como un tambor, se volvía a enfrascar en su mundo clandestino. En otras ocasiones escuchaba la llave entrando poco a poco, encajando en el mecanismo de la cerradura con sigilo criminal. Ese sonido siempre estremecía al Peonza que entonces se iba a su cuarto corriendo y adoptaba un rictus de inocencia indiferente para saludar a sus padres cuando fueran a verle allí entre sus libros de estudio abiertos sobre su mesa. 

El despacho y el dormitorio de sus padres eran las dos estancias más secretas, aquellas en las que solo se aventuraba los sábados, cuando sabía que sus padres iban a pasar varias horas fuera de casa. Su padre, propietario de una pequeña empresa de limpieza de oficinas, se había reservado en su casa un despacho ordenado y algo pomposo que utilizaba solamente para demostrar a su mujer y al resto de la familia quién detentaba el poder en la casa y para repasar ocasionalmente el estadillo de cuentas de su negocio que le facilitaba el gestor. Al padre no le gustaba que nadie pisase su santuario y por eso mismo era una habitación que siempre le había fascinado a José Antonio, pues allí ni él ni su madre solían entrar más que acompañando al jefe de la familia. Aquella puerta oscura solía estar cerrada a cal y canto quizá porque también era el sitio donde el padre escondía su caja fuerte. Era también normal que las persianas de aquella habitación estuviesen casi bajadas del todo, de forma que la escasa luz contribuía a darle un aspecto especial. Para mayor fascinación, el despacho tenía, como el cuarto de baño o el dormitorio de sus padres, un pequeño cerrojo. Allí, sobre la alfombra, descansaba un gran escritorio de cerezo en el que reposaban tranquilamente una escribanía de cuero escoltada por su abrecartas de Toledo, su pisapapeles de mármol, un cortaplumas y hasta un anacrónico tintero. Una foto de la boda y otra de la comunión del Peonza presidían la mesa. Las estanterías de cerezo exhibían algunas enciclopedias nunca usadas y colecciones enteras de libros del Círculo de Lectores envueltos en sus forros de plástico. En su parte más alta estaban rematadas por pequeños armarios altillos. Con cierta excitación y siempre atento al ruido de la llave entrando en la cerradura que le anunciara la vuelta de sus padres, José Antonio se había traído una banqueta de la cocina y se había encaramado hasta esas alturas. Abiertas las puertas del altillo, su vista se topó con una colección muy bien ordenada de cajas y archivadores de distintas procedencias. Unas misteriosas y enormes cajas de polvorones, extrañas en aquella selva de facturas le llamaron la atención. Las tomó entre las manos y las bajó a la mesa para verlas mejor. 

Al abrir la primera caja, José Antonio se estremeció. Su hallazgo tenía un valor incalculable. La Jauja de un adolescente, el Dorado de un púber se abrio entonces ante sus ojos: una colección de revistas pornográficas de las más variadas procedencias y tendencias sexuales. Abrio nerviosamente las otras dos. En aquellas cajas mágicas se daban la mano y en ocasiones algo más, preciosas modelos de los cinco continentes y de todas las razas componiendo un armonioso mosaico de cuerpos y nacionalidades. Eran además aquellas cajas una apuesta por el respeto a las minorías, pues había en ella muestras representativas de las tendencias sexuales mayoritarias, pero sin menoscabo de algunas orientaciones sexuales propias de las minorías como el sadomasoquismo, la homosexualidad o incluso el bestialismo. José Antonio no sabía cuál escoger. Al final adoptó una en la que una rubia llamada Ingrid, apodada la carcelera del Reich, posaba inicialmente vestida como una miembro de las SS con su elegante falda negra y su gorra de oficial hasta aparecer sentada en una mesa de despacho mostrando una poderosa vulva de pubis dorado cuyos entreabiertos labios parecían brillar. José Antonio guardó cuidadosamente el resto de las revistas en sus cajas y se fue al servicio con Ingrid entre los brazos. 

 Ni que decir tiene que aquel hallazgo modificó sustancialmente la estrecha visión de la realidad que hasta entonces José Antonio tenía y sus ojos pequeños y vivarachos pronto comprendieron que el mundo era mucho más ancho, más ajeno y, sobre todo, mucho más interesante de lo que había pensado hasta ese momento. Y así, decidido a ampliar sus horizontes culturales, cada sábado elegía una maravilla de la especie humana para que le acompañara en su solitario dormitorio todas las noches de la semana. De este modo, en poco más de seis meses conoció mujeres de todas las razas y culturas y su visión del planeta Tierra, antes pacata y un tanto racista, se amplió sobremanera, convirtiéndolo en un verdadero defensor de la interculturalidad, el mestizaje y otras ideas novedosas y filantrópicas.

Simultáneamente a sus avances culturales, se produjo un súbito interés por la humanidad también por parte de sus antiguos amigos. Este repentino y singular comportamiento se manifestaba en palabras y en hechos. En cada conversación, pero también en cada mirada a una vecina, a una desconocida, a una profesora, a una prima y hasta a una hermana estaba el germen de esa pasión filantrópica. Era una guerra sin cuartel: la guerra total por refrenar una pasión irrefrenable. Y en esa guerra solo había una consigna: más madera.

—La profesora de inglés sí que está buena.

—La Bo Derek sí que está buena.

—Pues a mí me gusta más Victoria Abril.

—La madre de Patricia sí que está buena.

—¿Visteis ayer Poldark? —se referían a cualquier serie televisiva o película—. Pues salió la Rowella en pelotas.

—¡No jodas! —respondían a coro con entusiasmo los demás.

Todas las actrices eran valoradas. Las de la televisión, las del cine; las nacionales, las internacionales. Como nuevos reclutas de aquella guerra eterna y universal iban conformando unos gustos, unos criterios de los que hasta el momento habían carecido. Hasta entonces les habían gustado las chicas con las que establecían una especial comunicación basada en afinidades: porque jugasen a sus mismos juegos masculinos o porque no fuesen niñas cursis. Ahora era diferente. Chicas que habían pasado desapercibidas hasta entonces recibían nueva atención y otras que les habían atraído en la nebulosa infancia eran desposeídas de su aura. Cambiaba la escala de valores. Y no se tenía en cuenta precisamente su talento e inteligencia, sino lo que para ellos era más importante. Habían decidido hacer una clasificación de las hembras de la plazoleta divididas en tres categorías, chicas de su edad, jóvenes y madres. Apostados en los bancos de la plazoleta valoraban cuidadosamente como un sesudo jurado a todas las mujeres que pasaban ante sus ojos puntuando del 1 al 10 su físico para luego establecer las oportunas medias y organizar las clasificaciones. La lista de chicas jóvenes estaba encabezada por una enfermera que vivía alquilada con otras compañeras en el portal de Juanan; en las de madres e hijas, no había color: el dominio de Patricia y su madre era abrumador, absoluto.

—¡La madre de Patricia es que tiene unas tetas que te cagas! —repetía Juanan una y otra vez.

Les fascinaba aquella mujer rubia, siempre maquillada con esmero para hacer brillar sus ojos azules y sus carnosos labios. Era además la mujer que mejor se vestía de la plazoleta. No solo eso, sino que era además la única que contaba con una asistenta que le hacía las tareas domésticas, por lo que siempre podía lucir unas sensuales e impecables uñas lacadas en rojo. La asistenta además hasta enseñaba inglés a sus hijos pues era británica. Por donde la mirasen, la madre de Patricia les parecía una criatura excepcional, inalcanzable, inaudita en su propio barrio y cada vez que pasaba acompañada por su hija, los chicos la miraban en silencio, arrobados, sin atreverse a alzar la voz para gritarles alguno de los comentarios groseros que les dedicaban a la enfermera y a otras mujeres desconocidas. 

—¡A la Bo Derek esa se la metía toda! —los comentarios más obscenos siempre correspondían a Vicente y a Juanan, que, embutidos en sus zamarras de camuflaje, no parecían avergonzarse de quien pudiera oír sus gritos en la plazoleta.            

            Ese ambiente de sana camaradería animó a José Antonio a realizar a finales de mayo, en los bancos de la plazoleta, una importante confesión.

            —Mi padre tiene escondidas unas cajas con cantidad de revistas. Yo que sé… tendrá ochenta o cien.

A los chicos se les hizo la boca agua oyendo aquella cifra. Cien revistas podían ser quinientas mujeres ofreciéndoles terremotos incesantes. Eran mil senos, mil pezones, mil piernas y quinientos tesoros que se ofrecían abiertos de par en par a las fantasías de aquellos chicos. 

            —¿Y tienes Playboys? —preguntaba Juanjo sintiendo su corazón acelerarse de emoción.

            —Buah, eso no es nada. —José Antonio se relamía en esos momentos. Había hecho bien confesando aquel secreto a sus amigos. Su arsenal pornográfico le haría aumentar unos cuantos peldaños en la consideración social de la plazoleta—. En el Playboy no se les ve bien…

            —Es verdad, —ratificaba Vicente — ¡donde esté un Penthouse...! Ahí siempre salen con las piernas bien abiertas. 

            —Yo he visto una que no tenía pelos en el coño— declaró Javi con solemnidad, como testificando ante un juez.

            —Y las hay más fuertes. Mi padre tiene unas en la caja de polvorones que se llaman Private que no veas: se ve a tías follando de verdad.

            —¿Sí? —Lito le miraba con incredulidad. El gordo aquel podía estar mintiéndoles a todos para hacerse el listo. 

            —Te lo juro —replicaba José Antonio entrecerrando los ojos.

            —Pues a ver si nos prestas algunas —dijo Juanan mirándole seriamente.

            —No puedo. A ver si se va a dar cuenta mi padre y me la cargo. 

            —Baja alguna revista una tarde sin que se dé cuenta, para que la veamos —le pidió Vicente.

            —Está bien. El próximo sábado por la tarde, que él se va por ahí con mi madre a dar una vuelta, me bajo alguna. —Y luego recordando la posibilidad de que se le pegase Arriola—. Oye, si viene Arriola, ni una palabra, que es un chivato y seguro que se lo cuenta a su madre. Y entonces ya no habría revistas ni nada. Y encima me la cargaría. 

            —No te preocupes —le contestó Vicente con una sonrisa que garantizaba el comportamiento del grupo—. No le diremos nada.

            Durante aquellos tensos días de espera, los comentarios sobre el yacimiento encontrado en la casa de José Antonio fueron diarios. Hablasen del inicio de la temporada de fútbol, de las notas que esperaban en junio, del instituto al que pensaban ir, o, sobre todo, de chicas y no faltaba nunca una referencia al Edén que se escondía en aquel armario de la biblioteca paterna. Todos se imaginaban la tremenda suerte de encontrar aquellas potentes revistas en su propia casa. Seguramente sería su entusiasmo como el de Colón al avistar tierra, el de Einstein al descubrir la relatividad, el de Howard Carter y Lord Carnarvon al penetrar en la tumba de Tutankamón  o el de Beethoven al alumbrar el tema central de su Quinta Sinfonía. La potencia de aquel arsenal era superior al del polvorín atómico soviético. 

            José Antonio estaba muy satisfecho. No había día en que no se le preguntase por su colección y no se le recordara de forma insistente su promesa del sábado siguiente. Él, acostumbrado a ser zaherido, a contar los minutos que pasaban entre una burla y otra, a esperar una agresión verbal cada tarde que se bajaba a la calle, comprobaba como desde ese día los comentarios despectivos se habían trocado en cariñosas invitaciones y corteses alusiones. Y nadie le había vuelto a llamar Peonza. 

            El sábado, una vez que sus padres se fueron, José Antonio entró en el despacho, se subió a una banqueta y bajó una de las cajas de los truenos. Eligió cuidadosamente la revista que mostraría a sus amigos. No consideró inteligente mostrarles las armas más fuertes del arsenal, sino que para mantener aquella nueva relación de cordialidad creyó que convenía ir mostrando las revistas una a una en un continuo crescendo al igual que se hacía en los fuegos artificiales. La traca de las revistas más fuertes había que dejarla para el final. Cien revistas podían ser cien semanas de amistad y camaradería, más de dos años. Todo estribaba en dosificar cuidadosamente el desfile militar. Así pues, creyó que un Playboy expresivo en el que salía Victoria Abril posando desnuda en el Retiro sería suficiente para empezar; al fin y al cabo, aquellos neófitos estaban acostumbrados a los desnudos más sensacionalistas que eróticos del Interviú. Pero luego, recordando los despectivos comentarios de Vicente hacia los Playboys desechó a aquella musa y sus braguitas caladas y se decantó por otra azafata del Un, dos, tres: Beatriz Escudero, que ofrecía más explícitamente su belleza púbica de hirsuto vello negro desde las páginas centrales de un Penthouse. Sí, aquello seguro que impactaba a sus amigos. Desde luego, lo que no pensaba hacer era mostrarles a Ingrid. La rubia carcelera era solo para él.

            Efectivamente, en la plazoleta le esperaban todos. Desde Vicente y Juanan hasta Alberto el empollón, pasando por el Ratón, Pablo, Javi o Gonzalo. José Antonio llevaba la revista en un sobre opaco y caminaba con aires de espía. Estaba realmente excitado. Primero había tenido miedo de encontrarse con sus padres inesperadamente y se había metido el sobre bajo la camiseta. Pero se notaba mucho. Al final había optado por esconderlo en una carpeta del colegio. Si se encontraba a sus padres diría que iba a casa de un amigo a estudiar. Pero aun así, pensaba que era posible que su madre, siempre tan perspicaz, le leyera en los ojos la mentira. Con esa mirada furtiva pintada en el rostro llegó el Peonza a la plazoleta.

Fueron al barranco y una vez allí, bien metidos en el surco gigante que hiciera la naturaleza, el gordo sacó la revista. Vicente, con gesto imperativo, la tomó entre sus manos y se puso a comentar su contenido en voz alta. Esto disgustó al Peonza, que había imaginado la escena de forma muy distinta. Había creído que sería él, al cabo el dueño de la revista, quien iría mostrando sus páginas una a una y realzando las imágenes con interesantes apreciaciones sobre la portentosa belleza de aquellas hembras. No fue así. Vicente pasó las páginas de forma rápida haciendo comentarios muy generales, sin captar los matices que el legítimo dueño había saboreado en horas de absorta contemplación de las modelos. Incluso llegó a la vulgaridad de toquetear con sus sucios dedos los pezones de las modelos mientras se reía. Pero José Antonio, a pesar de que había soñado la exposición de forma más favorable a sus intereses, no dijo nada y dejó que el líder de la pandilla desaprovechara aquel material. Las margaritas, había que resignarse, no estaban hechas para los cerdos. Al fin, todo se resolvió en un par de minutos. Vicente había entregado la revista a Juanan y éste a Pablo que en breves minutos se la había transferido a Alberto. Todo había transcurrido sin pena ni gloria.

            —¿Me dejas la revista para llevármela a casa y mañana te la doy? —le preguntó Alberto.

            —No. ¿Y si mi padre se da cuenta?

            —Pues se lo decimos a Arriola —le dijo bromeando Javi por el simple placer de que la diversión fuera mayor.

            —¿Quién es ese? –preguntó Alberto, que nunca jugaba al fútbol y hacía muy poco tiempo que se había unido a la pandilla—. ¿Un profesor?

            —¡Qué va! –se burló el Ratón— un vecino suyo…

            —Pues entonces déjate de tonterías y déjame la revista —le insistió Alberto riendo.

            —¿Qué pasa? ¿Te quieres pajear con ella? Pues pajéate aquí mismo —le espetó Vicente al empollón de forma agresiva.

            Alberto enrojeció violentamente. No estaba acostumbrado a que nadie le hablara así y todavía no se sentía seguro en aquel grupo. Aunque eran los chicos de su plazoleta, él solo conocía a Pablo, pues su padre, un viejo maestro, nunca le había dejado bajarse a la calle por considerar que esas compañías le resultarían nocivas. Tan solo al llegar a 2º de BUP había el padre relajado su disciplina, convencido de que su hijo no se le iba a torcer. José Antonio comenzó a reírse. Aquella salida de Vicente evitaba la posibilidad de que el advenedizo de Alberto le insistiera con su petición de préstamo. Además, llevarse bien con Vicente era fundamental y José Antonio ya se había dado cuenta de que al líder no le caía bien aquel empollón. Al fin, todo salió bien y José Antonio se subió a su casa la revista que había bajado sana y salva y pudo depositarla con sus hermanas en su gran caja de polvorones.

            Durante la semana, los chicos le presionaron para que el siguiente sábado se bajara otra revista y el Peonza, disfrutó de otro periodo de tranquilidad sin un solo insulto ni una sola broma contra su persona. Aquello marchaba. Eligió otra revista en la que los modelos posaban masturbándose y se la llevó al barranco el sábado por la tarde. Todo volvió a repetirse. Vicente fue de nuevo quien se la arrebató de las manos y se la mostró a los demás llevando la voz cantante en el vulgar comentario de las imágenes. José Antonio volvía a callar, ya acostumbrado a aquel desperdicio visual. ¿Cómo se podía ser tan zafio? Pero en esta ocasión hubo más presión en cuanto al préstamo. Alberto y otros le insistieron en que se la prestase. José Antonio se negó de nuevo.

            La tercera semana ya no le fue tan bien al Peonza. Ni la victoria en el campeonato de fútbol ni la visita a los billares pareció calmar a sus amigos. Los chicos volvieron a sus burlas y le hicieron varios comentarios despectivos el mismo lunes. Su papel como chivo expiatorio parecía emerger de nuevo. ¿Volverían las humillaciones delante de las chicas y de otras personas? ¿Volverían las alusiones crueles sobre globos, círculos, balones, planetas…; en fin, sobre cualquier cosa que se pudiese comparar con su barriga? ¿Cómo evitar aquello? 

            —¿No os apetece subir a mi casa el sábado y os enseño todas las revistas?

            El grupo aceptó. El sábado siguiente, en cuanto sus padres se marcharon, José Antonio los subió a su casa. Desde el primer momento, nada más abrir la puerta y ver a aquellos bestias esparciéndose como un fluido por todas las habitaciones, comprendió que las cosas no iban a salir exactamente como él había pensado. 

            Los chicos se dispersaron como un ejército desplegándose antes de recibir la orden de comenzar el fuego. Javi se paseó en solitario por toda la casa, como si fuera un inspector, valorando todos los detalles. Nunca había estado en una vivienda de las torres amarillas. Las habitaciones eran enormes y estaban organizadas en una especie de cuadrado. Al entrar, había un amplio recibidor con armarios para colgar las chaquetas del que surgían dos caminos: uno conducía a la cocina y otro al salón. Aquello era otro mundo, un país entero. Nunca había estado en una casa en la que no hubiese que cruzar el salón para ir a las habitaciones. Le pareció una idea magnífica. ¿Por qué no habría comprado su padre un piso como aquel en vez del triste chalé de aquel pueblo perdido? ¿Por qué le había condenado a una miserable habitación de siete metros cuadrados? El salón era también enorme y su parqué estaba pulcro, como recién acuchillado. Luego fue a la cocina y contempló asombrado la nevera mejor surtida que había visto en su vida. Todos los alimentos eran de las marcas que anunciaban en la televisión. Allí se palpaba un estatus de vida más alto que el suyo. Una sombra de envidia cruzó su mente. Tomó un botellín de cerveza y lo abrio con rapidez. Se unió al grupo mostrándoles el botellín alegremente, invitando a los demás a imitarle. José Antonio lo miró horrorizado.

            —¿Nos vamos de mi casa mejor?

            —No digas tonterías, José Antonio —le dijo Vicente riendo—. ¿No nos ibas a enseñar tus revistas? Pues venga.

            —¿En qué piso vive Arriola? —dijo riendo Alberto en altas voces.

José Antonio les pedía silencio con gestos.

            —¡Arriola, Arriola! —comenzó a gritar Javi alegremente mientras elevaba el botellín como si hiciera un brindis.

            El Peonza no tuvo fuerzas para oponerse. Se sentía profundamente humillado por verse asaltado así en su propia casa; pero mayor que su humillación era el temor a verse insultado o incluso excluido del grupo. Con tensa lentitud, sin querer hacer lo que estaba haciendo, llevó la banqueta hasta el armario, se encaramó en ella y sacó la caja. Desde abajo, Vicente se la pidió. José Antonio sabía que entregarle la caja era un riesgo y seguramente, visto el ambiente en que se estaba desenvolviendo todo, le supusiera más problemas; pero acabo por rendirse.

            En cuanto el líder tuvo la caja, los otros chicos se arremolinaron a su alrededor. El primero en coger cuatro o cinco revistas de la caja fue Alberto. Todos imitaron su gesto y de forma desordenada metían la mano peleándose por coger las revistas entre carcajadas. Aquella lucha tan divertida acabó con la propia caja de cartón rota. José Antonio se quedó paralizado, subido todavía en la banqueta, pues estaba rodeado y no tenía sitio para poder bajar su voluminoso cuerpo. 

             —Estaos quietos, que me habéis roto la caja y me la voy a cargar —había dicho con débil voz.

            Aquella expresión del Peonza les pareció a todos tan infantil, tan cursi, que las carcajadas arreciaron. Nadie le hacía ya el menor caso. Tan solo Lito no había cogido ninguna revista y, sentado de forma cortés en el butacón de su padre, le miraba con cierta compasión. José Antonio bajó la cabeza, presa de un enorme nerviosismo y a punto de llorar. Su padre buscaría más tarde o más temprano su caja con revistas, le llamaría al despacho, le gritaría, quizá le pegaría como otras veces.

            —No os paséis—musitó.

            Aquella súplica fue recibida por los demás con otra salva de carcajadas. Alberto anunció que se iba a masturbar al servicio y allí se fue con su lote de revistas. Otros anunciaron que se iban a otras habitaciones.

            —No seáis cabrones, tíos. Iros de mi casa, joder —suplicaba el pobre adolescente.

            —De eso nada, Peonza —le dijo Juanan riendo—. Tú nos has invitado. Ahora no nos vamos.

            La burla descarada de Juanan levantó un coro de risas todavía más cerrado. Solo Lito parecía sentirse incómodo en aquella situación. Javi y Ferrera incluso se atrevieron a abrir el mueble-bar y servirse una copa de licor, mientras Vicente y el Ratón se habían desplegado por la cocina asaltando la nevera. El Peonza era incapaz de atender todos los frentes. Sintió que iba a ponerse a llorar de un momento a otro. Ya no podía más. Y no iba a dejar que encima se riesen de sus lágrimas, así que decidió refugiarse en su habitación. Allí dentro, solo, con lágrimas resbalando por sus mejillas, escuchó durante largo rato las risas y los gritos de sus amigos bebiéndose las botellas de alcohol de sus padres y saqueando su comida.

            —¡Nos vamos, Peonza! ¡No veas cómo mola tu casa! ¡Hasta otro día! 

            Al oír el portazo y escuchar los gritos de sus antiguos amigos ya en la calle, José Antonio salió de la habitación. El salón estaba desordenado, con cojines tirados de cualquier manera y restos de comida y bebida por el suelo. Desparramados sobre la mesa de centro, había seis o siete vasos sucios de cocacola y licores que ahora debería limpiar. En el pasillo, las cajas de las revistas estaban rotas, destripadas, vacías. Se las habían robado todas. Habían salido con ellas en la mano. Impúdicamente. Cien revistas. Cada uno debía de haberse llevado un buen fajo. Ojalá que no les hubiera visto ningún vecino. Fue a las habitaciones. La cama de sus padres mostraba signos evidentes de que alguien se había tumbado sobre ella, seguramente para masturbarse. Al llegar al cuarto de baño se encontró con una de sus revistas favoritas abierta de par en par junto a la taza. Al irla a coger, comprobó asqueado que estaba manchada de esperma. 

            El Peonza recogió la casa en silencio, sintiendo las lágrimas ardiendo sobre su rostro. Se habían reído de él con mayor crueldad que nunca. Se vengaría, lo juraba. Aquellas maldiciones eran su único consuelo en esos momentos. Se dirigió al frigorífico y de forma mecánica tomó unas cuantas lonchas de mortadela con las que se hizo un bocadillo gigante. Pronto volvería su padre. No pasaría mucho tiempo sin que se diera cuenta de que le faltaban sus cajas de polvorones. José Antonio comía su bocadillo desolado. ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué pasaría entonces?

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