(Martes, 17 de febrero de 1981)
Saben: yo trabajo / en un bar de Hortaleza. / Soy el camarero / que te pone la cerveza./ Curre en la semana,/ es toda mi riqueza./ Sábado a la noche:/ Me lo gasto en una mesa.
(Sábado a la noche, Morís, 1978)
Más por agradecimiento que por propia convicción, Félix se matriculó en el instituto de FP del barrio, en la especialidad de Soldadura y Calderería, pero desde el principio no le fue bien. Allí, en el instituto, no había un viejo maestro como don Federico que le ayudara con la realización de los deberes y le ayudase a repartirse el tiempo de estudio. Aquello era una selva de aulas y más aulas en la que te perdías buscando la siguiente clase. Tenía muchas asignaturas distintas, cada profesor iba a lo suyo y los compañeros, la mayoría malos estudiantes que no habían podido matricularse en un centro de bachillerato por tener la primaria suspensa, procuraban alborotar cuanto podían para pasar el rato, con lo que aprender era muy difícil. Félix suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación y entonces decidió que lo que necesitaba en realidad era ganar dinero cuanto antes para quitar a su madre de fregar escaleras. Aquello del FP suponía al menos cinco años de estudio. Era demasiado tiempo y a él, en el fondo, no le había gustado estudiar nunca. Además, antes de que acabara el primer curso ya no quedaba allí ni uno de sus amigos del barrio. Su hermano, el Kung-Fu o el Papilla ni siquiera habían llegado a matricularse; el Ruso iba cuando le daba la gana y su primo Javi se había ido a vivir a otro barrio. ¿Qué pintaba él solo en aquel sucio instituto amarillo?
Así que Félix colgó los estudios y comenzó a buscar trabajo. Fue a obras, a supermercados, a empresas de mudanzas, allí donde él pensó que podían necesitar fuerza bruta de trabajo, ya que él nada podía ofrecer más allá de sus brazos. Su hermano y los otros chavales le veían ir y volver con las manos vacías y le seguían haciendo burlas. Un día oyó casualmente en el telediario que aquellos eran los peores años en todo el siglo para el empleo y debía de ser verdad, porque en dos meses de búsqueda él no había encontrado nada. Decía el locutor que la tasa de paro rondaba el 20% de la población llegando casi al 40% entre los jóvenes. Al parecer, la situación era mucho peor entre aquellos jóvenes que no tenían estudios, como ocurría con Félix. Al llegar la primavera, Merche buscó el teléfono del viejo maestro y le rogó que ayudase a su hijo en aquella búsqueda infructuosa. A las dos semanas, don Federico le devolvió la llamada.
—Te he encontrado trabajo en un estanco del barrio. Es de un viejo camarada mío que se quedó manco en la guerra. Se llama Baldomero. Es un hombre severo, pero de gran corazón. Le he contado tu caso y me ha dicho que puedes ir a trabajar como dependiente a partir del lunes.
Félix llegó a la cita con mucha ilusión, con su camisa planchada, bien abrochada y dentro del pantalón y un cinturón y unos zapatos nuevos que le compró su madre, pero pronto decidió que no le gustaba ni el trabajo ni el patrón. Tenía que trabajar más de diez horas diarias sin contrato. Tenía que trabajar los sábados por la mañana, ir de bar en bar repartiendo los cartones de tabaco y luego, al volver al estanco, había de soportar a los viejos sordos que gritaban por sus asquerosos puros, a los jovencitos que querían papelillos Smoking para liarse porros, a las mujeres histéricas que venían por sellos y cajetillas de rubio… Todo el día detrás del mostrador, de pie, sin moverse, haciendo sumas que a veces eran difíciles, vigilando para no equivocarse con el cambio, mostrándose simpático ante desconocidos huraños e incluso desagradables. El camarada de don Federico, el viejo manco de voz carrasposa y gafas oscuras, no aparecía por el estanco más que para controlar la recaudación. Era su hija quien estaba encima del negocio. Aquella tipa estirada se metía allí en la trastienda a ver la tele o a hacer sopas de letras y solo salía a despachar si la cola de clientes llegaba hasta la calle. Eso sí, luego contaba y recontaba el dinero y contrastaba la caja con las existencias que quedaban y con los albaranes de entrega. Félix estaba casi todo el día solo frente al mostrador. Al volver a su casa, tarde y cansado, veía sentados ante la fuente de las Latas, fumando porros, a todos sus colegas. Se burlaban de él cariñosamente, como siempre. ¿Y todo aquello para qué? ¿Por un sueldo de mierda que no le permitía retirar a su pobre madre de fregar escaleras? Félix se fue desilusionando. Algunos días llegó tarde al trabajo. El Manco, como llamaba despectivamente a su patrón, acabó recriminándole su comportamiento y le amenazó con el despido.
A partir del día siguiente, el Tato volvió a ir temprano al estanco, pero iba aprovechando para robar pequeños artículos que tuvieran un cierto valor: mecheros de plata, pipas, puros habanos de los más caros. No eran artículos de lujo porque aquel era un estanco de barrio, pero eran muy fáciles de vender en el Rastro, donde empezó a acudir los domingos. Los vendía baratos y se los quitaban de las manos.
A las dos semanas se presentó la Policía en el estanco y se llevó a Félix.
—¡Maldita la hora en que hice una obra de caridad contigo! Los gitanos sois todos iguales —le despidió el Manco.
A las tres horas, Félix estaba en la calle. Hurto, así que no había posibilidad para la prisión. Pero otra vez estaba sin trabajo y ya jamás podría mirar a la cara a don Federico, al que se prometió no volver a llamar.
Merche se echó a llorar al enterarse de todo aquello. Bastante tenía con que su hijo mayor hubiera salido al golfo de su padre, como para que ahora el pequeño también se le echara a perder. No tenía quien le ayudara a enderezar aquel árbol que se iba torciendo día a día. Estaba sola, sin hombre. En su trabajo, al tratarse de una pequeña empresa de limpieza, solo contrataban mujeres. El único que podía ayudarle, como siempre, era el tío Claudio. Su cuñado conocía mucha gente en el barrio: él podía encontrar un nuevo trabajo para su hijo. Aunque nunca se habían llevado bien, aunque él la odiase desde que la conoció, aunque ella creía que él sabía lo ocurrido con su marido, aunque su hijo Antonio lo había amenazado de muerte, no tenía más remedio que volver a llamarlo.
Había un bar en el barrio cuyo dueño acababa de fallecer. Era un bar del polígono I con mucha y variada clientela y que tenía un nombre muy llamativo: Polonio. Los días de diario, los cafés matutinos de los trabajadores, las copas de solisombra de los obreros de la construcción, los desayunos de las amas de casa a la vuelta del mercado, los cafés y bocadillos de media mañana, los aperitivos antes de comer; a la tarde las partidas de amigotes con su copa, café y puro, las cañas de los curritos al volver del trabajo y hasta los cubatas de los borrachines nocturnos. Los fines de semana del Polonio eran distintos: el bar se abarrotaba de familias sentadas, amigos de pie y parejas abriéndose hueco en la barra a codazos o como podían. Todos acudían a la llamada de las magníficas y humeantes raciones de bravas, de gambas con gabardina, de mejillones tigres, de sepia, de oreja a la plancha y de calamares a la romana. El bar estaba siempre lleno. Al morir el dueño, se necesitaban nuevos brazos. La viuda y cocinera, Silvestra, decidió modificar el escalafón del negocio. Sustituyó a su marido por su hijo mayor, Onofre, como jefe de operaciones tras la barra y puso al menor, Goyito, como lugarteniente de su hermano en la barra y enlace con el camarero de mesas, el puesto más ingrato. Ese era el lugar vacante y allí acabó Félix pidiendo comandas y abriéndose paso con sus bandejas entre la abigarrada clientela.
Félix encajó en aquel trabajo como la última pieza de un puzle. Trabajaba más horas que en el estanco, era verdad. Trabajaba hasta los domingos, cierto. Y cobraba menos, cierto también. Pero se pasaba todo el día moviéndose, hablando con gente, escuchando chistes e historias divertidas o interesantes. Pronto comenzó él a intervenir en las conversaciones y, como era de buen carácter, se ganó el cariño de muchos clientes que lo trataban con simpatía. Se dio cuenta de que el bar, en realidad era como una gran familia que le había aceptado en su seno. Y, además, estaban las propinas, que no eran muy cuantiosas, pero que unidas a su sueldo, le acababan dando bastante más dinero del que ganaba en el estanco. Podía ayudar a su madre y aunque ella siguió fregando escaleras, su aportación les permitió vivir con menos estrecheces.
—Te he comprado un lavavajillas a plazos —le dijo un día lleno de orgullo.
Félix veía de vez en cuando a sus antiguos compañeros del colegio, que entraban al bar, solos o con sus padres. Anabel se había hecho una adolescente morena de carnes prietas. No era guapa, pero sus ojos negros eran profundos como pozos y Félix adivinaba que sus pechos se afirmaban ya como duras manzanas contra el jersey. Le gustaba verla por el bar y se saludaban con simpatía. También iban Álex y el Ratón con otros tantos a jugar a la máquina de las bolas. Félix los veía golpeando los mandos incluso cuando ya la partida había terminado: no tenían más dinero. Le hacía gracia que aquellos niños de papá fueran ahora más pobres que él. A veces él guardaba la bandeja bajo el brazo y se ponía a hablar con ellos, pero pronto le parecía a Félix, siempre algo acomplejado, que la conversación languidecía y él no sabía qué decir y acababa marchándose tras el mostrador pretextando que tenía trabajo. Luego, al tiempo, les preguntaba qué hacían, pero ya no escuchaba sus respuestas. Él ya no era como ellos. Ellos estudiarían su bachillerato, sus carreras, tendrían trabajos a los que acudirían con traje y corbata, se casarían y se irían del barrio y serían señores con su esposa y sus niños. Y a él le mirarían siempre por encima del hombro, como a un vulgar camarero. Ya le miraban con cierta conmiseración, de hecho. Así era la vida. Menos mal que a él le daba todo igual. Al fin y al cabo, él era feliz y se sentía a gusto consigo mismo y con sus nuevos amigos del bar. Recordó entonces las palabras que siempre repetía don Federico: “El colegio es la escalera del ascenso social.” Él ya había llegado al peldaño más alto de su escalera. Otros quizá llegaran más alto, pero él no le pedía más a la vida.