Capítulo 24. El Montserrat

(Jueves, 18 de septiembre de 1980)

Well I don’t care about history /Rock, rock, rock’n’roll high school / ‘Cause that’s not where I wanna be /Rock, rock, rock’n’roll high school /I just wanna have some kicks / I just wanna get some chicks / Rock, rock, rock, rock, rock’n’roll high school.

(Rock’n’roll high school. The Ramones)

            La calle del doctor Esquerdo fue en los inicios del siglo XX una de las rondas del viejo Madrid, marcando durante décadas la frontera entre la capital y los viejos municipios colindantes. Mirando al este, desde allí se divisaban, en pronunciada pendiente o en abierto barranco, varios caminos que bajaban hacia el viejo Abroñigal, cauce sereno que cruzaba las huertas y las vaquerías. Detrás de la mancha verde del arroyo se contemplaba, como sábana tendida al sol, el lomo pardo de las fértiles y extensas dehesas de Moratalaz, varios centenares de hectáreas que ascendían lentamente entre campos de cebada y manantiales hasta llegar al Pico de los Artilleros.

            En aquellos años el antiguo tren de Arganda todavía salía de la estación del Niño Jesús, frente a la verja del Retiro y reptaba por las calles de Primero de Octubre y Sainz de Baranda buscando los campos de las afueras. Para cruzar la frontera de la calle del doctor Esquerdo, el ferrocarril atravesaba un túnel subterráneo. Nada más salir de su oscuridad, la máquina de vapor ya había abandonado Madrid y aumentaba su velocidad al descender por una pronunciada ladera, arrastrando su penacho de humo campo abajo por los picaderos, las granjas y las vaquerías, camino del arroyo Abroñigal y de la dehesa de Moratalaz.

             El colegio Montserrat se edificó justo al final de ese estrecho y oscuro callejón que surgía inopinadamente de la calle de doctor Esquerdo.  Al salir de la boca del metro de Sainz de Baranda, muy cerca del viejo Hospital de Madrid o del gran concesionario de la Citröen, nadie podía imaginar que solo con doblar la primera bocacalle a la derecha y bajar unos cuantos pasos aquella empinada callecita casi sin farolas, uno estuviese ante un centro de estudio. Y es que, a cincuenta metros de la ancha avenida de ocho carriles, el instituto permanecía oculto, tranquilo, agazapado en lo que fuera la antigua ladera. Alejado de la circulación y el ruido, sus ladrillos rojos observaban con perplejidad el incomprensible túnel que a su costado servía de extraño aparcamiento a los coches de los edificios del Retiro 2 y el estrecho camino de tierra que, a su espalda, ocultaba la vieja vía del tren y bajaba serpenteando en dirección al barrio de la Estrella, sin sospechar siquiera el pasado ferroviario cuyos mudos vestigios contemplaban. 

Javi y Gonzalo fueron por primera vez al Montserrat en metro y al salir por la boca de Sainz de Baranda se sintieron un tanto desconcertados. Tuvieron que preguntar a un hombre por la dirección del centro, la calle José Martínez de Velasco. Les sorprendió que les mandaran descender por aquella pequeña calle lateral con baches que parecía conducir a ninguna parte. Cuando vieron por primera vez el instituto, los dos amigos sintieron una cierta decepción. El centro Montserrat, el sagrado lugar en el que estudiarían su bachillerato, ese prodigio de la pedagogía moderna que tanto habían alabado sus maestros y el propio Bértold, no era más que un pequeño edificio de ladrillo rojizo, familiar y desgastado, situado al fondo de un callejón oscuro. Donde ellos habían imaginado un centro grandioso, de proporciones inabarcables y aristas afiladas, en el que centenares de estudiantes discurrirían como hormigas, empequeñecidos ante la grandeza arquitectónica, se toparon con un pequeño bloque de ladrillos humildes y erosionados, rodeado de una ridícula valla de hierro que apenas llegaba a la cintura de los alumnos, incapaz de impedir la entrada de personas ajenas al centro. Tras ella, un pequeño patio, en el que un par de bancos de madera y una decena de arbolitos enclenques yacían dispersos sobre la superficie de arena.

            Era una luminosa tarde de septiembre y el sol todavía apretaba con fuerza, por lo que decenas de alumnos se cobijaban a la sombra del edificio, repartidos en pequeños y grandes corrillos. Eran todos los novatos que esperaban su primer día de clase con un cierto nerviosismo, a pesar de la fama cordial y tolerante de que disfrutaba el centro. El Montserrat dependía de una fundación católica y según rezaba su ideario educativo, pretendía insuflar en sus alumnos el humanismo cristiano. Lo cierto es que se trataba de un centro privado, pero subvencionado con fondos públicos, por lo que acogía en sus aulas un alumnado heterogéneo. Por un lado, estaban los estudiantes de los barrios cercanos, La Estrella y Retiro, chicos de familias liberales sin apreturas económicas y por el otro, alumnos venidos de otros barrios de Madrid, atraídos por la tolerancia y el espíritu democrático por el que era conocido en determinados ambientes políticos, intelectuales y educativos. Esos hijos de oficinistas y trabajadores cualificados compartían pupitre con los vástagos de algunos políticos, artistas e intelectuales de ideología izquierdista. 

            Al llegar, Javi y Lito saludaron con alegría a algunos compañeros de su antiguo colegio que ya habían hecho un corrillo donde se contaban las aventuras del reciente verano. Los chicos y las chicas se mostraban nerviosos y radiantes, felices de comenzar esa nueva etapa de su vida. Hablaban animadamente de sus vacaciones, distrayéndose de lo que realmente pensaban. Suponían que el instituto sería un lugar muy serio donde ninguna broma estaría permitida. Una férrea disciplina les ataría y tendrían que trabajar de firme para poder aprobar. A pesar de todo, una luz de esperanza les hacía mirar todo con optimismo: habían consultado las listas y sabían que iban a estar juntos en la misma clase y eso era muy importante para ellos. Era un consuelo saberse bien acompañado al iniciar esa nueva aventura. Ya tenían deseos de que aquel barco zarpase.

Los dos amigos, como todos los demás, habían elegido cuidadosamente el vestuario para ese primer día de clase. Javi quería dar una imagen informal y rebelde, así que iba con los vaqueros más desgastados que tenía, zapatillas John Smith y una camiseta por fuera del pantalón. Su ilusión era tener una chupa vaquera, pero todavía no había juntado el suficiente dinero. Lito se había vestido una camiseta jipiosa que le había comprado su hermano Barto en el Rastro.

            Allí se representaba el pequeño teatro del mundo y Gonzalo y Javi extraían conclusiones sobre cómo eran sus nuevos compañeros a partir de lo que veían. Los chavales adoptaban la actitud que les parecía más adecuada a su nueva condición. Porque todos se esforzaban en demostrar que ya no eran niños de colegio, sino algo mucho más importante: estudiantes de instituto. De un momento a otro se iba a alzar el telón de la obra de sus vidas y un nuevo acto, unas nuevas escenas, un nuevo papel esperaban para ser representados. El vestuario, el peinado, la apariencia física, meditados con la almohada, habían sido inspeccionados cuidadosamente ante el espejo para que no hubiera el más mínimo fallo. Los dos amigos comprobaron que entre los chicos no había reminiscencias de la infancia: ni pantalones cortos, ni crenchas bien marcadas a raya y remojadas con colonia por madres autoritarias o sobreprotectoras. Los colgantes y las pulseras de cuero o bisutería se mostraban con orgullo, como símbolo de afirmación juvenil. Todos llevaban zapatillas de deporte y vaqueros, aunque era posible distinguir a los más ricos, porque lucían con orgullo los logotipos de marcas caras y prestigiosas. Todos habían elegido unos pantalones vaqueros; la diferencia había que buscarla en la prenda superior. Los más pijos, y ambos comprobaron que allí había unos cuantos, lucían polos de Lacoste o Burberrys; otros chicos vestían camisetas con logotipos de marcas variadas; algunos usaban camisetas de marcas deportivas y los menos, los más humildes, se cubrían el cuerpo con camisas de manga corta ya pasadas de moda, de cuadros o de rayas, más propias de oficinistas que de adolescentes. Javi observó que un pobre chico con gafas y mirada cándida, algún despistado sin duda, asomaba el cuello por encima de una camiseta con el dibujo de un muñeco infantil de la televisión. Otros alumnos le miraban burlones. Javi también le hizo una seña a su amigo para que le echara una mirada y se divirtiese. 

            Entre los chicos había también quien lucía con orgullo su bigotillo incipiente y quien, por timidez, se lo había rasurado cuidadosamente ese día. Algún chaval sonreía intentando ocultar un insidioso acné tras cremas faciales. Otros procuraban no sonreír para que no se le viesen los dientes o habían dejado crecer su pelo para ocultar sus orejas de soplillo. Estaban también quienes exhibían su disposición a la pelea detrás de una mirada aparentemente descuidada y los que querían aparentar una imposible madurez tras sus inadecuadas gafas de sol. 

            Allí todos, chicos y chicas, se unían para representar un teatro muy animado y ruidoso. Una escena costumbrista. Los gritos amenazantes de unos chicos, los chillidos histéricos de otros, las carcajadas nerviosas de las chicas, los golpes a las vallas, las patadas a los botes y hasta el rugido de algunas motos se elevaban como una ofrenda de la adolescencia a los cielos. Algunos vecinos, asomados a las ventanas, contemplaban desde los bloques adyacentes aquella inauguración anual de los nuevos estudiantes de instituto, los próximos adultos, meneando la cabeza en señal de desaprobación. Otros sonreían comprensivos recordando viejos tiempos.

            Todos estaban en ese momento eligiendo su nuevo papel para abandonar la niñez y enfrentarse a nuevos retos. Los andares pretendían ser interesantes, rotundos, firmes y en algunos casos, hasta desafiantes. Había quienes caminaban exageradamente erguidos, como orgullosos nobles camino de la guillotina, estirando su columna vertebral para alcanzar un par de centímetros. O quienes levantaban los hombros y ensanchaban el pecho al respirar con la ilusión de adquirir unas espaldas y un pecho más fuerte y varonil e incluso quienes pretendían un aire de trotamundos, de jóvenes con gastada experiencia que ya estaban de vuelta de la vida arrastrando los pies y haciendo oscilar sus hombros al caminar. Algunos chicos peleaban en broma, golpeándose sin acritud, dándose collejas y palmadas, abrazándose como luchadores por el mero placer de probar sus jóvenes fuerzas, de manifestar su nuevo poder. Algunos de estos golpes desembocaban en breves intercambios de puñetazos o en agarradas alegres que recordaban los topetazos de los animales en celo y que solo en ocasiones acababan en una agria discusión. 

Los dos amigos, sin consultarse entre sí, se echaron hacia atrás hasta apoyar sus traseros sobre la valla del instituto, separándose algo del grupo como si quisieran demostrar su carácter independiente. Pero sus amigos se acercaron a ellos el mismo par de pasos que ellos habían retrocedido. Ahora Javi y Lito seguían la conversación sostenidos desganadamente contra la débil valla, mirando con fingido desinterés a sus nuevos compañeros. Esta actitud pasiva y humilde le resultaba a Javi más natural que la de otros compañeros que por allí veía, que exageraban todos sus actos y gritaban desaforadamente, mostrando que estaban todavía en lo que llamaba su madre la «edad del pavo». Los dos amigos se dedicaron a mirar a las chavalas y compartir sus hallazgos. ¡Quién sabía si esas chicas tan guapas estarían en su misma clase! 

            También las chicas participaban animosamente en aquel teatro. La mayoría reía a carcajadas en animados grupos. Algunas cuchicheaban y miraban a su alrededor. Los chicos creían que algunas querían lucir orgullosamente sus dos nuevos tesoros, esos dos senos que habían crecido casi de forma mágica y que otras, más tímidas o incluso acomplejadas por el tamaño de sus pechos, parecían encoger los hombros para ocultarlos. 

             Los chicos escudriñaban, con miradas subrepticias o descaradas, la provocativa minifalda, la ajustada camiseta de tirantes que apretaba los pechos y dejaba visibles las cintas del sujetador o los pantalones vaqueros bien ceñidos hasta dibujar con nitidez lo que escondían en su interior. Gustaban también de las niñas que remarcaban sus ojos y labios con maquillaje. Otras, las de aspecto interesante, las que les parecían más independientes y maduras, con sus descuidados petos vaqueros o su camiseta morada, también requerían su atención. Las de la falda honesta y amable, el pantalón sencillo escogido por las madres para asistir a un nuevo centro a escolar y las que todavía ocultaban su infantil aspecto tras un velo de pudor y vergüenza; esas no existían. 

            De repente, un chaval delgado y de pelo rizado, que vestía unos vaqueros y una camiseta roja en la que se leía el logotipo de la marca “Lee” en letras blancas y se ocultaba tras unas gafas de sol, se acercó al grupo intentando hacerse el simpático con las chicas del colegio de Gonzalo y Javi. Ambos lo miraron intentando saber de quién se trataba, pues su silueta les resultaba vagamente familiar. De repente y con un gesto pretendidamente seductor, el chaval se encaramó a la barandilla del patio para sentarse, pero lo hizo con tanto impulso, que se abalanzó de espaldas fuera del instituto en una caída propia de una película cómica. Cuando se levantó, el resto de los chicos le miraba riéndose de su costalada. El chico de la camiseta roja, sin saber qué cosa mejor hacer, secundó también las risas mientras se limpiaba el polvo de los pantalones.

            —Menuda hostia se ha dado este —rio Gonzalo.

            —Por payaso —le secundó su amigo riendo. 

            —¿No te has dado cuenta de quién es? —le dijo entonces Lito observándolo con detenimiento—. Es Riqui, el hermano del Calimero, ese que se pasa la vida en el Polonio jugando a la máquina.

            —¡Es chachi! —dijo Javi recordando que le habían visto de vez en cuando al acercarse al barranco, jugando a la máquina en el bar Polonio o cuando pasaba por su plazoleta camino del metro.

            De repente, el sonido del timbre rasgó el griterío hasta situarlo al fondo y el tropel de chicos entró en el edificio desordenadamente.  Con un cierto temor, también los alumnos franquearon por primera vez las puertas del centro y éste les recibió cordialmente, dejándoles cruzarse bromas mientras subían por sus viejas escaleras y conduciéndoles por sus albos pasillos hasta las respectivas clases. Los alumnos subían con rapidez y haciendo mucho ruido al pisar los crujientes peldaños de madera; pero no por alborotar, sino por los nervios que les producía enfrentarse a su primer día de clase. 

            —Nos sentamos detrás, ¿eh? —le avisó entonces Gonzalo.

            —Vale —le contesto su amigo.

            Ya en el aula, Javi se precipitó a un pupitre de la última fila y guardó sitio a Lito que se sentó a su lado inmediatamente. Elegir el último pupitre era ya toda una declaración de principios que manifestaba su decisión de alejarse de los profesores y del mundo de los adultos, de buscar una independencia real o ilusoria desde el fondo de la clase. Quienes buscaban allí su sitio, ya se mostraban más interesados en pasar el rato alegremente que en prestar atención a las explicaciones. Una vez sentados, los dos amigos contemplaron sin hablarse el aula de paredes verdes, suelos limpios y pizarra impoluta. Encima de ella, un estilizado crucifijo sin Cristo presidía la clase. Esta era luminosa y alegre, pues estaba completamente acristalada por ventanas que vigilaban el pequeño patio exterior. Allí, dejando vagar la vista unos instantes contemplando la pizarra o mirando a los nuevos compañeros, Javi y Gonzalo, como todos los alumnos de la clase, se preguntaban: “¿Cómo será la vida en el instituto?, ¿seremos capaces de estar a la altura del reto que hoy comienza?”. 

            Al fin entró un hombre bajito, feo y barbudo que se les presentó como su tutor, un tal Jesús y con sonrisa insegura comenzó a dictarles el horario de la semana, el nombre de sus profesores y los libros que debían comprar para cada asignatura. Gonzalo no llevaba papel ni bolígrafo; eso le parecía adecuado porque le ayudaba a construirse una imagen de joven independiente, rebelde ante las normas sociales de los adultos. Javi solo llevaba el suyo, así que Lito se lo pidió al compañero del pupitre de al lado. 

            —No tengo ni para mí —le contestó este con voz cascada. 

            —Pues estamos buenos. Yo me llamo Gonzalo ¿y tú?

            —Yo, Juan Carlos, pero todos me llaman Torres, por el apellido.

            —Bueno, a mí todos me llaman Lito —sonrio amistosamente.

            Gonzalo le tendió la mano blandamente, pero Torres se la apretó con fuerza. A Lito le pareció que con ese gesto, el otro chaval quería demostrarle su hombría y su madurez. Torres era un chaval de esos achaparrados, con una estructura ósea fuerte. Lo más destacable de su cara era una nariz aguileña, unos ojos saltones y un pelo moreno y encrespado. Todo en él parecía agreste. Gonzalo entonces se dio cuenta de que el que acompañaba a Torres en el pupitre era Riqui, el chico de la camiseta roja y las gafas de sol, el que había hecho el ridículo un poco antes al caerse por la barandilla.

            —¿Queréis un boli? —les dijo mostrándoles dos nuevecitos—. Tomad. Me llamo Riqui.

            —Ya te hemos conocido antes —le dijo Torres con una risa burlona mientras cogía su boli.

            —Sí —reconoció el otro sonriendo abiertamente—. Menuda hostia me he dado por hacer el payaso delante de las chavalas. Es el riesgo que corremos los que estamos obligados a ligar a todas horas. 

            —¿Obligados?

            —Haciéndome cinco pajas diarias, tú me dirás, tronco —le dijo Riqui riendo.

            Los cuatro se rieron procurando no hacer mucho ruido. Javi lanzo una carcajada franca. Le gustaba la gente desinhibida, que era capaz de burlarse de sí misma y de su propio comportamiento. A todos les pareció que, como una chispa, una corriente de simpatía había brotado repentinamente entre ellos. Siguieron cuchicheando bromas mientras copiaban el horario y la lista de libros que debían comprar. Esa era la ventaja de sentarse por allí detrás: la impunidad de saberse fuera del radio de audición del profesor. 

            El tutor se fue raudo tras hacer su dictado de clases, materias, profesores, libros de texto y pasar lista. Ya no tenían que volver hasta el lunes en que empezarían las clases. Los alumnos quedaron solos, algo perplejos de que todo hubiera sido tan rápido. La clase se fue vaciando.  Los chicos bajaron las escaleras más despacio de lo que habían subido y con más aplomo. ¡No había pasado nada del otro mundo! Simplemente les habían dictado cuatro cosas. ¡No empezaba mal aquello! Y contentos por haber superado con tanta facilidad la primera prueba, a la salida del centro se arracimaron en grupos contándose las impresiones que les había causado el instituto, todos los detalles relativos a esa primera toma de contacto.

            Muchos habían conocido nuevos compañeros y se despedían con cierta torpeza, sin la cordialidad gastada por el uso. Otros intentaban alargar el encuentro porque les había gustado algún compañero nuevo y querían amistar con él. Los cuatro amigos se acercaron de nuevo a la valla. Entonces se les acercó un chico fornido que habría sido llamado excéntrico si no fuera un adolescente. Lucía un largo flequillo, iba ataviado con una extraña guerrera militar adornada por una hoz y un martillo y ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol. Sus manos estaban ocultas en los bolsillos de la zamarra, por lo que, al andar, su aspecto era parecido al de un jarrón con asas.

            —Hola, me llamo Juan Boráu. Tú eres el hijo de Ricardo Ballesteros, el concejal presidente de la Junta de Distrito de Moratalaz, ¿verdad? —dijo alargando su barbilla hacia Riqui—. Ya me dijo mi padre que íbamos a ser compañeros. Mi padre también es concejal en el Ayuntamiento como el tuyo, pero del PCE. 

            —Ah, vale —le contestó el chico de la camiseta roja sonriendo.

            —¿Sabes que también vienen a este colegio los hijos de otros miembros del PSOE y el PCE? ¿Los hijos de Felipe González, los de Maravall, Ernest Lluch y también los hijos de algunos intelectuales?

            Riqui lo sabía, pues su padre había elegido el Montserrat por esa razón; pero se calló encogiéndose de hombros.

—¿Tú estás en las Juventudes Socialistas? —le espetó entonces con rapidez el nuevo compañero.

            —¿Yo? —Riqui le respondió con extrañeza absoluta, como si le acabaran de preguntar la cosa más rara del mundo.

            Juan Borau, sin sacar las manos de los bolsillos de la cazadora, se lanzó entonces a explicarle que él era militante de las Juventudes Comunistas y que estaban luchando por la legalización del jachís. Y que si quería podía unirse a su campaña como independiente. 

            —Yo paso —respondió Riqui con la misma sonrisa de antes.

            Boráu explicó todos los pormenores de la campaña y citó a su padre tres o cuatro veces. Los demás le comenzaron a mirar con sorna. Querían quitárselo de encima, pero él otro insistía. Parecía que no iba a callarse nunca.

            —Pues con todo lo que habláis y todas esas firmas y esas manifestaciones y todo ese rollo que proyectáis, no sé cuándo tendréis tiempo de fumaros los porros —le dijo con sorna Torres. Los otros tres comenzaron a reírse abiertamente del militante y Boráu, tras reiterar la invitación a Riqui, se fue pretextando que se le hacía tarde.

            —Menudo gilipollas —dijo Riqui nada más que el nuevo compañero se fue.

            —Le podemos llamar el Vizconde —dijo Torres al que le encantaba poner motes a la gente—. ¿No os habéis dado cuenta de que es un poco bizco?

—Todo el rato con su padre en la boca —afirmó Javi sin prestar mucha atención al comentario de Torres.        

            —Este tiene la lista de alumnos en su casa y la repasa cada día con su padre —dijo riendo Lito—. Tienen los hijos de políticos subrayados y el padre le obliga a memorizarlos…

            —¿Y tu padre es de verdad el concejal de Moratalaz? —preguntó Torres.

            —¡Mi padre es un gilipollas! —contestó con energía Riqui. Los demás le miraron con más simpatía tras esas palabras.

 Los cuatro nuevos amigos prosiguieron su charla. Tres de ellos eran de Moratalaz, lo que les alegró sin saber muy bien por qué. El hijo del concejal también había reconocido a Gonzalo y a Javi.

            —A veces vais al Polonio a jugar a la máquina  —les dijo Riqui con seguridad.

            —¿Y tú de qué barrio eres? —le preguntó Javi a Torres.

            —Yo vivo aquí al lado, en la calle Sainz de Baranda, al lado del Retiro —contestó con su voz oxidada para añadir rápidamente—. ¿Nos pillamos una birra de litro?

            —Vale —asintió Lito.

            —A mi no me gusta la cerveza —anunció Riqui.

            —Pues no bebas, tronco —le replicó Torres haciéndole ver que no le importaban sus gustos—. Vamos a pillar también unos cigarritos sueltos al quiosquero, que vende.

            A la espalda del instituto había un pequeño quiosco de prensa encaramado en la calle de Sainz de Baranda. Un armazón de hierro y cristales, que como una garita forrada de papel, servía como puesto de venta de periodicos a un viejo mutilado. Para llegar hasta él había que cruzar el polvoriento camino de arena que salía del túnel y subir unas empinadas escaleras.

            —¿Y ese túnel? —preguntó Javi al verlo a su izquierda.

            —Da al Retiro 2 —les aclaró Torres—, que son las torres esas que se ven ahí.

            —Vaya túnel más raro —dijo Javi mientras seguía pensando en la utilidad que podría tener aquel extraño agujero bajo la calle de doctor Esquerdo.

            —Pues no es nada raro —le contestó Torres riendo—. Es un aparcamiento y punto. ¿No ves los coches?

            Javi arqueó las cejas y frunció los labios en un gesto cómico de escepticismo que repetía cuando reflexionaba. 

            El viejo quiosquero compraba paquetes de tabaco y vendía sus cigarrillos sueltos a los estudiantes del instituto, algo que era ilegal. Torres, que lo sabía, le compró dos cigarrillos por un duro cada uno.

            —¿Tiene cervezas de litro? —le dijo entonces Riqui al quiosquero.

            —No, esto es un quiosco —le contestó el viejo sin dejar de mirar su televisor.

            —Pero si vende tabaco, también puede vender cervezas de litro —insistió Riqui con simpatía.

            —¿Tú qué quieres, chaval, que me lleven preso? —le dijo riendo el viejo mientras se encogía de hombros y volvía a concentrarse en el televisor.

            Los chavales se acercaron hasta la avenida del doctor Esquerdo y la cruzaron por el paso de peatones para llegar al otro lado. En la calle de Sainz de Baranda pudieron comprar la cerveza de litro en una vieja panadería. Luego se sentaron en un banco de los bulevares a disfrutar del litro tranquilamente. Bebían del gollete y se pasaban la botella grande de boca en boca sin mostrar repugnancia por posar los labios donde otro los acababa de poner. Tan solo Riqui no bebía. Un precioso crepúsculo otoñal acariciaba los edificios, dándoles una tonalidad cárdena. A lo lejos, deslumbrada por los últimos rayos del sol, se adivinaba la silueta parda del Retiro.

            —Mola este barrio —dijo Lito.

            —Mola más Moratalaz —terció Javi—. Es más auténtico.

            —Pues a mí me mola más este —le llevó la contraria Riqui—. Es mucho más céntrico, tiene el Retiro al lado.

            —¿Y qué?

            —Pues que el Retiro es el mejor parque de Madrid. Si los pisos son mucho más caros que en Moratalaz… será por algo —insistió Riqui.

            —¿Queréis? —les dijo Torres ofreciéndoles tabaco, pero ninguno aceptó. Riqui no fumaba y los dos amigos no querían que Torres viese que no sabían tragarse el humo como hombres, por lo que le dijeron que no les apetecía.

            —Ese quiosquero es un pringao —dijo Riqui—. Si vendiera los litros de cerveza, la basca del instituto no tendría que venirse hasta aquí. Haría una pasta. Si yo fuera el quiosquero, vendería mogollón de litros. Seguramente treinta, cuarenta y hasta cincuenta diarios que, a treinta pesetas de beneficio por cada uno, serían…

            —¡Hostia —reconoció maravillado Javi—, mil quinientas pelas diarias! 

            —¡Tú flipas! —le contestó Torres con escepticismo—. ¿Y dónde ibas a meter los litros?

            —Pues muy fácil, tronco. En una nevera, detrás del mostrador. 

            —¿Pero no te ha dicho que eso es ilegal? —insistió Torres mientras les demostraba su habilidad haciendo volutas de humo—. ¡Pues vaya hijo de concejal estás tú hecho!

            —¡Gilipolleces! —zanjó Riqui mientras se ponía las gafas de sol—. Como que la policía va a inspeccionar si tiene una nevera o no…

            Torres se dio por vencido, pero empezó a recelar de que aquel tipo fuera verdaderamente el hijo de un concejal. ¿Así eran los hijos de los políticos? Riqui siguió hablando de dinero y de las posibilidades de negocio que estaba desaprovechando el quiosquero teniendo a su lado todo un instituto. 

            —Yo vendería también bollos, bocadillos…

            —Sí, —le cortó Torres burlón— y condones también… Un supermercado.

            Todos rieron con alegría. Pero a Javi le pareció que las ideas de Riqui no eran tan descabelladas. Mucho más interesante le pareció la siguiente.

            —Pues yo pienso comprar los libros de segunda mano. En una calle del centro, la calle de los Libreros, al lado de la Gran Vía, va estos días todo el mundo a vender los suyos usados. Y muchos están nuevecitos. Yo le pido a mi viejo dinero para comprarlos nuevos, compro los de segunda mano baratitos y me quedo con la diferencia.

            —¡Esa sí que es una idea cojonuda! —asintieron todos alegremente mientras Riqui sonreía triunfalmente.  No hacía ni cinco minutos que se conocían y ya les había demostrado su carácter emprendedor. Quedaron en llevar aquel maravilloso plan a la práctica esa misma semana. 

            —Pues es mejor robarlos —dijo Torres mientras hacía una voluta perfecta con el humo del cigarrillo. Y luego tras una pausa, añadió mientras les mostraba una china envuelta en papel de aluminio—. Tengo una china. ¿Nos hacemos un porro?

            —Es un poco tarde —contestó Javi mientras Torres se encogía de hombros.

La tarde se agotó de improviso y un manto de frío se les echó por los hombros. Era la hora de volver al barrio y, dejando la botella de cerveza vacía junto al banco, se levantaron con decisión. Torres se marchó andando a su casa, mientras que los otros tres tomaron el metro.  Se despidieron efusivamente, con la certeza de que aquella tarde todos habían sentido el afecto puro, la concordia y la identidad de espíritu que solo se siente con los verdaderos amigos.

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