Capítulo 31. Los billares

(Miércoles,19 de noviembre de 1980)

El veinticinco de junio / le dijeron al Amargo: / “Ya puedes cortar si quieres /las adelfas de tu patio. / Pinta una cruz en la puerta / y pon tu nombre debajo / porque cicutas y ortigas / nacerán en tu costado, / y agujas de cal mojadas / te morderán los zapatos. / Será de noche en lo oscuro / por los montes imantados, / donde los bueyes del agua / beben los juncos soñados./ Pide luces y campanas / y aprende a cruzar las manos / y a gustar los aires fríos / de metales y peñascos, / porque dentro de dos meses / yacerás amortajado».

 (Romance del Amargo. Camarón de la Isla)

Galaxian (1979)

Los futbolines no son iguales en todo el mundo, ni en toda España. En este enlace puedes ver una foto de un futbolín madrileño, con jugadores de madera representando al Atlético y al Real Madrid.

En este enlace se puede ver el archivo documental de la tienda Discoplay, que estaba en Los Sótanos de la Gran Vía (Madrid).

Cuando el Ratón subió la persiana con gestos enérgicos, el sol entró a ráfagas, espasmódicamente, hasta inundar su habitación y hacerle daño en los ojos. Gerardo se alegró de que ese día hubiera huelga y no tuviese que ir al instituto. Un sol redondo, poderoso y triunfante, coronaba el azul del cielo. Ni una nube. No podía empezar mejor aquel día de descanso. Se asomó por la ventana y sonrió viendo a las mujeres que acarreaban sus bolsas por las aceras de la plazoleta, entreteniéndose en algunas ocasiones a charlar con otras conocidas con las que se cruzaban por el camino hacia el mercado. Siempre resulta agradable ver a otros atareados cuando uno está descansando, pensó.

Desayunó tranquilamente y como no tenía nada que hacer hasta el entrenamiento de la tarde, se bajó a la calle con la pelota entre los pies. En los bancos estaban Vicente y Juanan, ataviados con sus sempiternas zamarras de camuflaje. Al Ratón le resultó extraño ver a aquellos dos, hasta hace poco centro y mando de la plazoleta, solos, como si la fortuna les hubiera abandonado. Pero comprendió las razones sin dificultad. De forma extraña, ya no se bajaban nunca Román, ni Esteban, ni el Venezolano, ni muchos otros. Pablo ahora solía irse con Alberto donde este fuera y lo mismo hacían Javi y Gonzalo. También se acordó del Peonza con una sonrisa burlona. No habían vuelto a verle el pelo desde aquella tarde en que fueron a su casa. En fin, él mismo prefería irse con Álex y los chicos de su plazoleta a jugar al fútbol que estar allí oyendo sus rollos. En realidad, todo era cuestión de gustos. A Alberto y a Pablo les interesaba el cine y la música, a él le interesaba el fútbol y a Vicente y Juanan… ¿qué les interesaba? Las pibas, acabó razonando el Ratón, mientras se acercaba a ellos sosteniendo en el aire la pelota, empeine, empeine, tacón, muslo, empeine…

—No veas como mola esto de la huelga de profesores, niño —le dijo Vicente nada más verlo con una risotada de las suyas, un poderoso graznido que parecía más destinado a llamar la atención que a expresar un sentimiento.

—A ver si es verdad que dura semanas —se animó Juanan.

—¿Y los demás? —les preguntó el Ratón cambiando de tema.

—Se han ido todos al centro, a la Gran Vía, a comprar discos a una tienda que no sé cómo se llama —dijo Vicente con otra de sus risotadas.

  La conversación giró en torno a la huelga. Vicente y Juanan estaban ilusionados con que la huelga indefinida de los profesores durase mucho, por lo menos hasta el final del trimestre.

—No creo que dure tanto —les desanimó el Ratón.

—¿Y por qué no? —le contestó Juanan.

—Alberto dice que los profesores no aguantarán tanto, porque no les apoyan los sindicatos y una huelga indefinida es una locura…

—¿Y ese qué sabrá? —le cortó Vicente.

—Yo no duraría ni un día —le contestó el Ratón mientras se encogía de hombros con una media sonrisa—. Les descuentan una pasta por cada día que hacen huelga.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Juanan.

—¡Pues claro! ¡Si no currasen y les pagaran igual, harían huelga todos los días, coño! —le contestó Vicente con otra de sus carcajadas. 

            Eran las once y media. Vicente les propuso ir a los billares: hacía mucho que no se pasaban por allí y esa mañana, con la huelga de profesores, estarían llenos. Podían echar unos pierde-paga en los futbolines hasta la una o así, en que habían quedado con Azucena y Sofía, cuando ellas volvieran del mercado, de ayudar a sus madres a hacer la compra. 

            —Pero yo no tengo pasta —les avisó el Ratón.

            —Pues te pones a mirar.

            Se echaron a andar hacia los billares y al pasar por la plazoleta de Álex, el Ratón lo llamó. El portero se unió a ellos. Era agradable pasear por las calles desiertas del barrio con las manos en los bolsillos. Tan solo se cruzaban con algunas marujas que acarreaban las bolsas del mercado y algunos transportistas que hacían su ruta de descarga por bares y establecimientos. No se veían por allí ni ociosos ni parados, a pesar de la crisis de la que tanto se hablaba por la televisión. Álex y el Ratón se pusieron a comentar el último partido del Aleti, el golazo de Dirceu contra el Español que les había servido para mantenerse líderes, con tres puntos sobre el Valencia y cuatro sobre la Real Sociedad. El Ratón les mostraba a los demás con su propio ejemplo cómo había hecho el golpeo el brasileño para darle ese efecto a la pelota.

            —¡Bah! Al final será campeón el Madrid —le replicó Juanan.

            —Será por los árbitros —le contestó Álex.

            La conversación se tensó. Los dos atléticos discutían con los madridistas. El Ratón les puso como ejemplo el arbitraje de García Carrion el último domingo permitiendo a los jugadores del Español todo tipo de brusquedades. El propio presidente del Atlético, el doctor Cabezas, había denunciado ante la prensa una conspiración arbitral para favorecer al Real Madrid y perjudicar a los rojiblancos.

            —Los del Aleti lloráis hasta cuando sois líderes —dijo Vicente con otra de sus risas—. Siempre tenéis una excusa. Sois el Pupas y no ganáis nada porque vuestros jugadores salen al campo ya pensando en cómo van a perder los partidos y no en ganarlos como los nuestros.

            —¡Pero tú qué sabrás de fútbol si no has ido al campo en tu puta vida! —le dijo el Ratón picado.

            —Pero veo los resúmenes de la televisión… —le contestó Juanan.

            —Los resúmenes están trucados; sacan lo que quieren… —siguió Álex.

            —¡Ya! ¡Vete a la mierda, Ratón! —le contestó Vicente.

            —¡Toma un pañuelo, llorón! —le ofreció Juanan su moquero con tono burlón.

            Juanan y Vicente se rieron con sarcasmo. Sí, claro, los resúmenes estaban trucados. Todo lo que sabían hacer los del Aleti era llorar. La discusión siguió. El Ratón y Alex se iban picando cada vez más. Los madridistas acabaron restregándoles por la cara sus seis copas de Europa y sus veinte títulos de liga, despreciando el palmarés inferior de sus rivales. Los colchoneros les respondían diciéndoles que todos esos títulos se debían a las influencias arbitrales y al general Franco.

            —Hala, Madrid; hala, Madrid; el equipo del Gobierno, la vergüenza del país —cantaba Álex el himno del Real cambiándole la letra.

            Al Ratón le daban ganas en esas ocasiones de partirles la cabeza a los madridistas. Le hervía la sangre. Les repitió casi gritando lo que su padre muchas veces le decía: Para ser del Madrid hay que ser un gilipollas o un sinvergüenza. 

            —¡A llorar a la Cibeles, Ratoncito, que es de piedra y no se inmuta! —le contestó Vicente burlándose de él mientras entraban a los futbolines sin prestar atención a los macarras apostados a sus puertas.

Los billares estaban en un callejón apartado, al lado de la biblioteca de Moratalaz y eran un negocio muy rentable. Aquella mañana, con todos los institutos públicos de Madrid parados por la huelga de profesores y un sol espléndido en mitad del cielo, el local estaba lleno. Su dueño, el Jiménez, un tipo de tez oscura y patillas de bandolero, gobernaba el establecimiento con vista de lince y autoridad de león. Era un tipo bajito, pero tenía unos fuertes brazos velludos y cuando la cosa se ponía recia, era capaz de sacar a pasear sus puños, su garrota aragonesa o incluso su navaja de Albacete si era necesario. No le tenía miedo a nadie y su agresividad se aceleraba de cero a cien con mayor rapidez que la de un deportivo. No sonreía nunca, por nadie mostraba afinidad y eso era bueno, porque todos sabían que en su local estaban seguros, a salvo de peleas y abusos. Él era la ley en aquel billar donde se protegía a todos por igual. No consentía dentro del local ni los insultos, ni las peleas, ni la venta o consumo de chocolate u otras sustancias prohibidas. Por lo demás, se encargaba también de vender ilegalmente en su local cigarrillos sueltos a los menores, cerveza, cubatas y algunas chucherías. 

            Con los chavales había que tomar muchas precauciones. Jiménez recordaba cómo, siendo niño, él mismo y sus amigos ponían papeles bajo las porterías del futbolín o metían las manos en los agujeros de las mesas de billar americano para que las bolas no se perdieran en la panza de la máquina y pudieran jugar hasta cansarse.  A él, desde luego, no le iba a pasar lo mismo. Por eso se daba paseos por entre las máquinas y los futbolines, con la espalda bien erguida y los brazos abiertos, mostrando su musculatura, para prevenir piques entre los chavales y evitar que le hiciesen fullerías.

            Gracias a su firme presencia, el negocio le iba muy bien. Tenía una amplia clientela que iba desde los niños de doce a los jóvenes de más de veinte años, desde los agresivos macarrillas de barrio siempre dispuestos a la pelea o al hurto hasta los estudiantes de bachillerato de la cercana biblioteca que, entre examen y examen, se acercaban por allí a echarse unos futbiolos. Bajo la cornisa, a las puertas de su negocio, solían apostarse Chele y otros tíos de las Latas a pasar chocolate o lo que tuvieran en ese momento entre manos. Allí, en el callejón del Jiménez, no corría el viento y en las mañanas de invierno era un lugar privilegiado del barrio para tomarse unas birras de litro al socaire y flipar un ratito dándose un baño de sol placenteramente mecido por los porros. Mientras tanto, cuando alguien se acercaba por el callejón, el Chele levantaba la cabeza y le ofrecía la mercancía silbando.

            Aunque solo tenía entonces algo más de veinte años, el Chele era el camello que más chocolate vendía en Moratalaz. Él había sido el primero en pasar costo en el barrio, dos o tres años atrás, cuando el hachís empezó a brotar por todas partes como si cayera del cielo. Si el Chele hubiera seguido la actualidad política, se hubiera dado cuenta de que el auge en el consumo del chocolate se había producido más o menos en la época en que se elaboró la Constitución; si hubiera leído las sesudos artículos de opinión de los periodicos hubiera concluido que aquel nuevo consumo tenía, lógicamente, unas causas sociales, económicas y políticas; pero como él ni siquiera veía los telediarios, lo único que captó es que la gente de los barrios, la que se pelaba el culo sentada en los bancos, de repente quería, igual que él, experimentar nuevas sensaciones y fumar porros porque molaba cantidad. Y ahí fue cuando el Mazas le animó a entrar en el negocio y le puso en contacto con un chavalito de Sainz de Baranda que traía una goma muy rica directamente de Marruecos. El tipo era un melenudo un tanto extraño que se atusaba bigote y perilla, calzaba unas increíbles botas de piel de serpiente y llamaba la atención con una chupa de ante rematada por flecos que le daban un inconfundible aire de vaquero. Por eso al nota le llamaban el Bill, porque se parecía a Buffalo Bill. Por aquel entonces, el Chele era lo que la sociedad había bautizado como pasota. Tenía el chorbo pocas ganas de currar, aunque tampoco es que hubiera trabajo en lo de su padre, la construcción; así que comenzó a trapichear en los billares y en la Lonja. En los tres últimos años, al Chele le habían ido bien las cosas. Su éxito no era una casualidad. A pesar de que cuando no quería sonreír su mirada era gélida; el Chele era un tipo de facciones agradables. Con su pelo rubio y sus ojos claros, podría haber pasado por alemán o incluso por un pijito de los barrios ricos de Madrid. Su aspecto no asustaba, no intimidaba a un desconocido que quisiera pillar cien duritos sin meterse en líos ni complicaciones. Además, al Chele se le daban muy bien las relaciones públicas. Era capaz de mantener insulsas conversaciones repletas de lugares comunes con todo el mundo, adaptándose miméticamente al perfil de cada pareja o grupo de compradores. Era manejable como una canoa, siempre dispuesta a deslizarse siguiendo el curso del agua y en esos tres últimos años, había aprendido que el halago amable, la discreción, la evitación de discusiones y la sonrisa eran el mejor camino para vender cada día más. A todos los clientes les seguía la corriente, a nadie le llevaba la contraria. Y sabía dar la razón a todos con mucho estilo, argumentando de forma correcta, sin que nadie se diera cuenta del camelo. Nunca abandonaba el tono irónico y aprovechaba esa capacidad camaleónica para poner las cosas claras desde el principio sin necesidad de alzar la voz. Él mismo se gustaba hablando, chamullando, sintiéndose cada día mejor vendedor, mejor camello. Además, el Chele sabía cuándo y cómo invitar a unas cervezas a un cliente, ofrecerle unas caladas de un porro, darle un abrazo o incluso un puñetazo cariñoso en el hombro para despedirse tras cerrar la transacción. Siempre daba a cada cliente más de lo que prometía. A menudo cortaba de su bola menos cantidad de chocolate de la que pensaba dar para luego añadir una última china como si fuera un regalo. Disfrutaba con lo que hacía. Ya era conocido en toda Moratalaz y podía permitirse el lujo de invitar constantemente a sus colegas a cervezas y chocolate. Eso le había rodeado de una guardia pretoriana entre los que destacaban el Basi, el Pedrito, el Kung-Fu o el Patachula y le había dado como premio la piba que estaba más buena del barrio de las Latas: la Lole, una morena con unos pechos que cortaban la respiración de todos los curritos cuando los lucía orgullosa desde sus camisetas ceñidas, contoneándose en su inocente paseo ante la terraza de la bodega Reina.

            Antonio Heredia también se acercaba aquella mañana a los billares del Jiménez acompañado del Papilla y del Ruso. Iban imponentes con sus ceñidísimos pantalones de pitillo y sus camisas abiertas, sus cadenas doradas luciendo sobre el pecho y sus ampulosos anillos. Al ver al Chele recostado contra una columna del pasadizo, Toño sintió una mezcla de admiración y envidia. Algún día él sería como el Chele y tendría una novia que estaría más buena que la Lole. Sí, algún día. Chele miró al grupo de chavalines y les dijo sonriendo limpiamente: 

            —Pero, qué os dan de comer en el quelo, Ninchis?

            —¡Leche Collantes, que hace a los niños gigantes! —replicó el Heredia con alegre chulería, halagado por el comentario del tío más famoso del barrio.

            —¡A ver si vais a romper las barras del futbolín de una hostia! —siguió la broma el Chele cordialmente.

            Los Ninchis se metieron en del local con sus manos en los bolsillos, la cabeza bien levantada y andares de perdonavidas de quince años. En la puerta se encontraron al Cali, que estaba hablando con el Jiménez para que le vendiera un cigarrillo suelto. Se saludaron cordialmente. Mientras, el Chele comentaba con sus colegas:

            —¡Joder como crecen los chinorris ahora, troncos!

            —¿Tu es que no sabes que cuánto más alto eres menos te crece la polla? —le dijo el Basi riendo. Él era un tío muy bajito y muy moreno, con dos ojillos negros que relampagueaban de vivacidad. Se pasaba la vida contando a todo el mundo que su miembro viril era enorme y no tenía reparos en demostrarlo en cuanto tenía ocasión.

            Los Ninchis habían descubierto los bulliciosos billares del Jiménez hacía poco tiempo, pues estaban lejos de las Latas y cerca del Centro Cultural, donde a ellos no se les había perdido nada. Desde que ya no robaban bicicletas, sino dinero, habían comenzado a buscar formas de gastarlo. Y al saber que los mayores como el Chele y su basca pasaban allí todas las mañanas de invierno, habían comenzado a acercarse tímidamente para estar a su lado y gastarse su dinero en porros, cervezas y jugar a las máquinas. En los futbolines gastaban poco. Entraban a disputar cualquier pierde-paga y acababan jugando gratis hasta que se cansaban. El Jiménez les sugería que jugasen a otra cosa porque una vez aposentados, ya nadie quería entrar a disputarles la victoria y el futbolín se quedaba con su panza vacía, estéril, sin tragar monedas, con los Ninchis apoyados sobre sus barras, jugueteando con ellas, esperando rivales inútilmente. Y no es que hicieran trampa. Simplemente, cada vez que los contrarios les marcaban un gol, a los Ninchis les dolía en el alma y su rabia les hacía exclamar maldiciones, cagándose en todo lo que se movía. Entonces, lanzaban la nueva bola de madera con rabia contra el piso del futbolín, intimidando a los rivales. Cuando la partida se ponía más difícil aún, gritaban que tenían que ganar por cojones y si la cosa ya estaba desesperada, miraban con ira a los ojos de los rivales tras recibir el nuevo gol, como si en aquel momento o un poco después sus manos fueran a soltar los mandos del futbolín para comenzar una pelea abierta. Los rivales, muchas veces chavalines o niños, necesitaban nervios de hierro para aguantar el envite y, como consecuencia, acababan perdiendo la partida. Por eso, algunos chavales no querían jugar contra los Ninchis. Por eso, que cuando el Jiménez se daba cuenta de que el futbolín no estaba tragando monedas, se acercaba y les decía:

            —Vale, ya está bien, ¿eh, chavales?, que no os vais a pasar aquí toda la vida. 

            Ellos entonces se iban a jugar un rato a las maquinas de bolas o a los videojuegos. El Jiménez tenía un montón de máquinas de bolas y todas eran igual de flipantes. Las máquinas eran lo que más le gustaba al Ruso de los billares. Por eso en cuando llegaba una Petaco nueva, leía sus instrucciones bajo el cristal intentando extraer su lógica, el camino hacia el triunfo. Después, jugaba una y otra vez con ella hasta conocer todos sus secretos: la forma de conseguir las bolas extras y los especiales. Al Ruso le gustaba golpear la máquina con sus caderas o darle palmadas en los costados para conducir la bola. Era un baile agresivo que el Ruso establecía para conseguir que la bola fuera por los pasillos que él quería, acertase en las dianas y no se colara en el maldito agujero central que finalizaba la partida. En realidad, era como follarse a una piba, decía el Heredia riendo a su lado, con caderazos y azotainas, sometiéndola como a una yegua. Sobre todas las cosas, al Ruso le encantaba escuchar el sonido seco que hacía la máquina al anunciar los premios. Era un golpe penetrante y alegre, seguramente producido por una pieza de metal al atacar la panza de madera de la máquina, un clac que pregonaba en el local la hazaña del jugador y hacía que todos los demás volviesen la cabeza un instante por encima del murmullo para rendir un fugaz tributo al triunfador. ¡Taca! Partida.

            El Papilla prefería jugar a las Moscas, que era como los chavales habían bautizado a Galaxian, uno de los primeros videojuegos que había llegado a España. Como el Heredia y otros muchos, el Papi no entendía las extrañas normas de las máquinas de bolas, un juego que para él se reducía a la simpleza de golpear la bola con los mandos una y otra vez hacia arriba para que la esfera de acero chocase un buen rato contra lo que fuera antes de volver a caer. Las moscas eran mucho más sencillas y más nerviosas, obligaban a todo tu cuerpo a moverse hasta que te dolían las piernas y las muñecas. En la base de la pantalla del videojuego, tenías un láser que solo se podía mover de izquierda a derecha y con el que debías matar un enjambre de naves espaciales con forma de mosca que bajaban volando disparando proyectiles contra tu láser o lanzándose contra él como kamikazes. Si te acertaban, perdías la partida. Y eso era todo. Había que mover el laser agresivamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin parar utilizando una palanquita que se sujetaba con la mano izquierda evitando las naves enemigas y sus proyectiles y a la vez dispararles balas a la mayor velocidad posible, golpeando como un poseso con tu mano derecha el amplio botón de disparo. Para mover el láser de derecha a izquierda, el Papilla se acompañaba de gestos bruscos de todo el cuerpo hacia ambos lados, contoneándose, cruzando las piernas o dando patadas al aire. Aquel juego era sencillo, agobiante y muy divertido. Al Papilla le gustaba especialmente el sonido que hacía el botón de disparo cuando lo golpeaba con el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha.

            Llevaban los Ninchis un buen rato en los billares cuando Vicente y sus amigos se abrieron paso entre los chavales. El Ruso estaba jugando a una máquina de bolas que se llamaba Laramie y que él conocía a la perfección cuando, al perder una bola y levantar la cabeza un instante, los vio entrar. Allí estaban el Ratón y el Álex con otros dos chavales, cuyas caras le sonaban vagamente, aunque no sabía muy bien de qué. El Ruso aguantó la pesada bola de acero apretando el mando con una mano y levantó su otra mano saludando con una sonrisa al Ratón, pero su cerebro se puso en marcha para recordar aquellas caras. No tardó ni dos segundos en recordar la escena. De todas formas, siguió jugando su partida tranquilamente hasta que perdió la bola. Entonces se acercó en dos pasos al Heredia que compartía con el Papila una partida de moscas.

            —Ese de la camisa de cuadros azul sí que es el que le cascó a tu hermano. 

Al Heredia le bastó darse la vuelta para comprobar que el Ruso, como siempre, como el tío listo que era, no se equivocaba. Una punzada de odio arañó el corazón del Heredia. Se iba a cagar ese mierda que le había partido los labios en el barranco aprovechándose de que estaban los maderos apoyándole. Iba a pagarle su sangre y, sobre todo, la pérdida de su escopeta. 

            —¿Has visto, Papi, como no hacía falta buscarlo? Ya sabía yo que el Rusito me lo marcaría cualquier día —dijo el Heredia complacido. 

—Ese fue el gue te rompió la esgopeta —le picó el Papilla, animado por la pelea que se avecinaba. 

—¡Porque estaban los maderos delante, que si no! —le recordó Toño.

            —Es chachi —le contestó con alegría. El Papilla sonrio. Ese tolay se iba a cagar—. ¿Le ponemos las pilas?

            —Aquí, no. Ya nos lo encontraremos un día en la calle —contestó el Heredia sonriendo. El Papilla miró admirado a su amigo. Era maravilloso tener el poder de contenerse cuando la rabia te corroía por dentro. Había que reconocer que el Toño era un tipo de una pasta especial.

            Vicente sintió un rasguño en el estómago al ver al Heredia y recordó por un instante la pelea que ambos mantuvieron en el barranco. Allí le había pegado al gitano un buen par de golpes demostrando que era más fuerte que él; pero ahora dudaba: todo el mundo sabía que el quinqui llevaba navaja. Vicente se esforzó por pisar con más fuerza para evitar la flojera, se miró su cazadora militar como si eso le fuera a infundir ánimo, sujetó las barras del futbolín con fuerza y tragó saliva concentrándose en la partida que estaba jugando. 

            —Chungo, el Heredia —le dijo el Ratón en voz baja.

            —¿Nos piramos? —propuso Juanan acercándose lo suficiente a Vicente para que nadie más lo oyera.

            —No —Vicente no quería perder su reputación de tipo duro, de viejo líder de la plazoleta, pero contestó en voz baja para que su voz se la tragara el bullicio—. Si no lleva navaja, le voy a poner las pilas. Además, aquí, delante del Jiménez no va a pasar nada. Yo creo que no se acuerda de mí… ¿No dijiste que me había confundido con Pablo? 

            —Si —afirmó el Ratón.

            Lo mejor, pensó Vicente, era conservar la calma y concentrarse en el juego. El Ratón y el Álex perdieron la partida y fueron sustituidos por otra pareja. Gerardo observó entonces una escena curiosa. El Jiménez se había acercado al Yin y le había dicho unas palabras al oído mientras sonreía con ferocidad. El Yin había salido del local con celeridad. El Jiménez había seguido su ronda, vigilando las decenas de chavales que seguían dejándose monedas entre aquel bullicio de mil demonios. Sí, pensó el Ratón, allí dentro Vicente no tenía nada que temer. 

             Vicente y Juanan estuvieron jugando un buen rato. En ocasiones, Vicente levantaba la mirada buscando al Heredia y siempre lo veía de espaldas, totalmente ajeno a su presencia. Lo más probable es que el quinqui lo hubiera olvidado, se tranquilizó. El Jiménez seguía con sus paseos por los billares y a veces salía a charlar con los chavales que se ponían fuera. Vicente aparentaba tranquilidad, pero no se reía tanto como en otras ocasiones y de vez en vez miraba hacia los lados para ver si el Heredia y los suyos se iban.

            —No mires hacia la puerta, pero se están pirando —le avisó Juanan en voz baja—. Tranqui, ni siquiera han mirado.

            Ambos se alegraron, porque ya se acercaba la hora de marcharse a la cita con sus novias y aunque no se lo habían dicho el uno al otro, ambos temían que los Ninchis estuvieran esperando a que ellos salieran para seguirlos y provocar una pelea en el mismo callejón. 

Un rato más tarde, al salir del cálido y bullicioso local, Vicente se sintió menos protegido que dentro. Ahora ya estaban solos; no había ningún adulto que interviniera si el Heredia le salía al paso. Por precaución, miró a ambos lados del callejón, pero los Ninchis ya no estaban. Tan solo los camellos y otros jóvenes disfrutaban fumando porros y bebiendo litros de cerveza al sol. Vicente lanzó al grupo una mirada furtiva y le pareció que su aspecto era amenazante. Lo mejor era irse de allí. Cruzaron Hacienda de Pavones y se internaron en el polígono G. Vicente hubiera preferido marchar por la Avenida de Moratalaz, siempre más concurrida que las plazoletas del polígono, pero nunca hacían ese camino para volver a casa y elegirlo hoy sería una muestra evidente de su cobardía. Las calles, a esas horas, estaban vacías. Tan solo se encontraban por las sucesivas plazoletas a algún chaval que estaba paseando a su perro, haciendo tiempo para comer. El polígono G era de los primeros que habían construido en el barrio y por ello las viviendas habían sido concebidas para obreros industriales: pisos muy pequeños, sin portales ni calefacción. No era peligroso como el barrio de las Latas, pero no era tan seguro como su polígono I, donde había muchas casas con portero. Además, al final de los callejones del polígono G tendrían que atravesar el descampado del Torito, un sitio sobrecogedor y extraño. 

            Allí, en aquel descampado sin farolas ni agua corriente permanecía una enigmática casa de campesino, con corral y pozo y un pequeño terreno circundante que a Vicente le recordaba las casas que había en el pueblo de sus padres, allá por Ciudad Real. Efectivamente, era igual que aquellas, una casa baja hecha de ladrillo, pero toda encalada de blanco. En aquella mañana, la casa refulgía al sol, sola y extraña.

            —¡Anda que la casa del churrero —dijo Juanan por conjurar el silencio medroso con el que atravesaban el descampado desierto— no es rara ni nada!

            —Esto estaría hecho antes que el barrio —aventuró Álex.

Apoyado en un poyete, ante la puerta de su casa, el churrero, un hombre fornido y viejo, bebía de una botella de vino. Parecía borracho por su torpeza de movimientos y su aspecto, con la camisa mal abrochada y los pantalones sucios. Los chavales desfilaron ante él rápidamente, temerosos de que les dijera algo.

—Este tío desde que se murio su mujer está hecho polvo —dijo el Ratón.

—¿Y por qué se llamará el Torito este sitio? —preguntó Álex.

Nadie le contestó. Caminaban deprisa ante la arcaica casa encalada y aunque nadie decía nada, todos sabían que el temor a un encuentro con el Heredia flotaba en el aire. Vicente estaba deseando entrar en el polígono I y acercarse al bar del Polonio, donde estaría su padre con sus amigos. Allí mismo habían quedado con Azucena y Sofía, para que el padre de Vicente los invitase al aperitivo. Cruzaron el camino de Vinateros y todavía apretaron más el paso. Ya estaban a menos de trescientos metros del Polonio, casi fuera de peligro.

Pero al pasar por delante del local de los bois-scouts, desde detrás de una esquina, apareció el Heredia, que se interpuso ante ellos de un salto. A su espalda, salidos de detrás de unos coches sintieron a los otros dos Ninchis. Los cuatro amigos se sobresaltaron. Vicente miró en todas direcciones. No se veía a nadie por la calle. No acababa de reaccionar; estaba paralizado. Heredia se le acercó hasta ponerse a dos pasos de él.

            —¡Tú, maricona, a ver si tienes huevos de pelearte ahora conmigo, sin que haya maderos delante!  —le dijo el Heredia a Vicente con gestos nerviosos, levantando bruscamente la barbilla y echando hacia delante los hombros mientras se mordía la lengua. Luego se dirigió al Papilla—. ¿Has visto cómo cualquier día nos lo íbamos a encontrar en la calle, Papi?

            El Papilla se echó a reír. Vicente giró la vista como si buscase un sitio por donde escapar, pero no lo había.

—Los demás no os metáis. Esto es una cosa entre él y yo —proclamó el Heredia mirando al Ratón. Luego sacó su navaja ceremoniosamente, para que todos la vieran y se la lanzó al Ruso, que la cogió en el aire—. Y además sin navajas, a puñetazos solo.

Vicente, al ver a Antonio Heredia acercarse, comenzó a dudar. ¿Echaba a correr, aunque quedase ante todos como un cobarde? No, no podía huir como un gallina. Su fama de tío duro terminaría para siempre. ¿Se enfrentaba al Heredia? Él quizá era lo bastante fuerte como para romperle la cara, pero era posible que, si la lucha se torcía, el Heredia acabase pidiéndole la navaja al Ruso. Lo que comprendió en un instante es que sus amigos, justo cuando más los necesitaba, no pensaban mover ni un dedo por ayudarle. Incluso Juanan estaba expectante, inmóvil. En el momento decisivo, estaba solo… Quizá por eso supo, antes de que se le echara encima el Heredia, que ni uno solo de sus músculos se aprestaría a luchar. Era la misma sensación que recorría las filas de un ejército cuando los soldados comprendían que la batalla estaba perdida y abandonaban en desbandada la formación. Una mezcla de temor y desesperanza le había paralizado unos instantes. Y esos instantes eran demasiado tiempo con alguien como el Heredia. 

            —Pero… —atinó a decir.

            Antes de que acabara la frase, el Heredia le lanzó con su puño un directo que le explotó en los labios. Vicente sintió el impacto y dio dos pasos hacia atrás, pensando que era posible que ya estuviera sangrando, pues un cálido sabor a hierro le llenaba la boca. Heredia dio dos pasos hacia delante y amagó lanzando otro golpe con su mano izquierda que Vicente se dispuso a esquivar girando la cabeza. Pero entonces se encontró otra vez con el puño derecho de Heredia que le impactó en el pómulo haciéndole trastabillarse. Vicente dio todavía dos pasos hacia atrás, pero tropezó con un canalón de cemento que había junto a la acera y cayó al suelo de espaldas. El Heredia se acercó entonces y le dio una patada en la cara antes de que Vicente pudiera cubrírsela con los antebrazos.

            —¡Eh! ¿Qué pasa ahí? —una voz se asomaba entonces a una de las ventanas del bloque. Todos levantaron la vista hasta el tercer piso. Un cuarentón en camiseta levantaba su pesado brazo al aire. Heredia entonces se abalanzó sobre Vicente y lo incorporó con rapidez. 

            —Es mi colega —dijo con aplomo al hombre mientras arrastraba a Vicente, que se dejaba conducir por los hombros— que se ha caído. Ya le ayudo yo, caballero, no se preocupe…

            El hombre tampoco tenía muchas ganas de bajar tres pisos hasta la calle a impartir justicia sin saber en qué acabaría todo y se contentó con mirar a los dos chavales que se alejaban paso a paso hacia arriba seguidos por otro grupo más numeroso, pues los demás iban sin hablar entre sí, cinco o seis metros por detrás de Vicente y Heredia, en actitud expectante, como si siguieran el paso de una procesión. Vicente se dejaba conducir, algo aturdido, esperando que el castigo hubiera finalizado. Pero en cuanto doblaron la esquina y Heredia quedó fuera de la vista del hombre, hizo una llave a Vicente y lo volvió a tirar al suelo, sobre el mismo canalón de cemento. Allí, caído de bruces, le dio otras tres rápidas patadas en el rostro, que Vicente evitó como pudo cubriéndose la cara. El Heredia entonces se arrodilló a su lado y le sujetó de los pelos, golpeándole otra vez la cabeza varias veces contra el suelo. Entonces, algo parecido a la inspiración, una especie de arrebato fugaz, se le apareció al quinqui en la cabeza y mordiéndose la lengua, sujetó la cabeza de Vicente con ambas manos y le raspó la cara frotándola brutalmente contra el rugoso hormigón en ambas direcciones. Le iba a dejar guapo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Vicente estaba sangrando por las orejas. Ya era suficiente: el objetivo estaba cumplido.

            Antonio se incorporó entonces tan deprisa como hacía todo. Todavía su respiración estaba agitada y se mordía su propia lengua. 

            —¡Y que no te vuelva a ver por ahí! ¡Porque la próxima vez te mato! —le dijo a Vicente que permanecía inmóvil, tumbado en el suelo como un trapo sucio. El Heredia se echó a andar sin mirar hacia atrás seguido en silencio por sus compinches. Pero a los dos o tres pasos, Antonio se dio media vuelta y de dos o tres rápidos pasos se acercó al herido que no se movía. Entonces riendo con rabia, se sacó trabajosamente un billete de cien pesetas del bolsillo y lo echó sobre el cuerpo de Vicente dirigiéndose con una sonrisa feroz a sus amigos—. ¡Toma, Ratón, para que lo llevéis a curar!

            Nada más decir esto, el Heredia se dio media vuelta y los Ninchis echaron a andar tranquilamente por la calle en dirección a las Latas, riendo, sin volver la cabeza ni esperar ningún tipo de venganza. Fue solo entonces cuando los chavales se acercaron a su amigo en una rápida carrera y lo recogieron del suelo. El aspecto de Vicente era lamentable. Tenía cortes y arañazos por todo el rostro y el oído derecho le sangraba hasta manchar el tejido de camuflaje de su zamarra. Vicente se dejó levantar apoyándose en Juanan. Los cuatro chavales echaron a andar lentamente, en silencio. Iban muy preocupados por la sangre que le manaba del oído y procuraron apretar el paso para llevarle al bar de Polonio que estaba, muy cerca, a escasos doscientos metros. Nadie hablaba de vengarse. Un sentimiento de soledad y cobardía los acompañaba en su caminar. No habían ayudado a su amigo. 

Vicente sintió que toda una época, la del gallito de la plazoleta, se le acababa en ese mismo momento. Ahora llegaría al bar y allí estaría su padre y su novia y se compadecerían de él. Y Félix, el hermano del Heredia, se disculparía quizá avergonzado, pero seguramente orgulloso de que su hermano Toño fuera más hombre que Vicente. Y todos los del bar sabrían que él no era nadie y que lucía aquella zamarra militar sin merecerlo. Y luego su madre y las vecinas. Y cuando volviera a salir a la calle y se cruzara con el Heredia, no se atrevería ni a levantar la cabeza, temeroso de que cualquier día cumpliese su amenaza y lo matase. Porque él, cuando había estado a su merced, cuando había sentido que era incapaz de responder a su agresión, cuando había visto que sus músculos se declaraban inermes; en ese momento, se había visto morir. Y ahora lo único que quería era olvidar. Ya tenía lo más importante para un hombre, una novia guapa y alegre. Ahora de lo que se trataba era de buscarse un trabajo, abandonar la calle y esperar a que el Heredia, más tarde o más temprano, se cruzara con el hombre que lo matase. Vicente supo que ese hombre no sería nunca él. 

            Antonio Heredia se sentó en el poyete de la casa de su tío Claudio, en mitad del Torito. Se sentía pletórico en ese momento, lleno de fuerza. Si ahora mismo apareciera su tío, lo haría trizas, incluso le daría una mojá en una pierna, pensó. Los demás le imitaron. El sol estaba en aquellos momentos justo en el cenit. El ladrillo de los edificios circundantes adquiría un color rojo brillante mientras que hasta la cal del pozo o de las paredes de la casa parecía anaranjarse. Heredia respiraba con agitación orgullosa y su corazón latía todavía deprisa. Era feliz, se había vengado y todos lo habían visto. Aquel julái se llevaría la cara arañada unas cuantas semanas. Todos lo comentarían en el instituto, todos sabrían en su casa, en su plazoleta, en la calle que alguien, él, el Heredia, le había dado la del pulpo. Antonio se dio cuenta entonces de que las botas de trabajo de su tío estaban allí, olvidadas, junto a la puerta.  No había vuelto a ver a su tío desde hacía meses, pues Antonio ni siquiera había ido al entierro de su tía. Claudio estaría por ahí, emborrachándose. 

            —¡Qué ganas de mear tengo, troncos! —dijo mientras empezaba a orinar dentro de las botas ante las risas de sus compañeros—. ¡A ver quién la tiene más grande que yo! 

            Antonio entonces les mostró el zupo, amorcillado, a sus amigos. El Papilla también sacó el suyo al aire riendo. A los dos les gustaba siempre enseñárselo a todo el mundo, sobre todo a las niñas de las Latas y ambos estaban convencidos de que tenían un miembro viril extraordinariamente grande. Al Ruso no le hacía tanta gracia el juego pues creía que su pene era más pequeño que el de sus dos amigos.

            —¡Yo la tengo más grande gue tú!  —dijo el Papilla poniéndose frente a él.

            —Y una polla que te comas —le contestó el Heredia riendo mientras se acercaba para enseñársela mejor.

            El sol recortaba entonces con sombría nitidez los perfiles de sus miembros sobre la cal de la casa, justo desde el centro del cielo.

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