(Sábado, 21 de junio de 1980)
When you walk through a storm / hold your head up high / and don’t be afraid of the dark. / At the end of a storm, / there’s a golden sky / and the sweet silver song of a lark./ Walk on through the wind, / walk on through the rain / for your dreams be tossed and blown, / Walk on, walk on / with hope in your heart / and you’ll never walk alone./ You’ll never walk alone.
.(You’ll never walk alone, Gerry and the Pacemakers)

Aquella foto sigue todavía hoy en el bar Deportivo, ocupando el lugar de honor tras la barra, junto a un escudo gigante del Atlético de Madrid. Allí aparecen once muchachos de unos doce o trece años, apenas apuntan algunos la pelusilla sobre los labios, formando con la misma expresión concentrada que suelen mostrar los jugadores de fútbol profesional. Todos los chicos que aparecen con las camisetas rojas, posando con alegría y orgullo ya habían visto por entonces mucha televisión, muchos cromos y muchas fotos de los diarios deportivos y sabían imitar a sus ídolos con tal perfección que en la imagen su pose es de completa naturalidad. Los cuatro defensas están al fondo, de pie, mostrando con sus brazos cruzados la misma resolución de los zagueros profesionales: su misión es destruir el juego rival a toda costa, agarrando, empujando y dando patadas a sus adversarios si es preciso. Al lado de los defensas, vestido con una camiseta azul y tocado con una gorra roja está el portero, un chico rubio y delgado que sonríe con timidez. Los otros seis jugadores aparecen acuclillados delante, a los pies de sus compañeros. Son los centrocampistas y delanteros, los encargados de centrar el balón con precisión, regatear, fintar y marcar los goles en la portería rival. Estos otros posan en el momento de la foto muy sonrientes: se sienten orgullosos y felices de ser los jugadores más valiosos del equipo. Uno de ellos, el situado en el centro, está echado hacia delante como si quisiera salir corriendo y parece que va a caer de bruces, pero mantiene el equilibrio apoyando con fuerza sus manos contra un balón que afirma contra la tierra. A sus pies descansa la pequeña copa que ese equipo ha conquistado. Otro, más pequeño que los demás, el que aparece más a la derecha de la foto, muestra a la cámara con infantil sonrisa una medalla de oro. Hay finalmente al lado del grupo, junto al portero, un chico gordito, vestido de paisano, que parece haberse entrometido en el encuadre y sonríe tímidamente. La foto, de casi un metro de anchura, tiene un pie escrito a mano con rotulador negro. Olympic de Moratalaz (1980). De pie y de izquierda a derecha: Miguel Arriola, Gonzalo, Ferrera, Vicente (capitán) y Juanan. Agachados: Javi, Pablo, Babel, Santi, Ratón y Perico.
Ninguno sabe que cuarenta años después aquella foto presidirá todavía uno de los bares más emblemáticos del barrio. Y que el partido que acaban de disputar será recordado por ser el último de toda una época.
Cada vez que alguien de entonces regresa al barrio a ver a sus padres suele entrar al bar Deportivo para tomar una caña y contemplar esa foto, porque por unos instantes vuelve a ser quien fue. Vuelve a oler los aromas de entonces: el polen de las gramíneas, el húmedo barro de los charcos y el dulzor del regaliz. Vuelve a sentir el espíritu indómito de aquellos días. Trae la foto la ingenua alegría de un tiempo que se fue para no volver. En esa foto están todos ellos cuando no eran más que unos chicos de barrio.